San Ignacio de Loyola:
6. ALCALA, PRIMERAS PERSECUCIONES
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Estudia y da los Ejercicios
b) Comienzan los procesos
c) En la prisión
d) Si os persiguen en una ciudad...
a) Estudia y da los Ejercicios Espirituales
Ignacio ha puesto la mano en el arado y no puede mirar atrás ni quedar
anclado en un lugar. Siempre disponible al viento del Espíritu, que sopla
como quiere y donde quiere, rompiendo lazos y afectos, deja Barcelona y se
encamina hacia Alcalá, con su célebre Universidad humanista fundada por el
cardenal Cisneros en 1508. Con su cojera recorre a pie los seiscientos
kilómetros que separan las dos ciudades. Mendigando y sufriendo privaciones
se anda el camino. Al salir de Barcelona se ha despojado, una vez más, de
amparos y seguridades. Libre y sin depender de nadie, goza de la alegría de
su vida en manos de Dios.
Alcalá es comenzar de nuevo, en medio de la juventud alegre y
despreocu-pada. Allí entra Ignacio como pordiosero y como tal pide limosna
de puerta en puerta, durmiendo en la "Hospedería de los sin techo". No le
faltan entre los estudiantes burlas y mofas: "Llegado a Alcalá empezó a
mendigar y a vivir de limosnas. Un clérigo y otros que estaban con él,
viéndole pedir limosna, empezaron a reírse y a injuriarle, como se suele
hacer a éstos que, siendo sanos, mendigan". Pero Dios viene en su ayuda
moviendo el corazón del "que tenía cargo" del Hospital de Nuestra Señora de
la Misericordia, que "por casualidad" pasa en aquel momento; le disgusta el
escarnio, y da al peregrino "habitación y todo lo necesario" para poder
dedicarse a los estudios.
Ignacio, con sus rudimentos de latín, se enfrasca en el estudio de la Lógica
de Soto, la Física de Alberto Magno y las Sentencias de Pedro Lombardo. Sólo
en el amor a Dios y en el ardiente deseo de ayudar a las almas halla fuerzas
para seguir estos estudios a su edad. "Estudió en Alcalá casi año y medio",
dice de sí mismo en la Autobiografía.
A su llegada a Alcalá encuentra a Don Diego de Eguía, "que tenía bien el
necesario", y que ayuda a Ignacio con limosnas, incluso para socorrer a los
pobres. Diego de Eguía, sacerdote de Estella, siente desde el comienzo un
gran afecto por Ignacio. Terminará entrando en la Compañía e Ignacio le
tendrá por mucho tiempo como su confesor. Su sencillez y candor edificaba a
Ignacio. Aprendiendo de Ignacio, más que enseñándole, solía decir: "Quien
piensa de sí que es para algo, es para poco; quien piensa de sí que es para
mucho, no es para nada". El no confiaba en sí mismo, por ello se arropaba
con los méritos de la Compañía para salvarse. Así lo expresaba él: "Una
moneda rota o falta de peso, si la diereis sola en paga, nadie os la
recibirá; mas si pagáis mil cruzados a un comerciante que vende al por
mayor, aunque entre ellos vaya alguno falto de justo valor, juntamente con
los otros pasa. Así yo solamente espero pasar entre los de la Compañía".
Diego de Eguía y su hermano Miguel tienen una imprenta, contribuyendo con
ella al espléndido florecimiento literario de Alcalá. En su casa han sido
acogidos los tres primeros compañeros de Ignacio. Por ello Ignacio les
frecuenta y allí descubre el mundo de la nueva ciudad. Alcalá es una
universidad apenas abierta. Bullen en ella todas las novedades del momento:
el humanismo de Erasmo, la renovación científica... Con empeño y aplicación
se sumerge Ignacio en ese ambiente, pero sin dejarse contagiar del
entusiasmo humanista que reinaba entre los estudiantes. Tampoco se deja
llevar por la corriente iluminista, que también pulula por Alcalá, aunque la
Inquisición a veces así lo sospeche. La verdad es que Ignacio siempre ha
buscado leer "aquellos libros con más sólida y segura doctrina, sin aceptar
aquellos que sean sospechosos ellos o sus autores", como señala en las
Constituciones. En ellas da la razón: "Aunque el libro sea sin sospecha de
mala doctrina, cuando el autor es sospechoso, no conviene que se lea, porque
se toma afición por la obra del autor, y del crédito que se le da en lo que
dice bien se le podría dar algo después en lo que dice mal. Es también cosa
rara que algún veneno no se mezcle en lo que sale del pecho lleno de él".
Con "el comer, cama y candela", que le han ofrecido en el Hospital, Ignacio
tiene resueltos sus problemas. Pero, además de dedicarse a estudiar, dedica
muchas horas a hablar de Dios, dar Ejercicios y enseñar la doctrina
cristiana, con gran provecho de las almas, uniéndosele algunos como
compañeros, que le siguen en tan piadosa ocupación, dejándose conducir por
él: "Y estando en Alcalá se ejercitaba en dar Ejercicios espirituales y en
declarar la doctrina cristiana, y con esto se hacía fruto a gloria de Dios.
Y muchas personas hubo que vinieron en harta noticia y gusto de cosas
espirituales". Es la primera vez que aparece Ignacio dando ejercicios
espirituales. "Con esto se hacía fruto a la gloria de Dios". Pero de aquí
surgen también los rumores de iluminismo: ¿Cómo un hombre sin letras, un
simple mendigo, sin títulos académicos, se atreve a hablar de cosas del
espíritu?
b) Comienzan los procesos
Un simple seglar, de edad más que avanzada para estudiante, medio vestido de
religioso, que llega a mitad de curso, y vive mendigando y rodeado de
pobres, llama la atención: "Sus pláticas hacían rumores en el pueblo, máxime
por el mucho concurso que se hacía adondequiera que él declaraba la
doctrina". El ir y venir de personas a la casa de Ignacio, donde tienen las
reuniones, no pueden mantenerse ocultas. Muy pronto llaman la atención de
las autoridades eclesiásticas.
Los rumores llegan hasta Toledo, despertando a la Inquisición, celosa
guardiana de la ortodoxia. Dos miembros de ella son enviados a Alcalá a
investigarles. Así se abre el proceso a "los mancebos que andan en esta
villa vestidos con unos hábitos pardillos y alguno de ellos descalzo, los
cuales dicen que hacen vida a manera de los Apóstoles". Ante el tribunal de
la Inquisición, y luego ante el vicario Figueroa, encargado del caso,
desfilan testigos y más testigos: casadas y solteras, jóvenes y viejos,
estudiantes y frailes, gentes de alcurnia diferente, que escuchan y siguen
al apenas llegado a Alcalá.
De las declaraciones de los testigos sabemos que Ignacio enseña "los
mandamientos y los pecados mortales y los cinco sentidos y las potencias del
alma, declarándolos por los evangelios y con san Pablo y otros santos. Y
dice que hagan examen de conciencia dos veces cada día, trayendo a la
memoria lo que han pecado ante una imagen; y aconseja que confiesen de ocho
a ocho días y reciban el sacramento en el mismo tiempo".
Lo que Ignacio busca es que los oyentes cambien sus vidas. Para ello les
enseña a orar conforme al primer y segundo modo de orar de los Ejercicios,
examinando su conciencia, confesando y comulgando. El fruto que reciben, al
escuchar a Ignacio, es a veces violento, con desmayos y desfallecimientos,
sobre todo entre quienes llegan a él desde una larga vida en el pecado.
Ignacio les anima con sus reglas de discernimiento: al decidirse a cambiar
de vida, apartándose del pecado, es natural que sientan la resistencia de su
naturaleza, habituada a la vida anterior. El puede asegurarles que, con la
perseverancia, se verán libres de esas reacciones, que son obstáculos del
enemigo para que no sigan la nueva vida que Cristo les ofrece.
Entre los testigos citados está María de la Flor, quien "era antes mala
mujer que andaba con muchos estudiantes en el estudio, que era una perdida",
según su propia confesión. A María de la Flor le intrigan las reuniones de
Ignacio con ciertas mujeres, que acuden a visitarlo. Sabe que él les escucha
cuando ellas le cuentan sus penas. El les consuela y habla del amor de Dios.
Flor, en su vida aparentemente alegre, también tiene problemas. Un día
decide presentarse ante el peregrino; le cuenta sus penas y le pide que le
hable del servicio de Dios. Ignacio le promete hablarle durante un mes
seguido, durante el cual ella debe confesar y comulgar semanalmente. Son los
Ejercicios Espirituales lo que Ignacio le propone. Ignacio le advierte que
experimentará días de gran alegría interior, que "no sabría de dónde le
venía", y otros de profunda tristeza, también necesarios para su auténtica
conversión. Alegrías y tristezas alternadas serán el signo de las
resonancias de la acción de Dios en su espíritu. Ignacio no duda del amor de
Cristo a los pecadores y, por ello, puede anunciárselo a María de la Flor:
"si al cabo de un mes no se sentía cambiada, podría retornar a la vida
pasada".
Ignacio se dedica a esta oveja perdida con todo su amor y paciencia. Su
regeneración comprendía una purificación de pensamientos, palabras y obras,
con sus momentos de gozo y sus días de zozobra. María de la Flor se deja
guiar por Ignacio con toda docilidad. Es el primer hombre que no la
considera como objeto de placer, sino como persona amada por Dios Padre y
redimida por su Hijo Jesucristo. Ignacio le abre los ojos a la realidad de
muerte de su pecado, iluminado con la palabra de Dios y con el anuncio de su
misericordia, que supera toda miseria. Ignacio le enseña a examinar su
conciencia dos veces al día, recitando arrodillada la oración que él mismo
le enseña: "Dios mío, padre mío, criador mío. Gracias y alabanzas te doy por
tantas mercedes como me has hecho y espero que me has de hacer. Te suplico
por los méritos de tu pasión me des la gracia de examinar bien mi
conciencia". Miseria humana y misericordia divina, al encontrarse, engendran
la gratitud. Es el primer paso en la regeneración de una persona. De aquí
Ignacio le va llevando, paso a paso, a la oración vocal pausada, a la
contemplación mediante la aplicación de los sentidos interiores, ejercitando
las potencias del alma, la memoria, la mente y el corazón. Le anima, con su
experiencia, en los momentos de vacilación y cansancio.
En el proceso, María de la Flor declara sin tapujos su experiencia,
testimoniando con fervor la obra de Dios en ella a través de Ignacio. Como
ella desfilan ante el vicario Figueroa otros muchos. Escuchados los
testigos, Ignacio y sus más asiduos compañeros son convocados para escuchar
la sentencia, que se reduce, en realidad, a una amonestación. No se ha
encontrado nada reprochable en la vida o doctrina; "podían continuar en la
vida que llevaban sin ningún impedimento". Pero no siendo religiosos, no
parece conveniente que el grupo vaya vestido con un hábito. Se les ordena,
por tanto, teñir sus hábitos, dos de negro, dos de leonado y el más joven
puede seguir como está.
A Ignacio esto le tiene sin cuidado; está dispuesto a vestir del color que
sea o de todos los colorines juntos. Está dispuesto a obedecer en todo. Lo
que él desea es "saber si habían hallado alguna herejía" en su predicación.
El acepta la pobreza y hacer el ridículo; no le importan los insultos o
humillaciones, pero no permite que se enlode su nombre por motivos de
ortodoxia. Por eso exige con firmeza una respuesta al respecto. El vicario
Figueroa le responde:
-No, que si hallaran herejía, os quemaran.
Ignacio, sin respetos humanos ni temores, le replica:
-También os quemaran a vos si herejía os hallaran.
Inmediatamente tiñen sus ropas. Aún pide el Vicario a Ignacio que no ande
descalzo. Ignacio se calza los pies, obedeciendo "quietamente en todas las
cosas de esa cualidad que le mandaban".
c) En la prisión
Este es el primer proceso, pero no el último; seguirán otros muchos. La
persecución es el crisol de los seguidores de Cristo. Tras otra denuncia,
Ignacio va a parar a la prisión. El doctor Ciruelo, canónigo de Sigüenza, se
ha sentido ofendido porque dos viudas notables, de las que es tutor, asiduas
oyentes de Ignacio, se han decidido a ir como pobres en peregrinación a
Jaén. Nada tiene que ver Ignacio con esta peregrinación, que más bien ha
desaconsejado, pero le cuesta cuarenta y dos días de encierro, hasta que
ellas vuelvan y testifiquen que la peregrinación ha sido cosa de ellas y no
del prisionero. Pero treinta años después aún recuerda Ignacio con todo
detalle este episodio de su vida. El les había frenado en su propósito de ir
por el mundo, solas y mendigando, para servir a los pobres en los
hospitales, en atención a la hija "tan moza y tan vistosa".
Escribiendo más tarde a Don Juan III, rey de Portugal, le informa sobre los
procesos de Alcalá, afirmando su absoluta desconexión de los alumbrados: "Y
si V. A. quisiere ser informado por qué era tanta indagación e inquisición
sobre mí, sepa que no por causa alguna de cismáticos, de luteranos ni de
alumbrados, que a éstos nunca los conversé ni los conocí; mas porque yo, no
teniendo letras, se maravillaban de que hablase y conversase tan largo en
cosas espirituales".
Mientras le llevan a la cárcel se cruza con él un joven, que va a caballo,
rodeado de amigos y sirvientes. Este joven queda impresionado por la mirada
de Ignacio: es Francisco de Borja. Ignacio en la Autobiografía recuerda que
"era verano". La prisión no era muy rigurosa y "venían muchos a visitarlo",
entre ellos el portugués Manuel Miona, sacerdote y profesor de Alcalá, que
será su confesor ahora y en París y entrará en la Compañía. Ignacio
correspondió a la ayuda espiritual que había recibido de Miona ofreciéndole
lo mejor que tenía: los Ejercicios. Desde Venecia, en noviembre de 1536, le
escribe: "Y porque es razón responder a tanto amor y voluntad como siempre
me habéis tenido y mostrado en obras, y como yo hoy en esta vida no sepa con
qué os pueda corresponder, si no es poneros por un mes en ejercicios
espirituales. Porque éstos son todo lo mejor que yo en esta vida puedo
pensar, sentir y entender, así para el hombre poderse aprovechar a sí mismo
como para poder fructificar, ayudar y aprovechar a otros muchos".
Poco le importa a Ignacio la cárcel. "Hacía lo mismo que estando libre:
hacer doctrina y dar ejercicios". La cárcel se convierte en lugar de sus
pláticas. En la cárcel, habla de Dios, edificando la fe de los demás con su
palabra y con su testimonio, realizando los oficios más humildes, como
barrer la cárcel y otras cosas semejantes. Muchos se le ofrecen como
abogados o procuradores para sacarlo de la prisión. Pero él no acepta ningún
defensor: "Aquel por cuyo amor aquí entré, me sacará, si fuere servido de
ello". Así se lo dice más tarde en carta al rey de Portugal: "Y en todos
estos cinco procesos y dos prisiones, por gracia de Dios, nunca quise tomar
ni tomé otro defensor, ni procurador, ni abogado, sino a Dios, en quien,
mediante su divina gracia y favor, tengo puesta mi esperanza presente y
porvenir".
Esta confianza en Dios le sostiene en medio de la persecución exterior e
interior. Pues no le faltan tampoco momentos de miedo, en los que el demonio
le asalta y le hace temer que sucumbirá acobardado. Polanco nos cuenta cómo
una noche estuvo estremecido de temor hasta que plantó cara a los demonios
desafiándolos a que le hiciesen todo lo que quisieran, pues "no podrían
hacer más que lo que Dios les concediese hacer". Esta confianza en Dios, "no
sólo le libró entonces de todo temor al demonio, sino que le inmunizó para
siempre de estos temores nocturnos". En los Ejercicios Espirituales, dice él
mismo: "Es propio del enemigo enflaquecerse y perder ánimo, abandonando las
tentaciones, cuando la persona, confiando en Dios, pone mucho rostro contra
las tentaciones del enemigo, haciendo lo contrario de lo que la tentación le
propone".
d) Si os persiguen en una ciudad...
Se sigue investigando la predicación de Ignacio y a las personas que le
escuchan, entre las que hay de todo, sin faltar piadosas personas ni tampoco
mujeres histéricas. Al final de tantas disquisiciones, el vicario sentencia
que Ignacio debe dejar todo hábito, vistiendo de seglar corriente y, lo que
le duele realmente, se le prohíbe por espacio de tres años enseñar,
predicar, declarar los mandamientos o cosa tocante a la santa fe católica,
en público o en secreto, en grupo o en privado, bajo pena de excomunión y
destierro. Pasados los tres años, podrá pedir al Vicario licencia para ello.
La razón es que "no sabían letras" ni él ni sus compañeros.
Ignacio reconoce que él es "el que sabía más letras y ellas eran con poco
fundamento; esta era la primera cosa que él solía decir cuando lo
examinaban". Pero Ignacio no entiende cómo se puede impedir a un cristiano
hablar de Dios. El comprende que, no siendo sacerdote, y además sin
estudios, se le prohíba predicar en público; pero ¿cómo se le puede prohibir
hablar de cosas santas con el prójimo? Dispuesto a obedecer a la Iglesia,
pero sin poder permanecer mudo, decide acudir al superior, es decir, al
mismo arzobispo de Toledo, Alfonso de Fonseca, que se halla en Valladolid
con ocasión del bautizo del futuro Felipe II: "Con esta sentencia estuvo un
poco dudoso sobre lo que haría, porque parece que le tapaban la puerta para
aprovechar a las almas, sin darle razón alguna, sino porque no había
estudiado. Y en fin, él determinó ir al arzobispo de Toledo Fonseca y poner
la cosa en sus manos".
Pobre, mal vestido y descalzo, Ignacio se encuentra en Valladolid entre los
nobles del reino, congregados para el bautizo, y los teólogos más famosos,
convocados allí por el inquisidor general para discutir sobre Erasmo. En
medio de tanta ostentación, el peregrino, confiando sólo en Dios, se abre
paso y obtiene la audiencia con el primado de Toledo. Ante él, le besa el
anillo y, sin darle ningún tratamiento especial, le cuenta abiertamente su
situación. El arzobispo le escucha con afabilidad. Ignacio, prometiéndole
obediencia, se dispone a escuchar la sentencia. El arzobispo, mirándole con
bondad, le dice que no puede desautorizar a su vicario y, por ello, le
aconseja que cambie de lugar y así podrá seguir con su vida, que le parece
buena y conforme al Evangelio. En Salamanca, por ejemplo, podría continuar
sus estudios y su apostolado sin los conflictos de Alcalá. Ignacio besa de
nuevo su mano y sale dando gracias a Dios, que le cierra una puerta, pero le
abre otra por medio de su representante. Y así, sin más, con lo que lleva
puesto, parte para Salamanca.
Ignacio es el Peregrino y sus pies se mueven sostenidos por Cristo, presente
en su corazón. Su peregrinación de ciudad en ciudad es alentada por su
misión apostólica. Discípulo de Cristo, se siente enviado por él. Por ello
vive la palabra del envío que hace Jesús: "Cuando os persigan en una ciudad,
huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra" (Mt 10,23).
En las Constitu-ciones escribirá: "Nuestra vocación es para discurrir por
unas partes o por otras del mundo y hacer vida en cualquier parte del mundo
donde se espera más servicio de Dios y ayuda de las almas". El
discernimiento de espíritu, central en el mensaje de Ignacio, no es otra
cosa que el camino para "buscar y hallar la voluntad divina".
No ha aprovechado mucho en los estudios en su estancia en Alcalá. Entre la
atención a las almas y los interrogatorios de la Inquisición con sus días de
cárcel, bien poco tiempo le ha quedado para estudiar en el año y medio
pasado en la flamante universidad. Pero algo le queda para dar gracias a
Dios. En Alcalá ha conocido, entre otros, a quienes más tarde llegarán a ser
hijos suyos y fundadores de la Compañía de Jesús: Laínez, Salmerón,
Bobadilla y Jerónimo Nadal.