J. Ratzinger - Benedicto XVI: LA ORACIÓN DEL SEÑOR
De su Libro Jesús de Nazaret. Primera parte: Desde el Bautismo a la
Transfiguración, Madrid, La Esfera de los Libro 2007, 447
Contenido
Padre nuestro, que estás en
el cielo
Santificado sea tu nombre
Venga a nosotros tu reino
Hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo
Danos hoy nuestro pan de cada
día
Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden
No nos dejes caer en la
tentación
Y líbranos del mal
Como hemos visto, el Sermón de la Montaña traza un cuadro completo de la
humanidad auténtica. Nos quiere mostrar cómo se llega a ser hombre. Sus
ideas fundamentales se podrían resumir en la afirmación: el hombre sólo se
puede comprender a partir de Dios, y sólo viviendo en relación con Dios su
vida será verdadera. Sin embargo, Dios no es alguien desconocido y lejano.
Nos muestra su rostro en Jesús; en su obrar y en su voluntad reconocemos los
pensamientos y la voluntad de Dios mismo.
Puesto que ser hombre significa esencialmente relación con Dios, está claro
que incluye también el hablar con Dios y el escuchar a Dios. Por ello, el
Sermón de la Montaña comprende también una enseñanza sobre la oración; el
Señor nos dice cómo hemos de orar.
En Mateo, la oración del Señor está precedida por una breve catequesis sobre
la oración que, ante todo, nos quiere prevenir contra las formas erróneas de
rezar. La oración no ha de ser una exhibición ante los hombres; requiere esa
discreción que es esencial en una relación de amor. Nos dice la Escritura
que Dios se dirige a cada uno llamándolo por su nombre, que ningún otro
conoce (cf. Ap 2, 17). El amor de Dios por cada uno de nosotros es
totalmente personal y lleva en sí ese misterio de lo que es único y no se
puede divulgar ante los hombres.
Esta discreción esencial de la oración no excluye la dimensión comunitaria:
el mismo Padrenuestro es una oración en primera persona del plural, y sólo
entrando a formar parte del "nosotros" de los hijos de Dios podemos
traspasar los límites de este mundo y elevarnos hasta Dios.
No obstante, este "nosotros" reaviva lo más íntimo de mi persona; al rezar,
siempre han de compenetrarse el aspecto exclusivamente personal y el
comunitario, como veremos más de cerca en la explicación del Padrenuestro.
Así como en la relación entre hombre y mujer existe la esfera totalmente
personal, que necesita el abrigo protector de la discreción, pero que en la
relación matrimonial y familiar comporta también por su naturaleza una
responsabilidad pública, lo mismo sucede en la relación con Dios: el
"nosotros" de la comunidad que ora y la dimensión personalísima de lo que
sólo se comparte con Dios se compenetran mutuamente.
Otra forma equivocada de rezar ante la cual el Señor nos pone en guardia es
la palabrería, la verborrea con la que se ahoga el espíritu. Todos nosotros
conocemos el peligro de recitar fórmulas resabidas mientras el espíritu
parece estar ocupado en otras cosas. Estamos mucho más atentos cuando
pedimos algo a Dios aquejados por una pena interior o cuando le agradecemos
con corazón jubiloso un bien recibido. Pero lo más importante, por encima de
tales situaciones momentáneas, es que la relación con Dios permanezca en el
fondo de nuestra alma. Para que esto ocurra, hay que avivar continuamente
dicha relación y referir siempre a ella los asuntos de la vida cotidiana.
Rezaremos tanto mejor cuanto más profundamente esté enraizada en nuestra
alma la orientación hacia Dios. Cuanto más sea ésta el fundamento de nuestra
existencia, más seremos hombres de paz.
Seremos más capaces de soportar el dolor, de comprender a los demás y de
abrirnos a ellos. Esta orientación que impregna toda nuestra conciencia, a
la presencia silenciosa de Dios en el fondo de nuestro pensar, meditar y
ser, nosotros la llamamos "oración continua". Al fin y al cabo, esto es
también lo que quere-mos decir cuando hablamos de "amor de Dios"; al mismo
tiempo, es la condición más profunda y la fuerza motriz del amor al prójimo.
Esta oración verdadera, este estar interiormente con Dios de manera
silenciosa, necesita un sustento y para ello, sirve la oración que se
expresa con palabras, imágenes y pensamientos. Cuanto más presente está Dios
en nosotros, más podemos estar verdaderamente con Él en la oración vocal.
Pero puede decirse también a la inversa: la oración activa hace realidad y
profundiza nuestro estar con Dios. Esta oración puede y debe brotar sobre
todo de nuestro corazón, de nuestras penas, esperanzas, alegrías,
sufrimientos; de la vergüenza por el pecado, así como de la gratitud por el
bien, siendo así una oración totalmente personal.
Pero nosotros siempre necesitamos también el apoyo de esas plegarias en las
que ha tomado forma el encuentro con Dios de toda la Iglesia, y de cada
persona dentro de ella. En efecto, sin estas ayudas para la oración, nuestra
plegaria personal y nuestra imagen de Dios se hacen subjetivas y terminan
por reflejar más a nosotros que al Dios vivo. En las fórmulas de oración que
han surgido primero de la fe de Israel y después de la fe de los que oran
como miembros de la Iglesia, aprendemos a conocer a Dios y a conocernos a
nosotros mismos. Son una escuela de oración y, por tanto, un estímulo para
cambiar y abrir nuestra vida.
San Benito lo formuló en su Regla: "Mens nostra concordet voci nostrae", que
nuestro espíritu concuerde con nuestra voz (Reg., 19, 7). Normalmente, el
pensamiento se adelanta ala palabra, busca y conforma la pa-labra. Pero en
la oración de los Salmos, en la oración litúrgica en general, sucede al
revés: la palabra, la voz, nos precede, y nuestro espíritu tiene que
adaptarse a ella. En efecto, los hombres, por nosotros mismos, no sabemos
"pedir lo que nos conviene" (Rm 8, 26): estamos muy distantes de Dios y Él
es demasiado grande y misterioso para nosotros. Por eso Dios ha venido en
nuestra ayuda: Él mismo nos sugiere las palabras para la oración y nos
enseña a rezar; con las palabras de oración que nos ha dejado, nos permite
ponernos en camino hacia Él, conocerlo poco a poco a través de la oración
con los hermanos que nos ha dado y, en definitiva, acercarnos a Él.
En Benito, la frase antes citada se refiere directamente a los Salmos, el
gran libro de oración del pueblo de Dios en la Antigua y en la Nueva
Alianza: éstas son palabras que el Espíritu Santo ha dado a los hombres, son
Espíritu de Dios que se ha hecho palabra. De esta manera, rezamos "en el
Espíritu", con el Espíritu Santo. Naturalmente, esto se puede decir con
mayor razón aún del Padrenuestro: san Cipriano dice que, cuando lo rezamos,
rezamos a Dios con las palabras que Dios mismo nos ha transmitido. Y añade:
cuando recitamos el Padrenuestro se cumple en nosotros la promesa de Jesús
respecto a los verdaderos adoradores, a los que adoran al Padre "en espíritu
y en verdad" (Jn 4, 23).
Cristo, que es la Verdad, nos ha dado estas palabras y en ellas nos da el
Espíritu Santo (De dom. or., 2). De esta manera se destaca un elemento
propio de la mística cristiana. Ésta no es en primer lugar un sumergirse en
sí mismo, sino un encuentro con el Espíritu de Dios en la palabra que nos
precede, un encuentro con el Hijo y con el Espíritu Santo y, así, un entrar
en unión con el Dios vivo, que está siempre tanto en nosotros como por
encima de nosotros.
Mientras Mateo introduce el Padrenuestro con una pequeña catequesis sobre la
oración en general, en Lucas lo encontramos en otro contexto: en el camino
de Jesús hacia Jerusalén. Lucas presenta la oración del Señor con la
siguiente observación: "Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando
terminó, uno de sus dis-cípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar... "" (11,
1).
El contexto, pues, es el encuentro con la oración de Jesús, que despierta en
los discípulos el deseo de apren-der de Él cómo se debe orar. Esto es
bastante característico de Lucas, que reserva un lugar muy destacado en su
Evangelio a la oración de Jesús. Toda la obra de Jesús brota de su oración,
es su soporte. Así, aconteci-mientos esenciales de su vida, en los que se va
desvelando poco a poco su misterio, aparecen como acon-tecimientos de
oración. La confesión en la que Pedro reconoce a Jesús como el Mesías de
Dios está relacio-nada con el encuentro con Jesús en oración (cf. Lc 9,
19ss); la transfiguración de Jesús es un acontecimiento de oración (cf. Lc
9, 28s).
Resulta significativo, pues, que Lucas ponga el Padrenuestro en relación con
la oración personal de Jesús mismo. Él nos hace partícipes de su propia
oración, nos introduce en el diálogo interior del Amor trinitario, eleva,
por así decirlo, nuestras necesidades humanas hasta el corazón de Dios. Pero
esto significa también que las palabras del Padrenuestro indican la vía
hacia la oración interior, son orientaciones funda-mentales para nuestra
existencia, pretenden conformarnos a imagen del Hijo. El significado del
Padrenuestro va más allá de la comunicación de palabras para rezar. Quiere
formar nuestro ser, quiere ejercitamos en los mismos sentimientos de Jesús
(cf. Flp 2, 5).
Para la interpretación del Padrenuestro esto tiene un doble significado. Por
un lado, es muy importante es-cuchar lo más atentamente posible la palabra
de Jesús tal como se nos ha transmitido a través de las Escritu-ras. Debemos
intentar descubrir realmente, lo mejor que podamos, lo que Jesús pensaba, lo
que nos quería transmitir con esas palabras. Pero debemos tener presente
también que el Padrenuestro procede de su ora-ción personal, del diálogo del
Hijo con el Padre. Esto quiere decir que tiene una profundidad que va mucho
más allá de las palabras. Comprende la existencia humana de todos los
tiempos en toda su amplitud y, por tanto, no se puede sopesar con una
interpretación meramente histórica, por más importante que sea.
Por su íntima unión con el Señor, los grandes orantes de todos los tiempos
han llegado hasta profundidades que están más allá de la palabra, siendo así
capaces de desvelar ulteriormente las ocultas riquezas de la ora-ción. Y
cada uno de nosotros, en su relación totalmente personal con Dios, puede
sentirse acogido y resguar-dado en esa oración. Ha de ir siempre de nuevo
con su mens, con su propio espíritu, al encuentro de la vox, de la palabra
que nos llega desde el Hijo, abrirse a ella y dejarse guiar por ella. De
este modo se abrirá también su propio corazón y hará conocer a cada uno cómo
el Señor desea orar precisamente con él.
Mientras Mateo nos ha transmitido el Padrenuestro en la forma con que la
Iglesia lo ha aceptado y utilizado en su oración, Lucas nos ha dejado una
versión más breve. La discusión sobre cuál sea el texto más original no es
superflua, pero tampoco decisiva. Tanto en una como en otra versión oramos
con Jesús, y estamos agradecidos de que en la forma de las siete peticiones
de Mateo esté más claramente desarrollado lo que en Lucas parece estar sólo
bosquejado.
Antes de entrar en la explicación de cada parte, veamos brevemente la
estructura del Padrenuestro tal como nos lo ha transmitido Mateo. Consta de
una invocación inicial y siete peticiones. Tres de éstas se articulan en
torno al "Tú" y cuatro en torno al "nosotros". Las tres primeras se refieren
a la causa misma de Dios en la tierra; las cuatro siguientes tratan de
nuestras esperanzas, necesidades y dificultades. Se podría comparar la
relación entre los dos tipos de peticiones del Padrenuestro con la relación
entre las dos tablas del Decálogo, que en el fondo son explicaciones de las
dos partes del mandamiento principal -el amor a Dios y el amor al prójimo-,
palabras clave que nos guían por el camino del amor.
De este modo, también en el Padrenuestro se afirma en primer lugar la
primacía de Dios, de la que se deriva por sí misma la preocupación por el
modo recto de ser hombre. También aquí se trata ante todo del camino del
amor, que es al mismo tiempo un camino de conversión. Para que el hombre
pueda presentar sus peticiones adecuadamente tiene que estar en la verdad. Y
la verdad es: "Primero Dios, el Reino de Dios" (cf. Mt 6, 33). Antes de
nada, hemos de salir de nosotros mismos y abrirnos a Dios. Nada puede llegar
a ser correcto si no estamos en el recto orden con Dios. Por eso, el
Padrenuestro comienza con Dios y, a partir de Él, nos lleva por los caminos
del ser hombres. Finalmente, llegamos hasta la última amenaza con la cual el
Maligno acecha al hombre: se nos puede hacer presente la imagen del dragón
apocalíptico, que lucha contra los hombres "que guardan los mandatos de Dios
y mantienen el testimonio de Jesús" (Ap 12, 17).
Pero siempre permanece la invocación inicial: Padrenuestro. Sabemos que Él
está con nosotros, que nos lleva de la mano y nos salva. En su libro de
Ejercicios espirituales, el padre Hans-Peter Kolvenbach habla de un staretz
ortodoxo que insistía en "hacer entonar el Padrenuestro siempre con las
últimas palabras, para ser dignos de finalizar la oración con las palabras
del comienzo: "Padre nuestro"". De este modo -explicaba el staretz-, se
recorre el camino pascual: "Se comienza en el desierto con las tentaciones,
se vuelve a Egipto, luego se recorre la vía del éxodo con las estaciones del
perdón y del maná de Dios y, gracias a la voluntad de Dios, se llega a la
tierra prometida, el Reino de Dios, donde Él nos comunica el misterio de su
Nombre: "Padre nuestro" (p. 65s).
Ojalá que ambos caminos, el ascendente y el descendente, nos recuerden que
el Padrenuestro es siempre una oración de Jesús, que se entiende a partir de
la comunión con Él. Rezamos al Padre celestial, que conocemos a través del
Hijo; y así, en el trasfondo de las peticiones aparece siempre Jesús, como
veremos al comentarlas en detalle. Por último, dado que el Padrenuestro es
una oración de Jesús, se trata de una oración trinitaria: con Cristo
mediante el Espíritu Santo oramos al Padre.
Padre nuestro, que
estás en el cielo
Comenzamos con la invocación "Padre". Reinhold Schneider escribe a
este propósito en su explicación del Padrenuestro: "El Padrenuestro comienza
con un gran consuelo; podemos decir Padre. En una sola palabra como ésta se
contiene toda la historia de la redención. Podemos decir Padre porque el
Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado al Padre; porque gracias a Cristo
hemos vuelto a ser hijos de Dios" (p. 10). Pero el hombre de hoy no percibe
inmediatamente el gran consuelo de la palabra "padre", pues muchas veces la
experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida por las deficiencias
de los padres.
Por eso, a partir de Jesús, lo primero que tenemos que aprender es qué
significa precisamente la palabra "padre". En la predicación de Jesús el
Padre aparece como fuente de todo bien, como la medida del hombre recto
("perfecto"): "Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a
los que os aborrecen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en cielo,
que hace salir el sol sobre buenos y malos..." (Mt 5, 44s). El "amor que
llega hasta el extremo" (cf. Jn 13, 1), que el Señor ha consumado en la cruz
orando por sus enemigos, nos muestra la naturaleza del Padre: este amor es
Él. Puesto que Jesús lo pone en práctica, Él es totalmente "Hijo" y, a
partir de este criterio, nos invita a que también nosotros seamos "hijos".
Veamos otro texto más. El Señor recuerda que los padres no dan una piedra a
sus hijos que piden pan, y prosigue: "Pues si vosotros, que sois malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del
cielo dará cosas buenas a los que le piden?" (Mt 7, 11).
Lucas especifica las "cosas buenas" que da el Padre cuando dice: "...
¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo
piden?" (Lc 11, 13). Esto quiere decir: el don de Dios es Dios mismo. La
"cosa buena" que nos da es Él mismo. En este punto resulta sorprendentemente
claro que lo verdaderamente importante en la oración no es esto o aquello,
sino que Dios se nos quiere dar. Éste es el don de todos los dones, lo
"único necesario" (cf. Lc 10, 42). La oración es un camino para purificar
poco a poco nuestros deseos, corregirlos e ir sabiendo lo que necesitamos de
verdad: a Dios y a su Espíritu.
Cuando el Señor enseña a conocer la naturaleza de Dios Padre a partir del
amor a los enemigos y a encontrar en eso la propia "perfección", para así
convertirnos también nosotros en "hijos", entonces resulta perfectamente
manifiesta la relación entre Padre e Hijo. Se hace patente que en el espejo
de la figura de Jesús re-conocemos quién es y cómo es Dios: a través del
Hijo encontramos al Padre. "El que me ve a mí, ve al Padre", dice Jesús en
el Cenáculo ante la petición de Felipe: "Muéstranos al Padre" (Jn 14, 8s).
"Señor, muéstranos al Padre", le decimos constantemente a Jesús, y la
respuesta, una y otra vez, es el Hijo: a través de Él, sólo a través de Él,
aprendemos a conocer al Padre. Y así resulta evidente el criterio de la
verdadera paternidad. El Padrenuestro no proyecta una imagen humana en el
cielo, sino que nos muestra a partir del cielo -desde Jesús- cómo deberíamos
y cómo podemos llegar a ser hombres.
Pero ahora debemos observar aún mejor para darnos cuenta de que, según el
mensaje de Jesús, el hecho de que Dios sea Padre tiene para nosotros dos
dimensiones: por un lado, Dios es ante todo nuestro Padre puesto que es
nuestro Creador. Y, si nos ha creado, le pertenecemos: el ser como tal
procede de Él y, por ello, es bueno, porque es participación de Dios. Esto
vale especialmente para el ser humano. El Salmo 33, 15 dice en su traducción
latina: "Él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones". La idea de
que Dios ha creado a cada ser humano forma parte de la imagen bíblica del
hombre. Cada hombre, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios. Él
conoce a cada uno. En este sentido, en virtud de la creación, el ser humano
es ya de un modo especial "hijo" de Dios. Dios es su verdadero Padre: que el
hombre sea imagen de Dios es otra forma de expresar esta idea.
Esto nos lleva a la segunda dimensión de Dios como Padre. Cristo es de modo
único "imagen de Dios" (cf. 2 Co 4, 4; Col 1, 15). Basándose en esto, los
Padres de la Iglesia dicen que Dios, cuando creó al hombre "a su imagen",
estaba prefigurando a Cristo y creó al hombre según la imagen del "nuevo
Adán", del Hombre que es la medida de la humanidad. Pero, sobre todo, Jesús
es "el Hijo" en sentido propio, es de la misma sustancia del Padre. Nos
quiere acoger a todos en su ser hombre y, de este modo, en su ser Hijo, en
la total pertenencia a Dios.
Así, la filiación se convierte en un concepto dinámico: todavía no somos
plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más
mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos
equivale a seguir a Jesús.
La palabra Padre aplicada a Dios comporta un llamamiento para nosotros: a
vivir como "hijo" e "hija". "Todo lo mío es tuyo", dice Jesús al Padre en la
oración sacerdotal (Jn 17, 10), y lo mismo le dice el padre al hermano mayor
en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 31). La palabra "Padre" nos
invita a vivir siendo conscientes de esto. Así se supera también el afán de
la falsa emancipación que había al comienzo de la historia del pecado de la
humanidad. Adán, en efecto, ante las palabras de la serpiente, quería él
mismo ser dios y no necesitar más de Dios. Es evidente que "ser hijo" no
significa dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta
la existencia humana y le da sentido y grandeza.
Por último, queda aún una pregunta: ¿es Dios también madre? Se ha comparado
el amor de Dios con el amor de una madre: "Como a un niño a quien su madre
consuela, así os consolaré yo" (Is 66, 13). "¿Puede una madre olvidarse de
su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se
olvide, yo no te olvidaré" (Is 49, 15).
El misterio del amor maternal de Dios aparece reflejado de un modo
especialmente conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente
significa "seno materno", pero después se usará para designar el con-padecer
de Dios con el hombre, la misericordia de Dios. En el Antiguo Testamento se
hace referencia con frecuencia a órganos del cuerpo humano para designar
actitudes fundamentales del hombre o sentimientos de Dios, como aún hoy en
día se dice "corazón" o "cerebro" para expresar algún aspecto de nuestra
existencia. De este modo, el Antiguo Testamento no describe las actitudes
fundamentales de la existencia de un modo abstracto, sino con el lenguaje de
imágenes tomadas del cuerpo. El seno materno es la expresión más concreta
del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura
débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive totalmente custodiada en el
seno de la madre. El lenguaje figurado del cuerpo nos permite comprender los
sentimientos de Dios hacia el hombre de un modo más profundo de lo que
permitiría cualquier lenguaje conceptual.
No obstante, aunque en el lenguaje plasmado a partir del cuerpo el amor de
madre se aplique a la imagen de Dios, hay que decir también que nunca, ni en
el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, se califica o se invoca a Dios como
madre. En la Biblia, "Madre" es una imagen, pero no un título para Dios.
¿Por qué? Sólo podemos intentar comprenderlo a tientas. Naturalmente, Dios
no es ni hombre ni mujer, sino justamente eso, Dios, el Creador del hombre y
de la mujer. Las deidades femeninas que rodeaban al pueblo de Israel y a la
Iglesia del Nuevo Testamento mostraban una imagen de la relación entre Dios
y el mundo claramente antitética a la imagen de Dios en la Biblia. Contenían
siempre, y tal vez inevitablemente, concepciones panteístas, en las que
desaparece la diferencia entre Creador y criatura. Partiendo de este
presupuesto, la esencia de las cosas y los hombres aparece necesariamente
como una emanación del seno materno del Ser que, al entrar en contacto con
la dimensión del tiempo, se concreta en la multiplicidad de lo existente.
Por el contrario, la imagen del padre era y es más adecuada para expresar la
alteridad entre Creador y criatura, la soberanía de su acto creativo. Sólo
dejando aparte las deidades femeninas podía el Antiguo Testamento llegar a
madurar su imagen de Dios, es decir, la pura trascendencia de Dios. Pero
aunque no podemos dar razonamientos absolutamente concluyentes, la norma
para nosotros sigue siendo el lenguaje de oración de toda la Biblia, en la
que, como hemos dicho, a pesar de las grandes imágenes del amor maternal,
"madre" no es un título de Dios, no es un apelativo con el que podamos
dirigirnos a Dios. Rezamos como Jesús nos ha enseñado a orar, sobre la base
de las Sagradas Escrituras, no como a nosotros se nos ocurra o nos guste.
Sólo así oramos de modo correcto.
Por último, hemos de ocuparnos aún de la palabra "nuestro". Sólo Jesús podía
decir con pleno derecho "Padre mío", porque realmente sólo Él es el Hijo
unigénito de Dios, de la misma sustancia del Padre. En cambio, todos
nosotros tenemos que decir: "Padre nuestro". Sólo en el "nosotros" de los
discípulos podemos llamar "Padre" a Dios, pues sólo en la comunión con
Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en "hijos de Dios". Así, la
palabra "nuestro" resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado
de nuestro "yo". Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de
Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige
aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón.
Con la palabra "nosotros" decimos "sí" a la Iglesia viva, en la que el Señor
quiso reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy
personal y al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro
rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la
familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda
condición, cultura o raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más
allá de todo confin.
A partir de este "nuestro" entendemos también la segunda parte de la
invocación: "... que estás en el cielo". Con estas palabras no situamos a
Dios Padre en una lejana galaxia, sino que afirmamos que nosotros, aun
teniendo padres terrenos diversos, procedemos todos de un único Padre, que
es la medida y el origen de toda paternidad. "Por eso doblo las rodillas
ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la
tierra", dice san Pablo (Ef 3, 14s). Como trasfondo, escuchamos las palabras
del Señor: "No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo
es vuestro Padre, el del cielo" (Mt 23, 9).
La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última
instancia nuestro ser viene de Él; porque Él nos ha pensado y querido desde
la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del
Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo
significa, pues, esa otra altura de Dios de la que todos venimos y hacia la
que todos debemos encaminarnos. La paternidad "en los cielos" nos remite a
ese "nosotros" más grande que supera toda frontera, derriba todos los muros
y crea la paz.
Santificado sea tu nombre
La primera petición del Padrenuestro nos recuerda el segundo
mandamiento del Decálogo: "No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en
falso" (Ex 20, 7; cf. Dt 5, 11). Pero, ¿qué es el "nombre de Dios"? Cuando
hablamos de ello pensamos en la imagen de Moisés viendo en el desierto una
zarza que ardía sin consumirse. En un primer momento, llevado por la
curiosidad se acerca para ver ese misterioso fenómeno, pero he aquí que una
voz le llama desde la zarza y le dice: "Yo soy el Dios de tus padres, el
Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob" (Ex 3, 6). Este Dios le
manda de vuelta a Egipto con el encargo de sacar de allí al pueblo de Israel
y llevarlo a la tierra prometida. Moisés deberá pedir al faraón la
liberación de Israel en nombre de Dios.
Pero en el mundo de entonces había muchos dioses; así pues, Moisés pregunta
a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que este Dios demuestra su mayor
autoridad frente a los otros dioses. En este sentido, la idea del nombre de
Dios pertenece en principio al mundo politeísta; en él, este Dios ha de
tener también un nombre. Pero el Dios que llama a Moisés es realmente Dios.
Dios en sentido propio y verdadero no existe en pluralidad con otros dioses.
Dios es, por definición, uno solo. Por eso no puede entrar en el mundo de
los dioses como uno de tantos, no puede tener un nombre entre los demás.
Así, la respuesta de Dios es al mismo tiempo negación y afirmación. Dice
simplemente de sí: "Yo soy el que soy", Él es, y basta. Esta afirmación es
al mismo tiempo nombre y no-nombre. Por eso, era del todo correcto que en
Israel no se pronunciara esta autodefinición de Dios que se percibe en la
palabra YHWH, que no la degradaran a una especie de nombre idolátrico. Y por
ello no es del todo correcto que en las nuevas traducciones de la Biblia se
escriba como un nombre más este nombre, que para Israel es siempre
misterioso e impronunciable, rebajando así el misterio de Dios, del que no
existen ni imágenes ni nombres pronunciables, al nivel ordinario de una
historia genérica de las religiones.
No obstante, sigue siendo cierto que Dios no rechazó simplemente la petición
de Moisés y, para entender este singular entrelazarse de nombre y no-nombre,
hemos de tener claro lo que significa realmente un nombre. Podríamos decir
sencillamente: el nombre crea la posibilidad de dirigirse a alguien, de
invocarle. Establece una relación. Cuando Adán da nombre a los animales no
significa que describa su naturaleza, sino que los incluye en su mundo
humano, les da la posibilidad que ser llamados por él. A partir de ahí
podemos entender de manera positiva lo que se quiere decir al hablar del
nombre de Dios: Dios establece una relación entre Él y nosotros. Hace que lo
podamos invocar. Él entra en relación con nosotros y da la posibilidad de
que nosotros nos relacionemos con Él. Pero eso comporta que de algún modo se
entrega a nuestro mundo humano. Se ha hecho accesible y, por ello, también
vulnerable. Asume el riesgo de la relación, del estar con nosotros.
Lo que llega a su cumplimiento con la encarnación ha comenzado con la
entrega del nombre. De hecho, al reflexionar sobre la oración sacerdotal de
Jesús veremos que allí Él se presenta como el nuevo Moisés: "He manifestado
tu nombre a los hombres..." (Jn 17, 6). Lo que comenzó en la zarza que ardía
en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora
Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma
parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos.
De esto podemos entender lo que significa la exigencia de santificar el
nombre de Dios. Ahora se puede abusar del nombre de Dios y, con ello,
manchar a Dios mismo. Podemos apoderarnos del nombre de Dios para nuestros
fines y desfigurar así la imagen de Dios. Cuanto más se entrega Él en
nuestras manos, tanto más podemos oscurecer nosotros su luz; cuanto más
cercano sea, tanto más nuestro abuso puede hacerlo irreconocible. Martin
Buber dijo en cierta ocasión que, con tanto abuso infame como se ha hecho
del nombre de Dios, podríamos perder el valor de pronunciarlo.
Pero silenciarlo sería un rechazo todavía mayor del amor que viene a nuestro
encuentro. Buber dice entonces que sólo con gran respeto se podrían recoger
de nuevo los fragmentos del nombre enfangado e intentar limpiarlos. Pero no
podemos hacerlo solos. Únicamente podemos pedirle a Él mismo que no deje que
la luz de su nombre se apague en este mundo.
Y esta súplica de que sea Él mismo quien tome en sus manos la santificación
de su nombre, de que proteja el maravilloso misterio de ser accesible para
nosotros y de que, una y otra vez, aparezca en su verdadera identidad
librándose de las deformaciones que le causamos, es una súplica que comporta
siempre para nosotros un gran examen de conciencia: ¿cómo trato yo el santo
nombre de Dios? ¿Me sitúo con respeto ante el misterio de la zarza que arde,
ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la Eucaristía, en
la que se entrega totalmente en nuestras manos? ¿Me preocupo de que la santa
cohabitación de Dios con nosotros no lo arrastre a la inmundicia, sino que
nos eleve a su pureza y santidad?
Venga a nosotros tu reino
Al reflexionar sobre esta petición acerca del Reino de Dios,
recordaremos lo que hemos considerado antes acerca de la expresión "Reino de
Dios". Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios:
donde Él no está, nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre
decae y decae también el mundo. En este sentido, el Señor nos dice: "Buscad
ante todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura"
(Mt 6, 33). Con estas palabras se establece un orden de prioridades para el
obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria.
En modo alguno se nos promete un mundo utópico en el caso de que seamos
devotos y de algún modo de-seosos del Reino de Dios. No se nos presenta
automáticamente un mundo que funciona como lo propuso la utopía de la
sociedad sin clases, en la que todo debía salir bien sólo porque no existía
la propiedad privada. Jesús no nos da recetas tan simples, pero establece
-como se ha dicho- una prioridad determinante para todo: "Reino de Dios"
quiere decir "soberanía de Dios", y eso significa asumir su voluntad como
criterio. Esa voluntad crea justicia, lo que implica que reconocemos a Dios
su derecho y en él encontramos el criterio para medir el derecho entre los
hombres.
El orden de prioridades que Jesús nos indica aquí nos recuerda el relato
veterotestamentario de la primera oración de Salomón tras ser entronizado.
En él se narra que el Señor se apareció al joven rey en sueños, asegurándole
que le concedería lo que le pidiera. ¡Un tema clásico en los sueños de la
humanidad! ¿Qué pidió Salomón? "Da a tu siervo un corazón dócil para
gobernar a tu pueblo, para discernir el bien y el mal" (1 R 3, 9). Dios lo
alaba porque no ha pedido -como hubiera sido más natural- riqueza, bienes,
honores o la muerte de sus enemigos, ni siquiera una vida más larga (cf. 2
Cr 1, 11), sino algo verdaderamente esencial: un corazón dócil, la capacidad
de distinguir entre el bien y el mal. Y por eso Salomón recibió también todo
lo demás como añadidura.
Con la petición "venga tu reino" (¡no el nuestro!), el Señor nos quiere
llevar precisamente a este modo de orar y de establecer las prioridades de
nuestro obrar. Lo primero y esencial es un corazón dócil, para que sea Dios
quien reine y no nosotros. El Reino de Dios llega a través del corazón que
escucha. Ése es su camino. Y por eso nosotros hemos de rezar siempre.
A partir del encuentro con Cristo esta petición asume un valor aún más
profundo, se hace aún más concreta. Hemos visto que Jesús es el Reino de
Dios en persona; donde Él está, está el "Reino de Dios". Así, la petición de
un corazón dócil se ha convertido en petición de la comunión con Jesucristo,
la petición de que cada vez seamos más "uno" con Él (cf. Ga 3, 28). Es la
petición del seguimiento verdadero, que se convierte en comu-nión y nos hace
un solo cuerpo con Él. Reinhold Schneider lo ha expresado de modo
penetrante: "La vida en este reino es la continuación de la vida de Cristo
en los suyos; en el corazón que ya no es alimentado por la fuerza vital de
Cristo se acaba el reino; en el corazón tocado y transformado por esa
fuerza, comienza... Las raíces del árbol que no se puede arrancar buscan
penetrar en cada corazón. El reino es uno; subsiste sólo por el Señor, que
es su vida, su fuerza, su centro..." (pp. 31s). Rezar por el Reino de Dios
significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en
nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo
quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que
"Dios sea todo para todos" (1 Co 15, 28).
Hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo
En las palabras de esta petición aparecen inmediatamente claras dos
cosas: existe una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros que debe
convertirse en el criterio de nuestro querer y de nuestro ser. Y también: la
característica del "cielo" es que allí se cumple indefectiblemente la
voluntad de Dios o, con otras palabras, que allí donde se cumple la voluntad
de Dios, está el cielo. La esencia del cielo es ser una sola cosa con la
voluntad de Dios, la unión entre voluntad y verdad. La tierra se convierte
en "cielo" si y en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios,
mientras que es solamente "tierra", polo opuesto del cielo, si y en la
medida en que se sustrae a la voluntad de Dios. Por eso pedimos que las
cosas vayan en la tierra como van en el cielo, que la tierra se convierta en
"cielo".
Pero, ¿qué significa "voluntad de Dios"? ¿Cómo la reconocemos? ¿Cómo podemos
cumplirla? Las Sagradas Escrituras parten del presupuesto de que el hombre,
en lo más íntimo, conoce la voluntad de Dios, que hay una comunión de saber
con Dios profundamente inscrita en nosotros, que llamamos conciencia (cf. p.
ej., Rm 2, 15). Pero las Escrituras saben también que esta comunión en el
saber con el Creador, que Él mismo nos ha dado al crearnos "a su imagen", ha
sido enterrada en el curso de la historia; que aunque nunca se ha extinguido
del todo, ha quedado cubierta de muchos modos; que ha quedado como una débil
llama tremulante, con demasiada frecuencia amenazada de ser sofocada bajo
las cenizas de todos los prejuicios que han entrado en nosotros. Y por eso
Dios nos ha hablado de nuevo en la historia con palabras que nos llegan
desde el exterior, ayudando a nuestro conocimiento interior que se había
nublado demasiado.
El núcleo de estas "clases de apoyo" de la historia, en la revelación
bíblica, es el Decálogo del monte Sinaí que, como hemos visto en el Sermón
de la Montaña, no queda abolido o convertido en "ley vieja", sino que,
ulteriormente desarrollado, resplandece con mayor claridad en toda su
profundidad y grandeza. Estas palabras, como hemos visto, no son algo
impuesto al hombre desde fuera. Son -en la medida en que somos capaces de
percibirlas- la revelación de la naturaleza misma de Dios y, con ello, la
explicación de la verdad de nuestro ser: se nos revelan las claves de
nuestra existencia, de modo que podamos entenderlas y conver-tirlas en vida.
La voluntad de Dios se deriva del ser de Dios y, por tanto, nos introduce en
la verdad de nuestro ser, nos salva de la autodestrucción producida por la
mentira.
Como nuestro ser proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la
voluntad de Dios a pesar de todas las inmundicias que nos lo impiden. Esto
es precisamente lo que indicaba el Antiguo Testamento con el concepto de
"justo": vivir de la palabra de Dios y, así, de la voluntad de Dios,
entrando progresivamente en sintonía con esta voluntad.
Pero cuando Jesús nos habla de la voluntad de Dios y del cielo, en el que se
cumple la voluntad de Dios, todo esto tiene que ver con algo central de su
misión personal. En el pozo de Jacob dice a los discípulos que le llevan de
comer: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió" (Jn 4, 34). Eso
significa: ser una sola cosa con la voluntad del Padre es la fuente de la
vida de Jesús. La unidad de voluntad con el Padre es el núcleo de su ser en
absoluto. En la petición del Padrenuestro percibimos en el fondo, sobre
todo, la apasionada lucha interior de Jesús durante su diálogo en el monte
de los Olivos: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no
sea como yo quiero, sino como quieres tú". "Padre, si no es posible que pase
sin que yo lo beba, hágase tu voluntad" (Mt 26, 39.42). Sobre esta oración
de Jesús, en la que Él nos deja mirar en su alma humana y en su hacerse
"una" con la voluntad de Dios, tendremos que volver todavía cuando tratemos
de la pasión de Jesús.
Para el autor de la Carta a los Hebreos, en la lucha interior en el monte de
los Olivos se desvela el núcleo del misterio de Jesús (cf. 5, 7) y
-partiendo de esta mirada sobre el alma de Jesús- interpreta este misterio a
la luz del Salmo 40. Lee el Salmo de la siguiente manera: ""No quieres ni
aceptas sacrificios ni ofrendas, pero me has formado un cuerpo" ... Después
añade: "Aquí estoy para hacer tu voluntad", como está escrito en mi libro"
(Hb 10, 5ss; cf. Sal40, 7-9). Toda la existencia de Jesús se resume en las
palabras: "Aquí estoy para hacer tu voluntad". Sólo así entendemos
plenamente la expresión: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me
envió".
Si tenemos esto en cuenta, entendemos por qué Jesús mismo es "el cielo" en
el sentido más profundo y más auténtico; Él es precisamente en quien, y a
través de quien, se cumple plenamente la voluntad de Dios. Mirándole a Él,
aprendemos que por nosotros mismos no podemos ser enteramente "justos":
nuestra voluntad nos arrastra continuamente como una fuerza de gravedad
lejos de la voluntad de Dios, para convertir-nos en mera "tierra". Él, en
cambio, nos eleva hacia sí, nos acoge dentro de Él y, en la comunión con Él,
aprendemos también la voluntad de Dios. Así, en esta tercera petición del
Padrenuestro pedimos en última instancia acercarnos cada vez más a Él, a fin
de que la voluntad de Dios prevalezca sobre la fuerza de nuestro egoísmo y
nos haga capaces de alcanzar la altura a la que hemos sido llamados.
Danos hoy nuestro pan
de cada día
La cuarta petición del Padrenuestro nos parece la más "humana" de
todas: el Señor, que orienta nuestra mi-rada hacia lo esencial, a lo "único
necesario", sabe también de nuestras necesidades terrenales y las tiene en
cuenta. Él, que dice a sus Apóstoles: "No estéis agobiados por la vida
pensando qué vais a comer" (Mt 6, 25), nos invita no obstante a pedir
nuestra comida y a transmitir a Dios esta preocupación nuestra. El pan es
"fruto de la tierra y del trabajo del hombre", pero la tierra no da fruto si
no recibe desde arriba el sol y la lluvia. Esta combinación de las fuerzas
cósmicas que escapa de nuestras manos se contrapone a la tentación de
nuestro orgullo, de pensar que podemos darnos la vida por nosotros mismos o
sólo con nuestras fuerzas. Este orgullo nos hace violentos y fríos. Termina
por destruir la tierra; no puede ser de otro modo, pues contrasta con la
verdad, es decir, que los seres humanos estamos llamados a superarnos y que
sólo abriéndonos a Dios nos hacemos grandes y libres, llegamos a ser
nosotros mismos. Podemos y debemos pedir. Ya lo sabemos: si los padres
terrenales dan cosas buenas a los hijos cuando las piden, Dios no nos va a
negar los bienes que sólo Él puede dar (cf. Lc 11,9-13) .
En su explicación de la oración del Señor, san Cipriano llama la atención
sobre dos aspectos importan-tes de esta petición. Así como en la invocación
"Padre nuestro" había subrayado la palabra "nuestro" en todo su alcance,
también aquí destaca que se habla de "nuestro" pan. También aquí oramos en
la comunión de los discípulos, en la comunión de los hijos de Dios, y por
eso nadie puede pensar sólo en sí mismo. De esto se deriva un segundo
aspecto: nosotros pedimos nuestro pan, es decir, también el pan de los
demás. El que tiene pan abundante está llamado a compartir. San Juan
Crisóstomo, en su comentario a la Primera Carta a los Corintios -a propósito
del escándalo que daban los cristianos en Corinto-, subraya "que cada pedazo
de pan es de algún modo un trozo del pan que es de todos, del pan del
mundo". El padre Kolvenbach añade: "¿Cómo puede alguien, invocando al Padre
nuestro en la mesa del Señor, y durante la celebración eucarística en su
conjunto, eximirse de manifestar su firme voluntad de ayudar a todos los
hombres, sus hermanos, a obtener el pan de cada día?" (p. 98). Cuando
pedimos "nuestro" pan, el Señor nos dice también: "Dadles vosotros de comer"
(Mc 6, 37).
También es importante una segunda observación de Cipriano. El que pide el
pan para hoy es pobre. La oración presupone la pobreza de los discípulos. Da
por sentado que son personas que a causa de la fe han renunciado al mundo, a
sus riquezas y a sus halagos, y ya sólo piden lo necesario para vivir. "Con
razón pide el discípulo lo necesario para vivir un solo día, pues le está
prohibido preocuparse por el mañana. Para él sería una contradicción querer
vivir mucho tiempo en este mundo, pues nosotros pedimos precisamente que el
Reino de Dios llegue pronto" (De dom. or., 19). En la Iglesia ha de haber
siempre personas que lo abandonan todo para seguir al Señor; personas que
confían radicalmente en Dios, en su bondad que nos alimenta; personas que de
esta manera ofrecen un testimonio de fe que nos rescata de la frivolidad y
de la debilidad de nuestro modo de creer.
Las personas que confían en Dios hasta el punto de no buscar ninguna otra
seguridad también nos inter-pelan. Nos alientan a confiar en Dios, a contar
con Él en los grandes retos de la vida. Al mismo tiempo, esa pobreza
motivada totalmente por la dedicación a Dios y a su reino es un gesto de
solidaridad con los pobres del mundo, un gesto que ha creado en la historia
nuevos modos de valorar las cosas y una nueva disposi-ción para servir y
para comprometerse en favor de los demás.
Pero la petición de pan, del pan sólo para hoy, nos recuerda también los
cuarenta años de marcha por el desierto, en los que el pueblo de Israel
vivió del maná, del pan que Dios le mandaba del cielo. Cada uno podía
recoger sólo lo que necesitaba para cada día; sólo al sexto día podía
acumular una cantidad suficiente para dos días, para respetar así el
precepto del sábado (cf. Ex 16, 16-22). La comunidad de discípulos, que vive
cada día de la bondad del Señor, renueva la experiencia del pueblo de Dios
en camino, que era alimentado por Dios también en el desierto.
De este modo, la petición de pan sólo para hoy abre nuevas perspectivas que
van más allá del horizonte del necesario alimento cotidiano. Presupone el
seguimiento radical de la comunidad más restringida de los dis-cípulos, que
renuncia a los bienes de este mundo y se une al camino de quienes estimaban
"el oprobio de Cristo como una riqueza mayor que todos los tesoros de
Egipto" (Hb 11, 26). Aparece el horizonte escatológico, las realidades
futuras, que son más importantes y reales que las presentes.
Con esto llegamos ahora a una expresión de esta petición que en nuestras
traducciones habituales parece inocua: danos hoy nuestro pan "de cada día".
El "cada día" traduce la palabra griega epioúsios que, según uno de los
grandes maestros de la lengua griega -el teólogo Orígenes (t c. 254)-, no
existía antes en el griego, sino que fue creada por los evangelistas. Es
cierto que, entretanto, se ha encontrado un testimonio de esta palabra en un
papiro del s. y d.C. Pero por sí solo tampoco puede explicar con certeza el
significado de esta palabra, en cualquier caso extraña y poco habitual. Por
tanto, hay que recurrir a las etimologías y al estudio del contexto.
Hoy existen dos interpretaciones principales. Una sostiene que la palabra
significa "[el pan] necesario para la existencia", con lo que la petición
diría: Danos hoy el pan que necesitamos para poder vivir. La otra
interpretación defiende que la traducción correcta sería "[el pan] futuro",
el del día siguiente. Pero la petición de recibir hoy el pan para mañana no
parece tener mucho sentido, dado el modo de vivir de los discípulos. La
referencia al futuro sería más comprensible si se pidiera el pan realmente
futuro: el verdadero maná de Dios. Entonces sería una petición escatológica,
la petición de una anticipación del mundo que va a venir, es decir, que el
Señor nos dé "hoy" el pan futuro, el pan del mundo nuevo, Él mismo. Entonces
la petición tendría un sentido escatológico.
Algunas traducciones antiguas apuntan en esta dirección, como la Vulgata de
san Jerónimo, por ejemplo, que traduce la misteriosa palabra con
supersubstantialis, interpretándola en el sentido de la "sustan-cia" nueva,
superior, que el Señor nos da en el santísimo Sacramento como verdadero pan
de nuestra vida.
De hecho, los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la
cuarta petición del Padrenuestro como la petición de la Eucaristía; en este
sentido, la oración del Señor aparece en la liturgia de la santa Misa como
si fuera en cierto modo la bendición de la mesa eucarística. Esto no quiere
decir que con ello se reduzca en la petición de los discípulos el sentido
simplemente terrenal, que antes hemos explicado como el significado
inmediato del texto. Los Padres piensan en las diversas dimensiones de una
expresión que parte de la petición de los pobres del pan para ese día, pero
precisamente de ese modo -mirando al Padre celestial que nos alimenta-
recuerda al pueblo de Dios errante, al que Dios mismo alimentaba. El milagro
del maná, a la luz del gran sermón de Jesús sobre el pan, remitía a los
cristianos casi automáticamente más allá, al nuevo mundo en el que el Logos
-la palabra eterna de Dios- será nuestro pan, el alimento del banquete de
bodas eterno.
¿Se puede pensar en estas dimensiones o es una "teologización" errónea de
una palabra que tan sólo tiene un sentido terrenal? Estas "teologizaciones"
provocan hoy un cierto temor que no resulta del todo infundado, aunque
tampoco se debe exagerar. Pienso que en la interpretación de la petición del
pan hay que tener en cuenta todo el contexto de las palabras y obras de
Jesús, en el que desempeñan un papel muy impor-tante ciertos contenidos
esenciales de la vida humana: el agua, el pan y -como signo del júbilo y
belleza del mundo- la vid y el vino. El tema del pan ocupa un lugar
importante en el mensaje de Jesús, desde la ten-tación en el desierto,
pasando por la multiplicación de los panes, hasta la Última Cena.
El gran sermón sobre el pan, en el sexto capítulo del Evangelio de Juan,
revela el amplio espectro del significado de este tema. Inicialmente se
describe el hambre de las gentes que han escuchado a Jesús y a las que no
despide sin darles antes de comer, esto es, sin el "pan necesario" para
vivir. Pero Jesús no permite que todo se quede en esto, no permite que la
necesidad del hombre se reduzca al pan, a las necesidades biológicas y
materiales. "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de
la boca de Dios" (Mt 4, 4; Dt 8, 3). El pan multiplicado milagrosamente
recuerda de nuevo el milagro del maná en el desierto y, rebasándolo, señala
al mismo tiempo que el verdadero alimento del hombre es el Logos, la Palabra
eterna, el sentido eterno del que provenimos y en espera del cual vivimos.
Si esta primera superación del mero ámbito físico se refiere inicialmente a
lo que también ha descubierto y puede descubrir la gran filosofía,
inmediatamente después llega la siguiente superación: el Logos eterno se
convierte concretamente en pan para el hombre sólo porque Él "se ha hecho
carne" y nos habla con palabras humanas.
A esto se añade la tercera y esencial superación, pero que ahora constituye
un escándalo para la gente de Cafarnaún: Aquel que se ha hecho hombre se nos
da en el Sacramento, y sólo así la Palabra eterna se con-vierte plenamente
en maná, el don ya hoy del pan futuro. Después, el Señor reúne todos los
aspectos una vez más: esta extrema materialización es precisamente la
verdadera espiritualización: "El Espíritu es quien da vida: la carne no
sirve de nada" (Jn 6, 63). ¿Habría que suponer que en la petición del pan
Jesús ha ex-cluido todo lo que nos dice sobre el pan y lo que quería darnos
como pan? Si tomamos el mensaje de Jesús en su totalidad, no se puede
descartar la dimensión eucarística de la cuarta petición del Padrenuestro.
La petición del pan de cada día para todos es fundamental precisamente en su
concreción terrenal. Pero nos ayuda igualmente a superar también el aspecto
meramente material y a pedir ya ahora lo que pertenece al "mañana", el nuevo
pan. Y, rogando hoy por las cosas del "mañana", se nos exhorta a vivir ya
ahora del "mañana", del amor de Dios que nos llama a todos a ser
responsables unos de otros.
Llegados a este punto, quisiera volver a dar la palabra una vez más a
Cipriano, el cual subraya el doble sentido de la petición. Sin embargo, él
relaciona la palabra "nuestro", de la que hablábamos antes, precisamente
también con la Eucaristía, que en un sentido especial es pan "nuestro", el
pan de los discípulos de Jesucristo. Dice: nosotros, que podemos recibir la
Eucaristía como pan nuestro, tenemos que pedir también que nadie quede
fuera, excluido del Cuerpo de Cristo. "Por eso pedimos que "nuestro" pan, es
decir, Cristo, nos sea dado cada día, para que quienes permanecemos y
vivimos en Cristo no nos alejemos de su fuerza santifi-cadora de su Cuerpo"
(De dom. or., 18).
Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden
La quinta petición del Padrenuestro presupone un mundo en el que
existen ofensas: ofensas entre los hombres, ofensas a Dios. Toda ofensa
entre los hombres encierra de algún modo una vulneración de la verdad y del
amor y así se opone a Dios, que es la Verdad y el Amor. La superación de la
culpa es una cuestión central de toda existencia humana; la historia de las
religiones gira en torno a ella. La ofensa provoca represalia; se forma así
una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se
hace cada vez más difícil superar. Con esta petición el Señor nos dice: la
ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza.
Dios es un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo
puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona.
El tema del "perdón" aparece continuamente en todo el Evangelio. Lo
encontramos al comienzo del Sermón de la Montaña, en la nueva interpretación
del quinto mandamiento, cuando el Señor nos dice: "Si cuando vas a poner tu
ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas
contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte
con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda" (Mt 5, 23s). No se
puede presentar ante Dios quien no se ha reconciliado con el hermano;
adelantarse con un gesto de reconciliación, salir a su encuentro, es una
condición previa para dar culto a Dios correctamente. A este respecto,
podemos pensar que Dios mismo, sabiendo que los hombres estábamos
enfrentados con Él como rebeldes, se ha puesto en camino desde su divinidad
para venir a nuestro encuentro, para reconciliarnos.
Recordaremos que, antes del don de la Eucaristía, se arrodilló ante sus
discípulos y les lavó los pies sucios, los purificó con su amor humilde. A
mitad del Evangelio de Mateo (cf. 18, 23-35) se encuentra la parábola del
siervo despiadado: a él, que era un alto mandatario del rey, le había sido
perdonada la increíble deuda de diez mil talentos; pero luego él no estuvo
dispuesto a perdonar la deuda, ridícula en comparación, de cien denarios que
le debían: cualquier cosa que debamos perdonarnos mutuamente es siempre bien
poco comparado con la bondad de Dios que perdona a todos. Y finalmente
escuchamos la petición de Jesús desde la cruz: "Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
Si queremos entenderla a fondo y hacer nuestra la petición del Padrenuestro,
hemos de dar todavía un paso más y preguntarnos: ¿Qué es realmente el
perdón?
¿Qué ocurre en él? La ofensa es una realidad, una fuerza objetiva que ha
causado una destrucción que se ha de remediar. Por eso el perdón debe ser
algo más que ignorar, que tratar de olvidar. La ofensa tiene que ser
subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al
que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como
cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a sí mismo, de modo que
luego este proceso de transformación, de purificación interior, alcance
también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y
superándolo, salgan renovados. En este punto nos encontramos con el misterio
de la cruz de Cristo. Pero antes de nada nos encontramos con los límites de
nuestra fuerza para curar, para superar el mal. Nos encontramos con la
prepotencia del mal, a la que no conseguimos dominar sólo con nuestras
fuerzas. Reinhold Schneider comenta a este respecto: "El mal vive de mil
formas; ocupa la cúspide del poder...; brota del abismo. El amor sólo tiene
una forma: es tu Hijo" (p. 68).
La idea de que el perdón de las ofensas, la salvación de los hombres desde
su interior, haya costado a Dios el precio de la muerte de su Hijo se ha
hecho hoy muy extraña: recodar que el Señor "soportó nuestros sufri-mientos,
cargó con nuestros dolores", que fue "traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crí-menes" y que "sus cicatrices nos curaron" (Is 53,
4-6), hoy ya no nos cabe en la cabeza. A esta idea se opone por un lado la
banalización del mal en que nos refugiamos, mientras que, por otro,
utilizamos los horrores de la historia humana, precisamente también de la
más reciente, como pretexto concluyente para negar la existencia de un Dios
bueno y difamar a su criatura, el hombre.
Pero también la imagen individualista del hombre nos impide entender el gran
misterio de la expiación: ya no somos capaces de comprender el significado
de la forma vicaria de la existencia, porque según nuestro modo de pensar
cada hombre vive encerrado en sí mismo; ya no vemos la profunda relación que
hay entre todas nuestras vidas y su estar abrazadas en la existencia del
Uno, del Hijo hecho hombre. Cuando hablemos de la crucifixión de Cristo
tendremos que volver sobre estas ideas.
De momento bastará con un pensamiento del cardenal John Henry Newman, quien
en cierta ocasión dijo que Dios pudo crear el mundo de la nada con una sola
palabra, pero que sólo pudo superar la culpa y el sufrimiento de los hombres
interviniendo personalmente, sufriendo Él mismo en su Hijo, que ha llevado
esa carga y la ha superado mediante la entrega de sí mismo. Superar la culpa
exige el precio de comprometer el corazón, y aún más, entregar toda nuestra
existencia. Y ni siquiera basta esto: sólo se puede conseguir mediante la
comunión con Aquel que ha cargado con todas nuestras culpas.
La petición del perdón supone algo más que una exhortación moral, que
también lo es y, como tal, representa un desafío nuevo cada día. Pero en el
fondo es -como las demás peticiones- una oración cristológica. Nos recuerda
a Aquel que por el perdón ha pagado el precio de descender a las miserias de
la existencia humana y a la muerte en la cruz. Por eso nos invita ante todo
al agradecimiento, y después también a enmendar con Él el mal mediante el
amor, a consumirlo sufriendo. Y al reconocer cada día que para ello no
bastan nuestras fuerzas, que frecuentemente volvemos a ser culpables,
entonces esta petición nos brinda el gran consuelo de que nuestra oración es
asumida en la fuerza de su amor y, con él, por él y en él, puede convertirse
a pesar de todo en fuerza de salvación.
No nos dejes caer en la
tentación
La formulación de esta petición es un escándalo para muchos:
ciertamente, Dios no nos tienta. De hecho San-tiago nos dice: "Cuando
alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la
tentación al mal y él no tienta a nadie" (1, 13).
Nos ayuda a dar un paso adelante el recuerdo de las palabras del Evangelio:
"Entonces, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado
por el diablo" (Mt 4, 1). La tentación viene del diablo, pero la misión
mesiánica de Jesús incluye la superación de las grandes tentaciones que han
alejado a los hombres de Dios y los siguen alejando. Como ya hemos visto,
debe experimentar en sí mismo estas tentaciones hasta la muerte en la cruz y
abrirnos de este modo el camino de la salvación. Así, no sólo después de su
muerte, sino en ella y a lo largo de toda su vida, debe en cierto modo
"descender a los infiernos", al ámbito de nuestras tentaciones y fracasos,
para tomarnos de la mano y llevarnos hacia arriba. La Carta a los Hebreos da
una gran importancia a este aspecto, destacándolo como parte fundamental del
camino de Jesús: "Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar
a los que ahora pasan por ella" (2, 18). "No tenemos un sumo sacerdote
incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en
todo exactamente como nosotros, menos en el pecado" (4, 15).
Una mirada al Libro de Job, en el que ya se perfila en muchos aspectos el
misterio de Cristo, nos puede pro-porcionar más aclaraciones. Satanás
ultraja al hombre, para así ofender a Dios: su criatura, que Él ha formado a
su imagen, es una criatura miserable. Todo lo que en ella parece bueno es
más bien pura fachada; en realidad, al hombre -a cada uno- sólo le importa
su bienestar. Éste es el diagnóstico de Satanás, al que el Apocalipsis
describe como el "acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y
noche ante nuestro Dios" (Ap 12, 10). La difamación del hombre y de la
creación es, en definitiva, una difamación de Dios, una justificación para
rehusarlo.
Satanás quiere demostrar su tesis con el justo Job: si le despoja de todo,
acabará renunciando muy pronto también a su religiosidad. Así, Dios le da a
Satanás la libertad de someterlo a la prueba, aunque dentro de límites bien
definidos: Dios deja que el hombre sea probado, pero no que caiga. Aquí
aparece de forma velada y todavía no explícita el misterio de la forma
vicaria que se desarrolla de manera grandiosa en Isaías 53: los sufrimientos
de Job sirven para justificar al hombre. A través de su fe puesta a prueba
en el sufrimiento, él res-tablece el honor del hombre. Así, los sufrimientos
de Job anticipan los sufrimientos en comunión con Cristo, que restablece el
honor de todos nosotros ante Dios y nos muestra el camino para no perder la
fe en Dios ni siquiera en la más profunda oscuridad.
El Libro de Job nos puede ayudar también a distinguir entre prueba y
tentación. Para madurar, para pa-sar cada vez más de una religiosidad de
apariencia a una profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita
la prueba. Igual que el zumo de la uva tiene que fermentar para convertirse
en vino de calidad, el hombre necesita pasar por purificaciones,
transformaciones, que son peligrosas para él y en las que puede caer, pero
que son el camino indispensable para llegar a sí mismo y a Dios. El amor es
siempre un proceso de purificación, de renuncias, de transformaciones
dolorosas en nosotros mismos y, así, un camino hacia la madurez.
Cuando Francisco Javier pudo orar a Dios diciendo: "Te amo no porque puedes
darme el cielo o el infierno, sino simplemente porque eres lo que eres, mi
rey y mi Dios", es evidente que antes había tenido que recorrer un largo
camino de purificación interior hasta llegar a esta máxima libertad; un
camino de ma-duración en el que acechaba la tentación, el peligro de caer,
pero, no obstante, un camino necesario.
Ahora podemos explicar de un modo más concreto la sexta petición del
Padrenuestro. Con ella decimos a Dios: "Sé que necesito pruebas para que mi
ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si -como en el caso de
Job- das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo
limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites
que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente
cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para
mí". En este sentido ha interpretado san Cipriano la petición. Dice: cuando
pedimos "no nos dejes caer en la tentación" expresamos la convicción de que
"el enemigo no puede hacer nada contra nosotros si antes no se lo ha
permitido Dios; de modo que todo nuestro temor, devoción y culto se dirija a
Dios, puesto que en nuestras tentaciones el Maligno no puede hacer nada si
antes no se le ha concedido facultad para ello" (De dom. or., 25).
Y luego concluye, sopesando el perfil psicológico de la tentación, que
pueden existir dos motivos por los que Dios concede al Maligno un poder
limitado. Puede suceder como penitencia para nosotros, para atenuar nuestra
soberbia, con el fin de que experimentemos de nuevo la pobreza de nuestra
fe, esperanza y amor, y no presumamos de ser grandes por nosotros mismos:
pensemos en el fariseo que le cuenta a Dios sus gran-dezas y no cree tener
necesidad alguna de la gracia.
Lamentablemente, Cipriano no especifica después en qué consiste el otro tipo
de prueba, la tentación a la que Dios nos somete ad gloriam, para su gloria.
Pero, ¿no deberíamos recordar que Dios impone una carga especialmente pesada
de tentaciones a las personas particularmente cercanas a Él, a los grandes
santos, desde Antonio en el desierto hasta Teresa de Lisieux en el piadoso
mundo de su Carmelo? Siguen, por así decirlo, las huellas de Job, son como
la apología del hombre, que es al mismo tiempo la defensa de Dios. Más aún:
están de un modo muy especial en comunión con Jesucristo, que ha sufrido
hasta el fondo nuestras tentaciones. Están llamados, por así decirlo, a
superar en su cuerpo, en su alma, las tentaciones de una época, a
soportarlas por nosotros, almas comunes, y a ayudarnos en el camino hacia
Aquel que ha tomado sobre sí el peso de todos nosotros.
Así, en nuestra oración de la sexta petición del Padrenuestro debe estar
incluida, por un lado, la disponibilidad para aceptar la carga de la prueba
proporcionada a nuestras fuerzas; por otro lado, se trata precisamente de la
petición de que Dios no nos imponga más de lo que podemos soportar; que no
nos suelte de la mano. Pronunciamos esta petición con la confiada certeza
que san Pablo nos ofrece en sus palabras: "Dios es fiel y no permitirá que
seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la
tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella" (1 Co 10, 13).
Y líbranos del mal
La última petición del Padrenuestro retorna otra vez la penúltima y
la pone en positivo; en este sentido, hay una estrecha relación entre ambas.
Si en la penúltima petición predominaba el "no" (no dar al Maligno más
fuerza de lo soportable), en la última petición nos presentamos al Padre con
la esperanza fundamental de nuestra fe. "¡Sálvanos, redímenos, líbranos!".
Es, al fin y al cabo, la petición de la redención. ¿De qué queremos ser
redimidos? En las traducciones recientes del Padrenuestro, "el mal" del que
se habla puede referirse al "mal" impersonal o bien al "Maligno".
En el fondo, ambos significados son inseparables. A este respecto, podemos
tener presente el dragón del que habla el Apocalipsis (cf. capítulos 12 y
13). Juan caracteriza a la "bestia" que vio "salir del mar", de los oscuros
abismos del mal, con los distintivos del poder politico romano, dando así
una forma muy concreta a la amenaza que los cristianos de aquel tiempo veían
venir sobre ellos: el derecho total sobre la persona que era reivindicado
mediante el culto al emperador, y que llevaba al poder
político-militar-económico al sumo grado de un poder ilimitado y exclusivo,
a la expresión del mal que amenaza con devorarnos. A esto se unía una
disgregación del orden moral mediante una forma cínica de escepticismo y de
racionalismo. Ante esta amenaza, el cristiano en tiempo de la persecución
invoca al Señor, la única fuerza que puede salvarlo: redímenos, líbranos del
mal.
Aunque ya no existen el imperio romano y sus ideologías, ¡qué actual resulta
todo esto! También hoy apa-recen, por un lado, los poderes del mercado, del
tráfico de armas, de drogas y de personas, que son un lastre para el mundo y
arrastran a la humanidad hacia ataduras de las que no nos podemos librar.
Por otro lado, también se presenta hoy la ideología del éxito, del
bienestar, que nos dice: Dios es tan sólo una ficción, sólo nos hace perder
tiempo y nos quita el placer de vivir. ¡No te ocupes de Él! ¡Intenta sólo
disfrutar de la vida todo lo que puedas! También estas tentaciones parecen
irresistibles. El Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto,
nos quieren decir: cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti
mismo; entonces serás tan sólo un producto casual de la evolución, entonces
habrá triunfado realmente el "dragón".
Pero mientras éste no te pueda arrancar a Dios, a pesar de todas las
desventuras que te amenazan, permanecerás aún íntimamente sano. Es correcto,
pues, que la traducción diga: líbranos del mal. Los males pueden ser
necesarios para nuestra purificación, pero el mal destruye. Por eso pedimos
desde lo más hondo que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios,
que nos une a Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perda-mos el Bien
mismo; y que tampoco en la pérdida de bienes se pierda para nosotros el
Bien, Dios; que no nos perdamos nosotros: ¡líbranos del mal!
De nuevo Cipriano, el obispo mártir que tuvo que sufrir en su carne la
situación descrita en el Apocalipsis, dice con palabras espléndidas: "Cuando
decimos "líbranos del mal" no queda nada más que pudiéramos pedir. Una vez
que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y
protegi-dos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor
puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector en el mundo es Dios mismo?"
(De dom. or., 27). Los mártires poseían esa certeza, que les sostenía, les
hacía estar alegres y sentirse seguros en un mundo lleno de calamidades; los
ha "librado" en lo más profundo, les ha liberado para la verdadera libertad.