El Sacramento del Bautismo - A. von Speyr
El BAUTISMO nos hace hijos de Dios, ya antes del despertarse de nuestra razón. El bautismo es al mismo tiempo un regalo infinito y una responsabilidad infinita. Nosotros hubiéramos debido comenzar esta existencia como pecadores, pero Dios quita nuestra culpa. Hubiéramos debido hacer uso de nuestra vida para ir saldando nuestra culpa frente a Dios, pero Dios no sólo anula esa culpa, más bien en su lugar nos regala un anticipo de gracia de cuya sobreabundancia podremos nutrirnos durante toda la vida. Nos quita la culpa que llevamos de nuestros antepasados y crea en nosotros una deuda de gratitud infinita. Nos regala una reserva de gracia que no se agota por la reiteración del pecado. En virtud de la gracia bautismal, Dios perdonará siempre de nuevo al pecador que a Él retorne. A partir de la gracia del bautismo, que siempre perdura en él también en situación de pecado, el pecador puede pedir ese perdón de Dios. La gracia del bautismo extiende sus efectos durante toda la vida, no se irá consumiendo poco a poco a lo largo de ella.
En realidad, más allá de toda necesidad y de toda
pretensión, permanece un exceso sobreabundante de gracia ofrecida y
concedida. Es la provisión de alimento inagotable que Dios da a sus hijos
para el camino de la vida. Le da
también al pecador un derecho a ser juzgado de modo más
benigno precisamente en virtud del bautismo. Es verdad
que el pecado del bautizado puede ser más pesado que el del
pagano, quien ignora por completo la gracia de la filiación,
pero al mismo tiempo en virtud del bautismo también
puede ser más perdonable. Pues el bautismo es una prenda
de la misericordia de Dios. Pero la gracia bautismal nunca
se limita a los bautizados. El niño la recibe sin poder consentir de modo
personal, pero toda recepción de la gracia
presupone un consentimiento. Por eso, alguien cercano al
niño debe reconocer en su lugar que el niño no le pertenece
a él sino a Dios. Quienes consienten –por lo general los
padres y los padrinos– participan ellos mismos en la gracia dada. En la
decisión de dejar bautizar cristianamente a un
niño, y con ello también de educarlo cristianamente, se
esconde una gracia a menudo inconsciente para los padres
que conforma una unidad con la gracia bautismal de su niño. Los padres
regalan su niño a Dios, por medio de ellos
el niño se transforma en propiedad de Dios. Y a la unidad
de ese regalar que es activo y pasivo, Dios responde con la
gracia bautismal que, sin dividirse, pasa al bautizando y a
los participantes y les otorga un parentesco nuevo en Dios. Y ya que la
Iglesia entera participa en ese consentimiento,
también ella recibe de cada gracia bautismal particular,
naciendo así un parentesco espiritual entre el bautizando
y la Iglesia y, por consiguiente, entre todos los cristianos.
Aquí el regalo de la gracia se transforma en responsabilidad.
El bautizado particular se convierte en el administrador de
un tesoro divino que le es confiado y que él ha de administrar en el sentido
de Dios. Y en Dios toda administración
significa una donación. Radica en el sentido mismo de la
gracia bautismal que sea vuelta a regalar por quien la posee.
De tal manera ella no disminuye, sino que se acrecienta.
Ya por el hecho de que el mismo donar conduce a Dios.
Pues cada vez que alguien toma de su tesoro para comunicarlo, debe recordar que ese tesoro no es simplemente suyo, sino el tesoro de Dios en él. Debe regalar recordando que en ese regalar él está cumpliendo la voluntad de Dios y que ese regalo será utilizado en el nombre de Dios. En el momento en que se acerca al tesoro porque otro tiene necesidad, también se le hace patente con ojos nuevos la necesidad del otro, comienza a verla con los ojos de Dios. Antes, quizá haya pensado que podría ayudar en un sentido humano por ser el dueño de un tesoro. Ahora, reconoce que sólo Dios es capaz de donar a los demás algo de lo que él ha depositado en Dios. Así, la gracia bautismal, fluyendo hacia el otro, conduce de regreso a su origen en Dios.
El Verbo se hace Carne, p, 10s