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El Sacramento del Orden Sacerdotal  -  A. von Speyr

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El ORDEN SACERDOTAL consagra al que lo recibe como un administrador ministerial de la gracia. Su gracia sacerdotal consiste en que surge una especie de fusión entre lo personal en él y lo ministerial de la Iglesia, de modo que todo lo que es personal pasa al ministerio y el ministerio tiñe todo lo personal. Si bien el aspecto particular y diferenciado de esta gracia sacramental se hace visible, en primer lugar, en los plenos poderes y en las funciones propias del sacerdocio, sin embargo este particular incluye de inmediato también un misterio infinito, un exceso inabarcable. Este aspecto no resulta tanto de que al sacerdote, junto a la gracia sacerdotal, también le es regalada una especie de reserva personal en virtud de la cual es capaz de administrar dignamente su ministerio, sino más bien de que su yo personal pasa a ser posesión de la Iglesia.

Las gracias personales que recibe en la ordenación fluyen de inmediato al tesoro de la Iglesia. Y este tesoro se le abre ahora al sacerdote, en verdad de tal modo que él puede abrirlo por sí mismo. La fuerza especial de la bendición de la primera misa no radica en una gracia privada dada al novel sacerdote, sino en que por primera vez él tiene acceso al tesoro de gracia supra-personal de la Iglesia. Y en la medida en que su personalidad deviene ministerial, lo ministerial también se hace personal: en todo lo que él transmite puede donarse a sí mismo. El sacerdote distribuye al mismo tiempo la sustancia de la Iglesia y su propia sustancia, pues ésta ya lleva la marca de lo eclesial. Esto lo distingue esencialmente del laico. Donándose a Dios, deviene un don para la comunidad.

En el sacerdocio aparece del modo más puro y más visible el carácter sacrificial que  late en cada sacramento. Si el bautizado realiza el sacrificio de su libertad en favor del vínculo eclesial; el confesante, el sacrificio de su propensión al pecado y el de su apariencia (deponiendo, al menos frente al sacerdote, la apariencia de ‹hombre decente›); así el sacerdote ofrece al Señor y a la comunidad su entera existencia personal, y con ello se pone muy cerca del Señor que se sacrifica en la hostia. Y si bien en la Misa es siempre exigido el sacrificio de la entera comunidad, por su parte el sacerdote ha de representar el sacrificio de modo vicario, ministerial y personal. Únicamente por la fuerza de este sacrificio recibe la gracia de hacer crecer la gracia de Dios. Por la fuerza de ese sacrificio también él mismo se enriquece: cada confesión escuchada lo hace más puro, cada hostia distribuida más rico, pues siempre es el Señor quien lo traspasa, quien habla y actúa a través de él.

Regalándose a la comunidad junto con el Señor, el sacerdote deja que ella participe de su gracia sacerdotal. Existe en la comunidad una analogía del sacerdocio, de modo que se da un acercamiento graduado a la gracia sacerdotal: desde el nivel inferior de una mera recepción pasiva, hasta el nivel superior de una donación de sí junto con el sacerdote. En este límite extremo se da el sacrificio de aquellos laicos que han aprendido, la mayoría de las veces promovidos por el sacerdote, la donación real e ilimitada por el prójimo. La especial pobreza y des-apropiación en este sacrificio provoca que el exceso de gracia, que el mismo sacrificio hace descender, sea puesto a completa disposición de la comunidad. En este sacerdocio invisible y velado participa ante todo la mujer que está junto al sacerdote, como María junto a Juan a los pies de la cruz.

El Verbo se hace carne, p. 124 ss.

 

 

 

 

 











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