Santo Cura de Ars:
Sermón sobre
CORPUS CHRISTI
Incola ego sum in terra.
Soy como extranjero en mi
tierra,
(Ps. CXVIII, 19.)
Estas palabras nos recuerdan
todas las miserias de la vida, el menosprecio con que hemos de mirar las
cosas creadas y perecederas, el deseo con que debemos esperar la salida
de este mundo para encaminarnos a nuestra verdadera patria, ya que esta
tierra no lo es.
Consolémonos, sin embargo, del
destierro a que estamos sujetos; en él tenemos un Dios, un amigo, un
consolador y un Redentor, que puede endulzar nuestras penas, haciéndanos
vislumbrar grandes bienes, desde este valle de miserias; lo cual debe
llevarnos a exclamar, como la Esposa de los Cantares: «¿Habéis visto a
mi amado? Y si lo habéis visto, decidle que no hago más que penar»
(Cant., V, 8.) ¿Hasta cuándo, Señor, exclama el santo Rey Profeta en sus
transportes de amor y arrobamiento, hasta cuándo prolongaréis mi
destierro lejos de Vos? (Ps. CXIX, 5.). Mas dichosos que los santos del
Antiguo Testamento, no solamente poseemos a Dios por la grandeza de su
inmensidad, en virtud de la cual se halla en todas partes; sino que le
tenemos con nosotros tal cual estuvo durante nueve meses en el sello de
María, tal cual estuvo en la cruz. Más afortunados aún que los primeros
cristianos, quienes hacían cincuenta o sesenta leguas de camino para
tener la dicha de verle, nosotros le poseemos en cada parroquia, cada
parroquia puede gozar a su gusto de tan dulce compañía. ¡Oh, pueblo
feliz!.
¿Cuál es mi propósito?. Vedlo
aquí. Quiero mostraros la bondad de Dios en la institución del adorable
sacramento de la Eucaristía y los grandes provechos que de este
sacramento podemos sacar.
I.- Digo yo que lo que hace la
felicidad de un buen cristiano, hace la desgracia de un pecador.
¿Queréis de ello una prueba? Vedla aquí. Para el pecador que no quiere
salir del
pecado, la presencia de Dios se
convierte en un suplicio: quisiera él borrar el pensamiento de que Dios
le está mirando y le juzgará, se oculta, huye de la luz del sol, se
hunde en las tinieblas, siente indecible horror por todo lo que puede
evocarle aquel pensamiento; un ministro de Dios le estorba, le causa
odio, huye de Él, cuando piensa que tiene un alma inmortal, que hay un
Dios que le recompensará o castigará durante toda la eternidad; conforme
a sus obras; le parece que tales pensamientos son otros tantos verdugos
que le atormentan sin cesar. ¡Ah!, ¡triste existencia la de un pecador
que vive en pecado! ¡Es en vano que te ocultes de la presencia de Dios,
nunca podrás conseguirlo! «¿Adán, Adan, donde estás?» «Señor, exclama,
he pecado y temo vuestra presencia» (Gen., III, 9-10). Adán, temblando,
corre a ocultarse, y es precisamente en el momento en que creía no ser
visto de Dios cuando se hizo oír su voz : «Adán en todas partes me
hallarás; has pecado, y Yo he sido testigo de tu crimen; mis ojos
estaban fijos en ti». «Caín, Caín, ¿dónde está tu hermano?». Al oír la
Voz del Señor, Caín quedó estupefacto. Pero Dios le persiguió con la
espada en el cinto: «Caín, la sangre de tu hermano clama venganza»
(Gen., IV, 9-10). Cuan cierto es que el pecador se halla en un
continuado espanto y desesperación. ¿Qué hiciste, pecador? Dios te
castigará. No, no, exclama, Dios no me ha visto, «no hay Dios». ¡Ah!,
desgraciado, Dios te ve y te castigará. De lo cual concluyo que en vano
el pecador querrá tranquilizarse, olvidar sus pecados, huir de la
presencia de Dios y procurarse todo cuanto su corazón pueda desear; a
pesar de todo esto, no dejará de ser un desdichado; en todas partes
arrastrará sus cadenas y su infierno. ¡ Ah !, ¡ triste existencia 1 No
vayamos más lejos; estos pensamientos son demasiados desesperanzadores;
de ningún modo nos conviene hoy_ este lenguaje; dejemos a esos pobres
desgraciados en las tinieblas, ya que en ellas quieren vivir; dejemos
que se condenen, ya que no quieren salvarse.
«Venid, hijos míos, decía el
santo Rey David, venid, pues tenga grandes cosas que anunciaros ; venid,
y os diré cuán bueno es el Señor para los que le aman. Tiene preparado
para sus hijos un alimento celestial que da frutos de vida. En todas
partes hallaremos a nuestro Dios; si vamos al cielo, allí estará; si
pasamos el mar, le veremos a nuestro lado. Si nos sumergimos en la
profundidad caótica de las aguas, hasta allí nos acompañará» (Ps.
XXXIII; CXXXVIII. XXII.). Nuestro Dios no nos pierde de vista, cual una
madre que está vigilando al hijito que da los primeros pasos. «Abraham,
dice el Señor, anda en mi presencia y la hallarás en todas partes.» «¡
Dios mío !, exclama Moisés, servíos mostrarme vuestra faz: con ella
tendré cuanto puedo desear» (Exod, XXIII, 13.). Cuán consolado queda un
cristiano, al pensar que Dios le ve, que es testigo de sus penalidades y
de sus combates, que tiene a Dios de su parte. Digámoslo mejor, ¡todo un
Dios le estrecha dulcemente contra su seno! ¡Pueblo cristiano! ¡Cuán
dichoso eres al gozar de tantos favores que no se conceden a los demás
pueblos! Razón tenía al decirnos, que si la presencia de Dios es una
tiranía para el pecador, es en cambio una delicia infinita; un cielo
anticipado para el buen cristiano.
Hermoso y consolador es lo que
os acabo de decir, más aún no es todo, es poca cosa todavía, me atrevo a
decir, en comparación del amor que Jesucristo nos manifiesta en el
adorable sacramento de la Eucaristía. Si me dirigiese a gente incrédula
o impía, que se atreve a dudar de la presencia de Jesucristo en este
adorable sacramento, comenzaría por aportar pruebas tan claras y
convincentes, que morirían de pena por haber dudado un misterio apoyado
en argumentos tan fuertes v persuasivos. Les diría yo: si es verdad la
existencia de Jesucristo, también es verdad este misterio, ya que Aquél,
después de haber tomado un fragmento de pan en presencia de sus
apóstoles, les dijo: «Ved aquí pan; pues bien, voy a transformarlo en mi
Cuerpo; ved aquí vino, el cual voy a transformar en mi sangre; este
cuerpo es verdaderamente el mismo que será crucificado, y esta sangre es
la misma que será derramada en remisión de los pecados ; y cuantas veces
pronunciéis estas palabras, dijo además a sus apóstoles, obraréis el
mismo milagro; esta potestad la comunicaréis unos a otros hasta el fin
de los siglos»(Matth., XXVI ; Luc., XXII.). Mas ahora dejemos a un lado
estas pruebas; tales razonamientos son inútiles para unos cristianos que
tantas veces han gustado las dulzuras que Dios les comunica en el
sacramento del amor.
Dice San Bernardo que hay tres
misterios en los cuales no puede pensar sin que su corazón desfallezca
de amor y de dolor, El primero es el de la Encarnación, el segundo es el
de la muerte y pasión de Jesús, y el tercero es el del adorable
sacramento de la Eucaristía. Al hablarnos el Espíritu Santo del misterio
de la encarnación, se expresa en términos que nos muestra la
imposibilidad de comprender hasta dónde llega el amor de Dios a los
hombres, pues dice: «Así amó Dios al mundo», como si nos dijese: dejo a
vuestra mente, deja a vuestra imaginación la libertad de formar sobre
ello las ideas que os plazca; aunque tuvieseis toda la ciencia dé las
profetas, todas las luces de los doctores y todos los conocimientos de
los ángeles, os sería imposible comprender el amor que Jesucristo ha
sentido por vosotros en estos misterios. Cuando nos habla San Pablo de
los misterios de la Pasión de Jesucristo, ved cómo se expresa : «Con
todo y ser Dios infinito en misericordia y en gracia, parece haberse
agotado por amor nuestro. Estábamos muertos y nos dió la vida. Estábamos
destinados a ser infelices por toda una eternidad, y con su bondad y
misericordia ha cambiado nuestra suerte» (Eph., II, 4-6.). Finalmente,
al hablarnos, San Juan, de la caridad que Jesucristo mostró con nosotros
al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, nos dice «que nos
amó hasta el fin» (Joan., XIII, 1.) es decir, que amó al hombre, durante
toda su vida, con un amor sin igual. Mejor dicho, nos amó cuanto pudo.
¡Oh, amor, cuan grande y cuán poco conocido eres!
Y pues, amiga mío, ¿no amaremos
a un Dios que durante toda la eternidad ha suspirado por nuestro bien?
¡Un Dios que tanto lloró nuestros pecados, y que murió para borrarlos!
Un Dios que quiso dejar a los ángeles del cielo, donde es amado con amor
tan perfecto y puro, para bajar a este mundo, sabiendo muy bien que aquí
sería despreciado. De antemano sabía las profanaciones que iba a sufrir
en este sacramento de amor. No se le ocultaba que unos le recibirían sin
contrición; otros sin deseo de corregirse; ¡ay!, otros tal vez, con el
crimen en su corazón, dándole con ello nueva muerte. Pero nada de esto
pudo detener su amor. ¡Dichoso pueblo cristiano! ... «Ciudad de Sión,
regocíjate, prorrumpe en la más franca alegría, exclama el Señor por la
boca de Isaías, ya que tu Dios mora en tu recinto» (Is.,XII,6.). Lo que
el profeta Isaías decía a su pueblo, puedo yo decíroslo con más
exactitud. ¡Cristianos, regocijaos!, vuestro Dios va a comparecer entre
vosotros. Este dulce Salvador va a visitar vuestras plazas, vuestras
calles, vuestras moradas; en todas partes derramará las más abundantes
bendiciones. ¡Moradas felices aquellas delante de las cuales va a pasar!
¡Oh, felices caminas los que vais a estremeceros bajo tan santos y
sagrados pasos! ¿Quién nos impedirá decir, al volver a discurrir por la
misma vía : Por aquí ha pasado mi Dios, por esta senda ha seguido cuando
derramaba sus saludables bendiciones en esta parroquia?
¡Qué día tan consolador para
nosotros!. Si nos es dado gozar de algún consuela en este mundo, ¿ no
será, por ventura, en este momento feliz? Olvidemos, a ser posible,
todas nuestras miserias. Esta tierra extranjera va a convertirse en la
imagen de la celestial Jerusalén; las alegrías y fiestas del cielo, van
a bajar a la tierra. «Péguese la lengua a mi paladar, si es capaz de
olvidar estos grandes beneficios» (Ps. CYXXVI, 6.). ¿Que el cielo prive
a mis ojos de la luz, si ellos han de fijar sus miradas en las cosas
terrenas?
Si consideramos las obras de
Dios: el cielo v la tierra, el orden admirable que reina en el vasto
universo, ellas nos anuncian un poder infinito que lo ha creado todo,
una sabiduría infinita que todo lo gobierna, tina bondad suprema y
providente que cuida de todo con la misma facilidad que si estuviese
ocupada en un solo ser: tantos prodigios han de llenarnos forzosamente
de sorpresa, espanto y admiración. Mas; fijándonos en el
adorable sacramento de la
Eucaristía, podemos decir que en él está el gran prodigio del amor de
Dios con nosotros; en él es donde su omnipotencia, su gracia y su bondad
brillan de la manera más extraordinaria. Con toda verdad podemos decir
que éste es el pan bajado del cielo, el pan de los ángeles, que
recibimos coma alimento de nuestras almas. Es el pan de los fuertes que
nos consuela y suaviza nuestras penas. Es éste realmente «el pan de los
caminantes»; mejor dicho, es la llave qué nos franquea las puertas del
cielo. «Quien me reciba, dice el Salvador, alcanzará la vida eterna: el
que me coma no morirá. Aquel, dice el Salvador, que acuda a este sagrado
banquete, hará nacer en él una fuente que manará hasta la vida eterna»
(Ioan., VI, 54.55; IV, 14.).
Mas, para conocer mejor las
excelencias de este don, debemos examinar hasta qué punto Jesucristo ha
llevado su amor a nosotros en este sacramento. No era bastante que el
Hijo de Dios se hiciese hombre por nosotros; para dejar satisfecho su
amor, era preciso ofrecerse a cada uno en particular. Ved cuánto nos
ama. En la misma hora en que sus indignos hijos activaban los
preparativos para darle muerte, su amor le llevaba a obrar un milagro
cuyo objeto es permanecer entre ellos. ¿Se ha visto, podrá verse amor
más generoso ni mas liberal que el que nos manifiesta en el Sacramento
de su amor? ¿No habremos de afirmar, con el Concilio de Trento, que en
dicho Sacramento es donde la liberalidad v generosidad divinas han
agotado todas sus riquezas? (Ses., XIII, cap. II.). ¿Nos será dado
hallar sobre la tierra, y hasta en el cielo, algo que con este misterio
pueda ser comparado? ¿Se ha visto jamás que la ternura de un padre, la
liberalidad de un rey para sus súbditos, llegase hasta donde ha llegado
la que muestra Jesucristo en el Sacramento de nuestros altares? Vemos
que los padres, en su testamento, dejan las riquezas a sus hijos; mas en
el testamento del Divino Redentor, no son bienes temporales, puesto que
ya los tenemos..., sino su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa lo que
nos da. ¡Oh, dicha del cristiano, cuán poco apreciada eres¡. No,
Jesús no podía llevar su amor más allá que dándose a Sí mismo; ya que,
al recibirlo, le recibimos con todas sus riquezas. ¿No es esto una
verdadera prodigalidad de un Dios para con sus criaturas?. Si Dios nos
hubiese dejado en libertad de pedirle cuanto quisiéramos, ¿nos habríamos
atrevido a llevar hasta tal punto nuestras esperanzas? Por otra parte,
el mismo Dios, con ser Dios, ¿podía hallar alga más precioso para
darnos?, nos dice San Agustín. Pera, ¿sabéis aún cuál fué el motivo que
movió a Jesucristo a permanecer día y noche en nuestras templos? Pues
fué para que, cuantas veces quisiéramos verle, nos fuese dado hallarle.
¡Cuán grande eres, ternura de un padre!. ¡Qué cosa puede haber más
consoladora para, un cristiano, que sentir que adora a un Dios presente
en cuerpo y alma! «Señor, exclama el Profeta Rey, ¡un día pasado junta a
Vos es preferible a mil empleados en las reuniones del mundo»! (Pes.,
LXXXIII, 11.). ¿Qué es, en efecto, lo que hace tan santas y respetables
nuestras iglesias?, ¿no es, por ventura, la presencia real de Nuestro
Señor Jesucristo? ¡Ah!, ¡pueblo feliz, el cristiano!
II.- Pero, me preguntaréis, ¿qué
deberemos hacer para testimoniar a Jesucristo nuestro respeto y nuestra
gratitud? Vedlo aquí :
1.° Deberemos comparecer siempre
ante su presencia con el mayor respeto, y seguirle con alegría
verdaderamente celestial, representándonos interiormente aquella gran
procesión que tendrá lugar después del juicio final. Para quedar
penetrados del más profundo respecto, bastará recordar nuestra condición
de pecadores, considerando cuán indignos somos de seguir a un Dios tan
santo y tan puro, Padre bondadoso al que tantas veces hemos despreciado
y ultrajado, y que con todo nos ama aún y se complace en darnos a
entender que está dispuesto a perdonarnos nuevamente. ¿Qué es lo que
hace Jesucristo cuando le llevamos en procesión? Vedlo aquí. Viene a ser
como un buen rey en medio de sus súbditos, como un padre bondadoso
rodeado de sus hijos, como un buen pastor visitando sus rebaños. ¿En qué
debemos pensar cuando marchamos en pos de nuestro Dios? Mirad. Hemos de
seguirle con la misma devoción y adhesión que los primeros fieles cuando
moraba aquí en la tierra prodigando el bien a todo el mundo. Sí, si
acertamos a acompañarle con viva fe, tendremos la seguridad de alcanzar
cuanto le pidamos.
Leemos en el Evangelio que un
día, en el camino por donde pasaba el Señor, había dos ciegos, los
cuales se pusieron a dar voces diciendo: «¡Jesús, hijo de David, ten
piedad de nosotros!» Al verlos el Divino Maestro, movióse a compasión, y
les preguntó qué querían. «Señor, le respondieron, haced que veamos.»
«Pues ved», les dijo el Salvador (Matth., XX, 30-34.). Un gran pecador
llamado Zaqueo, deseando verle pasar, se encaramó a un árbol; pero
Jesucristo, que había venido para salvar a los pecadores, le dijo:
«Zaqueo, baja del árbol pues quiero alojarme en tu casa», ¡En tu casa!,
lo cual es como si le dijese: Zaqueo, desde hace mucho tiempo, la puerta
de tu corazón está cerrada por el orgullo y las injusticias; ábreme hoy,
pues vengo para otorgarte el perdón. Al momento, bajó Zaqueo, humillóse
profundamente ante su, Dios, reparó todas sus injusticia no deseando ya
por herencia otra cosa que la pobreza y el sufrimiento (Luc., XIX,
1-10.). ¡Oh, instante feliz, el cual le valió una eternidad de dicha!
Otro día pasando el Salvador por otra calle, seguíale una pobre mujer,
afligida por espacio de. doce años a causa de un flujo de sangre: Se
decía ella : «Si tuviese la dicha de tocar aunque sólo fuese el borde de
sus vestiduras, estoy cierta que curaría » (Matth., IX, 20-22.). Y
corrió, llena de confianza, a arrojarse a los pies del Salvador, y al
momento quedó libre de su enfermedad. Si tuviésemos la misma fe y la
misma confianza, obtendríamos también las mismas gracias; puesto que es
el mismo Dios, el mismo Salvador y el mismo Padre, animado de la misma
caridad. «Venid. decía el Profeta, venid, salid de vuestros
tabernáculos, mostraos a vuestro pueblo que os desea y os ama.» ¡Ay!,
¡cuántos enfermos esperan la curación! ¡Cuántos ciegos a quienes habría
que devolver la vista! ¡Cuantos cristianos, de los que van a seguir a
Jesucristo, tienen sus almas cubiertas de llagas! ¡Cuántos cristianos
están en las tinieblas y no ven que corren inminente peligro de
precipitarse en el infierno! ¡Dios mío!, ¡curad a unos e iluminad a
otros! ¡Pobres almas, cuán desdichadas sois!
Nos refiere San Pablo que,
hallándose en Atenas, vió escrito en un altar: «Aquí reside el Dios
desconocido» (Ignoto Deo (Act. XVII, 23).). Pero, ¡ay!, podría deciros
yo lo contrario: vengo a anunciaros un Dios que vosotros conocéis como
tal, y no obstante no le adoráis, antes bien le despreciáis. Cuántos
cristianos, en el santo día del domingo, no saben cómo emplear el
tiempo, y, con todo, no se dignan dedicar ni tan sólo unos momentos a
visitar a su Salvador que arde en deseos de verlos juntos a sí, para
decirles que los ama y que quiere colmarles de favores. ¡Qué vergüenza
para nosotros!... ¿Ocurre algún acontecimiento extraordinario?, lo
abandonáis todo y corréis a presenciarlo. Mas a Dios no hacemos otra
cosa que despreciarle, huyendo de su presencia; el tiempo empleado en
honrarle siempre nos parece largo, toda práctica religiosa nos parece
durar demasiado. ¡Cuán distintos eran los primeros cristianos!.
Consideraban como las más felices de su vida los días y noches empleados
en las iglesias cantando las alabanzas del Señor o llorando sus pecados;
mas hoy, por desgracia; no ocurre lo mismo. Los cristianos de hoy, huyen
de Él y le abandonan, y hasta algunos le desprecian; la mayor parte nos
presentamos en las iglesias, lugar tan sagrado, sin reverencia sin amor
de Dios, hasta sin saber para qué vamos allí. Unos tienen ocupado su
corazón y su mente en mil cosas terrenas o tal vez criminales; otros
están allí can disgusta y fastidio; otros hay que apenas si doblan la
rodilla en las momentos en que un Dios derrama su sangre preciosa para
perdonar sus pecados; finalmente, otros, aun no se ha retirado el
sacerdote del altar, ya están fuera del templo. Dios mío, cuán poco os
aman vuestras hijos, mejor dicho, cuanto os desprecian. En efecto, ¿cuál
es el espíritu de ligereza y disipación que dejéis de. mostrar en la
iglesia? Unos duermen, otros hablan, y casi ninguno hay que se ocupe en
lo que allí debería ocuparse.
2.° Digo que habiendo sido los
hombres criados por Dios y enriquecidos sin cesar por su mano con los
más abundantes favores, debemos todos testificarle nuestra
agradecimiento, y a la vez afligirnos por haberle ultrajado. Nuestra
conducta debe ser la de un amigo que se entristece por las desgracias
que a su amigo sobrevienen: a esto se llama mostrar una amistad sincera.
Sin embargo, por favores que haya podido prestar un amigo, nunca hará lo
que Dios ha hecho por nosotros. - Pero, me diréis, ¿quiénes deben, al
parecer de usted, sentir un amor más intenso y más ardiente a la vista
de los ultrajes que Jesucristo recibe de los malos cristianos? - Es
indudable que todos han de afligirse por los desprecios de que es
objeto, todos han de procurar desagraviarle; mas entre los cristianos
hay algunos que están obligados a ello de un modo especial, y san los
que tienen la dicha de pertenecer a la cofradía del Santísimo
Sacramento. He dicho: «Que tienen la dicha». ¿Habrá otra mayor que la de
ser escogidas para desagraviar a Jesucristo de los ultrajes que recibe
en el Sacramento de su amor? No os quepa duda; vosotros, como cofrades,
estáis obligados a llevar una vida mucho más perfecta que el común de
los cristianos. Vuestros pecados son mucho más sensibles a Dios Nuestro
Señor. No es bastante can llevar un cirio en la mano, para dar a
entender que somos cantados entre los escogidos de Dios; es preciso que
nuestro comportamiento nos singularice, como el cirio nos distingue de
los que no lo llevan. ¿Por qué llevamos esos cirios que brillan, si no
es para indican que nuestra vida debe ser un modelo de virtud, para
mostrar que consideramos como una gloria el ser hijos de Dios y que
estamos prestos a dar la vida por defender los intereses de Aquel a
quien nos hemos consagrado perpetuamente? Sí, esforzarse en adornar las
iglesias y los altares es dar, ciertamente, señales exteriores muy
buenas y laudables; pero no hay, bastante. Los bethsamitas, cuando el
arca del Señor pasó por su tierra, dieron muestras del mayor celo y
diligencia; en cuanto la divisaron, salió el pueblo en masa para
precederla; todos se ocuparon diligentemente en preparar la leña para
ofrecer los sacrificios. Sin embargo, cincuenta mil hubieron de morir,
por no haber guardado bastante respeto (1 Reg., VI.). ¡Cuánto ha de
hacernos temblar este ejemplo! ¿Que objetos guardaba aquella arca?. Un
poco de maná, las tablas de la Ley; y porque los que a ella se acercan
no están bien penetrados de su presencia, el Señor los hiere de muerte.
Pero, decidme, ¿quiénes de los que reflexionen tan sólo por un momento
sobre la presencia de Jesucristo, no quedarán sobrecogidos de temor?
¡Cuántos desgraciados forman parte del cortejo del Salvador, con un
corazón lleno de culpas! ¡Ah, infeliz!, en vano doblarás la rodilla,
mientras un Dios se yergue para bendecir a su pueblo; sus penetrantes
miradas no dejarán por eso de ver los horrores que cobija tu corazón.
Mas, si nuestra alma está pura, entonces podremos figurarnos que vamos
en pos de Jesucristo como en pos de un gran rey, que sale de la capital
de su reino para recibir los homenajes de sus súbditos y colmarlos de
favores.
Leemos en el Evangelio que
aquellos dos discípulos que iban a Emmaús andaban en compañía del
Salvador sin conocerle; y cuando le hubieron reconocido, desapareció.
Enajenados por su dicha, decíanse el uno al otro: «Cómo se explica que
no le hayamos reconocido, ¿Acaso nuestros corazones no se sentían
inflamados de amor cuando nos hablaba explicándonos las Escrituras?»
(Luc., XXIV, 13-32.) . Mil veces más dichosos que aquellas discípulos
somos nosotros, va que ellos iban en compañía de Jesucristo sin
conocerle, mas nosotros sabemos que quien marcha en nuestra compañía
presidiéndonos, es nuestro Dios y Salvador, el cual va a hablar al fondo
de nuestro corazón, en donde infundirá una infinidad de buenos
pensamientos y santas inspiraciones. «Hijo mío, te dirá, ¿por qué no
quieres amarme? ¿Por qué no dejas ese maldito pecado que levanta una
muralla de separación entre ambos? ¡Ah!, hijo mío, aquí tienes el
perdón, ¿quieres arrepentirte?» Pero ¿qué le responde el pecador? «No,
no, Señor, prefiero vivir bajo la tiranía del demonio y ser reprobado, a
imploraros perdón.»
Mas, me dirá alguno, nosotros no
decimos esto al Señor. - Pero ya replica que se lo, decís repetidamente,
o sea, cada vez que Dios os inspira el pensamiento de convertiros. ¡Ah,
desgraciado! día vendrá en que pedirás lo que hoy rehúsas, y entonces
tal vez no te será concedido. Es muy cierto, que si tuviésemos la dicha
de que Dios se nos hiciese visible, como ha acontecido a muchos santos,
ya en la figura de un niño en el pesebre, ya traspasado por los clavos
en la cruz, sentiríamos hacia Él mayor respeta y amor; pera esto no lo
merecemos, y si nos aconteciese un caso semejante nos creeríamos ya
santos, lo cual sería un motivo de orgullo. Mas, aunque Dios no nos
otorgue esta gracia, no deja por ello de estar presente, y presto a
concedernos cuanto le pidamos.
Refiérese en la historia que,
dudando un sacerdote de esta verdad, después de haber pronunciado las
palabras de la consagración: «¿Cómo es posible, decía entre sí, que las
palabras de un hombre abren tan gran milagro?» Mas Jesucristo, para
echarle en cara su poca fe, hizo que la santa Hostia sudase sangre en
abundancia, hasta el punto que fué preciso recoger ésta con una cuchara
(Las maravillas divinas en la Santa Eucaristía, por el P. Rossignoli, S.
J., CXIII. maravilla.). Y el mismo autor nos refiere también que un día
se pegó fuego a una capilla, y ardió toda la construcción hasta quedar
destruída; mas la santa Hostia quedó suspendida en el aire sin apoyarse
en ninguna parte. Habiendo acudido un sacerdote para recibirla en un
vaso, vino en seguida ella misma a posarse allí...( Es el milagro de las
sagradas Hostias de Faverney; en la diócesis de Besançon, ocurrido el
día 26 de mayo de 1608. Cfr. Monseñor de Segur, en La Francia al Pie del
Santísimo Sacramento, XV.).
Si amásemos a Dios, sería para
nosotros una gran alegría, una gran dicha el venir todas los domingos al
templo a emplear algunos momentos en adorarle y pedirle perdón de los
pecados; miraríamos aquellos instantes como los más deliciosos de
nuestra vida. ¡Cuán consoladores y suaves son los momentos pasados con
este Dios de bondad! ¿Estás dominado por la tristeza?, ven un momento a
echarte a sus plantas, y quedarás consolado. ¿Eres despreciado del
mundo?, ven aquí, y hallarás un amigo que jamás quebrantará la
fidelidad. ¿Te sientes tentado?, aquí es donde vas a hallar las armas
más seguras y terribles para vencer a tu enemigo. ¿Temes el juicio
formidable que a tantos santos ha hecho temblar?, aprovéchate del tiempo
en que tu Dios es Dios de misericordia y en que tan fácil es conseguir
el perdón. ¿Estás oprimido por la pobreza?, ven aquí, donde hallarás a
un Dios inmensamente rico, que te dirá que todos sus bienes son tuyos,
no en este inundo sino en el otro: Allí es donde te preparo riquezas
infinitas; anda, desprecia esos bienes perecederos y en cambio obtendrás
otros que nunca te habrán de faltar. ¿Queremos comenzar a gozar de la
felicidad de los santos ?, acudamos aquí y saborearemos tan venturosas
primicias.
¡Cuán dulce es gozar de los
castos abrazos del Salvador! ¿No habéis experimentado jamás una tal
delicia? Si hubieseis disfrutado de semejante placer, no sabríais
aveniros a veros privados de él. No nos admire, pues, que tantas almas
santas hayan pasado toda su vida, día y noche, en la casa de Dios, no
sabiendo apartarse de su presencia.
Leemos en la historia que un
santo sacerdote hallaba tal delicia y consuelo en el recinto de los
templos, que hasta se acostaba sobre las gradas del altar, para que, al
despertarse, le cupiese la dicha de hallarse junto a su Dios; y Dios,
para recompensarle, permitió que ni muriese al pie del altar. Mirad a
San Luis: durante sus viajes, en vez de pasar la noche en la cama, la
pasaba al pie de los altares, junto a la dulce presencia del Salvador.
¿Por qué, pues, sentimos nosotros tanta indiferencia y fastidio al venir
aquí? Es que nunca hemos disfrutado de tan deliciosos momentos?
¿Qué debemos sacar de todo
esto?, vedlo aquí. Hemos de tener como uno de los instantes más felices
de nuestra vida aquel en que nos es dado estar en compañía de tan buen
amigo. Formemos en su cortejo con santo temor; como pecadores,
pidámosle, con dolor y lágrimas en las ojos, perdón de nuestros pecados,
y podemos estar ciertos de que lo alcanzaremos... Si nos hemos
reconciliado, imploremos el don precioso de la perseverancia. Digámosle
formalmente que preferimos mil veces morir antes que volver a ofenderle.
Mientras no améis a vuestro Dios, jamás vais a quedar satisfechos: todo
os agobiará, todo os fastidiará; mas, en cuanto le améis, comenzaréis
una vida dichosa; y en ella podréis esperar tranquilamente la muerte!
... ¡Aquella muerte feliz, que nos juntará a nuestro Dios!... ¡Ah, dulce
felicidad!, ¿cuándo llegarás?... ¡Cuán largo es el tiempo de espera!,
¡ven!, ¡tú nos procurarás el mayor de todos los bienes, o sea la
posesión del mismo Dios!....