Santo Cura de Ars:
Sermón sobre LA SANTA MISA
In
omni loco sacrificatur el offertur nomini meo
oblatio munda.
En todas partes es sacrificada y
ofrecida en mi nombre una oblación pura.
(Malaquías, I, II.)
Es innegable que el hombre, como
criatura, debe a Dios el homenaje de todo su ser, y, como pecador, le
debe una víctima de expiación; por esto en la antigua ley todos los
días, en el templo, era ofrecida a Dios tanta multitud de víctimas. Alas
aquellas víctimas no podían satisfacer enteramente por nuestras deudas
delante de Dios; era necesaria otra víctima más santa y más pura, la
cual había de continuar sacrificándose hasta el fin del mundo, víctima
que había de ser capaz de pagar lo que nosotros debemos a Dios: Esta
santa víctima es el mismo Jesucristo, Dios como su Padre y hombre como
nosotros. Todos los días se ofrece en nuestros altares, como se ofreció
en el Calvario y, por esta oblación pura y sin mancha, rinde a Dios los
honores que le son debidos, y satisface, por el hombre, todo lo que éste
debe a su Criador; se inmola cada día, a fin de reconocer el soberano
dominio que Dios tiene sobre sus criaturas, quedando así plenamente
reparado el ultraje que el pecado infiere a Dios Nuestro Señor.
Ejerciendo Jesucristo de mediador entre Dios y los hombres, nos alcanza,
por este sacrificio, cuantas gracias nos son necesarias; y habiéndose
hecho al mismo tiempo víctima de acción de gracias, tributa Dios por los
hombres todo el reconocimiento que ellos le deben. Mas, para hacernos
participantes de todas estas ventajas, es preciso que pongamos algo de
nuestra parte. Con el fin de haceros sentir mejor todo este, intentaré
ahora exponeros lo más claramente posible: 1.º La gran dicha de que
somos participantes al asistir a la santa Misa; 2.° Las disposiciones
con que a la misma hemos de asistir; 3.° Como asisten a ella la mayor
parte de los cristianos.
No quiero detenerme en la
explicación de lo que significan los ornamentos con que el sacerdote se
reviste; creo que todos, o la mayor parte de vosotros, lo sabéis. Cuando
el sacerdote se dirige a la sacristía para revestirse, representa a
Jesucristo bajando del cielo para encarnarse en el seno de la Santísima
Virgen, tomando un cuerpo como el nuestro, para sacrificarlo a su Padre
por nuestros pecados. Al tomar el amito, que es aquella tela blanca que
se pone sobre sus hombros, se nos representa el momento en que los
Judíos vendaron a Jesús los ojos, dándole golpes y diciéndole: «Adivina
quién te ha pegado». El alba recuerda la vestidura blanca que por burla
le mandó poner Herodes al devolverlo a Pilatos. El cíngulo representa
las, cuerdas con que le ataron en el huerto de los Olivos y los azotes
con que desgarraron sus carnes. El manípulo, que lleva el sacerdote en
el brazo izquierdo, nos representa las cuerdas con que fue atado Jesús
en la columna al ser azotado; se pone el manípulo en el brazo izquierdo
por ser el más cercano al corazón, lo cual nos muestra el exceso del
amor de Jesús, a impulsos del cual sufrió, por nuestros pecados, aquella
cruel flagelación. La estola nos recuerda la soga que le echaron al
cuello al cargarle la cruz a cuestas. La casulla representa el vestido
de púrpura, y la túnica inconsútil sobre la cual echaron suertes.
El Introito representa el
ardiente deseo que los patriarcas tenían de la venida del Mesías, y por
esto se repite dos veces. Guando el sacerdote reza el Confiteor, se nos
representa a Jesucristo cargando con nuestros pecados a fin de
satisfacer a la justicia de Dios Padre (El santo autor ha sacado la
mayor parte del sermón de Rodríguez, Tratado VI., cap. XV.). El Kyrie
eleison que quiere decir: «Señor, tened piedad de nosotros», representa
el miserable estado en que nos hallábamos antes de la venida de
Jesucristo. No detallemos más. La Epístola significa la doctrina del
Antiguo Testamento; el Gradual significa la penitencia que hicieron los
judíos después de la predicación del Bautista; el Aleluya nos representa
la alegría de un alma que ha alcanzado la gracia; el Evangelio nos
recuerda la doctrina de Jesucristo. Los diferentes signos de la cruz que
se hacen sobre el cáliz y sobre la hostia, nos recuerdan todos los
sufrimientos que Jesucristo hubo de experimentar durante el curso de su
Pasión. Quizá otra vez insistiré sobre este punto.
I. Antes de mostraros la manera
cómo debéis oír la santa Misa, he de deciros dos palabras sobre lo que
se entiende por santo sacrificio de la Misa. Sabéis ya que el santo
sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio de la cruz que fué ofrecido
allá en el Calvario el Viernes Santo. Toda la diferencia está en que,
cuando Jesucristo se inmoló sobre el Calvario, aquel sacrificio era
visible, es decir, se presenciaba con los ojos del cuerpo; Jesucristo
fué inmolado a suPadre, por manos de sus verdugos, y derramó su sangre;
por esto se le llama sacrificio Cruento: lo cual quiere decir que la
sangre manaba de sus venas y se la veía correr hasta el suelo. Mas, en
la santa Misa, Jesucristo se ofrece a su Padre de una manera invisible;
es decir, tal inmolación la vemos con los ojos del alma pero no con los
del cuerpo. Ved, en resumen, lo que es el santo sacrificio de la Misa.
Mas, para daros una idea de la grandeza y excelsitud del mérito de la
santa Misa, me bastará deciros, con San Juan Crisóstomo, que la santa
Misa alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres almas del
purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, da más
gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las
penitencias de todos los solitarios, que todas las lágrimas por ellas
derramadas desde el principio del mundo y que todo lo que hagan hasta el
fin de los siglos. Si me pedís la razón de esto, ella no puede ser más
clara: todos estos actos son realizados por pecadores más o menos
culpables; mientras que en el santo sacrificio de la Misa es el Hombre -
Dios, igual al Padre, quien le ofrece los méritos de su pasión y muerte.
Ya veis, pues, según esto, que la santa Misa es de un valor infinito.
Por eso hallamos en el Evangelio que, en el momento de la muerte del
Salvador, se obraron muchas conversiones: el buen ladrón recibió allí la
seguridad de entrar en el paraíso, muchos judíos se convirtieron y los
gentiles golpeábanse el pecho reconociéndolo por verdadero Hijo de Dios.
Resucitaron los muertos, se abrieran las peñas y la tierra tembló.
Si acertásemos a asistir a la
santa Misa con toda suerte de buenas disposiciones, aunque tuviésemes la
desgracia de ser tan obstinados como los judíos, más ciegos que los
gentiles, más duros que las rocas que se abrieron, es certísimo que
alcanzaríamos nuestra conversión. En efecto, nos dice San Juan
Crisóstomo que no hay momentos tan preciosos para tratar con Dios de la
salvación de nuestra alma, como aquellos instantes en que se celebra la
santa Misa, en la que el mismo Jesucristo se ofrece en sacrificio a Dios
Padre, para obtenernos toda suerte de gracias y bendiciones. «¿Estamos
afligidos, dice aquel gran Santo, pues hallaremos en la Misa toda suerte
de consuelos. ¿Nos agobian las tentaciones? vayamos a oír la santa Misa,
y allí hallaremos la manera de vencer al demonio.» Y, de paso, voy a
citaros un ejemplo. Refiere el Papa Pío II que un caballero de la
provincia de Ostia estaba continuamente atormentado por una tentación de
desesperación que le inducía a ahorcarse, lo cual había intentado Ya
varias veces. Habiendo ido a entrevistarse con un santo religioso para
exponerle el estado de su alma y pedirle consejo, el siervo de Dios,
después de haberle consolado y fortalecido lo mejor que pudo,
aconsejóle, que tuviese en su casa un sacerdote que celebrase allí todos
los días la santa Misa. Díjole el caballero que lo haría gustosamente.
Al mismo tiempo fué a recluirse en un castillo de su propiedad; allí un
sacerdote celebraba lodos los días la santa Misa, que el caballero oía
con la mayor devoción. Después de haber permanecido allí por algún
tiempo con gran tranquilidad de espíritu un día el sacerdote le pidió
permiso para ir a decir la Misa en una iglesia vecina en la que se
celebraba una festividad extraordinaria; el caballero no tuvo en ello
inconveniente, pues se proponía ir también allí a oír la santa Misa. Mas
una ocupaciónimprevista le retuvo, sin que de ello se diese cuenta,
hasta el mediodía. Entonces, lleno de espanto por haber perdido la santa
Misa, cosa que no le acontecía nunca, y sintiéndose otra vez atormentado
por su antigua tentación, salió de su casa, y encontrose con un lugareño
que le preguntó donde iba. «Voy, dijo el caballero, a oír la santa
Misa.» «Es ya demasiado tarde, respondió aquel hombre, pues están todas
celebradas.» Fueaquélla una noticia muy cruel para el caballero, quien
se puso a dar voces, diciendo: «¡Ay!, estoy perdido, pues se me escapó
la santa Misa». Él lugareño, que era amigo del dinero, al verle en aquel
estado, le dijo: «Si queréis, os venderé la Misa que he oído y todo el
fruto que de ella he sacado». El otro, sin reflexionar siquiera, lleno
de pesar como estaba por haber faltado a la santa Misa contesto: «Pues
sí, aquí tenéis mi capa». Aquel hombre no podía venderle la santa Misa
sin cometer un grave pecado. Al separarse, el caballero no dejó, sin
embargo, de proseguir su camino hacia la iglesia para rezar allí sus
oraciones. Al volverse a su casa, después de sus prácticas piadosas,
halló a aquel pobre paisano colgado de un árbol en el mismo lugar donde
le había aceptado su capa. Nuestra Señor, en castigo de su avaricia,
permitió que la tentación del caballero pasase al avaro. Movido por un
tal espectáculo, aquel caballero dió gracias a Dios durante toda su
vida, por haberle librado de un tan grande castigo, y no dejó nunca de
asistir a la santa Misa a fin de agradecer a Dios tantas bondades. A la
hora de la muerte confesó que desde que asistía diariamente a la santa
Misa el demonio había dejado de inducirle a la desesperación (Cfr.
P.Rossignoli, Maravillas divinas en la Sagrada Eucaristía, maravilla
LXIII.ª).
Pues bien, ¿tiene razón San Juan
Crisóstomo al decirnos que, si somos tentados, procuremos oír
devotamente la santa Misa, con la cual alcanzaremos la seguridad de que
Dios nos librará de la tentación? Si tuviésemos la debida fe, la santa
Misa sería para nosotros un remedio para cuantos males nos pudiesen
agobiar durante nuestra vida. ¿No es, en efecto, Jesucristo, nuestro
médico de cuerpo y alma ?...
II.- Hemos dicho que la santa
Misa es el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, el cual
no se ofrece a los ángeles ni a los santos, sino solamente a Dios.
Sabéis ya que el santa sacrificio de la Misa fué instituido el jueves
Santo, al tomar Jesús el pan y transformarlo en su Cuerpo y al tornar el
vino y convertirlo en su Sangre. Fué entonces cuando dió a los apóstoles
y a todos sus sucesores el poder de hacer lo mismo; a lo cual llamamos
nosotros sacramento del Orden. La santa Misa se compendia en las
palabras de la Consagración; y sabéis ya que los ministros de la misma
son los sacerdotes y el pueblo
(En el santo sacrificio de la
Misa, Jesucristo es el Sumo sacerdote y el ministro principal.
El celebrante es verdaderamente
sacerdote y ministro del sacrificio. A este fin fué llamado y ordenado;
de Jesucristo ha recibido la potestad. Es el ministro de Jesucristo y
ocupa el lugar del Salvador. Ofrece, pues, el sacrificio por la acción y
el ministerio ajenos a su persona. Lo ofrece sin que tenga verdadera
necesidad de los asistentes.
Los fieles no son
estrictamenente los ministros del sacrificio. Si alguna vez se los llama
ministros oferentes del sacrificio, es hablando en sentido lato, ya que
no lo ofrecen por sí mismos, sino por el ministerio del sacerdote.) que
tiene la dicha de asistir a ella, si une su intención con la del
celebrante; de lo cual concluyo, que la mejor manera de oír la santa
Misa es unirse al sacerdote en todo lo que él reza, y seguirle, en
cuanto sea posible, en todas sus acciones, y procurar encenderse en los
más vivos sentimientos de amor y agradecimiento: éste es el método más
recomendable.
En el santo sacrificio de la
Misa podemos distinguir tres partes: la primera comprende desde el
principio hasta el Ofertorio; la segunda, desde el Ofertorio hasta la
Consagración; la tercera, desde la Consagración hasta el fin. Debo
advertiros que, si nos distrajésemos voluntariamente durante una de
estas tres partes, pecaríamos mortalmente (Esta aserción del santo cura
de Ars es muy severa. Los fieles no han de ser tratados mas
rigurosamente que los sacerdotes. Y los sacerdotes son acusados de
pecado mortal si se hacen culpables de una distracción voluntaria
durante la Consagración.); lo cual debe inducirnos a tomar la precaución
de evitar que nuestro espíritu divague fijándose en cosas ajenas al
santo sacrificio de la Misa. Digo que, desde el comienzo hasta el
Ofertorio, hemos de portarnos como penitentes penetrados del más vivo
dolor de los Pecados. Desde el Ofertorio hasta la Consagración debemos
de portarnos como ministros que van a ofrecer Jesucristo a Dios Padre, y
sacrificarle todo cuanto somos: esto es, ofrecerle nuestros cuerpos,
nuestras almas, nuestros bienes, nuestra vida y hasta nuestra eternidad.
Desde la Consagración, hemos de considerarnos como personas que han de
participar del Cuerpo adorable y de la Sangre preciosa de Jesucristo y:
por consiguiente, hemos de poner todo nuestro esfuerzo en hacernos
dignos de tanta dicha.
Para que lo comprendáis mejor,
voy a proponeros tres ejemplos sacados de la Sagrada Escritura, los
cuales os mostrarán la manera cómo habéis de oir la santa Misa: es
decir, en qué cosas debéis ocuparos en aquellos momentos tan preciosos
para quien acierta a comprender todo su valor. El primero es el del
Publicarlo, y en el cual aprenderéis lo que debéis hacer al principio de
la santa Misa. El segundo es el del buen ladrón, que os enseñará cómo
debéis portaros durante la Consagración. El tercero es el del centurión,
que os dará la norma para el tiempo de la Comunión.
Hemos dicho, primeramente, que
el publicano nos enseña el comportamiento que hemos de observar al
comienzo de la santa Misa, acto tan agradable a Dios y tan poderoso para
conseguir toda suerte de gracias. No hemos de esperar, pues, para
prepararnos, haber entrada ya en la iglesia. Un buen cristiano comienza
ya a prepararse al abandonar el lecho, haciendo que su espíritu no se
ocupe en otra cosa que en lo que se relaciona can tan alta ceremonia.
Hemos de representarnos a Jesucristo en el huerto de los Olivos,
prosternado, con la faz en tierra, preparándose al sangriento
sacrificio, del cual va a ser víctima en el Calvario; así como hemos de
tener también presente la grandeza de su caridad, que llegó hasta a
decidirle a aceptar para sí el castigo que debíamos nosotros sufrir por
toda una eternidad. En los primeros tiempos de la Iglesia, todos los
cristianos iban a Misa en ayunas (Porque acostumbraban a comulgar en la
Misa.). Conviene que, durante la madrugada, impidáis que vuestro
espíritu se ocupe en negocios temporales, teniendo presente que, después
de haber trabajado toda la semana para vuestro cuerpo, es muy justo que
concedáis este día a los negocios del alma y a pedir a Dios la remisión
de vuestros pecados. Al ir a la iglesia, procurad no conversar con
nadie; pensad que seguís a Jesucristo llevando la cruz hacia el
Calvario, donde va a morir para salvarnos. Antes de la santa Misa,
debemos destinar unos instantes al recogimiento, a llorar nuestros
pecados y a pedir a Dios perdón de ellos, a examinar las gracias de que
estamos más necesitados, a fin de pedírselas durante la Misa...
Al entrar en el templo,
penetraos de la gran dicha que os cabe, mediante un acto de la más viva
fe, y par un acto de contrición y arrepentimiento de vuestros pecados,
los cuales os hacen indignos de acercaros a un Dios tan santo y excelso.
En aquel momento, pensad en las disposiciones del publicano cuando entró
en el templo para ofrecer a Dios el sacrificio de su oración. Escuchad
lo que nos dice San Lucas: «El publicano, se mantenía a la entrada del
templo; con la mirada fija en el suelo, sin atreverse a dirigirla al
altar, golpeándose el pecha y diciendo a Dios: Señor, tened piedad de
mí, que soy un gran pecador» (Luc., XVIII, 13. ). Ya veis, pues, que no
entró con un aire arrogante y altanero, como lo hacen muchos cristianos;
«los cuales parece, según dice el profeta Isaías, que quieren acercarse
a Dios cual si fuesen personas que nada tienen en su conciencia que
pueda humillarlos delante de su Criador» (Isaías, LVIII, 2.). En efecto,
fijaos en la manera de entrar de esos cristianos, los
cuales tienen quizá más pecados
en la conciencia que cabellos en la cabeza; los veréis entrar con un
aire altanero, o mejor, con una actitud que casi es de desprecio para la
presencia de Dios. Toman el agua bendita de la misma manera que tomarían
agua para lavarse al volver del trabajo; lo hacen sin devoción y, la
mayor parte, sin pensar que el agua bendita, tomada con reverencia, nos
borra los pecados veniales y nos dispone a oir bien la santa Misa. Mirad
ahora al publicano: teniéndose por indigno de entrar en el templo, va a
colocarse en el rincón más obscuro de su recinto; tan confuso se halla
bajo el peso de sus pecados, que ni tan sólo se atreve a levantar al
cielo sus ojos. Cuán diferente, pues, de aquellos cristianos de nombre,
que nunca se hallan bastante cómodos, que únicamente sobre el asiento se
arrodillan, que apenas inclinan la cabeza a la Elevación, que se sientan
sin muestra alguna de corrección, y frecuentemente con las piernas
cruzadas. Y nada digo de aquellas personas que deberían venir a la
iglesia, para llorar sus pecados, y se presentan aquí sólo para insultar
con sus ostentaciones vanidosas a un Dios humillado y despreciado, sin
pensar más que en atraer las miradas de la gente, obien para avivar el
fuego de sus criminales pasiones. ¡Oh, Dios mío!, ¿quién se atreverá a
asistir a la Misa con semejantes disposiciones? Mas nuestro publicano,
nos dice San Agustín, golpea su pecho, para manifestar a Dios el pesar
que experimenta de haberle ofendido» (Homilía sobre el evangelio de la
dominica X. después de Pentecostés.). ¡Cuántas gracias, cuántos bienes
alcanzaríamos los cristianos, si procurásemos asistir a la Misa con las
disposiciones del publicano! ¡Regresaríamos tan cargados de riquezas
celestes, como las abejas van cargadas de néctar al volver de un florido
vergel! Si el Señor nos hiciese la gracia de que al comenzar la Misa
estuviésemos bien penetrados de la grandeza de Jesucristo ante quien
estamos, y del peso de nuestros pecados, ¡cuán pronto alcanzaríamos el
perdón y la gracia de perseverar!
Sobre todo, debemos excitar en
nosotros durante la Santa Misa grandes sentimientos de humildad, esto es
lo que debe sugerirnos el ver al sacerdote bajando del altar para rezar
el Confiteor, profundamente inclinado, él, que ocupando el lugar de
Jesucristo, parece recibir sobre sus hombros todos los pecados de sus
feligreses. ¡Ay!, si el Señor nos hiciese comprender de una vez lo que
es la santa Misa, ¡cuántas gracias poseeríamos, de que ahora carecemos!
¡De cuántos peligros quedaríamos exentos si tuviésemos gran devoción al
oir la Santa Misa! Y para convenceros de ella voy a citaros un ejemplo,
en el cual veréis cómo Dios protege de una manera visible a los que
tienen la dicha de asistir a la Misa con devoción.
Leemos en la historia que Santa
Isabel, reina de Portugal, sobrina de Santa Isabel, reina de Hungría,
era tan caritativa con los pobres que, con todo y tener mandado a su
limosnero que no denegase nada, les hacía ella, de su propia mano o
valiéndose de sus servidores, continuas, limosnas. Solía, servirse,
ordinariamente, de un paje en el que había notado una gran piedad; mas
habiendo otro paje observado aquella preferencia, tuvo celos de su
compañero llovido de aquella pasión, fuése a hablar al rey, diciéndole
que cierto paje sostenía relaciones ilícitas con la reina. El rey, sin
ulteriores indagaciones, resolvió al momento deshacerse de aquel paje lo
más secretamente posible. Sucedió que el rey acertó a pasar delante de
un horno de cal, encendido, y llamando a los trabajadores encargados de
vigilar el horno, les dijo que, al día siguiente por la mañana, les
enviaría un paje que había incurrido en su desagrado, el cual les
preguntaría si habían ejecutado las órdenes del rey; al tal, debían
prenderle y arrojarle en seguida al horno. Dicho esto, regresó a su
palacio, y al momento encargó al paje de la reina que, al día siguiente
a primera hora, cumpliese la comisión que ya sabemos. Mas ahora veréis
cómo Dios jamás abandona a los que le aman. Quiso Dios que, en el camino
que seguía para ir al horno, se hallase una iglesia, y que al tiempo de
pasar oyese el paje la campana que señalaba la hora de la Elevación.
Entró allí para adorar a Jesucristo y oír lo restante de la Misa que se
celebraba. Comenzó otra Misa, y se quedó a oirla también. Mas el rey,
que estaba impaciente por saber si se habían ejecutado sus órdenes,
envió a su paje para preguntar a aquella gente si habían cumplido lo que
les encargara. Como aquél fué el primero en llegar, le cogieron y le
echaron al fuego. El otro, terminadas sus devociones, fuése a cumplir la
comisión, y preguntó a aquellos trabajadores si habían hecho lo que les
ordenó el rey. Le contestaron afirmativamente. Volvióse a dar la
respuesta al rey el cual quedó altamente sorprendido al verle llegar.
Lleno de furor, por haber salido la combinación al revés de lo que
deseaba, preguntó al paje dónde se había detenido tanto tiempo... El
paje le respondió que, acertando a pasar delante de una iglesia,
mientras se dirigía al lugar a donde le había mandado, oyó la campanilla
que señalaba la Elevación, lo cual le indujo a entrar y quedarse hasta
el fin de la Misa; después de aquélla salió otra y después una tercera,
que él se detuvo también a oir; con lo cual seguía un consejo que le dió
su padre antes de morir, después de haberle dado su bendición,
recomendándole que nunca dejase una Misa comenzada sin esperar a que
ella hubiese terminado, ya que tal práctica nos atraía muchas gracias y
nos libraba de muchas desgracias. Entonces el rey, reflexionando,
comprendió muy bien que aquello había ocurrido por justo juicio de Dios;
que la reina era inocente y el paje un santo; y que el otro, al acusar,
había obrado por envidia. Ya veis, pues, cómo, a no ser por su devoción,
aquel hombre habría muerto quemado, y cómo el Señor, al inspirarle que
se detuviera en el templo, le había librado de la muerte; mientras que
el otro, falto de devoción a la Sagrada Eucaristía, fué arrojado al
fuego.
Nos dice Santo Tomás que un día,
durante la santa Misa, vió a Jesucristo con las manos llenas de tesoros,
buscando a quién repartirlos, y que, si acertásemos a asistir con
frecuencia y devoción a la santa Misa, alcanzaríamos muchas y mayores
gracias que las que poseemos, ya en el orden espiritual ya en el
temporal.
2.ºEn segundo lugar, os he dicho
que el buen ladrón nos instruiría acerca de la manera como hemos de
portarnos durante los momentos de la Consagración y Elevación de la
Sagrada Hostia, momentos en los cuales hemos de ofrecernos a Dios junto
con Jesucristo, teniéndonos por participantes de aquel augusto misterio.
Mirad cómo se porta aquel feliz penitente en la hora misma de su
ejecución; ¿no veis cómo abre los ojos del alma para reconocer a su
libertador?. Pero ved también los progresos que hace durante las tres
horas que pasa en compañía del Salvador agonizante. Está amarrado a la
cruz, sólo le quedan libres el corazón y la lengua, y ved con qué
diligencia ofrece uno y otro a Jesucristo: le hace entrega de todo lo
que tiene, le consagra su corazón por la fe y la esperanza, le pide
humildemente un lugar en el paraíso, es decir, en su reino eterno. Le
consagra su lengua, publicando su inocencia y santidad. A su compañero
de suplicio le habla de esta manera: «Es justo que a nosotros se nos
castigue: pera Él es inocente» (Luc.. XXIII, 41.). En la hora en que los
demás se entretienen ultrajando a Jesucristo con las más horribles
blasfemias, él se convierte en su panegirista; mientras sus discípulos
le abandonan, él abraza su partido; y su caridad es tan grande, que no
omite esfuerzo alguno por convertir a su compañero. No nos admire el ver
tanta virtud en este buen ladrón, puesto que nada hay tan a propósito
para mover nuestro corazón como la vista de Jesucristo agonizante; no
hay momento en que se nos conceda la gracia con tanta abundancia, y, sin
embargo, somos testigos de tal acontecimiento todos los días. ¡Ay!, si
en el feliz momento de la Consagración tuviésemos la dicha de estar
animados de una viva fe, una sola Misa bastaría para librarnos de los
vicios en que estamos enredados y convertirnos en verdaderos penitentes,
es decir, en perfectos cristianos.
¿De dónde viene, pues, me
diréis, que, asistiendo a tantas Misas, continuemos siendo siempre los
mismos? Ello proviene de que sólo estamos presentes corporalmente, mas
nuestro espíritu está en otra parte, con lo cual no hacemos otra cosa
que completar nuestra reprobación a causa de las malas disposiciones con
que asistimos á tan santa ceremonia. ¡Ay!, ¡cuántas Misas mal oídas,
que, en vez de asegurarnos nuestra salvación, nos endurecen más y más!
Hiabiéndose aparecido Jesucristo a Santa Matilde, le dijo: «Has de
saber, hija mía, que los santos asistirán a la muerte de todos aquellos
que habrán oído con devoción la santa Misa para ayudarlos a morir bien,
para defenderlos de las tentaciones del demonio y para presentar sus
almas a mi Padre». ¡Qué dicha la nuestra, la de ser asistidos, en
aquellos temibles instantes, por tantos santos cuantas sean las Misas
que habremos oído bien!...
No temamos jamás que la santa
Misa nos cause perjuicio en nuestros negocios temporales; antes al
contrario, hemos de estar seguros de que todo andará mejor y de que
nuestros negocios alcanzarán mejor éxito. Y aquí veréis un admirable
ejemplo. Cuéntase de dos artesanos de un mismo oficio y que vivían en un
mismo barrio, que uno de ellos, estando cargado de hijos, no dejaba
nunca de oír la santa Misa y vivía muy hólgadamente en su oficio; el
otro, en cambio, que no tenía hijos..., trabajaba todo el día, parte de
la noche y frecuentemente hasta el santo día del domingo, y apenas podía
vivir. Al ver que los negocios de su compañero salían siempre coronados
por el éxito, preguntóle un día cómo se las componía para sacar lo
necesario con que mantener a una familia tan numerosa, cuando él, que no
tenía más que a su mujer y no cesaba en su trabajo, se hallaba a veces
en la más completa indigencia. El otro le contestó que, si así lo
deseaba, al día siguiente le mostraría dónde se hallaba la fuente de sus
ganancias. El desgraciado artesano quedó tan contento con aquella
proposición, que esperaba con impaciencia la llegada del día siguiente,
día en que iba a aprender la manera de lograr fortuna. En efecto, el
compañero no faltó a buscarle. Vedle saliendo de su casa contento y
siguiendo confiadamente al compañero. Este le condujo a la iglesia, en
donde oyeron la santa Misa. Al regresar del templo, «Amigo mío, le dijo
el que vivía holgadamente, vuelve a tu trabajo». Al día siguiente
hicieron lo mismo, mas, al ir a buscarle por tercera vez para el mismo
objeto, «¡hombre!, dijo el otro, si quiero ir a Misa, sé muy bien el
camino sin que tengáis que molestaros en acompañarme; no es esto lo que
quería saber, sino el lugar donde hallabais lo que os ayuda a vivir tan
regaladamente, para ver si, haciendo lo que vos hacéis, sacaba también
yo mi provecho. - :Amigo, le contestó el otro, no conozco otro lugar que
la iglesia, ni otra manera de prosperar que oyendo todos los días la
santa Misa; y, por lo que a mí toca, os aseguro no haber empleado otros
medios para alcanzar el bienestar que tanto os admira. ¿No recordáis, en
efecto, lo que nos aconseja Jesucristo en el Evangelio, que busquemos
primero el reino de los cielos, y lo demás se nos dará por añadidura ?»
Estas palabras hicieron comprender a aquel hombre el propósito de su
compañero al acompañarle a la santa Misa. «Pues bien, tenéis razón,
dijo: el que cuenta solamente con su trabajo, es un ciego, y veo muy
bien que nunca la santa Misa arruinará a nadie. La prueba me la
proporcionáis vos. En adelante, quiero imitaros, y confío en que Dios me
concederá su bendición.» En efecto, al día siguiente comenzó la nueva
regla de vida, y continuó así el resto de sus días; y sus negocios
prosperaron en poco tiempo-. Cuando le preguntaban por qué no trabajaba
los domingos, ni durante la noche, como en otro tiempo; de dónde venía
que asistiese todos los días a la santa Misa y que se enriqueciese cada
vez más; contestaba de esta manera: «He seguido el consejo de mi vecino;
id a preguntárselo, y él os enseñará la manera de vivir prósperamente
sin trabajar más de lo ordinario, con sólo oir la santa Misa todos los
días».
Tal vez esto os extrañe, mas a
mí no. Esto es lo que vemos todos los días en los hogares donde hay
verdadera piedad y devoción: los negocios de los que asisten con
frecuencia a la santa Misa prosperan mucho más que los de quienes dejan
de asistir por falta de fe o por pensar que no van a tener tiempo. ¡Ay!
¡Cuánto más felices seríamos, si depositáramos en Dios toda nuestra
confianza y tuviésemos en nada nuestro trabajo!- Pero, me diréis tal-
vez, si no tenemos nada, nadie nos da aquello de que carecemos. - Y ¿qué
queréis que os dé Dios, si no contáis con Él por nada, confiando
solamente en vuestro esfuerzo? Ni tan, sólo procuráis que os quede
tiempo para vuestras oraciones de la mañana y de la noche, y os
contentáis con asistir a la santa Misa una vez por semana. ¡Ay!, no
conocéis los recursos con que la providencia de Dios puede favorecer a
los que a ella se entregan. ¿queréis de ello una prueba palpable? Aquí
la tenéis delante de vuestros ojos; mirad al que os habla, fijaos en
vuestro pastor, y examinad la cosa delante de Dios - ¡Oh!, me diréis,
esto es porque hay quien os da. - Mas ¿quién me da, sino la providencia
de Dios? En ella y en ninguna otra parte están mis tesoros. ¡Ay!, ¡cuán
ciego es el hombre al inquietarse tanto, para no ser otra cosa que un
desgraciado en esta vida y condenarse después! Si acertaseis a pensar
con seriedad en vuestra salvación y procuraseis asistir siempre que
posible os fuese a la santa Misa, muy pronto veríais confirmado lo que
os digo.
No hay momento tan precioso para
pedir a Dios nuestra conversión como el de la santa Misa; ahora vais a
verlo. Un santa ermitaño llamado Pablo vió a un joven muy bien vestido,
entrar en una iglesia acompañado de gran número de demonios; pero,
terminada la santa Misa, lo vió salir acompañado de una multitud de
ángeles que marchaban a sulado. ¡Oh, Dios mío!, exclamó el Santo, cuán
agradable os debe ser la santa Misa!» Nos dice el Santo Concilio de
Trento que la Misa aplaca la cólera de Dios, convierte al pecador,
alegra al cielo, alivia las almas del purgatorio, da gloria a
bendiciones (Ses. XXIII y XXII.). ¡Oh!, si llegásemos a comprender la
que es el santo sacrificio de la Misa, ¿con qué respeto no asistiríamos
a ella ?...
El santo abad Nilo nos refiere
que su maestro San Juan Crisóstomo le dijo un día confidencialmente que,
durante la santa Misa, veía a una multitud de ángeles bajando del cielo
para adorar a Jesús sobre el altar, mientras muchos de ellos recorrían
la iglesia para inspirar a los fieles el respeto y amor que debemos
sentir a Jesucristo presente sobre el altar. ¡Momento precioso, momento
feliz para nosotras, aquel en que Jesús está presente sobre nuestros
altares! ¡Ay!, si los padres v las madres comprendiesen bien esto y
supiesen aprovechar de esta doctrina, sus hijos no serían tan
miserables, ni se alejarían tanto de los caminos que al cielo conducen.
¡Dios mío, cuántos pobres junto a un tan gran tesoro!
3.° Os he dicho que el centurión
nos serviría de ejemplo, en las momentos en que tenemos la dicha de
comulgar, ya espiritual, va corporalmente. Por comunión espiritual
entendemos un gran deseo de unirnos a Jesucristo. El ejemplo de aquel
centurión es tan admirable, que basta la Iglesia se complace en ponernos
todas los días su conducta ante nuestros ojos, durante la santa Misa.
«Señor, le dice aquel humilde servidor, yo no soy digno de que entréis
en mi morada, mas decid solamente una palabra, y quedará curado mi
servidor»( Matth., VIII,8.) . ¡Ah!, si el Señor viese en nosotros esa
misma humildad, ése mismo cenocimiento de nuestra pequeñez, ¿con qué
placer y con qué abundancia de gracias no entraría en nuestro corazón?
¡Cuántas fuerzas y cuánto valor íbamos a alcanzar para vencer al enemigo
de nuestra salvación!. ¿Queremos obtener un cambio de vida, es decir,
dejar el pecado y volver a Dios Nuestro Señor? Oigamos algunas Misas a
esta intención, y si lo hacemos devotamente, nos cabrá la plena
seguridad de que Dios nos ayudará a salir del pecado. Ved un ejemplo de
ello. Refiérese que había una joven la cual durante muchos años mantuvo
relaciones pecaminosas con cierto mancebo. De súbito, al considerar el
castigo que esperaba a su pobre alma llevando una vida como la que
llevaba, sintióse llena de espanto. Después de haber oído Misa, fuése al
encuentro de un sacerdote para rogarle que la ayudase a salir del
pecado. El sacerdote, que ignoraba el comportamiento de aquella joven,
le preguntó qué era lo que la llevaba a cambiar de vida. «Padre mío,
dijo ella, durante la santa Misa que mi madre, antes de morir, me hizo
prometer que oiría todos los sábados, he concebido un tan grande horror
de mi comportamiento que me es ya imposible aguantar más. «¡Oh, Dios
mío!, exclamó el santo sacerdote, ¡he aquí un alma salvada por los
méritos de la santa Misa »
¡Cuántas almas saldrían del
pecado, si tuviesen la suerte de, oir la santa Misa en buenas
disposiciones!. No nos extrañe, pues, qué el demonio procure, en aquel
tiempo, sugerirnos tantos pensamientos ajenos a la devoción. Bien prevé,
mejor que vosotros, lo que perdéis asistiendo a dicho acto con tan poco
respeto y devoción. ¡De cuántos accidentes y muertes repentinas nos
preserva la santa Misa! ¡Cuántas personas, por una sola Misa bien oída,
habrán obtenido de Dios el verse libres de una desgracia! San Antonino
nos refiere a este respecto un hermoso ejemplo. Nos dice que dos jóvenes
organizaron, en día de fiesta, una partida de caza: uno de ellos oyó
Misa, mas el otro no. Estando ya en camino, el tiempo se puso
amenazador; retumbaba el truena formidable, veíase brillar
incesantemente el relámpago, hasta el punto de que el cielo parecía
incendiarse. Mas lo que los llenaba de pavor, era que, en medio de los
fulgurantes rayos, oían una voz, como salida del aire, que gritaba:
«¡Herid a esos desgraciados, heridlos!» Calmóse un poco la tempestad y
comenzaron a tranquilizarse. Pero, al cabo de un rato, mientras
proseguían su camino, un rayo redujo a cenizas al que había dejado de
oir la santa Misa. El otro quedó sobrecogido de un temor tal, que no
sabía si pasar adelante o dejarse caer. En estas angustias, oía aún la
voz que gritaba: «¡Herid, herid al desgraciado!» Lo cual contribuía a
redoblar el espanto que le causaba el ver a su compañero muerto a sus
pies. «¡Herid, herid al que queda!» Cuando se creía ya perdido, oyó otra
voz que decía: «No, no le toquéis; esta mañana ha oído la santa Misa».
De manera que la Misa que había oído antes de partir le preservó de una
muerte tan espantosa. ¿Veis cómo se digna Dios concedernos singulares
gracias y preservarnos de graves accidentes cuando acertamos a oir
debidamente la santa Misa?
¡Qué castigos deberán esperar
aquellos que no tienen escrúpulos de faltar a ella los domingos! De
momento, lo que se ve claramente es que casi todos tienen una muerte
desdichada; sus bienes van en decadencia, la fe abandona su corazón, y
con ello vienen a ser doblemente desgraciados. ¡Dios mío!, ¡cuán ciego
es el hambre, tanto en lo que se refiere al alma, como en lo que atiende
al cuerpo!.
III.- La mayor parte de los
mundanos oyen la Misa imitando al fariseo, al mal ladrón o a judas.
Hemos dicho que la santa Misa es el recuerdo de la muerte de Jesús en la
montaña del Calvario; y por esto quiere Jesucristo que, cuantas veces
celebramos la santa Misa, lo hagamos en su memoria. Pero, por desgracia,
podemos decir que, mientras nosotros renovamos el recuerdo de los
padecimientos de Jesucristo, muchos de los asistentes reproducen el
crimen de los judíos y de los verdugos que le clavaron en cruz. Y para
que podáis discernir mejor si pertenecéis vosotros al número de aquellos
desgraciados que deshonran de tal manera nuestros santos misterios, voy
a haceros observar, cómo, en los que fueron testigos de la muerte de
Jesús en el Calvario, había tres linajes de personas: unos, más
insensibles que las criaturas inanimadas, sólo desfilaban delante de la
cruz, sin detenerse ni dar lugar a sentimientos de verdadero dolor.
Otros se acercaban al lugar del suplicio y consideraban todas las
circunstancias de la Pasión del Salvador; mas esto era solamente para
mofarse, haciendo de ella asunto de broma y ultrajándole con las más
horribles blasfemias. Finalmente, unos pocos derramaban lágrimas
amargas, al ver las crueldades que se cometían en el cuerpo de su Dios y
Señor. Mirad ahora a cuál de los tres grupos pertenecéis. Y no os
hablaré de aquellos que van a oír precipitadamente una Misa en alguna
parroquia ajena donde tienen otros negocios, ni de los que asisten sólo
la mitad del tiempo, gastando la otra parte en beber con un amigo en la
taberna; dejémoslo de lado, ya que son gente que vive cual si no tuviese
alma que salvar; han perdido ya su fe, y, de consiguiente, todo está
perdido. Hablemos solamente de los que vienen ordinariamente.
Y de ellos digo, primero, que
muchos solamente vienen para ser vistos, con un espíritu enteramente
disipado, de la misma manera que irían a un mercado, a una feria, y me
atreveré a decir, a un baile. Están aquí sin modestia: apenas doblan
ambas rodillas durante la Elevación o la Comunión. Y los que así os
portáis, ¿oráis durante la Misa?... ¡Ay!, no; es que la fe os falta.
Decidme: cuando os dirigís al encuentro de ciertas personas de calidad
para pedirles algún favor, ocupan ellas vuestro pensamiento mientras os
encamináis hacia su casa; entráis en ella con modestia, les hacéis un
profundo saludo, permanecéis descubiertos y ni tan sólo pensáis en
sentaros; tenéis los ojos bajos, y no os ocupa la atención otra cosa que
la manera de expresaros bien y en términos elevados. Si éstos os faltan,
os excusáis en seguida alegando vuestra escasa educación... Si tales
personas os reciben amablemente, la alegría inunda vuestro corazón. Pues
bien, decidme, ¿no debe esto confundiros al ver que tomáis tantos
miramientos por cualquier cosa temporal, mientras acudís a la iglesia
con aire displicente, con gesto de menosprecio, y así os presentáis
delante de un Dios que murió por salvaros y cada día derrama su sangre
para alcanzaros el perdón del Padre celestial?. ¿Qué afrenta no será
para Jesús, el verse insultado por tan viles criaturas? ¡Ay! cuántos
durante la Misa comenten más pecados que durante el resto de la semana.
Unos no piensan en Dios para nada, otros oran con la boca, mientras su
corazón y su mente se sumergen en el orgullo, ora en el deseo de agradar
ora en la impureza. ¡ ¡Oh!, ¡gran Dios y se atreven a nombrar a
Jesucristo que ante ellos se presenta tan santo y tan puro!... Otros dan
en su mente libre entrada y salida a todos los pensamientos que el
demonio quiere sugerirles. ¡Cuántos no tienen escrúpulo alguno en volver
la cabeza, en reir, en conversar, en mirar de una parte a otra, en
dormir como en su cama, o tal vez mejor!¡Ay!, ¡cuántos cristianos salen
de la iglesia con treinta o tal vez cincuenta pecados mortales de más de
los que tenían al entrar!
Así, me diréis vosotros, será
mejor no ir a Misa. ¿Sabéis lo que hay que hacer?... Asistir a la santa
Misa v estar en ella con devoción, ofreciendo a Dios tres sacrificios, a
saber: el de vuestro cuerpo, el de vuestra mente y el de vuestro
corazón. Nuestro cuerpo debe adorar a Jesucristo con una religiosa
modestia; nuestra mente, al oír la santa Misa, debe penetrarse de
nuestra pequeñez y de nuestra indignidad, evitando toda disipación,
apartando lejos de sí las distracciones. Debemos también consagrarle
nuestro corazón, que es la ofrenda para Él más agradable, ya que es
precisamente nuestro corazón lo que, con tanta insistencia nos pide:
«Hijo mío, nos dice, dame tu corazón»( Prov., XXIII, 26.).
Y acabemos, reconociendo lo
desgraciados que somos al oír mal la Misa, ya que con ello hallamos
nuestra reprobación allí donde los demás encuentran su salvación. Haga
el cielo que asistamos a la santa Misa cuantas veces nos sea posible,
puesto que mediante ella recibimos gracias en abundancia; mas quiera
Dios también que llevemos a tan santa ceremonia las mejores
disposiciones posibles.
Con ello se derramará sobre
nuestras cabezas toda suerte de bendiciones en este mundo y en otro...