Santo Cura de Ars: Sermón sobre LA COMUNION
Panis quem ego dabo, caro mea est pro mundi vita.
El pan que os voy a dar, es mi
propia carne para la vida del mundo.
(S. In., VI, 52.)
Si no nos lo dijese el mismo
Jesucristo, ¿Quién de nosotros podría llegar a comprender el amor que ha
manifestado a les criaturas, dándoles su Cuerpo adorable y su Sangre
preciosa, para servir de alimento a les almas?. ¡Caso admirable! Un alma
tomar cómo alimento a su Salvador... ¡y esto no una sola vez, sino
cuántas le plazca!... ¡Oh, abismo de amor y de bondad de Dios con sus
criaturas!... Nos dice San Pablo que el Salvador, al revestirse de
nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevo su humillación hasta a
anonadarse. Pero, al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía,
ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las entrañas de
su misericordia. ¡Ved de lo que es capaz el amor de Dios con sus
criaturas!... Ningún sacramento puede ser comparado con la Sagrada
Eucaristía. Es cierto que en el Bautismo recibimos la cualidad de hijos
de Dios Y, de consiguiente, nos hacemos participantes de su eterno
reino; en la Penitencia, se nos curan las llagas del alma y volvemos a
la amistad de Dios; pero en el adorable sacramento de la Eucaristía, no
solamente recibimos la aplicación de su Sangre preciosa, sino además al
mismo autor de la gracia. Nos dice San Juan que Jesucristo «habiendo
amado a los hombres hasta el fin»( Ioan., XIII, 1), halló el medio
de subir al cielo sin dejar la tierra; tomo el pan en sus santas y
venerables manos, lo bendijo y lo transformó en su Cuerpo; tomo el vino
y lo transformó en su Sangre preciosa, y, en la persona de sus
apóstoles, transmitió a todos los sacerdotes la facultad de obrar el
mismo milagro cuántas veces pronunciasen las mismas palabras, a fin de
que, por este prodigio de amor, pudiese permanecer entre nosotros,
servirnos de alimento, acompañarnos y consolarnos. «Aquel, nos dice, que
come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente; pero aquel que no
coma mi carne ni beba mi sangre, no tendrá la vida eterna» (Ioan., VI,
54-55.). ¡Oué felicidad la de un cristiano, aspirar a un tan grande
honor cómo es el alimentarse con el pan de los Ángeles!... Pero ¡ay!,
¡cuan pocos comprenden esto!... Si comprendiésemos la magnitud de la
dicha que nos cabe al recibir a Jesucristo, ¿no nos esforzaríamos
continuamente en merecerla?. Para daros una idea de la grandeza de
aquella dicha, voy a exponeros: 1.° Cuán grande sea la felicidad del que
recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión, y 2.° Los frutos que de la
misma hemos de sacar.
I.-Todos sabéis que la primera
disposición para recibir dignamente este gran sacramento, es la de
examinar la conciencia, después de haber implorado las luces del
Espíritu Santo; y confesar después los pecados, con todas las
circunstancias que puedan agravarlos o cambiar de especie, declarándolos
tal cómo Dios los dará a conocer el día en que nos juzgue. Hemos de
concebir, además, un gran dolor de haberlos cometido, y hemos de estar
dispuestos a sacrificarlo todo, antes que volverlos a cometer.
Finalmente, hemos de concebir un gran deseo de unirnos a Jesucristo. Ved
la gran diligencia de los Magos en buscar a Jesús en el pesebre; mirad a
la Santísima Virgen; mirad a Santa Magdalena buscando con afán al
Salvador resucitado.
No quiero tomar sobre mi la
empresa de mostraros toda la grandeza de este sacramento, ya que tal
coca no es dada a un hombre; tan sólo el mismo Dios puede contaros la
excelsitud de tantas maravillas; pues lo que nos causara mayor
admiración durante la eternidad, será ver cómo nosotros, siendo tan
miserables hemos podido recibir a un Dios tan grande. Sin embargo, para
daros una idea de ello, voy a mostraros cómo Jesucristo, durante su vida
mortal, no pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en
abundancia, de lo cual deduciremos cuan grandes y preciosos deben ser
los dones de que participan los que tienen la dicha de recibirle en la
Sagrada Comunión; o mejor dicho, quo toda nuestra felicidad en este
mundo consiste en recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión; lo cual
es muy fácil de comprender: ya que la Sagrada Comunión aprovecha no
solamente a nuestra alma alimentándola, sino edemas a nuestro cuerpo,
según ahora vamos a ver.
Leemos en el Evangelio que, por
el mero hecho de entrar Jesús, aun recluido en las entrañas de la
Virgen, en la casa de Santa Isabel, que estaba también encinta, ella y
su hijo quedaron llenos del Espíritu Santo; San Juan quedo hasta
purificado del pecado original, y la madre exclamó: «¿De dónde me viene
una tal dicha cual es la que se digne visitarme la madre de mi Dios?»
(Luc., I, 43.). Calculad ahora cuanto mayor será la dicha de aquel que
recibe a Jesús en la Sagrada Comunión, no en su casa cómo Isabel, sino
en lo más íntimo de su corazón; pudiendo permanecer en su compañía, no
seis meses, cómo aquella, sino toda su vida. Cuando el anciano Simeón,
que durante tantos años estaba suspirando por ver a Jesús, tuvo la dicha
de recibirle en sus brazos, quedo tan emocionado y lleno de alegría,
que, fuera de si, prorrumpió en transportes de amor. «¡Señor! exclamo,
¿qué puedo ahora desear en este mundo, cuando mis ojos han visto ya al
Salvador del mundo?.... Ahora puedo va morir en paz! (Luc., II, 29.) .
Pero considerad aún la diferencia entre recibirlo en brazos y
contemplarlo unos instantes, o tenerlo dentro del corazón...; ¡Dios
mío!, ¡cuan poco conocemos la felicidad de que somos poseedores! ...
Cuando Zaqueo, después de haber oído hablar de Jesús, ardiendo en deseos
de verle, se vio impedido por la muchedumbre que de todas partes acudía,
se encaramó en un árbol. Más, al verle el Señor, le dijo: «Zaqueo, baja
al momento, puesto que hoy quiero hospedarme en tu casa» (Luc., XIX,
5.). Diose prisa en bajar del árbol, y corrió a ordenar cuántos
preparativos le sugirió su hospitalidad para recibir dignamente al
Salvador. Este, al entrar en su casa le dijo: «Hoy ha recibido esta casa
la salvación». Viendo Zaqueo la gran bondad de Jesús al alojarse en su
casa, dijo: «Señor, distribuiré la mitad de mis bienes a los pobres, y,
a quienes haya yo quitado algo, les devolveré el duplo» (Luc., XIX,8).
De manera que la sola visita de Jesucristo convirtió a un gran pecador
en un gran santo, ya que Zaqueo tuvo la dicha de perseverar hasta la
muerte. Leemos también en el Evangelio que, cuando Jesucristo entró en
casa de San Pedro, este le rogó que curase a su suegra, la cual estaba
poseída de una ardiente fiebre, Jesús mandó a la fiebre que cesase, y al
momento quedó curada aquella mujer, hasta el punto que les sirvió ya la
comida (Luc., IV, 38-39.). Mirad también a aquella mujer que padecía
flujo de sangre; ella se decía: «Si me fuese posible, si tuviese
solamente la dicha de tocar el borde de los vestidos de Jesús, quedaría
curada»; y en efecto, al pasar Jesucristo, se arrojó a sus pies y sanó
al instante (Math., IX, 20.). ¿Cual fue la causa porque el Salvador fue
a resucitar a Lázaro, muerto cuatro días antes?...
Pues fue porque había sido
recibido muchas veces en casa de aquel joven, con el cual le ligaba una
amistad tan estrecha, que Jesús derramó lágrimas ante su sepulcro
(Ioan., XI.). Unos le pedían la vida, otros la curación de su cuerpo
enfermo, y nadie se marchaba sin ver conseguidos sus deseos. Ya podéis
considerar cuan grande es su deseo de conceder lo que se le pide. ¿Que
abundancia de gracias nos concedes, cuando Él en persona viene a nuestro
corazón, para morar en el durante el resto de nuestra vida?. !Cuánta
felicidad la del que recibe la Sagrada Eucaristía con buenas
disposiciones!... Quién podrá jamás comprender la dicha del cristiano
que recibe a Jesús en su pecho, el cual desde entonces viene a
convertirse en un pequeño cielo; él sólo es tan rico cómo toda la corte
celestial.
Pero, me diréis, ¿por qué, pues,
la mayor parte de los cristianos son tan insensibles e indiferentes a
esa dicha hasta el punto de que la desprecian, y llegan a burlarse de
los que ponen su felicidad en hacerse de ella participantes? -¡Ay!, Dios
mío, ¿qué desgracia es comparable a la suya? Es que aquellos infelices
jamás gustaron una gota de esa felicidad tan inefable. En efecto, ¡un
hombre mortal, una criatura, alimentarse, saciarse de su Dios,
convertirlo en su pan cotidiano!.
¡Oh milagro de los milagros!.
¡Amor de los amores! ... ¡Dicha de las dichas, ni aún conocida de
los Ángeles!... ¡Dios mío!. ¡Cuánta alegría la de un cristiano cuya fe
le dice que, al levantarse de la Sagrada Mesa, llevase todo el cielo
dentro de su corazón! ... ¡Dichosa morada la de tales
cristianos!..., ¡Qué respeto deberán inspirarnos durante todo aquel día!
¡Tener en casa otro tabernáculo, en el cual habita el mismo Dios en
cuerpo y alma! ...
Pero, me dirá tal vez alguno, si
es una dicha tan grande el comulgar, ¿por que la Iglesia nos manda
comulgar solamente una vez al año?--Este precepto no se ha establecido
para los buenos cristianos, sino para los tibios o indiferentes, a fin
de atender a la salvación de su pobre alma. En los comienzos de la
Iglesia, el mayor castigo que podía imponerse a los fieles era el
privarlos de la dicha de comulgar; siempre que asistían a la Santa Misa,
recibían también la Sagrada Comunión. ¡Dios mío!, ¿cómo pueden existir
cristianos que permanezcan tres, cuatro, cinco y seis meses sin procurar
a su pobre alma este celestial alimento? ¡La dejan morir de inanición!
... ¡Dios mío cuánta ceguera y cuánta desdicha la suya¡... ¡Teniendo a
mano tantos remedios para curarla, y disponiendo de un alimento tan a
propósito para conservarle la salud!... Reconozcamos lo con pena, de
nada se le priva a un cuerpo que, tarde o temprano, ha de morir y ser
pasto de gusanos y, en cambio, menospreciamos y tratamos con la mayor
crueldad a un alma inmortal, creada a imagen de Dios... Previendo la
Iglesia el abandono de muchos cristianos, abandono que los llevaría
hasta perder de vista la salvación de sus pobres almas, confiando en que
el temor del pecado les abriría los ojos, les impuso un precepto en
virtud del cual debían comulgar tres veces al año: por Navidad, por
Pascua y por Pentecostés. Pero, viendo más tarde que los fieles se
volvían cada día más indiferentes, acabó por obligarlos a cercarse a su
Dios sólo una vez al año. ¡Oh, Dios mío!, ¡que ceguera, que desdicha la
de un cristiano que ha de ser compelido por la ley a buscar su
felicidad! Así es que, aunque no tengáis en vuestra conciencia otro
pecado que el de no cumplir con el precepto pascual, os habréis de
condenar. Pero decirme, ¿que provecho vais a sacar dejando que vuestra
alma permanezca en un estado tan miserable?... Si hemos de dar crédito a
vuestras palabras, estáis tranquilos y satisfechos ; pero, decidme,
¿donde podéis hallarla esa tranquilidad y satisfacción?. ¿Será porque
vuestra alma espera sólo el momento en que la muerte va a herirla para
ser después arrastrada al infierno?. ¿Será porque el demonio es vuestro
dueño y Señor?. ¡Dios mío!, ¡cuánta ceguera, cuánta desdicha la de
aquellos que han perdido la fe!.
Además, ¿por que ha establecido
la Iglesia el uso del pan bendito, el cual se distribuye durante la
Santa Misa, después de dignificado por la bendición?. Si no lo sabéis,
ahora os lo diré. Es para consuelo de los pecadores, y al mismo tiempo
para llenarlos de confusión. Digo que es para consuelo de los pecadores,
porque recibiendo aquel pan, que está bendecido, se hacen en alguna
manera participantes de la dicha que cabe a los que reciben a
Jesucristo, uniéndose a ellos por una fe vivísima y un ardiente deseo de
recibir a Jesús. Pero es también para llenarlos de confusión: en efecto,
si no está extinguida su fe, ¿que confusión mayor que la de ver a un
padre o a una madre, a un hermano o a una hermana, a un vecino o a una
vecina, acercarse a la Sagrada Mesa, alimentarse con el Cuerpo adorable
de Jesús, mientras ellos se privan a si mismos de aquella dicha?. ¡Dios
mío y es tanto más triste, cuanto el pecador no penetra el alcance de
dicha privación! ..: Todos los Santos Padres están contestes en
reconocer que, al recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión, recibimos
todo genero de bendiciones para el tiempo y para la eternidad; en
efecto, si pregunto a un niño: «¿Debemos tener ardientes deseos de
comulgar?-Sí, Padre, me responderá. -Y ¿por qué?-Por los excelentes
efectos que la comunión causa en nosotros. -Mas, ¿cuales son estos
efectos?-Y el me dirá: la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús,
debilita nuestra inclinación al mal, aumenta en nosotros la vida de la
gracia, y es para los que la reciben un comienzo y una prenda de vida
eterna.»
l.° Digo, en primer lugar, que
la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús; unión tan estrecha es
esta, que el mismo Jesucristo nos dice: «Quién come mi Carne y bebe mi
Sangre, permanece en mí y yo en el; mi Carne es un verdadero alimento, y
mi Sangre es verdaderamente una bebida» (Ioan., VI, 58-57) ; de manera
que por la Sagrada Comunión la Sangre adorable de Jesús corre
verdaderamente por nuestras venas, y su Carne se mezcla con nuestra
carne; lo cual hace exclamar a San Pablo: «No soy yo quién obra y quién
piensa; es Jesucristo que obra y piensa en mi. No soy yo Quién vive; es
Jesucristo Quién vive en mí» (Gal., 11, 20.). Dice San León que, al
tener la dicha de comulgar, encerramos verdaderamente dentro de nosotros
mismos el Cuerpo adorable, la Sangre preciosa y la divinidad de
Jesucristo. Y, decirme, ¿comprendéis toda la magnitud de una dicha tal?.
No, solo en el cielo nos será dado comprenderla. ¡Dios mío!, ¡una
criatura enriquecida con tan precioso don!...
2.- Digo que, al recibir a Jesús
en la Sagrada Comunión se nos aumenta la gracia. Ello es de fácil
comprensión, ya que, al recibir a Jesús, recibimos la fuente de todas
!as bendiciones espirituales que en nuestra alma se derraman. En efecto,
el que recibe a Jesús, siente reanimar su fe; quedamos más y más
penetrados de las verdades de nuestra santa religión; sentimos en toda
su grandeza la malicia del pecado y sus peligros el pensamiento del
juicio final nos llena de mayor espanto, y la pérdida de Dios se nos
hace más sensible. Recibiendo a Jesucristo, nuestro espíritu se
fortalece; en nuestras luchas, somos más firmes, nuestros actos están
inspirados por la más pura intención, y nuestro amor va inflamándose más
y más. Al pensar que poseemos a Jesucristo dentro de nuestro corazón
experimentamos inmenso placer, y esto nos ata, nos une tan estrechamente
con la Divinidad, que nuestro corazón no puede pensar ni desear más que
a Dios. La idea de la posesión perfecta de Dios llena de tal manera
nuestra mente, que nuestra vida nos parece larga; envidiamos la suerte,
no de aquellos que viven largo tiempo, sino de los que salen presto de
este mundo para ir a reunirse con Dios para siempre. Todo cuanto es
indicio de la destrucción de nuestro cuerpo nos regocija. Tal es el
primer efecto que en nosotros causa la Sagrada Comunión, cuando tenemos
nosotros la dicha de recibir dignamente a Jesucristo.
3.º Decimos también que la
Sagrada Comunión debilita nuestra inclinación al mal, y ello se
comprende fácilmente. La Sangre preciosa de Jesucristo corre por
nuestras venas, y su Cuerpo adorable que se mezcla al nuestro, no pueden
menos que destruir, o a lo menos debilitar en alto grado, la inclinación
al mal; efecto del pecado de Adán. Es esto tan cierto que, después de
recibir a Jesús Sacramentado, se experimenta un gusto insólito por las
cosas del cielo al par que un gran desprecio de las cosas de la tierra.
Decidme, ¿cómo podrá el orgullo tener entrada en un corazón que acaba de
recibir a un Dios que, para bajar a él, se humilló hasta anonadarse?. Se
atreverá en aquellos momentos a pensar que, de si mismo, es realmente
alguna cosa?. Por el contrario, ¿habrá humillaciones y desprecios que le
parezcan suficientes?. Un corazón que acaba de recibir a un Dios tan
puro, a un Dios que es la misma santidad, ¿no concebirá el horror
y la execración más firmes de todo pecado de impureza?. ¿No estará
dispuesto a ser despedazado antes que consentir, no ya la menor acción,
sino tan sólo el menor pensamiento inmundo?. Un corazón que en la
Sagrada Mesa acaba de recibir a Aquel que es dueño de todo lo criado y
que paso toda su vida en la mayor pobreza, que «no tenía ni donde
reclinar su cabeza» santa y sagrada, si no era en un montón de paja; que
murió desnudo en una Cruz; decidme: ¿ese corazón podrá aficionarse a las
cosas del mundo, al ver cómo vivió Jesucristo?. Una lengua que hace poco
ha sostenido a su Criador y a su Salvador, ¿se atreverá a emplearse en
palabras inmundas y besos impuros?. No, indudablemente, jamás se
atreverá a ello. Unos ojos que hace poco deseaban contemplar a su
Criador, mas radiante que el mismo sol, ¿podrían, después de lograr
aquella dicha, posar su mirada en objetos impuros?. Ello no parece
posible. Un corazón que acaba de servir de trono a Jesucristo, ¿se
atreverá a echarlo de sí, para poner en su lugar el pecado o al demonio
mismo?. Un corazón que haya gozado una vez de los castos brazos de su
Salvador, solamente en Él hallará su felicidad. Un cristiano que acaba
de recibir a Jesucristo, que murió por sus enemigos, ¿podrá desear la
venganza contra aquellos que le causaron algún daño?. Indudablemente que
no; antes se complacerá en procurarles el mayor bien posible. Por esto
decía San Bernardo a sus religiosos: «Hijos míos, si os sentís menos
inclinados al mal, y más al bien, dad por ello gracias a Jesucristo,
Quién os concede esta gracia en la Sagrada Comunión.»
4.º Hemos dicho que la Sagrada
Comunión es para nosotros aprenda de vida eterna, de manera que ello nos
asegura el cielo; estas son las arras que nos envía el cielo en garantía
de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que
nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y
dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión. ¡Si pudiésemos
comprender cuanto le place a Jesús venir a nuestro corazón!... ¡Y una
vez allí; nunca quisiera salir, no sabe separarse de nosotros, ni
durante nuestra vida, ni después de nuestra muerte!-... Leemos en la
vida de Santa Teresa que, después de muerta, se apareció a una religiosa
acompañada de Jesucristo; admirada aquella religiosa viendo al Señor
aparecérsele junto con la Santa, preguntó a Jesucristo por que se
aparecía así. Y el Salvador contesto que Teresa había estado en vida tan
unida a Él por la Sagrada Comunión, que ahora no sabía separarse de
ella. Ningún acto enriquece tanto a nuestro cuerpo en orden al cielo,
como la Sagrada Comunión.
¡Cuánta será la gloria de los
que habrán comulgado dignamente y con frecuencia!... El Cuerpo adorable
de Jesús y su Sangre preciosa, diseminados en todo nuestro cuerpo, se
parecerán a un hermoso diamante envuelto en una fina gasa, el cual,
aunque oculto, resalta más y más. Si dudáis de ello, escuchad a San
Cirilo de Alejandría, Quién nos dice que aquel que recibe a Jesucristo
en la Sagrada Comunión esta tan unido a Él, que ambos se asemejan a dos
fragmentos de cera que se hacen fundir juntos hasta el punto de
constituir uno sólo, quedando de tal manera mezclados y confundidos que
ya no es posible separarlos ni distinguirlos. ¡Que felicidad la de un
cristiano que alcance a comprender todo esto!... Santa Catalina de Sena,
en sus transportes de amor exclamaba: «¡Dios mío! ¡Salvador mío! ¡que
exceso de bondad con las criaturas al entregaros a ellas con tanto afán!
¡Y al entregaros, les dais también cuanto tenéis y cuanto sois! Dulce
Salvador mío, decía ella, os conjuro a que rociéis mi alma con vuestra
Sangre adorable y alimentéis mi pobre cuerpo con el vuestro tan
precioso, a fin de que mi alma y mi cuerpo no sean más que para Vos, y
no aspiren a otra cosa que agradaros y a poseeros». Dice Santa Magdalena
de Pazzi que bastaría una sola Comunión, hecha con un corazón puro y un
amor tierno, para elevarnos al más alto grado de perfección. La beata
Victoria, a los que veía desfallecer en el camino del cielo, les decía :
«Hijos míos, ¿por que os arrastráis así en las vías de salvación?. ¿Por
que estáis tan faltos de valor para trabajar, para merecer la gran dicha
de poderos sentar a la Sagrada Mesa y comer allí el Pan de los Ángeles
que tanto fortalece a los débiles?. ¡Si supieseis cuanto endulza este
pan las miserias de la vida!, ¡si tan sólo una vez hubieseis
experimentado lo bueno y generoso que es Jesús para el que lo recibe en
la Sagrada Comunión¡... Adelante, hijos míos, id a comer ese Pan de los
fuertes, y volveréis llenos de alegría y de valor; entonces sólo
desearéis los sufrimientos, los tormentos y la lucha para agradar a
Jesucristo». Santa Catalina de Génova estaba tan hambrienta de este Pan
celestial, que no podía verlo en las manos del sacerdote sin sentirse
morir de amor: tan grande era su anhelo de poseerlo; y prorrumpía en
estas exclamaciones: «Señor, ¡venid a mí! ¡Dios mío, venid a mi, que no
puedo más!. ¡Dios mío, dignaos venir dentro de mi corazón, pues no puedo
vivir si Vos!. ¡Vos sois toda mi alegría, toda mi felicidad, todo el
aliento de mi alma!».
Si pudiésemos formarnos aunque
fuese tan sólo una pequeña idea de la magnitud de una dicha tal, ya no
desearíamos la vida más que para que nos fuese dado hacer de Jesucristo
el pan nuestro de cada día. Nada serian para nosotros todas las cosas
creadas, las despreciaríamos para unirnos sólo con Dios, y todos
nuestros pasos, todos nuestros actos sólo se dirigirían a hacernos más
dignos de recibirle.
II.-Sin embargo, si por la
Sagrada Comunión tenemos la dicha de recibir todos esos dones, debemos
poner de nuestra parte todo lo posible para hacernos dignos de ellos; lo
cual vamos a ver ahora de una manera muy clara. Si pregunto a un niño
cuales son las disposiciones necesarias para comulgar bien, esto es,
para recibir dignamente el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de
Jesucristo, a fin de que con el sacramento recibamos también las gracias
que se conceden a los que se hallan en buenas disposiciones, me
contestará: «Hay dos clases de disposiciones, unas que se refieren al
alma y otras que se refieren al Cuerpo». Cómo Jesús viene al mismo
tiempo a nuestro Cuerpo y a nuestra alma, hemos de procurar que uno y
otra aparezcan dignos de un tal favor.
1.° Digo que la primera
disposición es la que se refiere al cuerpo, o sea, estar en ayunas, no
haber comido ni bebido nada, a partir de la medianoche. Si estáis en
duda de si era o no medianoche cuando comisteis, tendréis que aplazar la
Comunión para otro día (La opinión corriente entre los autores es, que
únicamente la infracción cierta del ayuno natural obliga bajo pecado a
abstenerse de la Sagrada Comunión (Nota del Trad.). A partir de la nueva
discipline, el agua natural no rompe el ayuno eucarístico.). Algunos se
acercan a comulgar con esta duda; una tal conducta os expone a cometer
un gran pecado, o a lo menos, a no sacar fruto alguno de vuestra
Comunión, lo cual es siempre lamentable, sobre todo si fuese el ultimo
día del tiempo pascual, de un jubileo o de una gran festividad; así pues
debéis absteneros de ello, cualquiera que sea el pretexto. Hay mujeres
que, antes de comulgar, no tienen reparo en probar la comida que han de
dar a sus pequeñuelos, tomándola en la boca y soltándola en seguida,
creyendo que así no quebrantan el ayuno. Desconfiad de este proceder, ya
que es muy difícil practicar esto sin que deje de descender algo cuello
abajo.
2.° Digo también que
debemos presentarnos con vestidos decentes; no pretendo que sean trajes
ni adornos ricos, más tampoco deben ser descuidados y estropeados: a
menos que no tengáis otro vestido, habéis de presentaros limpios y
aseados. Algunos no tienen con que cambiarse; otros no se cambian por
negligencia. Los primeros en nada faltan, ya que no es suya la culpa,
pero los otros obran mal, ya que ello es una falta de respeto a Jesús,
que con tanto placer entra en su corazón. Habéis de venir bien peinados;
con el rostro y las manos limpias; nunca debéis comparecer a la Sagrada
Mesa sin calzar buenas o malas medias. Mas esto no quiere decir que
apruebe la conducta de esas jóvenes que no hacen diferencia entre acudir
a la Sagrada Mesa o, concurrir a un baile; no se cómo se atreven a
presentarse con tan vanos y frívolos atavíos ante un Dios humillado y
despreciado. ¡Dios mío, Dios mío, que contraste!...
La tercera disposición es la
pureza del cuerpo. Llámase a este sacramento «Pan de los Ángeles», lo
cual nos indica que, para recibirlo dignamente, hemos de acercarnos todo
lo posible a la pureza de los Ángeles. San Juan Crisóstomo nos dice que
aquellos que tienen la desgracia de dejar que su corazón sea presa de la
impureza, deben abstenerse de comer el Pan de los Ángeles pues, de lo
contrario, Dios los castigaría. En los primeros tiempos de la Iglesia,
al que pecaba contra la santa virtud de la pureza se le condenaba a
permanecer tres años sin comulgar; y si recaía, se le privaba de la
Eucaristía durante siete años. Ello se comprende fácilmente, ya que este
pecado mancha el alma y el cuerpo. El mismo San Juan Crisóstomo nos dice
que la boca que recibe a Jesucristo y el cuerpo que lo guarda dentro de
sí, deben ser más puros que los rayos del sol. Es necesario que todo
nuestro porte exterior de, a los que nos ven, la sensación de que nos
preparamos para algo grande.
Habréis de convenir conmigo en
que, si para comulgar son tan necesarias las disposiciones del cuerpo,
mucho más lo habrán de ser las del alma, a fin de hacernos merecedores
de las gracias de Jesucristo nos trae al venir a nosotros en la Sagrada
Comunión. Si en la Sagrada Mesa queremos recibir a Jesús en buenas
disposiciones, es preciso que nuestra conciencia no nos remuerda en lo
más mínimo, en lo que a pecados graves se refiere; hemos de estar
seguros de que empleamos en examinar nuestros pecados el tiempo
necesario para poderlos declarar con precisión; tampoco debe remordernos
la conciencia respecto a la acusación que de aquellos hemos hecho en el
tribunal de la Penitencia, y al mismo tiempo hemos de mantener un firme
propósito de poner, con la gracia de Dios, todos los medios para no
recaer; es preciso estar dispuesto a cumplir, en cuanto nos sea posible
hacerlo, la penitencia que nos ha sido impuesta. Para penetrarnos mejor
de la grandeza de la acción que vamos a realizar, hemos de mirar la
Sagrada Mesa cómo el tribunal de Jesucristo, ante el cual vamos a ser
juzgados.
Leemos en el Evangelio que,
cuando Jesucristo instituyo el adorable sacramento de la Eucaristía,
escogió para ello un recinto decente y suntuoso (Luc., XXII, 12.), para
darnos a entender la diligencia con que debemos adornar nuestra alma con
toda clase de virtudes, a fin de recibir dignamente a Jesucristo en la
Sagrada Comunión. Y, aún más, antes de darles su Cuerpo adorable y su
Sangre preciosa, levantóse Jesús de la mesa y lavó los pies a sus
apóstoles (Ioan., XIII, 4), para indicarnos hasta qué punto debemos
estar exentos de pecado, aún de la más leve culpa, sin afección ni tan
sólo al pecado venial. Debemos renunciar plenamente a nosotros mismos,
en todo lo que no sea contrario a nuestra conciencia; no resistirnos a
hablar, ni a ver, ni a amar en lo íntimo de nuestro corazón a los que en
algo hayan podido ofendernos... Mejor dicho, cuando vamos a recibir el
Cuerpo de Jesucristo en la Sagrada Comunión es preciso que nos hallemos
en disposición de morir y comparecer confiadamente ante el tribunal de
Jesús. Nos dice San Agustín: «Si queréis comulgar de manera que vuestro
acto sea agradable a Jesús, es necesario que os halléis desligados de
cuando le pueda disgustar en lo más mínimo»,... San Pablo nos encomienda
a todos que purifiquemos más y más nuestras almas antes de recibir el
Pan de los Ángeles, que es el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de
Jesucristo» (Cor., XI. 28.); ya que, si nuestra alma no estar del todo
pura, nos atraeremos toda suerte de desgracias en este mundo y en el
otro. Dice San Bernardo: «Para comulgar dignamente, hemos de hacer cómo
la serpiente cuando quiere beber. Para que el agua le aproveche, arroja
primero su veneno. Nosotros hemos de hacer lo mismo cuando queramos
recibir a Jesucristo, arrojemos nuestra ponzoña en el pecado, el cual
envenena nuestra alma y a Jesucristo; pero, nos dice aquel gran Santo,
es preciso que lo arrojemos de veras. Hijos míos, exclama, no
emponzoñeis a Jesucristo en vuestro corazón».
Si, los que se acercan a la
Sagrada Mesa sin haber purificado del todo su corazón, se exponen a
recibir el castigo de aquel servidor que se atrevió a sentarse a la mesa
sin llevar el vestido de bodas. El dueño ordenó a sus criados que le
prendiesen, le atasen de pies y manos y le arrojasen a las tinieblas
exteriores (Mal., XXII, 13). Asimismo, en la hora de la muerte dirá
Jesucristo a los desgraciados que le recibieron en su corazón sin
haberse convertido: «¿Por que osasteis recibirme en vuestro corazón,
teniéndolo manchado con tantos pecados?». Nunca debemos olvidar que para
comulgar es preciso estar convertido y en una firme resolución de
perseverar. Ya hemos visto que Jesucristo, cuando quiso dar a los
apóstoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para indicarles la
pureza con que debían recibirle, llegó hasta lavarles los pies. Con lo
cual quiere mostrarnos que jamás estaremos bastante purificados de
pecados veniales. Cierto que el pecado venial no es causa de que
comulguemos indignamente; pero si lo es de que saquemos poco fruto de la
Sagrada Comunión. La prueba de ello es evidente: mirad cuántas
comuniones hemos hecho en nuestra vida; pues bien, ¿hemos mejorado en
algo?. -La verdadera causa está en que casi siempre conservarnos
nuestras malas inclinaciones, de las cuales rara vez nos enmendamos.
Sentimos horror a esos grandes pecados que causan la muerte del alma;
pero damos poca importancia a esas leves impaciencias, a esas quejas que
exhalamos cuando nos sobreviene alguna pena, a esas mentirillas de que
salpicamos nuestra conversación: todo esto lo cometemos sin gran
escrúpulo. Habréis de convenir conmigo en que, a pesar de tantas
confesiones y comuniones, continuáis siendo los mismos y que vuestras
confesiones, desde hace muchos años, no son más que una repetición de
los mismos pecados, los cuales, aunque veniales, no dejan por esto de
haceros perder una gran parte del mérito de la Comunión. Se os oye
decir, y con razón, que no sois mejores ahora de lo que erais antes;
más, ¿Quién os estorba la enmienda?... Si sois siempre los mismos, es
ciertamente porque no queréis intentar ni un pequeño esfuerzo en
corregiros; no queréis aceptar sufrimiento alguno, ni veis con gusto que
nadie os contradiga; quisierais que todo el mundo os amase y tuviese en
buena opinión, sin reparar que esto es muy difícil. Procuremos trabajar,
para destruir todo cuanto pueda desagradar a Dios en lo más mínimo, y
veremos cuan velozmente nuestras comuniones nos harán marchar por el
camino del cielo; y cuanto más frecuentes y numerosas sean, más
desligados nos veremos del pecado y más cercanos a nuestro Dios.
Dice Santo Tomas que la pureza
de Jesucristo es tan grande, que el menor pecado venial le impide unirse
a nosotros con la intimidad que Él desearía. Para recibir plenamente a
Jesús, es, pues, preciso poner en la mente y en el corazón una gran
pureza de intención. Algunos, al comulgar, tienen los ojos fijos en el
mundo, y piensan o bien que se los apreciara, o bien que se los
despreciara: actos realizados de esta suerte poca cosa valen. Otros
comulgan por costumbre o rutina en determinados dial o festividades.
Estas son unas comuniones muy
pobres, puesto que les falta pureza de intención. Los motivos que han de
llevarnos a la Sagrada Mesa, son: 1.° Porque Jesucristo nos lo ordena,
bajo pena de no alcanzar la vida eterna ; 2.° La gran necesidad que de
la Comunión tenemos para fortalecernos contra el demonio; 3°. Para
desligarnos de esta vida y unirnos más y más a Dios. Decimos que para
tener la gran dicha de recibir a Jesucristo, dicha tan grande que con
ella llegamos a causar envidia a los Ángeles... (ellos pueden mirarle,
adorable cómo nosotros, pero no pueden recibirle cual le recibimos
nosotros, privilegio que en alguna manera nos coloca en un nivel
superior a los Ángeles)... Considerando esto, huelga ponderar la pureza
y el amor con que debemos presentarnos a recibir a Jesús. Hemos de
comulgar con la intención de recibir las gracias de que estamos
necesitados. Si nos falta la paciencia, la humildad, la pureza, en la
Sagrada Comunión hallaremos todas estas virtudes y las demás que a un
cristiano le son necesarias. 4.- Hemos de acercarnos a la Sagrada Mesa
para unirnos a Jesús, a fin de transíormarnos en Él, lo cual acontece a
todos los que le reciben santamente. Si comulgamos frecuente y
dignamente, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestros pasos y
nuestras acciones, se encaminan al mismo objeto que los de Jesucristo
cuando moraba aquí en la tierra. Amamos a Dios, nos conmovemos ante las
miserias espirituales y hasta temporales del prójimo, evitamos el poner
afición a las cosas de la tierra; nuestro corazón y nuestra mente no
piensan ni suspiran más que por el cielo.
Para hacer una buena Comunión,
es preciso tener una viva fe en lo que concierne a este gran misterio;
siendo este Sacramento un «misterio de fe», hemos de creer con firmeza
que Jesucristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía, y que
está allí vivo y glorioso cómo en el cielo. Antiguamente, el Sacerdote,
antes de dar la Sagrada Comunión, sosteniendo en sus dodos la Santa
Hostia, decía en alta voz: « ¿Creeis que el Cuerpo adorable y la Sangre
preciosa de Jesucristo están verdaderamente en este Sacramento? ». Y
entonces respondian a coro los fieles: «Si, lo creemos» (S. Ambrosio, De
Sacramentts, lib. IV, cap. 5.). ¡Qué dicha la de un cristiano, sentarse
a la mesa de las virgenes y comer el Pan de los fuertes!...Nada hay que
nos haga tan temibles al demonio cómo la Sagrada Comunión, y aún más,
ella nos conserva no sólo la pureza del alma sino también la del cuerpo.
Ved lo que acontecio a Santa. Teresa: se había hecho tan agradable a
Dios recibiendo tan digna y frecuentemente a Jesús en la Comunión, que
un día se le aparecio Jesucristo, y le dijo que le complacía tanto su
conducta que, si no existiese el cielo, crearía uno exclusivamente para
ella. Vemos en su vida que un día, fiesta de Pascua, después de la
Sagrada Comunión, quedó tan enajenada en sus arrobamientos de amor a
Dios que, al volver en si, encontrose la boca llena de sangre de Jesús,
que parecía salir de sus venas; lo cual le comunicó tanta dulzura y
delicia que creyó morir de amor. «Vi, dice ella, a mi Salvador, y me
dijo: Hija mia, quiero que esta Sangre adorable que te causa un amor tan
ardiente, se emplee en tu salvación; no temas que jamás haya de faltarte
mi misericordia. Cuando derramé mi sangre preciosa, sólo experimenté
dolores y amarguras; más tú, al recibirla, experimentarás tan sólo
dulzura y amor ». En muchas ocasiones, cuando la Santa comulgaba bajaba
del cielo una multitud de Ángeles, que hallaba sus delicias en unirse a
ella para alabar al Salvador que Teresa guardaba encerrado en su
corazón. Muchas veces viose a la Santa sostenida por los Ángeles, en una
alta tribuna, junto a la Sagrada Mesa.
¡Oh !, si una sola vez
hubiésemos experimentado la grandeza de esta felicidad, no tendriamos
que vernos tan instados para venir a hacernos participes de la misma.
Santa Gertrudis pregunto un día
a Jesús que era preciso hacer para recibirle de la manera más digna
posible. Jesucristo le contestó que era necesario un amor igual al de
todos los santos juntos, y que el sólo deseo de tenerlo sería ya
recompensado. ¿Queréis saber cómo debéis portaros cuando vais a recibir
al Señor: Durante el tiempo de preparación, conversad con Jesús, el cual
reina ya en vuestro corazón; pensad que va a bajar sobre el altar, y que
de allí vendrá a vuestro corazón para visitar a vuestra alma y
enriquecerla con toda clase de dones y prosperidades. Debéis acudir a la
Santísima Virgen, a los Ángeles y a los santos, a fin de que todos
rueguen a Dios, y os alcancen la gracia de recibirle lo más dignamente
posible. Aquel día habéis de acudir con gran puntualidad a la Santa Misa
y oírla con más devoción que nunca. Nuestra mente y nuestro corazón
debieran mantenerse siempre al pie del tabernáculo, anhelar
constantemente la llegada de tan feliz momento, y no ocupar los
pensamientos en nada terreno, sino solamente en los del cielo, quedando
tan abismados en la contemplación de Dios que parezcan muertos para el
mundo. No habéis de dejar de poseer vuestro devocionario o vuestro
rosario, y rezar con el mayor fervor posible las oraciones adecuadas, a
fin de reanimar en vuestro corazón la fe, la esperanza y un vivo amor-a
Jesús, Quién dentro de breves momentos va a convertir vuestro corazón en
su tabernáculo o, si queréis, en un pequeño cielo. ¡Cuánta felicidad,
cuanto honor, Dios mío, para unos miserables cual nosotros. También
hemos de testimoniarle un gran respeto. ¡Un ser tan indigno y
pequeño!... Pero al mismo tiempo abrigamos la confianza de que se
apiadará, a pesar de todo, de nosotros. -Después de haber rezado las
oraciones indicadas, ofreced la Comunión por vosotros y por los demás,
según vuestras particulares intenciones; para acercaros a la Sagrada
Mesa, os levantareis con gran modestia, indicando así que vais a hacer
algo grande; os arrodillaréis y, en presencia de Jesús Sacramentado,
pondréis todo vuestro esfuerzo en avivar la fe, a fin de que por ella
sintáis la grandeza y excelsitud de vuestra dicha. Vuestra mente y
vuestro corazón deben estar sumidos en el Señor. Cuidad de no volver la
cabeza a uno y otro lado, y, con los ojos medio cerrados y las
menos juntas, rezaréis el «Yo pecador». Si aún debieseis aguardaros
algunos instantes; excitad en vuestro corazón un ferviente amor a
Jesucristo, suplicándole con humildad que se digne venir a vuestro
corazón miserable.
Después que hayáis tenido la
inmensa dicha de comulgar, os levantaréis con modestia, volveréis a
vuestro sitio, y os pondréis de rodillas, cuidando de no tomar en
seguida el libro o rosario; ante todo, deberéis conversar unos momentos
con Jesucristo, al fin tenéis la dicha de albergar en vuestro corazón,
donde, durante un cuarto de hora, está en cuerpo y alma cómo en su vida
mortal. ¡Oh, felicidad infinita !Quién podrá jamás comprenderla! ...
¡Ay!, ¡cuán pocos penetran su alcance!... Después de haber pedido a Dios
todas las gracias que para vosotros y para los demás deseéis, podéis
tomar vuestro devocionario. Habiendo ya rezado las oraciones para
después de la Comunión, llamaréis en vuestra ayuda a la Santísima
Virgen, a los Ángeles y a los santos, para dar juntos gracias a Dios por
la favor que acaba de dispensaros. Habéis de andar con mucho cuidado en
no escupir, a lo menos hasta después de haber transcurrido cosa de media
hora desde la Comunión. No saldréis de la iglesia al momento de terminar
la santa Misa, sino que os aguardareis algunos instantes para pedir al
Señor fortaleza en cumplir vuestros propósitos... Si os queda durante el
día algún rato libre, lo emplearéis en la lectura de algún libro devoto,
o bien practicando la visita al Santísimo Sacramento, para agradecerle
la gracia que os ha dispensado por la mañana. Debéis, finalmente,
ejercer gran vigilancia sobre vuestros pensamientos, palabras y
acciones, a fin de conservar la gracia de Dios todos los días de vuestra
vida.
¿Que deberemos sacar de Aquí?...
No otra cosa sino una firme convicción de que toda nuestra dicha
consiste en llevar una vida digna de recibir con frecuencia a Jesús en
nuestro pecho, ya que así podemos confiadamente esperar el cielo, que a
todos deseo...