Santo Cura de Ars:
Sermón sobre EL JUICIO TEMERARIO
Deus, gratias ago tibi, quia non sum sicut caeteri hominum:
raptores, iniusti, adulteri,
velut hic publicanus.
Os doy gracias, Dios mío, porque
no soy cómo los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros,
ni cómo este publicano que esta aquí en vuestra presencia.
(S. LUCAS, XVIII, II.)
Tal es el lenguaje del
orgulloso, el cual, hinchado con la buena opinión que de si mismo tiene,
desprecia con el pensamiento al prójimo, critica su conducta y condena
los actos realizados con la más pura e inocente intención. Sólo
encuentra bien hecho o bien dicho lo que el hace o lo que el dice; le
veréis siempre atento a las palabras y acciones del vecino, y, a la
menor apariencia de mal, sin examinar motivo alguno, las reprende, las
juzga y las condena. ¡Ah!, maldito pecado, de cuántas disensiones, odios
y disputas eres causa, o menor dicho, cuántas almas arrastras al
infierno!. Si, vemos que los que están dominados por este pecado se
escandalizan y se extrañan de cualquier cosa. Preciso era que Jesús lo
juzgase muy pernicioso, preciso es que los estragos que causa en el
mundo sean horribles, cuando, para hacernos concebir grande horror al
mismo, nos lo pinta tan a lo vivo en la persona de aquel fariseo. ¡Cuan
grandes, cuan horribles son los males que ese maldito pecado encierra!.
¡Cuan costoso le es corregirse al que esta dominado por él!.. Para
animaros a sacudir en todo momento el yugo de semejante defecto, voy,
1.° a dároslo a conocer en cuanto me sea posible; 2.° Veremos los medios
que hay que emplear para corregirnos.
I.-Ante todo, habéis de saber
que el Juicio temerario es un pensamiento o una palabra desfavorables
para el prójimo, fundados en leves apariencias. Solamente puede proceder
de un corazón malvado, lleno de orgullo o de envidia; puesto que un buen
cristiano, penetrado cómo esta de su miseria, no piensa ni juzga mal de
nadie; jamás aventura su juicio sin un conocimiento cierto, y eso
todavía cuando los deberes de su cargo le obligan a velar sabré las
personas cuyos actos juzga. Hemos dicho que los juicios temerarios nacen
de un corazón orgulloso o envidioso, lo cual es fácil de comprender. El
orgulloso o el envidioso sólo tiene buena opinión de si mismo, y echa a
mala parte cuanto hace el prójimo; lo bueno que en el prójimo observa,
le aflige y le corroe el alma, La Sagrada Escritura por presenta un caso
típico en la persona de Caín, Quién tomaba a mal cuanto hacia su hermano
(Gen., IV, 5.). Viendo que las obras de este eran agradables a Dios,
concibió el negro propósito de matarle. Este mismo pecado fue el que
llevo a Esaú a intentar el asesinato de su hermano Jacob (Id., XXVII,
41.). Empleaba todo el tiempo en indagar lo que Jacob hacia, pensaba
siempre mal en su corazón, sin que hallase nunca acción buena en las
obras por aquel ejecutadas. Más Jacob, de corazón bondadoso y espíritu
humilde, nunca juzgo mal de su hermano; le amaba entrañablemente, tenía
de el muy buena opinión, hasta el punto de excusa de todos sus actor,
aunque muy malvados, pues no tenía otro pensamiento que el de quitarle
la vida. Jacob hacia todo lo posible para cambiar las disposiciones del
corazón de su hermano. Rogaba a Dios por el, obsequiabale con regalos y
presentes para manifestarle su amor y darle a entender que no abrigaba
los pensamientos que Esaú creía. i Ay!, i cuan detestable es en un
cristiano el pecado que nos induce a no poder sufrir el bien de los
demás y a echar siempre a mala parte cuanto ellos hacen. !Este pecado es
un gusano roedor que esta devorando noche y día a esos pobres infelices:
los hallareis siempre tristes, cariacontecidos, sin querer declarar
jamás lo que los molesta, pues en ello verían también lastimado su
orgullo; el tal pecado los hace morir a fuego lento. ¡Dios mío!, ¡cuan
triste es su vida!. Por el contrario, cuan dichosa es la existencia de
aquellos que jamás se inclinan a pensar mal y echan siempre a buena
parte las acciones del prójimo! Su alma permanece en paz, sólo piensan
mal de sí propios, lo cual les inclina a humillarse delante de Dios y a
esperar en su misericordia. Ved Aquí un ejemplo.
Leemos en la historia de los
Padres del desierto que un religioso que había llevado una vida lo mas
pura y casta posible, contrajo una enfermedad que le llevo a la
sepultura. Al hallarse cercano a la muerte, mientras todos los
religiosos del monasterio le rodeaban, el superior le suplico declarase
en que cosa creía haber sido más agradable a Dios. «Padre mío, respondió
el moribundo, muy penoso me será declararlo, más por obediencia lo diré.
Desde mi infancia comencé a combatir las mar rudas tentaciones del
demonio; pero cuanto mas él me atormentaba, tanto mayores eran los
consuelos que yo recibía de Dios y de la Santísima Virgen, la cual un
día, en que era yo muy atormentado del maligno espíritu, se me apareció
llena de gloria, echo al demonio y animóme al mismo tiempo a la
perseverancia en la virtud. «Para que conozcas los medios más eficaces
para ello, me dijo la Virgen, voy a descubrirte alguna parte de los
inmensos tesoros de mi divino Hijo; quiero ensañarte tres cosas, las
cuales, si las practicas rectamente, te harán muy agradable a los ojos
de Dios, y te proporcionaran siempre fácil victoria sobre el demonio, tu
enemigo, quién solo desea tu eterna condenación. Se siempre humilde; en
la comida, no busques nunca lo que más te guste; en el vestido, vístete
siempre con sencillez; en tus funciones, no pongas jamás apego a las que
puedan ensalzarte a los ojos del mundo, sino a las que son a propósito
para rebajarte; en cuanto a lo prójimo, no juzgues nunca mas acerca de
sus obras o palabras, ya que muy frecuentemente los pensamientos del
corazón no se conforman con el acto exterior juzga y piensa bien de todo
el mundo; es ésta una acción muy agradable a mi Hijo». Dicho esto,
desapareció la Santísima Virgen, y desde entonces me he consagrado a
poner en práctica sus saludables consejos; lo cual creo que había
contribuido grandemente a ganar méritos para el cielo».
Según esto, veis muy bien que
sólo un corazón malvado puede juzgar mal del prójimo. Por otra parte, al
juzgar al prójimo, debemos tener siempre en cuenta su flaqueza y su
capacidad de arrepentirse. Ordinariamente, casi siempre, debemos después
rectificar nuestros juicios acerca del prójimo, ya que, una vez
examinados bien los hechos, nos vemos forzados a reconocer que aquello
que se dijo era falso. Nos suele acontecer lo que sucedió a los que
juzgaron a la casta Susana fundándose en la delación de dos falsos
testigos y sin darle tiempo de justificarse (Dan., XIII, 41.); otros
imitan la presunción y malicia de los judíos, que declararon a Jesús
blasfemo (Matth., IX, 3.) y endemoniado (Ioan., VII, 20, etc.); otros,
por fin, se portan cómo aquel fariseo, que, sin preocuparse de indagar
si Magdalena había o no renunciado a sus desordenes, y por más que la
vio en estado de gran aflicción acusando sus pecados y llorándolos a los
pies de Jesucristo su Salvador y Redentor, no dejo de considerarla cómo
una infame pecadora (Luc., VII, 39,).
El fariseo que Jesús nos
presenta cómo modelo infame de los que piensan y juzgan mal de los
demás, cayo, al parecer, en tres pecados. Al condenar a aquel pobre
publicano, piensa mal de él, le juzga y le condena, sin conocer las
disposiciones de su corazón. Aventura sus juicios solamente por
conjeturas: primer efecto del juicio temerario. Le desprecia en si mismo
sólo por efecto de su orgullo y malicia: segundo carácter de ese maldito
pecado. Finalmente, sin saber si es verdadero o falso lo que le imputa,
le juzga y le condena; y entre tanto aquel penitente, retirado en un
rincón del templo, golpea su pecho y riega el suelo con sus lágrimas
pidiendo a Dios misericordia.
Os digo, en primer lugar, que la
causa de tantos juicios temerarios es el considerarlos cómo cosa de poca
importancia; y, no obstante, si se trata de materia grave, muchas veces
podemos cometer pecado mortal. -Pero, me diréis, esto no sale al
exterior del corazón-. Aquí esta precisamente lo peor de este pecado, ya
que nuestro corazón ha sido creado sólo para amar a Dios y al prójimo; y
cometer tal pecado es ser un traidor... En efecto, muchas veces, por
nuestras palabras, damos a entender (a los demás) que los amamos, que
tenemos de ellos buena opinión; cuando, en realidad, en nuestro interior
los odiamos. Y algunos creen que, mientras no exterioricen lo que
piensan, ya no obran mal. Cierto que el pecado es menor que cuando se
manifiesta al exterior, ya que en este caso es un veneno que intentamos
inyectar en el corazón del vecino a costa del prójimo.
Si grande es este pecado cuando
lo cometemos solamente de corazón, calculad lo que será a los ojos de
Dios cuando tenemos la desgracia de manifestar nuestros juicios por
palabra. Por esto hemos de examinar muy detenidamente los hechos, antes
de emitir nuestros juicios sobre el prójimo, por temor de no engañarnos,
lo cual acontece con suma frecuencia. Ved lo que hace un juez cuando ha
de condenar a muerte a un acusado llama primero separadamente a los
testigos; les pregunta, y esta extremadamente atento a observar si se
contradicen; los amenaza, los mira con aire severo: lo cual infunde
terror y espanto en el corazón; pone además todos sus esfuerzos en
arrancar la verdad de la boca del culpable. Veréis que a la menor duda
suspende el juicio; y cuando se ve obligado a pronunciar sentencia de
muerte, lo hace temblando, por temor de condenar a un inocente. ¡Cuántos
juicios temerarios evitaríamos si acertásemos a tomar todas estas
precauciones cuando tratamos de juzgar la conducta y las acciones del
prójimo!. ¡Cuanto menor número de almas poblaría el infierno!.
En la persona de nuestro padre
Adán, nos ofrece Dios un admirable ejemplo acerca de la manera cómo
debemos juzgar a nuestro prójimo. El Señor había visto y oído todo
cuando Adán hiciera; no hay duda que podía condenar a nuestros primeros
padres sin ulterior examen; pero no, para enseñarnos a no precipitarnos
nunca en nuestros juicios sobre las acciones del prójimo, les preguntó a
uno y otro, a fin de que confiesen el mal que cometieron (Gen., III.).
¿De dónde viene, pues, esa multitud de juicios temerarios y precipitados
acerca de nuestros hermanos?. Del gran orgullo que nos ciega
ocultándonos nuestros propios defectos, que son innumerables, y muchas
veces más horribles que los de las personas de quienes pensamos o
hablamos mal; y de aquí viene que casi siempre nos equivocamos juzgando
mal las acciones del vecino. Algunos he conocido que hacían,
indudablemente, falsos juicios; y por mas que se les advirtiese de su
error, ni por esas querían retroceder en sus apreciaciones. Andad,
andad, pobres orgullosos, el Señor os espera, y ante Él tendréis
forzosamente que reconocer que sólo era el orgullo lo que os llevaba a
pensar mal del prójimo. Por otra parte, para juzgar sobre lo que hace o
dice una persona, sin engañarnos, sería necesario conocer las
disposiciones de su corazón y la intención con que dijo o hizo tal o
cual cosa. ¡Ay!, nosotros no tomamos todas estas precauciones, y por eso
obramos mal al examinar la conducta del vecino. Es cómo si condenásemos
a muerte a una persona fundándonos únicamente en las declaraciones de
algunos atolondrados, y sin darle lugar a justificarse.
Pero, me diréis tal vez,
nosotros juzgamos solamente acerca de lo que hemos visto, según lo que
hemos visto, y aquello que hemos presenciado. «He visto hacer tal
acción, pues la afirmo; con mis oídos he escuchado lo que ha dicho;
después de esto no puedo ya engañarme ». Pues yo os invito a que entréis
dentro de vosotros mismos y consideréis vuestro corazón, el cual no es
sino un depósito repleto de orgullo; y habréis de reconoceros
infinitamente más culpables que aquel a Quién juzgasteis temerariamente,
y con mucha razón podéis temer que un día le veréis entrar en el cielo,
mientras vosotros seréis arrastrados por los demonios al infierno. ¡Ah!,
miserable orgulloso, nos dice San Agustín, y, te atreves a juzgar a tu
hermano ante la menor apariencia de mal, y no sabes si esta ya
arrepentido de su culpa, y se cuenta en el número de los amigos de
Dios?. Anda con cuidado que no lo arrebate el lugar que lo orgullo lo
pone en gran peligro de perder». Esas interpretaciones, esos juicios
temerarios salen siempre de quién cobija un gran orgullo secreto, que no
se conoce a si mismo y se atreve a querer conocer el interior del
prójimo: cosa solamente conocida de Dios. ¡Ay!, si pudiésemos arrancar
este pecado capital de nuestro corazón, nunca el prójimo obraría mal a
nuestro entender; nunca nos divertiríamos examinando su comportamiento;
nos contentaríamos con llorar nuestros pecados, y hacer todos los
posibles para corregirnos, y nada más. Creo que no hay pecado más
terrible ni más difícil de enmendar, pasta tratándose de personas que
parecen cumplir rectamente sus deberes religiosos. La persona que no
esta dominada por ese maldito pecado, puede ser salvada sin someterse a
grandes penitencias. Voy a referiros un ejemplo admirable.
En la historia de los Padres del
desierto se refiere que cierto religioso había llevado una vida vulgar
sin manifestaciones extraordinarias de virtud, pasta el punto que los
demás compañeros le tenían por muy imperfecto. Cuando estuvo en trance
de muerte, el superior observo que se hallaba tranquilo y contento cual
si tuviese va el cielo asegurado. Extrañado al ver tanta paz en aquella
hora, y temiendo no fuese eso un estado de ceguera suscitado por el
demonio que de esta manera a tantos ha engañado, le dijo: «Hermano mío,
paréceme veros muy tranquilo, cual si nada tuvieseis que temer; sin
embargo, no recuerdo, en vuestra vida, nada que os pueda inspirar tanta
confianza; antes al contrario, el escaso bien que habéis hecho debería
llenaros de espanto en esta hora en que los más grandes santos
temblaron.» - «Es muy cierto, padre mío, que el bien que he podido
ejecutar es poca cosa, casi nada; pero lo que me llena de consuelo en
este momento, es que durante toda mi vida me he ocupado en cumplir el
gran precepto del Señor, dado a todo el mundo, de no pensar, hablar, ni
juzgar oral de nadie: siempre he pensado que mis hermanos obraban mejor
que yo, y que yo era el más criminal del mundo; he ocultado y excusado
siempre sus defectos, por cuanto esta era la voluntad de Dios; y, puesto
que Jesucristo ha dicho: «No juzgues y no serás juzgado», confió ahora
ser juzgado favorablemente. Tal es, padre mío, el fundamento de mi
esperanza». Admirado el superior, exclamó: «¡Hermosa virtud, cuan
preciosa eres a los ojos de Dios!. Vete en paz, hermano mío, grandes
cosas has hecho, tienes el cielo asegurado!». ¡Hermosa virtud, cuan rara
eres!. ¡Tan rara cómo lo son los que merecen el cielo!.
En efecto, ¿que viene a ser un
cristiano que posea las demás virtudes y se halle falto de esta?. No es
más que un hipócrita, un falsario, un malvado, a quién el aparecer
virtuoso exteriormente, sírvele tan sólo para aumentar su iniquidad.
¿Queréis conocer si sois de Dios?. Mirad de que manera os portáis con el
prójimo, mirad cómo examináis sus actos. Lejos de aquí, pobres
orgullosos, miserables envidiosos y celosos, el infierno y sólo el
infierno es vuestro destino. Más veamos esto más detalladamente.
Se habla bien de una joven
refiriéndose sus buenas cualidades?. ¡Ah !, replicas alguno, si es
verdad que tiene buenas cualidades, tampoco le faltan otras malas; ella
frecuenta la compañía de fulano, quién no tiene por cierto muy buena
fama; seguro estoy de que no se encuentra para hacer nada bueno. Aquí
veis venir una muy bien compuesta y que lleva muy bien compuestos a sus
hijos; pero haría mejor pagándome lo que me debe. Esotra parece buena y
afable para todo el mundo, más, si la conocieseis cual yo la conozco, la
juzgaríais de muy distinta manera; todos sus cumplidos los hace para
mejor ocultar sus desórdenes; fulano se propone pedirla en matrimonio,
más, si me pidiese consejo, le diría lo que el no sabe; en una palabra,
es una mala persona. ¿Quien es este que ahora pasa?. ¡Ay, amigo!, poca
cosa perderás no conociéndole. Sólo lo diré una cosa huye de su
compañía, es un escandaloso; todos le tienen por tal. Lo mismo que esta
mujer que finge discreción y piedad, siendo así que es la más
aborrecible persona que la tierra haya sostenido; por otra parte, ya es
cosa corriente que esas personas que quieren pasar por virtuosas y
prudentes, sean las más rencorosas y malvadas,-¿Tal vez os habrá
ofendido en algo?- ¡Oh!, no; pero bien sabéis que todas son lo mismo.
Acabo de hablar con un antiguo conocido; es ciertamente un gran
borracho, un famoso insolente - ¿Seguramente, dirá el interlocutor, os
habrá dicho algo molesto?- ¡Ah!, no; jamás me ha dicho nada que no
estuviese en razón, pero todo el mundo le tiene por lo que he dicho. -Si
no oyese de tus labios, no quisiera creerlo. -Cuando se halla entre
gente que no le conoce, el hipócrita sabe muy bien disimular; todo el
mundo le tendría por buena persona. El otro día me encontré con fulano,
a quién ya conocéis, y seguramente tenéis por virtuoso; yo os aseguro
que, si no daña a nadie, es porque le falta ocasión; no quisiera
hallarme sólo con el. -¿Seguramente, dirá el otro, os habrá perjudicado
alguna vez en algo? -No, jamás he tenido tratos con el. –¿Cómo, pues,
sabéis su mal comportamiento? – ¡Oh !, no es cosa difícil, todos lo
dicen. Cómo aquel que el otro día estaba con nosotros: al oírle, diríais
que es el hombre más caritativo de este mundo, que no sabe negar nada a
quién le pide algún favor; más en realidad es un avaro empedernido que
andaría diez leguas para ganar dos cuartos; os aseguro que el mundo esta
desconocido; de nadie podemos fiarnos. Ved también al que, hace poco,
hablaba con vos: sus negocios andan bien, todos los de su casa se dan
una vida excelente. Poco les cuesta, pues no duerme Codas las horas de
la noche. -¿Quizás le habréis visto robar a alguien?. ¡Oh!, no; jamás le
vi tomar cosa ajena; pero se dice que una noche le vieron entrar en su
casa muy cargado; desde entonces no goza de muy buena reputación. Y
termina su revista de esta manera: No os negare que deje de tener yo mis
defectos, pero sentiría mucho valer lo poco que valen esos sujetos de
que hemos hablado. ¡Aquí tenéis al fariseo que ayuna dos veces por
semana, paga los diezmos do cuanto posee, y da gracias a Dios porque no
es cómo el resto de los hombres: injustos, ladrones, adúlteros!. ¡Ya
veis cuanto orgullo, cuanto odio, cuántos celos!
Pero decidme, ¿cual es el
fundamento de todos esos juicios y sentencias?. Por lo general, todo se
funda en débiles apariencias, y casi siempre en el se dice. Pero tal vez
me diréis que vosotros mismos lo habláis visto y oído. ¡Ay!, aún así
podéis muy fácilmente engañarnos, según ahora vais a ver. Para no
engañarse, es preciso conocer las disposiciones del corazón y la
intención del sujeto al realizar un acto determinado. Escuchad un
ejemplo que os mostrara hasta que punto podemos engañarnos y nos
engañamos las más de las veces. Decidme, ¿qué habríais dicho si
hubieseis vivido en tiempo de San Nicolás, y le hubieseis visto en plena
noche, rondando la casa de tres jóvenes doncellas, examinando el lugar
detenidamente y cuidando de no ser visto de nadie?. He Aquí un obispo,
habríais pensado al momento, que esta deshonrando su carácter; ¡valiente
hipócrita!, en el templo parece un santo, y aquí le tenéis, en plena
noche, cabe la puerta de tres doncellas de no muy buena fama. Sin
embargo, aquel obispo a quién indudablemente condenaríais, era un santo
muy amado de Dios; y lo que allí hacia era la mejor obra del mundo. A
fin de evitar a aquellas doncellas la vergüenza de mendigar, y pensando
que la indigencia las haría abandonarse al pecado, iba por la noche y
les echaba dinero por la ventana. Si hubieseis visto a la hermosa Judit
dejar su vestido de luto para adornarse con cuanto la naturaleza y el
arte podían proporcionarle para hacer resaltar su extraordinaria
belleza; al verla entrar en la tienda del general del ejercito, que era
un viejo impúdico; al verla poner a contribución todos los medios para
hacérsele agradable, seguramente habríais dicho: «He Aquí una mujer de
mala vida» (Judit, X, ,17. ). Sin embargo, era una piadosa viuda, muy
casta, muy agradable a Dios, que exponía su vida para salvar la de su
pueblo. Decidme, con vuestra precipitación en juzgar mal del prójimo,
¿que habríais pensado al ver al casto José saliendo de la habitación de
la mujer de Putifar, y al oír clamar a aquella pérfida, ostentando en
sus manos un jirón del manto de José, persiguiéndole cómo a un infame
que quería robarle la honra? (Gen., XXXIX, 16.). Al momento, sin
examinar la cosa, habríais ciertamente pensado y dicho que aquel joven
era un perverso libertino que intentaba seducir a la mujer de su amo, de
quién tantos favores había recibido. Y, en efecto, Putifar, su amo, le
condenó, y todo el mundo le creyó culpable, le vituperó y despreció; más
Dios, que penetra los corazones y conocía la inocencia de José, le da el
parabién por la victoria alcanzada, al preferir perder su reputación
antes que perder su inocencia y caer en el menor pecado.
Habéis, pues, de convenir
conmigo, en que, a pesar de todos los datos y de las señales al parecer
más inequívocas, estamos siempre en gran peligro de juzgar mal las
acciones de nuestro prójimo. Lo cual debe inducirnos a no juzgar jamás
los actos del vecino sin madura reflexión y aún solamente cuando tenemos
por misión la vigilancia de la conducta de aquellas personas, en cuyo
caso se encuentran los padres y los amos respecto a sus hijos o a sus
criados: en todo otro caso, casi siempre obramos mal. Sí, he visto a
muchas personas juzgar mal de los actos de otras de quienes a mi me
constaba la buena intención. En vano quise persuadirles de ello; no fue
posible; ¡Ah, maldito orgullo!. Muy grande es el oral que causas y
muchas las almas que arrastras al infierno! Decidme, ¿poseemos mejores
indicios acerca de las acciones del prójimo a quién juzgamos, que los
que podían ver a San Nicolás rondando aquella casa, y buscando la puerta
de la morada de aquellas doncellas?. ¿Tenemos mejores señales que los
que pudieron ver a la hermosa Judit adornándose con esmero y
presentándose con aire seductor ante Holofernes? No, en nuestros juicios
sobre el prójimo casi nunca poseemos indicios tan verosímiles cómo los
que poseían los que vieron a la mujer de Putifar con un jirón del manto
de José en sus manos anunciando a gritos, a cuántos querrían escucharla,
que el había querido robarle la honra. Aquí veis, tres ejemplos que el
Espíritu Santo nos ofrece, para enseñarnos cuan engañosas sean las
apariencias, y cuan expuestos estamos a pecan cuando intentamos juzgar
las acciones del prójimo; sobre todo si no hemos de responder de su
conducta ante el tribunal de Dios.
Vemos que aquel fariseo juzgaba
muy temerariamente al publicano, cuando le acusaba de ladrón, por el
sólo hecho de cobras los impuestos, afirmando que exigía más de lo
debido y que se valía de su autoridad para cometer injusticias. Y con
todo, aquel pretendido ladrón se retira justificado de la presencia de
Dios, mientras aquel fariseo, que se creía perfecto, regresa a su cases
mas culpable que antes, lo cual nos muestra que muchas veces el que
juzga es más culpable que el juzgado. Mas esos orgullosos, esos
corazones llenos de envidia y celos, ya que esos tres vicios son los que
engendran tantos juicios temerarios sobre la conducta de los demás...
¿Ha sido alguien robado?. ¿Se ha perdido algo?. En seguida pensamos que
tal vez fulano sea el autor de la sustracción, sin tener de ello el
menor conocimiento. ¡Ah!, si conocieseis bien este pecado, veríais cómo
es uno de los mas temibles, por lo mismo que es poco conocido y difícil
de corregir. Escuchad esos corazones dominados por tan abominable vicio.
Si alguien ejerce un empleo de aquellos que se prestan a cometer alguna
injusticia, en seguida sacan por conclusión que todos cuántos ocupan
aquel cargo obran de la misma manera, que todos son iguales, es decir,
unos aprovechados, unos ladrones. Si en una familia hay un hijo que
sigue por mal camino, todos los demás son cosa parecida. Si en una
parroquia algún feligrés ha cometido algunas villanías toda la parroquia
esta compuesta de malos feligreses. Si, entre los sacerdotes, hay tal
vez alguno menos santo de lo que debiera, todos los demás sacerdotes son
lo mismo, nada valen; lo cual muchas veces no pasa de ser un pretexto
pares excusar la indiferencia propia acerca de la salvación. Puesto que
Judas fue malvado, ¿queréis hacernos creer que los demás apóstoles
también lo fueron? De que Caín fue un criminal, ¿queréis deducir que
Abel se le asemejaba en esto? indudablemente que no. Puesto que los
hermanos de José fueron unos miserables y malvados, creeréis que también
lo fue José?. No, ciertamente, antes fue un Santo. Porque vemos que una
persona se niega a dar una determinada limosna, en seguida decimos que
es un avariento, que tiene el corazón mas duro que una peña, que en lo
demás tampoco vale gran cosa; siendo así que, en secreto, habrá
realizado grandes actos de caridad, de los cuales sólo tendremos noticia
el día del juicio.
Digamos que cada cual «habla de
la abundancia de su corazón», según dice muy bien Jesucristo; «por los
frutos conoceremos el árbol»(Matt., XII, 33-34.). ¿Queréis conocer el
corazón de una persona? Oíd su conversación. El avaro habla solamente de
los avaros, de los que engañan y cometen injusticias; el orgulloso no
cosa de zarandear a los que quieren ostentar su mérito, que piensan
tener mucho talento, que se alaban de lo que hicieron o de lo que
dijeron. El impúdico no sabe sacar de su boca sino comentarios acerca de
si fulano lleva mala vida, de si tiene relaciones con fulana echando a
perder su reputación, etc., etc., pues sería muy largo entrar en
detalles parecidos.
Si tuviésemos la dicha de estar
libres del orgullo y de la envidia, nunca juzgaríamos a nadie, sino que
nos contentaríamos con llorar nuestras miserias espirituales, orar por
los pobres pecadores, y nada más, bien persuadidos de que Dios no nos
pedirá cuenta de los actos de los demás, sino sólo de los nuestros. Por
otra parte, ¿cómo atrevernos a juzgar y a condenar a nadie, aunque le
hubiésemos visto cometer un pecado?. Nos dice San Agustín que aquel que
ayer era un pecador, hoy puede ser un penitente. Al ver el mal que
comete el prójimo, digamos a lo menos: ¡Ay!, si Dios no me hubiese
concedido mayores gracias que a él, tal vez habría llegado aún más
lejos. Si, el juicio temerario lleva necesariamente consigo la ruina y
la perdida de la caridad cristiana. En efecto, en cuanto sospechamos que
una persona se porta oral, dejamos ya de tener de ella la opinión que
deberíamos tener. Además, no es a nosotros a quién los demás han de dar
cuenta de su vida, sino solamente a Dios; lo contrario sería querer
erigirnos en jueces de lo que no nos compete; los pecados de los demás a
ellos deben interesar y los nuestros a nosotros. Dios no nos pedirá
cuenta de lo que los otros hicieron, sino de lo que hicimos nosotros;
cuidemos, pues, solamente de lo nuestro y en nada nos inquiete lo de los
demás. Todo ello es trabajo perdido, hijo del orgullo que en nosotros
anida, cómo anidaba en el corazón de aquel fariseo, muy ocupado en
pensar y juzgar mal del prójimo, cuando debiera ocuparse de si propio y
en gemir considerando lo miserable de su vida. Dejemos a un lado la
conducta del prójimo y contentémonos con exclamar cómo David: «Dios mío,
hacedme la gracia de conocerme tal cual soy; para que así sepa en que os
he podido desagradar, pueda enmendarme, arrepentirme y alcanzar el
perdón». En tanto una persona se entretendrá en examinar la conducta de
los demás, en tanto dejara de conocerse a si propia, y no será agradable
a Dios, esto es, se portara cual un obstinado orgulloso.
El Señor nos dice: «No juzguéis
y no seréis juzgados. De la misma manera que hubiereis tratado a los
demás, mi Padre os tratara a vosotros; con la misma medida que hubiereis
medido a los demás, seréis vosotros medidos» (Matth, VII, 1-2.). Por
otra parte, ¿ a quién de nosotros gustaría ver mal interpretado cuanto
hace o dice? A nadie. - ¿Y no dice Nuestro Señor Jesucristo: «No hagas a
los demás lo que no quisieras lo hiciesen a ti»? (Matth., VII, 12; Tob.,
IV, 16.). ¡Cuántos pecados cometemos de esta manera!. ¡Cuántos son los
que de ello no se dan cuenta, y de consiguiente, jamás se acusaron de
tales culpas. Cuántos personas condenadas, Dios mío, por no haberse
instruido debidamente, o no haber reflexionado sobre cual debía ser su
manera de vivir!.
II.-Acabamos de ver cuan común y
frecuente sea este pecado, cuan horrible a los ojos de Dios, y, al mismo
tiempo, cuan difícil su enmienda. Para no dejaros sin los medios de
corregiros de el, veamos cuales sean los remedios que debemos emplear
para preservarnos de caer, o para enmendarnos, si tenemos la desgracia
de estar va dominados por el. El gran San Bernardo nos dice que, si no
queremos juzgar temerariamente al prójimo, debemos evitar ante todo
aquella curiosidad, aquel deseo de saberlo todo, y huir de toda
investigación acerca de los hechos y dichos de los demás, o acerca de lo
que pasa en la casa del vecino. Dejemos que el mundo vaya siguiendo su
camino según Dios le permite, y no pensemos ni juzguemos mal sino de
nosotros mismos. Decían un día a Santo Tomas que se fiaba demasiado de
la gente, y que machos se aprovechaban de su bondad para engañarle. Y el
Santo dio esta respuesta, digna de que la grabemos en nuestro corazón:
«Tal vez sea esto cierto; pero pienso que sólo yo soy capaz de obrar
mal, siendo cómo soy el ser más miserable del mundo; prefiero que me
engañen a que me engañe yo mismo juzgando mal de mi prójimo. Oíd lo que
nos dice el mismo Jesucristo
«Quién ama a su prójimo, cumple
todos los preceptos de la ley de Dios» (Rom., XIII, 8.). Para no juzgar
mal de nadie, debemos siempre distinguir entre la acción y la intención
que haya podido tener el sujeto al realizarla. Pensad siempre, para
vosotros mismos: Tal vez no creía obrar mal al hacer aquello; quizá se
había propuesto un buen fin, o bien se había engañado; ¿Quién sabe?,
puede que sea ligereza y no malicia; a veces se obra irreflexiblemente,
más, cuando vea claramente lo que ha hecho, a buen seguro se
arrepentirá; Dios perdona fácilmente un acto de debilidad; puede que
otro día sea un buen cristiano, un Santo...
San Ambrosio nos ofrece un
admirable ejemplo, en el elogio que hace del emperador Valentiniano,
diciéndonos que aquel príncipe no juzgaba nunca mal de nadie y que
dilataba todo lo posible el castigo que a veces veíase obligado a
imponer a los súbditos que habían delinquido. Cuando se trataba de
jóvenes, atribuía sus faltas a la ligereza de la edad y a su poca
experiencia. Si se trataba de ancianos, decía que la debilidad de la
vejez y la naturaleza caduca podían servir de excusa; tal vez habían
resistido mucho tiempo antes de obrar el mal, al cual seguramente había
ya sucedido el arrepentimiento. Si eran personas constituidas en elevada
dignidad, decíase a si mismo: ¡Ay!, nadie ignora que las dignidades son
un gran peso que nos arrastra al mal; en cada momento se presenta
ocasión de caer. Si eran simples particulares: Dios mío, decía, este
pobre quizás ha obrado solamente por temor; tal vez ha sido para no
desagradar a cierta persona a quién debía algún favor. Si eran pobres
miserables: ¿Quién dudara de que la pobreza es algo muy duro de sufrir?.
Será que ellos tenían necesidad de lo que han hurtado, a fin de no morir
de hambre ellos o sus hijos; es posible que no se hayan decidido sino
después de lamentarlo mucho, y aún con el ánimo de reparar el daño que
causaban. Pero, cuando el caso era demasiado evidente y en manera alguna
podía excusarlo: ¡Dios mío!, exclamaba, ¡cuan astuto es el demonio!.
Seguramente
hará mucho tiempo que le esta
tentando; ha caído en esta culpa, no hay duda, pero quizá su
arrepentimiento le ha alcanzado ya el perdón ante Dios Nuestro Señor;
¿Quién sabe?. Si Dios me hubiese sometido a semejante prueba, tal vez
mis obras habrían sido aún peores. ¿Cómo tendré, pues, valor para
juzgarle y castigarle?. Ya le castigara Dios, el cual no se equivocara
en sus juicios; al paso que nosotros muchas veces nos equivocamos por
falta de luces; más espero que Dios se apiadara de él, y un día rogara
por mí, que en cualquier momento puedo caer y perderme.
¿Veis cómo se portaba aquel
emperador?. ¿Veis cómo siempre hallaba manera de excusar los defectos
del prójimo echándolo todo a la buena?. Es que su corazón estaba libre
de ese orgullo detestable y de esa envidia que llenan por desgracia el
nuestro. Mirad la conducta de la gente del mundo, y ved si observa esa
caridad cristiana que impulsa a tomarlo todo en buen sentido y nunca en
el malo. Si acertásemos a dar una mirada a nuestra vida pasada, no
haríamos más que llorar la desgracia de haber perdido los días obrando
el mal, y para nada nos preocuparíamos de lo que no nos importa.
Pocos vicios son tan aborrecidos
de los santos cómo el de la maledicencia. Leemos en la vida de San
Pacomio que, cuando oía a alguien hablar mal del prójimo, manifestaba
una gran repugnancia y extrañeza, y decía que de la boca de un cristiano
jamás debían salir palabras desfavorables papa el prójimo. Si no podía
impedir la murmuración, huía precipitadamente, para manifestar con ello
la aversión que por ella sentía (Vida de los Padres del desierto, t. I,
p. 327.). San Juan el Limosnero, cuando observaba que alguno se atrevía
a murmurar en su presencia, daba la orden de que otro día no se le
franquease la entrada, para hacerle entender que debía corregirse. Decía
un día un santo solitario a San Pacomio: «Padre mío, ¿cómo librarnos de
hablar mal del prójimo?» Y San Pacomio le contestó: «Debemos tener
siempre ante nuestra vista el retrato del prójimo y el nuestro: si
contemplamos con atención el nuestro, con los defectos que le acompañan,
tendremos la seguridad de apreciar debidamente el de nuestro prójimo
para no hablar mal de su persona; al verlo más perfecto que el nuestro,
a lo menos le amaremos cómo a nosotros mismos». San Agustín, cuando era
ya obispo, sentía un horror tal de la maledicencia y del murmurador que,
a fin de desarraigar una costumbre tan indigna de todo cristiano, en una
de las paredes de su comedor hizo inscribir estas palabras: «Quienquiera
que este inclinado a dañar la fama del prójimo, sepa que no tiene
asiento en esta mesa» (Quisque amat dictis absentium rodere vitam. Hac
mensam indignam voverit esse sibi.
Vita S. Agustini, auctore
Possidio Patr. Iat., t. XXXII, 52.); y si alguien, aunque fuese un
obispo, caía en la murmuración, le reprendía con viveza diciendo: «O han
de borrarse las palabras que están escritas en esta sala, o tened la
bondad de levantaros de la mesa antes que la comida haya terminado; o
bien, si no cesáis en este género de conversación, me levanto y os dejo
». Possidio, que escribió la vida del Santo, nos dice que el fue testigo
de este hecho.
Refiérese, en la vida de San
Antonio, que, andando de viaje con otros solitarios, estaban conversando
de asuntos edificantes; pero, cómo es muy difícil, por no decir
imposible, hablar mucho tiempo sin meterse en la conducta del prójimo,
al final del camino, dijo San Antonio a los solitarios: «Muy satisfechos
podéis estar por haber viajado en compañía de este buen anciano», y al
mismo tiempo, dirigiéndose a un anciano que no había dicho palabra
durante el viaje, le dijo. «Y vos, padre mío, ¿habéis tenido buen viaje
en compañía de estos solitarios? --No hay duda que son buenos, contesto
el anciano, pero no tienen puerta en su casa»; con lo cual quiso dar a
entender que no tenían mucho miramiento en sus palabras, y que con
frecuencia habían herido la fama del prójimo. Convengamos en que son
pocos los que ponen puertas en su casa, es decir, en su boca, para no
abrirla en daño del prójimo. ¡Dichoso el que, si no la tiene a su cargo,
sabe prescindir de la conducta del prójimo, para no pensar más que en si
mismo, en llorar sus culpas y poner todo su esfuerzo en enmendarse!.
¡Dichoso aquel que sólo ocupa su corazón y su mente en lo que a Dios se
refiere, y no suelta su lengua sino para pedirle perdón, ni tiene ojos
más que para llorar sus pecados! ...