Santo Cura de Ars:
Sermón sobre LA PUREZA
Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt.
Bienaventurados los que tienen
un corazón puro, pues ellos verán a Dios.
(S. Mateo, V, 8.)
Leemos en el Evangelio que,
queriendo Jesucristo instruir al pueblo que acudía en masa a fin de
conocer lo que hay que practicar para alcanzar la vida eterna, sentóse,
y tomando la palabra, dijo: «Bienaventurados los que tienen un corazón
puro, pues ellos verán a Dios». Si tuviésemos un gran deseo de ver a
Dios, estas solas palabras deberían darnos a entender cuan agradables
nos hace a Él la virtud de la pureza, y cuan necesaria sea esta virtud;
puesto que, según nos dice el mismo Jesucristo, sin ella nunca
conseguiríamos verle. «Bienaventurados, nos dice Jesucristo, los que
tienen un corazón puro, pues ellos verán a Dios». ¿Puede esperarse mayor
recompensa que la que Jesucristo vincula en esa hermosa y amable virtud,
a saber, la eterna compañía de las tres personas de la Santísima
trinidad?... San Pablo, que conocía todo su valor, escribiendo a los de
Corinto, les dijo: «Glorificad a Dios, pues le lleváis en vuestros
cuerpos; y permaneced fieles conservándolos en una gran pureza. Acordaos
siempre, hijos míos, de que vuestros miembros son los miembros de
Jesucristo, de que vuestros corazones son templos del Espíritu Santo.
Andad con gran cuidado en no ensuciarlos con el pecado, que es el
adulterio, la fornicación y todo cuanto puede deshonrar vuestro corazón
y vuestro cuerpo a los ojos de un Dios que es la misma pureza» (I Cor.,
VI, 15-20.). Cuán preciosa y bella es esta virtud, no sólo a los ojos de
los ángeles y de los hombres, sino también a los del mismo Dios. La
tiene Él en tanta estima, que no cesa de hacer su elogio en cuantos
tienen la dicha de conservarla. Esa hermosa virtud es el adorno más
preclaro de la Iglesia, y, por consiguiente, debiera ser la más
apreciada de los cristianos. Nosotros, que en el santo Bautismo fuimos
rociados con la sangre adorable de Jesucristo, la pureza misma; con esa
Sangre adorable que tantas vírgenes ha engendrado de uno y otro sexo
(Zac., IX. 17.); nosotros a quienes Jesucristo ha hecho participantes de
su pureza convirtiéndonos en miembros y templos suyos... Mas, ¡ay!, en
el desgraciado siglo de corrupción en que vivimos, ¡esta virtud celeste,
que tanto nos asemeja a los ángeles, no es conocida!... Sí, la pureza es
una virtud que nos es necesaria a todos, ya que sin ella nadie verá a
Dios. Quisiera yo ahora haceros concebir de ella una idea digna de Dios,
mostrándoos: 1.° Cuán agradables nos hace a sus ojos comunicando un
nuevo grado de santidad a nuestras acciones, y 2.°, lo que debemos hacer
para conservarla.
I. Para hacernos comprender la
estima en que hemos de tener esa incomparable virtud, para daros ahora
la descripción de su hermosura, hacer que apreciaseis su valor ante el
mismo Dios, seria necesario que os hablase, no un hombre mortal, sino un
ángel del cielo. Al oírle, diríais admirados: ¿Cómo es posible que no
estén todos los hombres prestos a sacrificarlo todo antes que perder una
virtud que de una manera tan íntima nos une con Dios?. Probemos, sin
embargo, de formarnos algún concepto de ella considerando que dicha
virtud viene de lo alto, que hace bajar a Jesucristo sobre la tierra, y
eleva al hombre hasta el cielo por la semejanza que le comunica con los
ángeles y con el mismo Jesucristo. Decidme, según esto, ¿no merece tal
virtud el título de preciosa?. ¿No es ella digna de toda estima y de que
hagamos todos los sacrificios para conservarla?.
Decimos que la pureza viene del
cielo, pues sólo Jesucristo era capaz de dárnosla a conocer y hacernos
apreciar todo su valor. Nos dejó prodigiosos ejemplos de la estima en
que tuvo a esa virtud. Al determinar, en su inmensa misericordia,
redimir al mundo, tomó un cuerpo mortal como el nuestro; pero quiso
escoger a una virgen por madre. ¿Quién fue esa incomparable criatura?.
Fue María, la más pura entre todas las criaturas, la cual, por una
gracia singular no concedida a otra alguna, estuvo exenta del pecado
original. Desde la edad de tres años, consagró su virginidad a Dios,
ofreciéndole su cuerpo y su alma, presentándole el sacrificio más santo,
más puro y el más agradable que jamás haya recibido Dios de una criatura
terrena. Mantúvose en una fidelidad inviolable, guardando su pureza y
evitando todo cuanto pudiese tan sólo empañar su brillo. Tenia la
Santísima Virgen esa virtud en tanta estima, que no quiso consentir en
ser Madre de Dios antes que el ángel le diese seguridad de que no la
había de perder. Mas en cuanto el ángel le anunció que, al ser Madre de
Dios, lejos de perder o empañar su pureza, de la cual tanta estima
hacía, sería aún más agradable a Dios, consintió gustosa, a fin de dar
nuevo esplendor a aquella angelical virtud (Luc., 1.). Vemos también que
Jesucristo escogió un padre nutricio pobre, es verdad; mas quiso que su
pureza sobrepujase a la de las demás criaturas, excepto la de la Virgen.
Entre los discípulos distinguió a uno, al cual testimonió una amistad y
una confianza singulares, y le hizo participante de grandes secretos;
pero escogió al más puro de todos, el cual estaba consagrado a Dios
desde su juventud.
Dice San Ambrosio que la pureza
nos eleva hasta el cielo y nos hace dejar la tierra en cuanto le es
posible hacerlo a una criatura. Nos levanta por encima de la criatura
corrompida, y, por los sentimientos y deseos que inspira, nos hace vivir
la vida de los ángeles. Según San Juan Crisóstomo, la castidad de un
alma es de mayor precio a los ojos de Dios que la de los ángeles, ya que
los cristianos sólo pueden adquirir esta virtud luchando, mientras que
los ángeles la tienen por naturaleza; los ángeles no deben luchar para
conservarla, al paso que el cristiano se ve obligado a mantener consigo
mismo una guerra constante. Y San Cipriano añade que, no solamente la
castidad nos hace semejantes a los Ángeles, sino que además nos da un
rasgo de semejanza con el mismo Jesucristo. Si, nos dice aquel gran
Santo, el alma casta es una viva imagen de Dios en la tierra.
Cuanto más un alma se desprende
de sí misma por la resistencia a las pasiones, más también se acerca a
Dios y, por un venturoso retorno, más íntimamente se une Dios a ella:
contémplala, y la considera como su amantísima esposa; la hace objeto de
sus más dulces complacencias, y establece en su corazón su perpetua
morada. «Felices, nos dice el Salvador, los que tienen el corazón puro,
pues ellos verán a Dios» (Matt., V,8.). Según San Basilio, cuando en un
alma hallamos la castidad, descubrimos también todas las demás virtudes
cristianas; las cuales practicará entonces muy fácilmente, «pues, nos
dice, para ser casto, debe imponerse grandes sacrificios y hacerse mucha
violencia. Pero, una vez ha logrado tales victorias del demonio, la
carne y la sangre, poca dificultad le ofrece lo demás ya que el alma que
doma con energía este cuerpo sensual, vence con facilidad cuantos
obstáculos encuentra en el camino de la virtud». Por lo cual, vemos que
los cristianos castos son los más perfectos: Vemoslos reservados en sus
palabras, modestos en el andar, sobrios en la comida, respetuosos en los
lugares sagrados y edificantes en todo su comportamiento. San Agustín
compara los que tienen la gran dicha de conservar puro su corazón con
los lirios, que crecen derechos hacia el cielo y embalsaman el ambiente
que los rodea con un aroma exquisito y agradable; con solo verlos, nos
evocan ya esa preciosa virtud. Así la Santísima Virgen inspiraba la
pureza a cuantos la veían... ¡Dichosa virtud, que nos pone al nivel de
los Ángeles, y parece elevarnos hasta por encima de ellos!. Todos los
santos la tuvieron en mucho, prefiriendo perder sus bienes, su fama y su
misma vida antes que empañarla.
Tenemos de ello un admirable
ejemplo en la persona de Santa Inés. Su belleza y sus riquezas fueron
causa de que, a la edad de poco más de doce años, fuese pretendida por
el hijo del prefecto de la ciudad de Roma. Ella le dio a entender que
estaba consagrada a Dios. Entonces la prendieron, bajo el pretexto de
que era cristiana, más, en realidad, para que consintiese a los deseos
de aquel joven... Pero ella estaba tan firmemente unida a Dios que ni
las promesas, ni las amenazas, ni la vista de los verdugos y de los
instrumentos expuestos en su presencia para amedrentarla consiguieron
hacerla cambiar de sentimientos. Viendo sus perseguidores que nada
podían obtener de la Santa, la cargaron de cadenas, y quisieron ponerle
una argolla y varios anillos en la cabeza y en las manos; pero tan
débiles eran aquellas pequeñas e inocentes manos, que sus verdugos no
pudieron lograr su propósito. Permaneció firme en su resolución y, en
medio de aquellos lobos rabiosos, ofreció su cuerpecito a los tormentos
con una decisión que admiró a los mismos atormentadores. La llevaron
arrastrándola a los pies de los ídolos, más ella declaró públicamente
que solo reconocía a Jesucristo, y que aquellos ídolos eran demonios. El
juez, bárbaro y cruel, viendo que nada podía conseguir, pensó que seria
más sensible ante la pérdida de aquella pureza de la cual hacia tanta
estima. La amenazó con hacerla exponer en un infame lupanar; más ella le
respondió con firmeza: «Podréis muy bien darme muerte; pero jamás
podréis hacerme perder este tesoro; pues Jesucristo mismo es su más
celoso guardián», El juez, lleno de rabia, hízola conducir a aquel lugar
de infernales inmundicias. Más Jesucristo, que la protegía de una manera
muy particular, inspiró tan grande respeto a los guardias, que sólo se
atrevían a mirarla, con una especie de espanto, y al mismo tiempo confió
su custodia a uno de sus Ángeles. Los jóvenes, que entraban en aquel
recinto abrasados en impuro fuego, al ver, al lado de la doncella, a un
Ángel más hermoso que el sol, salían abrasados en amor divino. Pero el
hijo del prefecto, más corrompido y malvado que los otros, se atrevió a
penetrar en el cuarto donde se hallaba Santa Inés. Sin hacer caso de
aquellas maravillas, acercóse a ella con la esperanza de satisfacer sus
impuros deseos; más el Ángel que custodiaba a la joven mártir hirió al
libertino, el cual cayó muerto a sus pies. Al momento divulgóse por toda
la ciudad de Roma la noticia de que el hijo del prefecto, había recibido
la muerte de manos de Inés. El padre, lleno de furor, fuese al encuentro
de la Santa, y se entregó a todo cuanto la desesperación podía
inspirarle. Llamóla furia del infierno, monstruo nacido para llevar la
desolación a su vida, pues había dado muerte a su hijo. Entonces Santa
Inés contestó tranquilamente: «Es que quería hacerme violencia, y
entonces mi Ángel le dio muerte». El prefecto, algo mas calmado, le
dijo: «Pues ruega a tu Dios que le resucite, para que no se diga que tu
le has dado muerte». -«Es innegable que no merecéis esta gracia, dijo la
Santa; más, para que sepáis que los cristianos no se vengan nunca, antes
al contrario vuelven bien por mal, salid de aquí, y voy a rogar a Dios
por él». Entonces prosternóse Ines, la faz en tierra. Mientras estaba
orando, se le apareció el Ángel y le dijo: «Ten valor». Al momento aquel
cuerpo inanimado recobró la vida. Aquel joven, resucitado por las
oraciones de la Santa, sale de aquella casa y recorre las calles de Roma
clamando: «No, no, amigos míos, no hay otro Dios que el de los
cristianos; todos los dioses que nosotros adoramos no son más que
demonios engañadores que nos arrastran al infierno». Sin embargo, a
pesar de aquel gran milagro, no dejaron de condenarla a muerte. El
lugarteniente del prefecto ordenó encender una gran hoguera, en la cual
hizo arrojar a la Santa. Más las llamas se abrieron sin dañar a Inés, y
en cambio, quemaron a los idólatras que habían acudido a aquel lugar
para presenciar tales tormentos. Viendo el lugarteniente que el fuego la
respetaba y no le causaba daño alguno, ordenó degollarla con la espada,
a fin de quitarle de una vez la vida; más e1 verdugo pusose a temblar,
como si él fuese el condenado a muerte... Como, después de su muerte,
sus padres llorasen su perdida, aparecióseles y les dijo: «No lloréis mi
muerte; al contrario, alegraos de que haya yo alcanzado un tal grado de
gloria en el cielo»(Ribadeneyra, 21 enero).
Ya veis cuanto sufrió aquella
Santa para no perder su virginidad. Ahora os podéis formar cargo de lo
estimable que es la pureza, y de lo que agrada a Dios cuando así se
complace en obrar grandes milagros a fin de mostrarse su guardián y
protector. Este ejemplo confundirá un día a aquellos jóvenes que tan
poca estima hicieron de esa virtud. Nunca conocieron su valor. Razón
tiene el Espíritu Santo para exclamar: «¡Cuan bella es esa generación
casta; su memoria es eterna, y su gloria brilla ante los hombres y ante
los Ángeles! » (Sap., IV,1.). Es innegable que todo ser ama a sus
semejantes ; por lo cual, los Ángeles, que son espíritus puros, aman y
protegen de una manera especial a las almas que imitan su pureza. Leemos
en la Escritura Santa (Tob., V-VIII.) que el Ángel Rafael, acompañando
al joven Tobías, le protegió con mil favores. Preservóle de ser devorado
por un pez, de ser estrangulado por el demonio. Si el joven aquel no
hubiese sido casto, ciertamente que el Ángel no le hubiera acompañado y,
por lo tanto, no le habría protegido en aquellos trances. ¡Cuanto es el
gozo que experimenta el Ángel custodio de un alma pura!.
No hay virtud para la
conservación de la cual haga Dios tantos milagros como los que ejecuta
para favorecer a la persona que, co
nociendo el valor de la pureza,
se esfuerza en conservarla. Mirad lo, que hizo por Santa Cecilia. Nacida
en Roma de padres muy ricos, estaba perfectamente instruida en la
religión cristiana, y, siguiendo las inspiraciones de Dios, le consagró
su virginidad. Ignorándolo sus padres, la prometieron en matrimonio a
Valeriano, hijo de un senador de la ciudad. A los ojos del mundo era,
pues, aquel matrimonio un gran partido. No obstante, ella pidió a sus
padres tiempo para reflexionar. Pasó muchos días ayunando, orando y
llorando, para obtener de Dios la gracia de no perder la flor de aquella
virtud a la que amaba más que a su propia vida. Dijole el Señor que nada
temiese, y que obedeciese a sus padres; pues no solamente no perdería
aquella virtud, sino que aun obtendría... Consintió, pues, en el
matrimonio. El día de las bodas, al hallarse en compañía de Valeriano,
le dijo ella:
«Querido Valeriano, tengo un
secreto que comunicarte. He consagrado a Dios mi virginidad, por lo cual
jamás hombre alguno podrá acercarse a mí, pues tengo un ángel que
protege mi pureza; si te acercases, hallarías la muerte».
Valeriano quedó muy
sorprendido al oír todo aquello, pues, pagano como era, no entendía
aquel lenguaje.
Y contestó así: «Muéstrame el
ángel que te protege».
Replicó la Santa: «Tu no lo
puedes ver, porque eres pagano. Ve de mi parte a habla al Papa Urbano,
pídele el bautismo, y al momento verás el ángel».
Partió Valeriano al momento. Una
vez bautizado por el Papa Urbano, fuése otra vez al encuentro de su
esposa. Al entrar en la habitación vió efectivamente al ángel
custodiando a Santa Cecilia, hallóle tan bello y radiante de gloria, que
quedó prendado de su hermosura; y no solamente permitió a su esposa
permanecer consagrada a Dios, sino que hizo él mismo voto de
virginidad... Uno y otro alcanzaron pronto la dicha de morir mártires
(Ribadeneyra, 22 noviembre.). ¿Veis, pues, de qué manera protege Dios a
la persona que ama esa virtud y trabaja por conservarla?.
Leemos en la vida de San
Edmundo(Ribadenevra, 16 noviembre.) que, estudiando dicho santo en
París, hallose en compañía de ciertas personas que hablaban torpemente;
y las dejó al momento. Fué tan agradable al Señor aquella acción, que se
le apareció en figura de un hermoso niño y, saludándole con gran
afabilidad, le dijo que le había visto con gran satisfacción apartándose
de la compañía de aquella gente que sostenía conversaciones licenciosas;
y en recompensa de ello prometióle que no le abandonaría nunca. Además,
San Edmundo tuvo la dicha de conservar su inocencia hasta la muerte.
Cuando Santa Lucía acudió al sepulcro de Santa Agata para implorar su
intercesión ante Dios a fin de que le alcanzase la salud de su madre,
apareciósele Santa Ágata y le dijo que por sí misma podía obtener la
gracia que imploraba, ya que con su pureza había preparado en su corazón
una agradabilísima morada a su Creador (Ribadeneyra, 5 febrero.). Todo
esto nos da a comprender cómo no puede denegar nada Dios al que tiene la
dicha de conservar puros su corazón y su alma...
Oíd lo que aconteció a Santa
Potamiena, que vivió en tiempos de la persecución de Maximiniano
(Ribadeneyra, 28 de junio.). Aquella joven era esclava de un señor
disoluto y libertino, el cual continuamente la estaba solicitando. Mas
ella prefirió sufrir toda suerte de crueldades y suplicios antes que
consentir a las solicitaciones de aquel señor infame. Enfurecido éste al
ver que nada podía lograr, la entregó, como cristiana, en manos del
gobernador, a quien prometió una fuerte recompensa para el caso de que
la conquistase para sus infames apetitos. El juez mandó comparecer a
aquella virgen ante su tribunal, y viendo que ninguna amenaza podía
hacerla cambiar de sentimientos, sometióla a todo cuanto su rabia supo
inspirarle. Mas Dios, que jamás abandona a los que a Él se consagran
concedió tantas fuerzas a la joven mártir, que parecía insensible a
todos los tormentos a que hubo de someterse. No pudiendo, aquel juez
inicuo, vencer su resistencia, mandó poner sobre una grande hoguera una
caldera llena de pez, y le dijo: «Mira lo que, te está preparado si no
obedeces a tu señor». Y la santa joven respondió sin vacilar: «Prefiero
sufrir todo cuanto pueda inspiraros vuestro furor antes que obedecer a
la infame voluntad de mi amo; además, nunca habría yo creído que un juez
fuese injusto hasta el punto de mandarme obedecer a los propósitos de un
amo disoluto». Irritado el tirano al oír esta respuesta, mandó arrojarla
a la caldera. «A lo menos disponed, dijo ella, que sea arrojada allí
vestida. Ahora veréis las fuerzas que el Dios a quien adoramos, concede
a los que sufren por Él». Después de tres horas de suplicio, entregó
Potamiena su alma al Criador, y así ganó la doble palma del martirio y
de la virginidad.
Cuán desconocida en el mundo es
esa virtud, cuán poco la apreciamos, cuán poco cuidado ponemos en
conservarla, cuán negligentes somos en pedirla a Dios, habida cuenta de
que no podemos obtenerla por nosotros mismos!. ¡No conocemos esa hermosa
y amable virtud, la cual tan fácilmente gana el corazón de Dios, tan
hermoso esplendor comunica a nuestras buenas obras, tan por encima de
nosotros mismos nos levanta, y nos hace vivir en la tierra una vida tan
semejante a la de los Ángeles del cielo! ...
Ella no es conocida de esos
infames e impúdicos viejos, que se arrastran, se revuelcan y se anegan
en el lodazal de sus torpezas; lejos de esforzarse en extinguirlo, lo
avivan continuamente con sus miradas, con sus pensamientos, con sus
deseos y con sus actos. ¿Cómo estará la pobre alma al comparecer ante
Dios que es la pureza misma?. Esa hermosa virtud no es conocida de
aquellas personas cuyos labios no son más que una boca de que se sirve
el infierno para vomitar sobre la tierra sus impurezas, y con las cuales
dichos desgraciados se nutren como si fuesen su pan cotidiano. ¡Su pobre
alma es sólo objeto de horror para el cielo y para la tierra!. Esa
amable virtud no es tampoco conocida de aquellas jóvenes cuyos ojos y
cuyas manos están manchados por miradas impuras... (Oculos habentes
plenos adulterii et incessabilis delicti et incessabilis delicti (II.
Petr., II, 14).). ¡Oh Dios!, ¡a cuantas almas arrastra al infierno ese
pecado!. Esa virtud no es conocida de aquellas jóvenes mundanas y
corrompidas que tanto se afanan por atraer a sí las miradas de las
gentes; que, por sus atavíos exagerados e indecentes, dan públicamente a
entender que son infames instrumentos de que se sirve el infierno para
perder las almas: ¡esas almas que tantos trabajos, lágrimas y tormentos
costaron a Jesucristo!. Mirad a esas desgraciadas, y veréis su cabeza y
su pecho rodeados de mil demonios. ¡Dios mío!, ¿cómo puede sostener la
tierra a tales secuaces del infierno?. ¡Y lo más triste y doloroso es
ver cómo las madres las toleran en un estado tan indigno de una
cristiana!. Al ver esto, casi me atrevería a decir que tales madres no
valen más que sus hijas. Ese corazón desgraciado y esos ojos impuros
vienen a ser una fuente emponzoñada que causa la muerte a quien los mira
o los escucha. ¡Como tales monstruos se atreven a presentarse ante un
Dios tan santo y tan declaradamente enemigo de la impureza!. Su vida
miserable no viene a ser otra cosa que un montón de grasa que están
amasando para cebar el fuego del infierno por toda una eternidad. Más
dejemos ya esta materia tan enojosa y poco grata para el cristiano, cuya
pureza debe remedar la del mismo Jesucristo; y volvamos a esa hermosa
virtud de la pureza que nos levanta hasta el cielo, que nos franquea la
entrada en el corazón adorable de Jesucristo, y nos atrae toda suerte de
bendiciones espirituales y temporales.
II.-Hemos dicho que esa virtud
es de un valor muy grande a los ojos de Dios; más hemos de afirmar
también que no carece de enemigos que se esfuercen por arrebatárnosla.
Hasta podríamos decir que casi todo cuanto nos rodea esta conspirando
para robárnosla. El demonio es una de los enemigos más temibles;
viviendo el en medio de la hediondez de los vicios impuros y sabiendo
que no hay pecado que tanto ultraje a Dios, y conociendo además lo
agradable que es a Dios el alma pura, nos tiende toda suerte de lazos
para arrebatarnos esta virtud. Por su parte, el mundo, que solo busca
sus regalos y placeres, labora también para hacérnosla perder, muchas
veces bajo la capa de amistad. Pero podemos afirmar que el más cruel y
peligroso enemigo somos nosotros mismos, esto es, nuestra carne, la
cual, habiendo quedado ya maleada y corrompida por el pecado de Adán,
nos induce furiosamente a la corrupción. Si no estamos constantemente
sobre aviso, pronto nos abrasa y devora con sus llamas impuras.
-Pero, me diréis, puesto que es
muy difícil conservar una virtud tan preciosa a los ojos de Dios, ¿que
es lo que debemos hacer?.
-Ved aquí los medios de
conservarla. El primero es ejercer una gran vigilancia sobre nuestros
ojos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos; el
segundo, recurrir a la oración; el tercero, frecuentar dignamente los
sacramentos; el cuanto, huir de todo cuanto pueda inducirnos al mal; el
quinto, ser muy devotos de la Santísima Virgen. Observando todo esto, a
pesar de los esfuerzos de nuestros enemigos, a pesar de la fragilidad de
esa virtud, tendremos la seguridad de conservarla.
He dicho 1.° que debemos vigilar
nuestras miradas; lo cual es muy cierto, pues vemos, por experiencia, a
muchos que cayeron por una soda mirada, y no se levantaron ya jamás...
(Prov., IX,9).. No os permitáis nunca libertad alguna sin ser ella
verdaderamente necesaria. Primero sufrir cualquiera incomodidad antes
que exponeros al pecado...
2.° Nos dice San Jaime que esta
virtud viene del cielo y que jamás llegaremos a obtenerla si no la
pedimos a Dios. Debemos, pues, suplicar a Dios con frecuencia que nos de
la pureza en los ojos, en las palabras y en las acciones.
3.° He dicho, en tercer lugar,
que, si queremos conservar esa hermosa virtud, debemos recibir a menudo
y dignamente los santos sacramentos; de lo contrario, jamás alcanzaremos
tal dicha. Jesucristo no solo instituyo el sacramento de la Penitencia a
fin de perdonarnos los pecados, sino además para darnos fuerzas con que
combatir al demonio. Lo cual se comprende fácilmente. ¿Quien será, en
efecto, que habiendo hecho hoy una buena confesión, se dejara vencer por
las tentaciones?. El pecado, con todo el placer que encierra, le
causaría horror. ¿Quien habrá que, al poco tiempo de haber comulgado,
pueda consentir, no digo ya en un acto impuro, sino tan solo en un mal
pensamiento?. Jesús, que mora entonces en su corazón, le hace muy bien
comprender lo infame que es ese pecado, y cuanto le desagrada y cuanto
le aparta de El. El cristiano que frecuenta santamente los sacramentos
podrá ser tentado, más difícilmente pecara. En efecto, cuando tenemos la
gran dicha de recibir el cuerpo adorable de Jesucristo, ¿no sentimos
extinguirse en nuestro corazón el fuego impuro?. La Sangre adorable que
corre por nuestras venas, ¿que menos hará que purificar nuestra sangre?.
La carne sagrada que se mezcla con la nuestra, ¿no la diviniza en cierta
manera?. ¿No parece nuestro cuerpo retornar a aquel primer estado en que
se hallaba Adan antes de pecar?. ¡Esa Sangre adorable «que engendró
tantas vírgenes !...» (Zach., IX, 17.). Tengamos por cierto que, dejando
de frecuentar los sacramentos, a cada momento caeremos en pecado.
Además, para defendernos del
demonio, hemos de evitar la compañía de aquellas personas que pueden
inducirnos al mal. Ved lo que hizo José, al ser tentado por la mujer de
su amo: dejole el manto entre sus manos, y huyo para salvar su alma
(Gen., XXXIX, 12.). Los hermanos de Santo Tomas de Aquino, viendo con
malos ojos que su hermano se consagraba a Dios, a fin de estorbar su
propósito le encerraron en un castillo e hicieron entrar allí una mujer
de mala vida para que intentase corromperle. Viéndose en tal apuro por
la desvergüenza de aquella malvada criatura, tomó un tizón encendido, y
con el la arrojo ignominiosamente de su aposento. A la vista del peligro
a que había estado expuesto, oro con tan copioso llanto, que Nuestro
Señor le concedió el precioso don de continencia.
Ved lo que hizo San Jerónimo
para poder conservar la pureza; miradle en el desierto abandonarse a
todos los rigores de la penitencia, a las lágrimas y a las duras
maceraciones de su carne (Vida de los Padres del desierto, t. Y, p.
264.). Aquel gran Santo nos refiere (S. Hieron., Vita S. Pauli, Primi
Eremitae, 3.), además, la victoria alcanzada por un joven virtuoso, en
una lucha quizá única en la historia, en tiempos de la cruel persecución
del emperador Decio. Este tirano, después de haber sometido al joven a
todas las pruebas que el demonio le inspirara, pensó que, si lograba
hacerle perder la pureza del alma, tal vez le conduciría fácilmente a
renunciar a su religión. A este objeto mandó que fuese llevado a un
jardín de delicias, lleno de rosas y lirios, junto a un riachuelo de
aguas cristalinas y juguetonas, bajo la sombra de corpulentos árboles
agitados por deliciosa y suave brisa. Una vez allí, le pusieron en un
lecho de plumas; atáronle con ligaduras de seda, y le dejaron solo.
Entonces hicieron que se acercase a el una cortesana, vestida muy rica y
provocativamente. Y comenzó a incitarle al mal con toda la impudencia y
las provocaciones que la pasión puede inspirar. Aquel pobre joven, que
hubiera dado mil veces su vida antes que manchar la pureza de su hermosa
alma, hallabase sin defensa, pues estaba atado de pies y manos. No
sabiendo cómo resistir a los ataques de la voluptuosidad, impulsado por
el espíritu de Dios, cortóse la lengua con los dientes y la escupió al
rostro de aquella mujer; lo cual causó a esta tanta confusión, que la
obligó a huir. Este hecho nos muestra cómo nunca permitirá Dios que
seamos tentados más allá de nuestras fuerzas.
Ved también a San Martiniano,
que vivió en el siglo IV (Ribadeneyra, 13 febrero). Después de haber
morado veinticinco años en el desierto, vióse expuesto a una ocasión muy
próxima de pecar. Habia ya consentido de pensamiento y de palabra. Mas
Dios le tocó el corazón y acudió en su auxilio. Concibió entonces un tan
hondo pesar del pecado que iba a cometer, que, entrando en seguida en su
celda, encendió fuego, y puso en el sus pies. El dolor que experimentaba
y el remordimiento del pecado hacíanle exhalar horribles gritos. Zoe, la
mujer malvada, que había ido allí a tentarle, al oír los gritos corrió
para ver lo que sucedía; y quedó tan conmovida ante aquel espectáculo,
que, lejos de pervertir al santo, ella se convirtió. Y pasó el resto de
su vida en las lágrimas y en la penitencia. En cuanto a San Martiniano,
permaneció siete meses echado en el suelo sin poder moverse, a causa de
las heridas de sus pies. Una vez curado, retiróse a otro desierto, donde
lloró, pensando en el peligro que corriera de perder su alma. Aquí veis
lo que hacían los santos; aquí veis los tormentos a que se sometieron
antes que perder la pureza de su alma tal vez eso os extrañe; más lo que
debería extrañaros es la poca estima en que tenéis tan hermosa virtud.
¡Ay!, ¡tan deplorable desden proviene de no conocer su verdadero valor!.
Digo, finalmente, que debemos
profesar una ferviente devoción a la Santísima Virgen, si queremos
conservar esta hermosa virtud; de lo cual no nos ha de caber duda
alguna, si consideramos que ella es la reina, el modelo y la patrona de
las vírgenes...
San Ambrosio llama a la
Santísima Virgen señora de la castidad; San Epifanio la llama princesa
de la castidad, y San Gregorio, reina de la castidad...
Oíd un ejemplo que nos pone de
manifiesto cuanto protege la Santísima Virgen la castidad de los que en
ella confían, hasta el punto de que no sabe denegarles nada de cuanto le
piden. Un caballero muy devoto de la Santísima Virgen había construido
una capilla en su honor, en una de las dependencias del castillo que
habitaba. Nadie conocía la existencia de dicha capilla. Todas las
noches, después del primer sueño, sin decir nada a su mujer, levantabase
y dirigiase a la capilla de la Virgen, para pasar allí lo restante de la
noche... Su mujer estaba muy apesadumbrada del proceder del marido, pues
creía ella que salía de noche para entrevistarse con mujeres de mala
vida. Cierto día, la esposa no pudo soportar ya por más tiempo aquel
secreto sufrimiento, y dijo a su marido que muy bien se vela que tenia
otra mujer preferida. El marido, pensando en la Santísima Virgen, le
contesto afirmativamente. Esta respuesta hirió vivamente los
sentimientos de aquella mujer, y viendo que su marido no cambiaba de
conducta, en un arrebato de pesar, se suicido clavándose un puñal en el
pecho. Al volver de la capilla el marido, hallo al cadáver de su mujer
bañado en sangre. Afligido en extremo ante aquel espectáculo, cerro con
llave la puerta de su cuanto, y se dirigió de nuevo a la capilla de la
Virgen, y allí, desconsolado y lloroso, prosternose ante aquella santa
imagen, exclamando: «Ya veis, oh Santísima Virgen, que mí esposa se ha
suicidado porque venia yo por la noche a permanecer en vuestra compañía.
Ya veis que mi mujer está condenada; ¿la dejareis ardiendo en las
llamas, cuando se ha suicidado desesperada a causa de mi devoción para
con Vos?. Virgen Santa, refugio de los afligidos, servios devolverle la
vida; mostrar cuanto os place hacer bien a todos. No saldré yo de aquí
pasta que me hayáis alcanzado esta gracia de vuestro divino Hijo».
Mientras se hallaba abstraído en
sus lágrimas y oraciones, una criada le estaba buscando y llamándole,
diciendo que la señora preguntaba por el.
Y el caballero le dijo: «¿ Estas
segura de que es ella quien me llama? »
- «Escuchad su voz», dijo la
criada. La alegría del caballero fue tan grande, que no acertaba a
separarse de la compañía de la Virgen. Por fin levantose, llorando de
alegría y de gratitud, y hallo a su mujer en plena salud. De sus heridas
solo le quedaban las cicatrices, para que nunca olvidase tan gran
milagro obrado por la protección de la Santísima Virgen. Al ver entrar a
su marido, abrazole diciendo: «¡Amado mío!, te estoy altamente
agradecida por lo caridad en rogar por mi». Quedo tan agradecida por
aquel prodigioso favor, que paso el resto de su vida en lágrimas y
penitencia; no podía nunca relatar la gracia que la Virgen había
alcanzado de su divino Hijo, sin llorar a lagrima viva, y no tenia otro
deseo sino manifestar a todos cuan poderosa es la Santísima Virgen para
socorrer a los que en ella confían.
¿Podremos abrigar duda alguna de
que nunca dejara de concedernos cuantas gracias le pidamos, a nosotros
que estamos aun en la tierra, lugar propicio para la misericordia del
Hijo y para la compasión de la Madre?. Siempre que tengamos que pedir
una gracia a Dios, dirijámonos a la Virgen Santa, y con seguridad
seremos escuchados. ¿ Queremos salir del pecado?, acudamos a Maria; Ella
nos tomara de la mano y nos conducirá a la presencia de su divino Hijo
para recibir de Él el perdón. ¿Queremos perseverar en el bien ?,
dirijámonos a la Madre de Dios; Ella nos cobijara bajo su manto
protector, y contra nosotros nada podrá el infierno. ¿Queréis de ello
una prueba?. Vedla aquí: leemos en la vida de Santa Justina
(Ribadeneyra, 26 septiembre.) que cierto joven sintió par ella vehemente
amor; y viendo que nada podía obtener con sus solicitaciones, acudió a
un sujeto llamado Cipriano, el cual tenia tratos con el demonio.
Prometiole una cantidad de dinero para el caso de que lograse hacer que
Justina consintiese en lo que el deseaba. Al momento la joven se sintió
fuertemente tentada contra la pureza; más ella acudió en seguida a la
protección de la Virgen, y con ello lograba siempre ahuyentar al
demonio. El joven aquel pregunto a Cipriano por que no podía ganar a la
doncella, y éste a su vez se dirigió al demonio y le echo en cara su
escaso poder en aquel caso, cuando en otros parecidos había siempre
satisfecho sus designios.
- El demonio le contesto:
«Es verdad, pero ello es porque la joven acude a la Madre de Dios, y, en
cuanto comienza a orar, pierdo todas mis fuerzas y no puedo ya nada».
Admirado Cipriano, al ver que
quien recurre a la Santísima Virgen resulta tan terrible al mismo
infierno, se convirtió y murió santo y mártir.
Terminare diciendo que, si
queremos conservar la pureza de alma y cuerpo, debemos mortificar la
imaginación; nunca hemos de permitir que nuestro espíritu divague
pensando en aquellos objetos que nos llevan al mal, y poner también
mucho cuidado en no ser para los demás ocasión de pecado, ya con
nuestras palabras, ya con la manera de vestirnos : esto principalmente
por lo que. pace a las personas del sexo femenino. Si nos ocurre
hallarnos ante una mujer indecentemente vestida, debemos apartar en
seguida nuestra vista, y no pacer como aquellos desgraciados que con
mirada impúdica fijan en ella sus ojos tanto tiempo cuanto le place al
demonio. Hemos de mortificar nuestros oídos nunca debemos oír con gusto
palabras ni canciones inmundas. Dios mío, ¿como se explica que tantos
padres y madres, tantos amos y señoras, en las veladas de invierno, en
los trabajos, oigan sin protesta las más infames canciones, vean cometer
actos que escandalizarían a los paganos, sin que se resuelvan a
impedirlos, bajo el pretexto de que son bagatelas?. ¡Ah, desgraciados
cuántos pecados habrán cometido por vuestra culpa vuestros hijos y
servidores!.
«Bienaventurados, nos dice
Jesucristo, los que tienen puro su corazón, pues ellos verán a Dios. »
¡Cuán dichosos los que tienen la fortuna de poseer esta hermosa virtud!.
¿ No son ellos los amigos de Dios, los preferidos de los ángeles, los
hijos mimados de la Santísima Virgen ? Pidamos frecuentemente a Dios,
por intercesión de nuestra Santísima Madre, que nos de un alma y un
corazón puros y un cuerpo casto; y así tendremos la dicha de agradar a
Dios en esta vida, y poder glorificarle durante la eternidad: lo cual a
todos deseo.