EL CONSUELO PARA EL ENFERMO
Juan Pablo II, 5 de junio de 1983
Contemplándoos, muy queridos enfermos aquí presentes, mi pensamiento va a
todos los que, como vosotros, están en este momento visitados por el
sufrimiento.
A ellos quiero dirigirme también para expresarles mi afecto y manifestarles
el agradecimiento de la Iglesia, que ve en ellos una porción elegida del
Pueblo de Dios en camino por los senderos de la historia hacia la morada
feliz del cielo.
En efecto, el sufrimiento es una vocación, una llamada a aceptar la carga
del dolor para transformarlo en sacrificio de purificación y pacificación,
ofrecida al Padre en Cristo y con Cristo por la salvación propia y ajena.
Hemos escuchado juntos la palabra del Profeta Isaías: "El Espíritu del Señor
me ha enviado a consolar a los abatidos" (61,2).
Sabéis cómo Cristo aplicó a Sí mismo en la sinagoga de Nazaret esta
predicción: Él, mandado por el Espíritu, es el verdadero Consolador. El
Verbo encarnado, que quiso sufrir y morir en cruz llagado, sediento y
desangrado, Él puede comprender vuestro estado de ánimo, estar a vuestro
lado en los momentos de oscuridad y deciros al corazón la palabra que
ilumina y consuela.
Unidos a Cristo y dejándose llevar por el Espíritu, también el cristiano
tiene capacidad de consolar a quien sufre. ¿Es que puede ser suficiente una
palabra meramente humana para encender de nuevo la luz de la esperanza en un
corazón al que parece que va a devorar la oscuridad de la desesperación?
No, hermanos y hermanas. Sólo lo puede el Espíritu del Señor, como ha
recordado el Profeta, que nos manda a todos consolar a los afligidos.
Nuestra palabra de "pobres hombres" sería absolutamente insuficiente e
inadecuada de verdad, si no tuviera la fuerza que le infunde interiormente
el soplo del Espíritu.
Acabamos de celebrar la solemnidad de Pentecostés y todavía nos resuena en
el corazón el eco de la hermosa invocación: -una entre muchas y sugestivas
todas ellas- con que nos dirigimos a Él como a "Consolador óptimo".
El Espíritu, por tanto, el Espíritu del Padre solamente es quien da
consistencia a lo poco que nosotros los hombres podemos hacer por consolar y
confortar a los hermanos enfermos y afligidos. Esto sin duda lo sabemos con
certeza, y creemos firmemente en la palabra del Señor Jesús que, cuando
estaba a punto de separarse de los suyos después de la última Cena, prometió
la venida de "otro Consolador" (Cf. Jn 14,16, 26; 16,7) Hoy le invocamos por
vosotros, queridos enfermos.
Este consuelo, don del Espíritu, se acrece y transforma hasta ser gozo del
corazón. Quizás parezca una paradoja, pues, ¿cómo puede florecer la sonrisa
y la alegría en medio del dolor y del tormento de una carne martirizada?
Sólo la fe da respuesta, cono nos ha dicho la segunda lectura del Apóstol
San Pedro: con su resurrección Jesucristo nos ha regenerado a una esperanza
viva y nos ha garantizado una herencia inalterable.
Por ello "rebosamos de alegría, si bien ahora debemos sufrir todavía un
poco". La aflicción se convierte entonces en prueba permitida por Dios con
vistas a un bien mayor, es fuente de mérito y constituye una paréntesis
breve que se abre a la perspectiva de la salvación definitiva que nos hace
"exultar de gozo indecible y glorioso" (Cf. 1 Pe 1,3-9).
Para quien la acepta con fe y soporta con amor, la enfermedad une
místicamente a Cristo, "Varón de dolores", y llega a ser precioso
instrumento de redención para los hermanos.
¡Qué horizonte sin fin se abre a los ojos de quien la sabe comprender,
aceptar y ofrecer con fe y amor! ¡Qué función de importancia decisiva en la
historia dela humanidad se atribuye al que sufre!
Con esta óptica ya se puede entender que la fe consiga conciliar y hacer
coexistir los padecimientos del dolor en sus muchas formas y el consuelo del
gozo íntimo.