CARTA DEL PASTOR DIOCESANO A QUIENES SUFREN DEPRESIÓN, ANGUSTIA Y
SITUACIONES DE GRAVE NECESIDAD
En la celebración de la festividad de la Santísima Virgen María
en su advocación de «Ntra. Sra. del Pozo» («Madonna del Pozzo»,
1256)
I. DEPRESIÓN Y ANGUSTIA, MALES COMPLEJOS DENTRO DEL MISTERIO
DEL SUFRIMIENTO
En el pasado año de 2006 tuve la ocasión de declarar a la Santísima
Virgen, en su advocación de Ntra. Sra. del Pozo, o «Madonna del
Pozzo», como Patrona para quienes sufren depresión y estados de
angustia y situaciones de grave necesidad, en esta diócesis de
Zárate-Campana. Entronizada su imagen en la parroquia de Santa Rosa
de Lima, en Villa Rosa (Pilar)y en otras capillas de la diócesis
(como Santa Teresita, en Manuel Alberti, y María de Nazaret, en
Zárate)(1), allí han acudido miles de fieles a lo largo de este año,
con el maravilloso don de la Fe, o bien pidiendo al Señor ese don,
junto con las gracias que necesitan, también el don de la salud,
viendo como del todo natural que el cristiano enfermo o deprimido
vuelva sus ojos a la Santísima Virgen Maria, «Causa de nuestra
alegría y Salud de los enfermos»(2). Nada hay de especialísimo en
dicha advocación: «Casa de María» son todas las iglesias donde se
encuentra Jesús Eucarístico y la presencia espiritual de la Madre.
El tema sí es especial; me mueve a dirigirles ésta sobre todo la
necesidad pastoral que veo de afrontar con Fe y Esperanza el
panorama de angustia y depresión en que viven no pocos hermanos y
hermanas nuestros.
Nos mueve la Fe, que es un magnífico don de gracia; es la Fe en
Jesucristo, Hijo del Dios Vivo, a quien Su Madre, la Santísima
Virgen, nos atrae a todos con singular predilección, especialmente a
quienes más lo necesitan, abriéndonos caminos de alegría y paz. Es
por ello que la Iglesia siempre ha tenido tan en alto la
preocupación por los enfermos y sufrientes, a imitación del propio
Jesús, como lo refería el Papa Benedicto XVI en una reciente visita
pastoral a una clínica: “Encontrándome entre vosotros, pienso de
modo espontáneo en Jesús, que durante su existencia terrena siempre
mostró una particular atención a los que sufrían, curándolos y
dándoles la posibilidad de volver a la vida de relación familiar y
social, que la enfermedad había impedido. Pienso también en la
primera comunidad cristiana, donde, (…) muchas curaciones y
prodigios acompañaban la predicación de los Apóstoles. La Iglesia,
siguiendo el ejemplo de su Señor, manifiesta siempre una
predilección especial por quienes sufren y (…) ve en el que sufre a
Cristo mismo, y no cesa de prestar a los enfermos la ayuda
necesaria, la ayuda técnica y el amor humano, consciente de que está
llamada a manifestar el amor y la solicitud de Cristo a ellos y a
quienes los atienden (…)”(3). Así también nosotros debemos tener una
especial solicitud para con los enfermos y los que sufren, y en
especial para con los deprimidos y angustiados; más aún, en nuestras
parroquias, movimientos y asociaciones de fieles, todo ello debiera
ser un aspecto más que destacado de la pastoral.
Sí sabemos que se sufre como persona, con las características
físicas, psicológicas y espirituales que cada persona posee. Tiene
mucho, muchísimo que ver con el sentido de la vida que cada uno
tenga, como afirma Cassell(4). Así, la esencia del sufrimiento
consiste en cierta desintegración del ser, incluyendo el pasado, el
futuro, el sentido de la vida de alguien, sus intenciones y
proyectos, sus ideas de fuerza y sus creencias. El sufrimiento se
da, pues, en una cultura, que es propia del ser humano. A este
respecto, un valioso Documento del Pontificio Consejo para la
Cultura, llamado «Para una pastoral de la cultura», recuerda que
esta última “(…) es tan connatural en el ser humano que la
naturaleza de éste no posee rostro sino cuando se realiza en su
cultura”(5). Así también se realiza el rostro del sufrimiento, y por
ende, de la depresión, la angustia, el sentimiento del estado de
grave necesidad.
Ahora bien, la depresión y la angustia son siempre manifestaciones
de sufrimiento. Pero la inversa no es igualmente cierta. Nos
preguntamos, pues: ¿Qué es el sufrimiento?; ¿por qué el
sufrimiento?. Y, todavía mejor, ¿para qué el sufrimiento?. ¿Existe
un sentido de él?. Expongo estas preguntas (los cristianos tenemos
una Respuesta, con mayúscula), pero, creo, no sería el momento de
intentar dilucidar aquí cuestiones tan cruciales para el ser humano,
y tampoco de establecer distinciones entre dolor y sufrimiento, y
dentro de éstos, de profundizar en las causas psíquicas de la
depresión y la angustia. Más que al sufrimiento en general, esta
carta desea estar referida sobre todo a estas dos últimas, con una
mirada pastoral.
Para introducirnos en tema, algo importante es no confundir el
estado de ánimo triste, que constituye un malestar psicológico
frecuente (y que conlleva el sentirse triste o deprimido) pero que
no configura el padecimiento de una depresión en sí, puesto que ésta
indica signos, síntomas, síndromes, un estado emocional permanente,
una reacción clínica bien definida. En la depresión como estado
pato-lógico se pierde la alegría y satisfacción de vivir, la
capacidad de actuar y obrar, y la esperanza de recobrar el
bienestar, cayendo en un sombrío ánimo. Precisamente, aquélla se
acompaña de manifestaciones evaluables clínicamente en la esfera del
estado de ánimo(6) del pensamiento(7), de la actividad
psico-motriz(8) y de las manifestaciones somáticas(9).
Siempre considerando el no ser especialistas, podemos también
afirmar, lato sensu, que el fenómeno de la depresión es complejo y
multicausal(10). En ese sentido, el Papa Juan Pablo II, quien trató
en distintas ocasiones el tema de la depresión desde una perspectiva
humana amplia, hacía referencia a “(…) los diferentes aspectos de la
depresión en su complejidad: van desde la enfermedad profunda, más o
menos duradera, hasta un estado pasajero, ligado a acontecimientos
difíciles –conflictos conyugales y familiares, graves problemas
laborales, estados de soledad...–, que comportan una fisura o una
ruptura en las relaciones sociales, profesionales, familiares. La
enfermedad es acompañada con frecuencia por una crisis existencial y
espiritual, que lleva a dejar de percibir el sentido de la
vida”(11). Se encuentran allí mencionados los diversos aspectos y
causas de la depresión, difusos hoy como nunca, tal como se ha
expresado más arriba, en la cultura moderna.
Sin entrar en especializaciones, podemos genéricamente constatar,
esto sí, es que la depresión es un mal particularmente complejo y
presente en nuestra época contemporánea(12), caracterizada –como
ninguna otra época- por el avance de los conocimientos científicos y
del dominio del hombre sobre el planeta, pero también signada por el
abandono, la soledad, la incertidumbre y las mil y una posibilidades
de frustración, tantas veces originadas en el sinsentido de la vida,
esto es, en que la vida humana aparece para muchos desprovista de
sentido, o bien en factores externos, como graves injusticias
infligidas, injusta miseria, desengaños, calumnias, estafas, trágica
pérdida de seres queridos, pérdida de fe y esperanza por escándalo o
pereza o malevolencia de quienes debían ayudar.
En general, queridos hermanos y hermanas, hay a nuestro alrededor
todo un mundo del dolor del que nos compadeceríamos mucho más, si
miráramos aunque más no fuera un poco, saliendo de nuestro propio
mundo –o mundillo- de auto-suficiencia y auto-miramiento, o del
fárrago de nuestros propios problemas. ¡Si aunque sea siempre
rezáramos un Padrenuestro por los que más sufren!. ¡O los
incluyéramos siempre en las intenciones de la Santa Misa!. Puestos
en el Corazón de Cristo, ya sería muchísimo, y también mucho es lo
que podemos hacer, en Cristo, conforme a las exigencias de la vida
cristiana, en la «eucaristía vivida» de nuestra vida diaria.
II. ACTOS DEL DRAMA INTERIOR
¿Es un drama la vida?. En el ámbito de la filosofía, no pocos
consideran que el grito de Friedrich Nietzche, acerca de «la muerte
de Dios» plantea en realidad la trágica cuestión de «la muerte del
ser humano». El declive postmoderno desde Michel Foucault a Claude
Levi-Straus, desde el «sueño antropológico» del primero, que deviene
en «muerte del hombre» hasta la mitológica tetralogía del segundo,
con su «crepúsculo de los hombres», caracterizado por la «nada»(13).
No son éstas, pienso, consideraciones exquisitas y desprovistas de
sentido. Nosotros, personas religiosas, tenemos mucho que orar y
mucho que obrar por el bien; sin creernos más que nadie sino
partiendo de las energías de Amor del «homo religiosus», energías
que el Espíritu del Señor ha puesto para bien de los que lo aman.
Frente al drama del vacío existencial, pongamos Amor, y allí donde
haya odio, envidia, paranoia consentida, también. Como en la oración
de San Francisco de Asís. Incluso frente al horror del campo de
concentración, expresión sin par del vacío existencial al que nos
referíamos, y de la ominosa Shoah, el gran neurólogo Viktor Frankl,
vienés, hebreo, luego profesor de Harvard, Stanford, Pittsburgh e
Dallas, fallecido a los 92 años en 1997, encontró el sentido de la
vida y el sentido del Amor. En su obra, «Le dieu inconscient», nos
habla del «poder de contestación del espíritu». Y parte del
principio que «la exigencia fundamental del hombre –es- (…) la
plenitud de sentido»(14).
He aquí un gran remedio a la tristeza y depresión. Aparece aquí el
tema de la «voluntad de sentido», que abren vías de salida al ser
frustrado, presa del vértigo del vacío existencial, que puede
caracterizarse como pérdida de la capacidad para interesarse,
ilusionarse y disfrutar de todas o casi todas las cosas y
circunstancias de la vida, disminución general de la vitalidad,
pérdida de la confianza en sí mismo, con sentimientos de inutilidad,
inferioridad o de culpabilización excesiva, perspectiva negra del
futuro, ideas de muerte e incluso de suicidio. Este vértigo en el
que el ser humano puede caer se manifiesta como rampante tristeza,
ideas negras, repliegue sobre sí mismo con obsesión de muerte, y
caída en el vacío. Presas del miedo, tantos hermanos y hermanas
nuestros ven todo con temor, hastío de vivir, voluntad abandonada.
Es la náusea y la desesperación. Es el drama interior, que necesita
de un profesional especializado, y también de atención pastoral.
A nivel humano en general, sin embargo, pienso que en el drama de la
depresión pueden existir algunos factores de predisposición, pero
aquí sí, más que nunca, no se debe generalizar, teniendo en cuenta,
sobre todo, la multicausalidad a la que hemos hecho alusión más
arriba.
Sin entrar ahora en estas líneas en el plano de la responsabilidad
moral, creo que para nada menor puede constituir un factor a
considerar como desencadenante de la depresión (más allá de todas
las predisposiciones genéticas y otras causales), el excesivo
perfeccionismo de la persona (¿es ésta una manifestación obsesiva?),
es decir, el ansia desmesurada de obtener resultados «perfectos»,
que nadie pueda atacar o criticar (lo cual esto último,
curiosamente, hace a la persona muy vulnerable a la frustración). El
perfeccionismo podría ser confundido con el sentido genérico de la
«responsabilidad», pero en realidad denota cierto sentimiento de
omnipotencia y, diríamos, de «irrealismo», en el sentido de rehusar
admitir las propias limitaciones. No es el caso la mayoría de las
veces, pero puede ocurrir que dicho perfeccionismo hiperintencional
(utilizando un lenguaje más o menos frankliano) se vea teledirigido
a logros de anti-valores, como tantas veces son pregonados por
algunos medios masivos de comunicación(15).
Ya más en el orden psíquico y psicológico, otro factor importante
puede constituir la psico-estructura del sujeto con caracteres
paranoicos o paranoides, factor que adquiere repercusión sobre el
tema pues quien adolece de una tendencia paranoica es, en cierta
medida, impermeable a la experiencia «fáctica»(16) teniendo, como lo
tiene, afectado el sentido del discernimiento de sus propias
limitaciones o responsabilidades y culpando a los demás(como
normalmente su trastorno de personalidad lo lleva a hacerlo) de sus
fracasos y frustraciones, los cuales serían otros tantos complots en
su contra. Dicha actitud le hace ver a muchos de los que lo rodean
(o a todos) como un conjunto de adversarios y enemigos conjurados.
Ello le ocasiona aislamiento y rechazo, y, quizá, depresión. Reitero
que no estamos tratando aquí de la falta moral (no hay que confundir
esto, sin tampoco escindir).
En el mismo orden, tampoco podríamos dejar de mencionar como
factores depresivos a la agobiante «soledad» (no la fecunda, sino
esa soledad destructiva, que frustra, algunas veces causada por la
desconfianza sistemática) y a la parálisis o atrofia de la actividad
(mencionada magistralmente por Frankl como hiperintención
paralizante)(17), en la cual la persona deprimida experimenta una
exacerbación de su sentido de autocrítica y tiende a teñir de
negativo sus posibilidades de actuación.
La actitud pastoral: desde un punto de vista psicológico, y humano,
diríamos, una persona que ha caído en depresión necesita compañía y
ayuda a fines de superar la soledad y aislamiento, necesita que
alguien le abra camino a la luz en su vida, necesita ejercitar
alguna actividad satisfactoria que le resulte exitosa, abrirse al
Bien y a la Verdad, y para ello es preciso que descubra cuáles son
las fisuras y grietas de su personalidad por dónde se han filtrado
las aguas negras de la depresión. Para esto puede ayudar grandemente
una perspectiva espiritual profunda, que redimensione enteramente
los actos del drama, para transformarlos en una nueva actuación de
vida.
II. UNA RECUPERACIÓN DESDE LA FUENTE DE LA DIMENSIÓN ESPIRITUAL
Lo primero es la aceptación de la propia realidad, la cual, en la
medida en que Dios la quiso, o permitió por lo menos, llega a ser
«historia sagrada» en el sentido en que ni un cabello cae de nuestra
cabeza sin que el Padre celestial lo sepa. En la vida no estamos
dejados «A la deriva», como dramática y genialmente lo narra el
cuento de Horacio Quiroga… (lo recuerdo de la escuela primaria…)
Porque para quienes tienen Fe, “(…) todo coopera al bien de los que
aman a Dios” (Rm 8, 28); también la autoestima coopera, y en grande,
porque no puede amar a los otros quien no se ama (no «más allá del
Sol y de las estrellas», en el decir de Dante Alighieri, sino en la
justa medida), por debajo de Dios y amando al prójimo como a sí
mismo.
Es claro que si la persona que sufre depresión es creyente, más aún,
un cristiano, un católico con claro conocimiento de su fe y de la
doctrina sobre Dios Providente y Misericordioso, que puede “(…)
hacer de las mismas piedras hijos de Abrahám” (Mt 3, 9), hay
elementos muy sólidos para superar el mundo de oscuridad y
frustración y de parálisis psíquica.
Por ello, en la atención pastoral de quien padece angustia y
depresión ocupa un lugar de primer plano todo lo que pueda
robustecer la Fe, comprendiendo por ésta las certezas acerca de la
bondad y sabiduría de Dios (en quien «vivimos, nos movemos y
existimos» como reza Hch 17, 28), acerca de su presencia y su
amoroso poder, acerca del destino de felicidad que Dios quiere para
todos los seres humanos, al punto que nos dio a su propio Hijo (cf.
Jn 3, 16). También acerca del recibimiento tierno que Dios prodiga a
sus hijos descarriados (cf. Lc 15, 11-24), aun sabiendo
perfectamente acerca de nuestras limitaciones, flaquezas, astucias y
«agachadas» (cf. Salmo 103, 14).
La depresión y la angustia, en lo espiritual, constituyen una dura
prueba. El papel de los que cuidan de la persona deprimida, y no
tienen una tarea terapéutica específica (por ejemplo quienes
atienden a nivel pastoral a quienes más sufren), consiste sobre todo
en ayudarle a recuperar la estima de sí misma, la confianza en sus
capacidades, el interés por el futuro y el deseo de vivir(18). Por
eso, es importante tender la mano a todos los enfermos, ayudarles a
percibir el Amor y la ternura de Dios, integrarlos en una comunidad
de fe y de vida donde puedan sentirse acogidos, comprendidos,
sostenidos, en una palabra, dignos de amar y de ser amados. Para
ellos, como para cualquier otro, contemplar a Cristo y dejarse
"mirar" por él es una experiencia que los abre a la esperanza y los
impulsa a abrirse a la vida en abundancia (cf. Dt 30, 19).
Algo muy importante en la búsqueda de sentido, para un creyente, es
asumir el sufrimiento (y por ende la depresión y la angustia), sin
quedantismo ni –ciertamente- como forma de trágico masoquismo sino
como forma de «participación en la pasión y en la cruz de Cristo» y
como una realidad dolorosa que nos habilita, en el decir de San
Pablo, para “(…) completar lo que falta a la pasión de Cristo, en
favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24).
Esto es causa de esperanza y de apertura de una gran ventana de luz,
que da a la comprensión del destino de bienaventuranza de la persona
humana, al punto que se haga prácticamente manifiesto cómo el camino
hacia la vida eterna puede tener que atravesar por una prueba, casi
como, en cierto sentido, un propio aniquilamiento y sentimiento de
abandono, a imitación de Cristo(19). La oración (¡qué maravilloso es
abrirnos a orar!), la participación fructuosa en los sacramentos de
la Iglesia serán entonces de inmensa ayuda, en especial la
Eucaristía, la Penitencia y la Unción de los enfermos.
Una recuperación espiritual será de invalorable ayuda para quien
sufre angustia, depresión y estados de urgente necesidad, porque lo
ayudará a amarse más, a valorarse más, y a recobrar el sentido de la
justa lucha, de la esperanza y de la salida a la oscuridad de la
desesperación. Entonces la gracia y la paz se podrán derramarse como
una fuente de bendición, porque siempre podemos salir para ayudar a
otros que sufren, y esto trae bendición, porque lo dijo Jesús:
“Cuanto ustedes hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños,
a mi me lo hicieron” (Mt. 25,40-45).
Así es para con los enfermos, los más pobres, los que sufren, los
abandonados, angustiados y deprimidos.
IV
CONCLUSIÓN
La alegría pascual refulge siempre magnífica en la Iglesia y para la
humanidad, pues el gozo es el don de Dios del cual, aquélla, la
Iglesia, es portadora, en tanto portadora del Evangelio. «La alegría
– escribía el converso Paul Claudel, convertido por intercesión de
la Virgen durante el cántico del Magníficat en la catedral de Notre
Dame – es la primera y la última palabra del Evangelio»(20).
Tanto el anticuerpo como el antídoto para la enfermedad de la
oscuridad del corazón es la Fe en Aquél que nos dijo: «Yo soy el
camino, la verdad y la vida». Entonces nuestra vida se transforma en
una Eucaristía vivida, aun con sufrimiento y dolor (de los cuales,
cuanto más aborrecimiento tengamos, más expuestos al sufrimiento
estaremos). La alegría cristiana, en cambio, proviene de la
esperanza que no defrauda, ese «ya pero todavía no» que es
anticipación de la Gloria del Cielo. El Nuevo Testamento está todo
penetrado de la Vida que Jesús nos transmite y comunica, y Vida en
abundancia (cf Mt 25,21-23; Lc 1,14; 2,10). Nos la comunica a todos
sus discípulos; por ello el Evangelio de Juan afirma que la alegría
de Jesús vive en el discípulo (Cf Jn 17,13; 1 Jn 1,4; 2 Jn 12),
podemos decir, es una «alegría discipular», la cual no cesa incluso
coexistiendo con el sufrimiento (Cf Jn 16,20-24; 14,28). El gran
Obispo y Doctor de la Iglesia, San Agustín, tiene unas estupendas
meditaciones sobre la alegría del discípulo(21), que tantas veces
los cristianos tendríamos que poner más en práctica, también los
pastores del Pueblo de Dios; y me incluyo el primero.
Porque esa realidad de Fe y de Esperanza en nuestra vida hace
irradiar de luz a todo nuestro ser, y se transforma en fuente de
bendición y alegría para los demás, alentando el espíritu y el
rostro feliz de cuantos entren en contacto con nosotros, como dice
el Libro de los Proverbios sobre el «corazón» (en sentido bíblico:
«Lev»): “Corazón contento, cara feliz, corazón abatido, desalienta
el espíritu” (Prov. 15, 13).
Pedimos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, en
su advocación de «Nuestra Señora del Pozo», que saque a nuestros
hermanos caídos en el pozo de oscuridad y angustia y nos haga ver su
Luz –también a través de las causas segundas de la ciencia-, un
Camino de Luz, para pasar «haciendo el bien».
En la Fiesta de Nuestra Señora de la Merced, la Libertadora de los
cautivos, 24 de septiembre de 2007
+Oscar D. Sarlinga
1 La homilía completa de quien suscribe con ocasión de la
entronización de la «Madonna del Pozzo», con el significado bíblico
y existencial del «pozo», puede encontrarse, entre otros sitios de
la web, en:
o bien en la página web del Obispado (obzaratecampana.com.ar) o bien
en Camineo.info:
2 La Virgen tuvo durante su vida terrena (y esto está constatado en
la Sagrada Escritura) muchos momentos de dolor espiritual, aunque no
pudiéramos hablar propiamente de depresión psicológica: la profecía
de la espada de dolor que atravesaría su alma (cf. Lc 2, 35); la
huida y el exilio en Egipto (cf. Mt 2, 13-15); la pérdida del Niño
Jesús, al que encontró luego enseñando en el Templo (cf. Lc 2,
41-50) y su angustiosa presencia al pie de la Cruz (cf. Jn 19,
25-27). Esa experiencia de dolor le brindó, sin embargo, una
capacidad especial para compadecer a los miembros de su Hijo sumidos
en la aflicción y para interceder por ellos, pidiendo el don del
consuelo, la alegría y la fortaleza.
3 BENEDICTO XVI, Discurso a los enfermos, a los médicos y al
personal del Hospital Policlínico San Mateo, de Pavía, en la Visita
pastoral a Vigévano y Pavía, Domingo 22 de abril de 2007.
4 E. CASSELL, "Recognizing Suffering", Hasings Center Report 21
(1991): 24-31, p. 25.
5 La vida humana no se realiza sino en las diversas y concretas
modalidades de la actividad humana, que configura el «existir». Esta
última constituye una realidad compleja, la de ser, a la vez, «homo
faber» y «homo amicus», «homo politicus» e «homo sapiens», sin
olvidar el ser «homo religiosus». (Cf PONTIFICIO CONSEJO PARA LA
CULTURA, Per una pastorale della cultura, Pentecoste 1999, n. 2).
6 Tales como la tristeza, pérdida de interés, apatía, falta del
sentido de esperanza.
7 Como la capacidad de concentración disminuida, indecisión,
pesimismo, deseo de muerte.
8 Manifestada, por ejemplo, a través de la inhibición, lentitud,
falta de comunicación o inquietud, impaciencia e hiperactividad.
9 Es decir, corporales, tales como el insomnio, alteraciones no
provocadas por otras causas del apetito y peso, disminución del
deseo, pérdida de energía.
10 Muchos estudiosos de la psicología y de la psiquiatría
diferencian entre tres grandes grupos o tipos de depresión: las
depresiones «endógenas» (en su origen etimológico: «generadas desde
dentro»), que son aquellas no ocasionadas –al menos según lo que se
ve clínicamente- por cosa alguna externa, esto es, factor alguno de
sufrimiento psicológico. Aquí puede incidir de modo importante la
matriz genética. Una segunda especie la constituyen las depresiones
llamadas «distímicas», relacionadas con «trastornos» (en el lenguaje
moderno, puesto que ya casi no se habla de neurosis) de la
personalidad. La frustración, el descontento y la desafección de sí
mismas y de lo que las rodean, caracterizan a estas personalidades.
Revisten la clásica «amargura» y «frustración» y generalmente hacen
episodios depresivos, de mayor o menor intensidad, con carácter
crónico. Por último, el tercer grupo, llamado de las «depresiones
reactivas», o también conocidas como «trastornos adaptativos
depresivos», configura un cuadro depresivo que aparece,
precisamente, por motivos «reactivos», o «de reacción a»
acontecimientos disparadores, tales como separaciones matrimoniales,
problemas familiares, pérdida de un ser querido, dificultades de
autoestima, enfermedades físicas, problemas de relación. Son
frecuentes en adolescentes y jóvenes, e incluso, con distinta
sintomatología e intensidad, en niños.
11 JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en la XVIII
Conferencia Internacional sobre «La depresión», promovida por el
Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, Ciudad el Vaticano,
14 noviembre 2003, n. 2.
12 En cuanto a la historia antigua, la primera manifestación acerca
de lo que hoy llamaríamos depresión que conocemos, se halla en
Hipócrates, quien en su obra «Las epidemias de la bilis negra», hace
referencia a ella, y pone como su síntoma más importante la
tristeza. Más adelante se refirieron a la actualmente denominada
depresión el gran Celso (del siglo I) y posteriormente Galeno, en el
siglo II, quien describe tres modalidades de la llamada
«melancolía».
13 C. LÉVI-STRAUSS, L’homme nu, Plon, 1971.
14 V. FRANKL, Le dieu inconscient, Coll. Religion et sciences de
l’homme, Edition du Centurion, 1975, p. 92-93.
15 “Es importante ser conscientes de las repercusiones que tienen
los mensajes transmitidos por los medios de comunicación sobre las
personas, al exaltar el consumismo, la satisfacción inmediata de los
deseos, la carrera a un bienestar material cada vez mayor. Es
necesario proponer nuevos caminos para que cada uno pueda construir
la propia personalidad, cultivando la vida espiritual, fundamento de
una existencia madura” (Juan Pablo II, Discurso a los participantes
en la XVIII Conferencia Internacional sobre «La depresión»,
promovida por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud,
Ciudad el Vaticano, 14 noviembre 2003, n. 2).
16 Es decir, no es la realidad fáctica lo que le interesa sino cómo
la ve desde su psico-estructura, por ejemplo, con sospecha.
17 En «El hombre doliente», Herder, Barcelona, 1987.
18 “El papel de quienes atienden a una persona deprimida sin una
función específicamente terapéutica consiste sobre todo en ayudarla
a recuperar la propia estima, la confianza en sus capacidades, el
interés por el futuro, las ganas de vivir. Por eso, es importante
tender la mano a los enfermos, hacerles percibir la ternura de Dios,
integrarlos en una comunidad de fe y de vida en la que se sientan
acogidos, comprendidos, sostenidos, en una palabra, dignos de amar y
de ser amados. Para ellos, al igual que para cualquier otra persona,
contemplar a Cristo y dejarse «guiar» por Él es la experiencia que
les abre a la esperanza y les lleva a optar por la vida” (Juan Pablo
II, Discurso a los participantes en la XVIII Conferencia
Internacional sobre «La depresión», promovida por el Consejo
Pontificio para la Pastoral de la Salud, Ciudad el Vaticano, 14
noviembre 2003, n. 2).
19 Cuya angustia se tradujo en copioso sudor de sangre (cf. Lc 22,
44), y especialmente, cuando Él en la cruz pronunció el grito
desgarrador de “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” (Mt
27, 46; Mc 15, 34). Creer en el poder de la gracia es la condición
necesaria para rechazar la tentación de la desesperación, y tiene su
base en creer en la «kenosis», el anonadamiento de Cristo (cf. Flp
2, 6-9).
20 Cf. P. POUPARD (Card.), Le christianisme à l’aube du IIIème
millénaire, III, L’avenir est à l’espérance, Plon-Mame, 1999, p.
248.
21 San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia, profundo conocedor
del alma (y de la «psykhé») humana, comenta, respecto a lo que hemos
llamado la «alegría discipular»: “Dado que Jesús mismo es la alegría
de sus discípulos, esta afirmación del Señor se halla en perfecta
armonía con lo que dice San Pablo: «Una vez resucitado de entre los
muertos, Cristo no muere más, y la muerte ya no tiene poder sobre
él»” (SAN AGUSTÍN, In Joannem, 101,3). El desafío, sin embargo,
radica en entrar cada día más en contacto existencial con Jesús
Resucitado, a través de la vida del discípulo, la oración, los
sacramentos y la práctica de la virtud teologal de la caridad.