SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ: Tercera Palabra
San Roberto Belarmino.
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CAPÍTULO VIII Explicación literal de la tercera Palabra:
“Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre”
CAPÍTULO IX El primer fruto que ha de ser cosechado de la
consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO X El segundo fruto que ha de ser cosechado de la
consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO XI El tercer fruto que ha de ser cosechado de la
consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO XII El cuarto fruto que ha de ser cosechado de
la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
CAPÍTULO VIII Explicación literal de la tercera Palabra: “Ahí
tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre”
La última de las tres palabras, que tienen una referencia especial a la
caridad por el prójimo, es: “Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu
madre”[120]. Pero antes que expliquemos el significado de esta palabra,
debemos detenernos un poco en el pasaje precedente del Evangelio de San
Juan: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre,
María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto
a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu
hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella
hora el discípulo la acogió en su casa”[121]. Dos de las tres Marías que
estaban de pie cerca a la Cruz son conocidas, a saber, María, la Madre de
nuestro Senor, y María Magdalena. Acerca de María, la mujer de Clopás, hay
alguna duda; algunos la suponen ser la hija de Santa Ana, que tuvo tres
hijas, esto es, María, la Madre de Cristo, la mujer de Clopás, y María
Salomé.
Pero esta opinión está casi desacreditada. Pues, en primer lugar, no podemos
suponer que tres hermanas se llamen por el mismo nombre. Más aún, sabemos
que muchos hombres piadosos y eruditos sostienen que nuestra Bienaventurada
Senora era la única hija de Santa Ana; y no se menciona otra María Salomé en
los Evangelios. Puesto que donde San Marcos dice que “María Magdalena, María
la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle”[122], la
palabra Salomé no está en caso genitivo, como si quisiera decir María, la
madre de Salomé, como justo antes había dicho María, la madre de Santiago,
sino que está en caso nominativo y en género femenino, como resulta claro de
la versión Griega, donde la palabra está escrita Salw[macron]mh. Más aún,
esta María Salomé era la esposa de Zebedeo[123], y la madre de los Apóstoles
Santiago y San Juan, como aprendemos de los dos Evangelistas, San Mateo y
San Marcos[124], así como María, la madre de Santiago era la esposa de
Clopás, y la madre de Santiago el menor y de San Judas. Por lo cual la
verdadera interpretación es esta: que María, la mujer de Clopás, era llamada
hermana de la Bienaventurada Virgen porque Clopás era el hermano de San
José, el Esposo de la Bienaventurada Virgen, y las esposas de dos hermanos
tienen el derecho de llamarse y ser llamadas hermanas. Por la misma razón
Santiago el menor es llamado el hermano de nuestro Senor, aunque sólo era su
primo, pues era el hijo de Clopás, quien, como hemos dicho, era el hermano
de San José. Eusebio nos brinda este relato en su historia eclesiástica, y
cita, como autoridad digna de fe, a Hegesipo, un contemporáneo de los
Apóstoles. También tenemos a favor de la misma interpretación la autoridad
de San Jerónimo, como podemos deducir de su trabajo contra Helvidio.
También hay un aparente desacuerdo en las narrativas evangélicas, en el que
será bueno detenernos brevemente. San Juan dice que estas tres mujeres
estaban de pie cerca de la Cruz del Senor, mientras que tanto San
Marcos[125] como San Lucas[126] dicen que estaban distantes. San Agustín en
su tercer libro acerca de la Armonía de los Evangelios hace armonizar estos
tres textos de la siguiente manera. Estas santas mujeres pueden haber dicho
que estaban al mismo tiempo distantes de la Cruz y cerca de la Cruz. Estaban
distantes de la Cruz en referencia a los soldados y ejecutores, que estaban
en una proximidad tal a la Cruz que podían tocarla, pero estaban
suficientemente cerca de la Cruz para escuchar las palabras del Senor, que
la multitud de espectadores, que estaban a mayor distancia, no podían
escuchar. También podemos explicar los textos de la siguiente manera.
Durante el momento mismo en que el Senor fue clavado a la Cruz, la
concurrencia de soldados y gente mantuvo a las santas mujeres a la
distancia, pero apenas la Cruz fue fijada en tierra, muchos de los Judíos
volvieron a la ciudad, y entonces las tres mujeres y San Juan se acercaron
más. Esta explicación elimina la dificultad acerca de la razón por la cual
la Bienaventurada Virgen y San Juan se aplicaron a sí mismos las palabras,
“Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre”, cuando habían tantos otros
presentes, y Cristo no se dirigió ni a su Madre ni a su discípulo por su
nombre. La verdadera respuesta a esta objeción es que las tres mujeres y San
Juan estaban parados tan cerca de la Cruz como para permitir al Senor
designar mediante Sus miradas las personas a las que Se estaba dirigiendo.
Además, las palabras fueron dichas evidentemente a Sus amigos personales, y
no a extranos.
Y entre Sus amigos personales que estaban allí no había ningún otro hombre a
quien pudiera decir, “Ahí tienes a tu madre”, a excepción de San Juan, y no
había ninguna otra mujer que quedara sin hijos por su muerte, a excepción de
su Madre Virgen. Por lo cual Él dijo a su Madre: “Ahí tienes a tu hijo”, y a
su discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Este es pues el sentido literal de
estas palabras: Estoy por cierto a punto de pasar de este mundo al seno de
Mi Padre Celestial, y pues tengo plena conciencia de que Tú, Mi Madre, no
tienes ni parientes, ni marido, ni hermanos, ni hermanas, en orden a no
dejarte totalmente desprovista de auxilio humano, Te encomiendo al cuidado
de Mi muy amado discípulo Juan: él actuará contigo como un hijo, y Tú
actuarás con él como una Madre. Y este consejo o mandato de Cristo, que lo
mostró tan preocupado por los otros, fue bienvenido igualmente por ambas
partes, y de ambos podemos creer que habrán inclinado sus cabezas como
muestra de su aquiescencia, pues San Juan dice de sí mismo: “Y desde aquella
hora el discípulo la acogió en su casa”, esto es, San Juan inmediatamente
obedeció a nuestro Senor, y consideró a la Bienaventurada Virgen, junto con
sus ya ancianos padres Zebedeo y Salomé, entre las personas a las cuales era
su deber cuidar y atender.
Todavía permanece una pregunta adicional que puede hacerse. San Juan fue uno
de aquellos que había dicho: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te
hemos seguido; zqué recibiremos, pues?”[127]. Y entre las cosas que habían
abandonado, nuestro Senor enumera padre y madre, hermanos y hermanas, casa y
tierras; y San Mateo, hablando de San Juan y de su hermano Santiago, dijo:
“Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron”[128]. zDe
dónde viene pues que a quien había dejado una madre por Cristo, el Senor le
diga que mire a la Bienaventurada Virgen como Madre? No tenemos que ir muy
lejos para encontrar una respuesta. Cuando los Apóstoles siguieron a Cristo
dejaron a su padre y a su madre, en la medida en que podían ser un
impedimento para la vida evangélica, y en la medida en que pudieran derivar
una ventaja mundana o un placer carnal de su presencia. Pero no dejaron esa
solicitud que un hombre está en justicia obligado a mostrar por sus padres o
sus hijos, si necesitan su dirección o su asistencia. Por lo cual algunos
escritores espirituales afirman que el hijo no puede entrar en una orden
religiosa si su padre está o tan abatido por la edad, u oprimido por la
pobreza, que no puede vivir sin su auxilio.
Y así como San Juan dejó a su padre y a su madre cuando no tenían necesidad
de él, así cuando Cristo le ordenó cuidar y atender a su Madre Virgen, ella
estaba desprovista de todo auxilio humano. Dios, por cierto, sin ninguna
asistencia del hombre, hubiera podido atender a su Madre con todas las cosas
necesarias por el ministerio de los ángeles, así como sirvieron a Cristo
Mismo en el desierto, pero quiso que San Juan hiciera esto para que mientras
el Apóstol cuidaba de la Virgen, ella pudiera honrar y auxiliar al Apóstol.
Pues Dios envió a El��as a asistir a la pobre viuda, no porque Él no pudiera
haberla sostenido por medio de un cuervo, como lo había hecho antes, sino,
como observa San Agustín, para que el profeta la pueda bendecir. Por lo cual
complació a nuestro Senor confiar su Madre al cuidado de San Juan por el
doble propósito de otorgarle a él una bendición, y de probar ante todos que
él por encima de los demás era su discípulo amado. Pues verdaderamente en
esta transferencia de su Madre se cumplió aquél texto: “Todo aquel que haya
dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi
nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”[129]. Pues
ciertamente recibió el ciento por uno aquel que dejando a su madre, la
esposa de un pescador, recibió como madre a la Madre del Creador, la Reina
del mundo, llena de gracia, bendita entre las mujeres, y próxima a ser
elevada por encima de todos los coros de los ángeles en el reino celestial.
[120] Jn 19,26.27.
[121] Jn 19,25-27.
[122] Mc 16,1.
[123] Ver Mt 27,56.
[124] Ver Mc 15,40.
[125] Ver Mc 15,40.
[126] Ver Lc 23,49.
[127] Mt 19,27.
[128] Mt 4,22.
[129] Mt 19,29.
CAPÍTULO IX
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera
Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Si examinamos atentamente todas las circunstancias bajo las cuales
esta tercera palabra fue dicha, podemos recoger muchos frutos de su
consideración. En primer lugar, hemos puesto ante nosotros el intenso deseo
que Cristo sintió de sufrir por nuestra salvación para que nuestra redención
pudiera ser copiosa y abundante. Pues para no incrementar el dolor y la pena
que sienten, algunos hombres toman medidas para evitar que sus parientes
estén presentes en su muerte, particularmente si su muerte ha de ser
violenta, acompanada de desgracia e infamia. Pero Cristo no se sació con su
propia y amarguísima Pasión, tan llena de dolor y vergüenza, sino que quiso
que su Madre y el discípulo a quien amaba estuvieran presentes e incluso
estuvieran de pie cerca de la Cruz para que la visión de los sufrimientos de
aquellos más queridos a Él aumentara su propio sufrimiento.
Cuatro ríos de Sangre manaban del cuerpo herido del Senor en la Cruz, y el
deseaba que cuatro ríos de lágrimas fluyeran de los ojos de su Madre, de su
discípulo, de María la hermana de su Madre, y de Magdalena, la más querida
de las santas mujeres, para que la causa de sus sufrimientos fuera no tanto
el derramamiento de su propia Sangre, como la copiosa inundación de lágrimas
que la visión de su agonía arrancaba de los corazones de los que estaban
cerca. Me imagino que escucho a Cristo diciéndome: “Las olas de la muerte me
envolvían”[130], pues la espada de Simeón atraviesa y hiere Mi Corazón, tan
cruelmente como atraviesa el alma de Mi inocentísima Madre. ?Es pues así que
una muerte amarga separa no sólo el alma del cuerpo, sino también a la madre
del hijo, y tal Madre de tal Hijo! Por esta razón dijo, “Mujer, ahí tienes a
tu hijo”, pues su amor por María no le permitía en un momento así dirigirse
a Ella con el nombre tierno de Madre. Dios tanto amó al mundo que le dio su
Hijo Unigénito para su Redención, y el Hijo Unigénito tanto amó al Padre que
derramó profusamente su propia Sangre por su honor, y no satisfecho con los
dolores de su Pasión, ha soportado las agonías de la compasión, para que
hubiera una redención abundante por nuestros pecados. Y para que no
perezcamos, sino que gocemos de la vida eterna, el Padre y el Hijo nos
exhortan a imitar su caridad al representarla en su más exquisita belleza; y
aún así el corazón del hombre todavía se resiste a esta caridad tan grande,
y por lo tanto merece más bien sentir la ira de Dios, que saborear la
dulzura de su misericordia, y caer en los brazos del Divino amor. Seríamos
de verdad ingratos, y mereceríamos tormentos eternos, si por su amor no
soportásemos lo poco que es necesario purgar para nuestra salvación, cuando
contemplamos a nuestro Redentor amándonos en una medida tal, como para
sufrir por nosotros más de lo necesario, soportar tormentos incontables y
derramar cada gota de su Sangre, cuando una sola gota hubiera sido
ampliamente suficiente para nuestra redención.
La única razón que puede darse para nuestra desidia y locura es que ni
meditamos en la Pasión de Cristo, ni consideramos su inmenso amor por
nosotros con la seriedad y atención con que deberíamos. Nos contentamos con
leer apuradamente la Pasión, o en escucharla leer, en lugar de asegurarnos
oportunidades adecuadas para penetrar en nosotros mismos con el pensamiento
de ella. Por eso el santo Profeta nos exhorta: “Mirad y ved si hay dolor
semejante al dolor que me atormenta”[131]. Y el Apóstol dice: “Fijaos en
aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no
desfallezcáis faltos de ánimo”[132]. Pero vendrá el tiempo en que nuestra
ingratitud hacia Dios y nuestro desinterés por el asunto de nuestra
salvación será fuente de sincero dolor para nosotros. Pues hay muchos que en
el Último Día gemirán “en la angustia de su espíritu”[133], y dirán: “Luego
vagamos fuera del camino de la verdad; la luz de la justicia no nos alumbró,
no salió el sol para nosotros”[134]. Y no sentirán este dolor estéril por
primera vez en el infierno, sino que en el Día del Juicio, cuando sus ojos
mortales sean cerrados en la muerte, y los ojos de su alma se abran,
contemplarán la verdad de estas cosas frente a las cuales durante su vida
voluntariamente se cegaron.
[130] Sal 18,5.
[131] Lam 1,12.
[132] Hb 12,3.
[133] Sab 5,3.
[134] Sab 5,6.
CAPÍTULO X
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera
Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Podemos extraer otro fruto de la consideración de la tercera
palabra dicha por Cristo en la Cruz de esta circunstancia: que habían tres
mujeres cerca de la Cruz de nuestro Senor. María Magdalena es la
representante del pecador arrepentido, o de aquél que está haciendo su
primer intento de avanzar en el camino de la perfección. María la mujer de
Clopás es la representante de aquellos que ya han hecho algún avance hacia
la perfección; y María la Madre Virgen de Cristo es la representante de
aquellos que son perfectos. Podemos emparejar a San Juan con nuestra Senora,
pues en poco tiempo sería, si es que no lo había sido ya, confirmado en
gracia. Estas eran las únicas personas que se encontraban cerca de la Cruz,
pues los pecadores abandonados, que nunca piensan en la penitencia están muy
distantes de la escala de la salvación, la Cruz. Más aún, estas almas
escogidas no estaban cerca de la Cruz sin un propósito, pues incluso ellos
necesitaban de la asistencia de Aquél que estaba clavado sobre ella. Los
penitentes, o principiantes en la virtud, para sostener la guerra contra sus
vicios y concupiscencias, requieren ayuda de Cristo, su Guía, y reciben esta
ayuda para luchar con la serpiente antigua por el aliento que les da su
ejemplo, pues Él no descendería de la Cruz hasta haber obtenido una victoria
total sobre el demonio, que es lo que somos ensenados por San Pablo en su
Epístola a los Colosenses: “Canceló la nota de cargo que había contra
nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la
suprimió clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las
Postestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo
triunfal”[135]. María, la mujer de Clopás y madre de hijos que son llamados
hermanos de nuestro Senor, es la representante de aquellos que ya han hecho
algún progreso en el sendero de la perfección. Estos también necesitan
asistencia de la Cruz, para que los cuidados y ansiedades de este mundo, con
los cuales necesariamente están mezclados, no ahoguen en ellos la buena
semilla, y una noche de trajín resulte en la captura de nada. Por eso las
almas en este estado de perfección deben todavía trabajar y lanzar muchas
miradas a Cristo clavado en su Cruz, el cual no se satisfizo con las grandes
y múltiples obras que realizó durante su vida, sino que quiso por medio de
su muerte avanzar hasta el grado más heroico de virtud, pues hasta que el
enemigo de la humanidad hubiera sido totalmente derrotado y puesto en fuga,
Él no descendería de su Cruz.
Cansarse en la búsqueda de la virtud, y dejar de obrar actos de virtud, son
los mayores impedimentos a nuestro avance espiritual, pues, como nota
verazmente San Bernardo en su Epístola a Garino, “el que no avanza en la
virtud, retrocede”, y en la misma epístola se refiere a la escalera de
Jacob, sobre la cual todos los ángeles o bien ascendían o bien descendían,
pero ninguno estaba detenido. Más aún, incluso en los perfectos que viven
una vida de celibato y son vírgenes, como eran nuestra Bienaventurada Senora
y San Juan, el cual por esta razón era el Apóstol escogido de Cristo,
incluso estos, digo, necesitan grandemente la asistencia del Él, que fue
crucificado, pues su misma virtud los expone al peligro de caer por la
soberbia espiritual, a menos que estén bien cimentados en la humildad.
Durante el curso de su ministerio público, Cristo nos dio muchas lecciones
de humildad, como cuando dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón”[136]. Y de nuevo: “Vete a sentarte en el último puesto”[137]; y
“Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será
ensalzado”[138]. Aun así, todas Sus exhortaciones acerca de la necesidad de
esta virtud no son tan persuasivas como el ejemplo que nos puso en la Cruz.
zPues qué mayor ejemplo de humildad podemos concebir que que el Omnipotente
se deje atar con sogas y clavar a una Cruz? zY que Él, “en el cual están
ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia”[139], permita que
Herodes y su ejército lo traten como un loco y lo vistan con una túnica
blanca, y que Aquél que “se sienta en querubines”[140] sufra Él mismo ser
crucificado entre dos ladrones? Bien podemos decir después de esto, que el
hombre que se arrodillase ante un crucifijo, y mirase en el interior de su
alma, y llegase a la conclusión de que no es deficiente en la virtud de la
humildad, sería incapaz de aprender lección alguna.
[135] Col 2,14-15.
[136] Mt 11,29.
[137] Lc 14,10.
[138] Lc 18,14.
[139] Col 2,3.
[140] Sal 99,1.
CAPÍTULO XI
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera
Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
En tercer lugar, de las palabras que Cristo dirigió a su Madre y a
su discípulo desde el púlpito de la Cruz, aprendemos cuáles son los
respectivos deberes de los padres hacia sus hijos, y de los hijos hacia sus
padres. Trataremos en primer lugar de los deberes que los padres tienen para
con sus hijos. Los padres cristianos deben amar a sus hijos, pero de tal
manera que el amor a sus hijos no debe interferir con su amor a Dios. Esta
es la doctrina que presenta nuestro Senor en el Evangelio: “El que ama a su
hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”[141]. Fue en obediencia a
esta ley que nuestra Senora estuvo de pie junto a la Cruz viviendo ella
misma una intensa agonía, aunque con gran firmeza de ánimo. Su dolor fue una
prueba del gran amor que tenía para su Hijo, que moría en la Cruz junto a
ella, y su firmeza fue una prueba de su entrega a Dios que reina en el
cielo. Mirar a su inocente Hijo, a quien ella amó apasionadamente, muriendo
en medio de tales tormentos, era suficiente como para destrozar su corazón;
pero aunque hubiese estado en sus capacidades, no habría impedido la
crucifixión, pues ella sabía que todos estos sufrimientos eran infligidos a
su Hijo según “el determinado designio y previo conocimiento de Dios”[142].
El amor es la medida del dolor, y puesto que esta Madre Virgen amó mucho,
por tanto era ella afligida mas allá de toda medida al contemplar a su Hijo
tan cruelmente torturado. zY cómo podría no haber amado esta Virgen Madre a
su Hijo, sabiendo que sobrepasaba al resto de la humanidad en toda
excelencia, y cuando Él estaba unido a ella con un lazo más cercano que los
demás hijos estaban unidos a sus padres? Hay un doble motivo por que el que
los padres aman a sus hijos; uno, porque los han engendrado, y el otro,
porque las buenas cualidades de sus hijos redundan en sí mismos. Hay algunos
padres, sin embargo, que sienten apenas una pequena ligazón con sus hijos, y
otros que realmente los odian si son minusválidos o perversos, o si tienen
la mala fortuna de ser ilegítimos. Ahora bien, por las dos razones que
acabamos de mencionar, la Virgen Madre de Dios amó a su Hijo más que lo que
cualquier otra madre podría haber amado a sus hijos. En primer lugar,
ninguna mujer ha engendrado jamás a un hijo sin la cooperación de su marido,
pero la Bienaventurada Virgen tuvo a su Hijo sin contacto alguno con varón;
como Virgen lo concibió, y como Virgen lo dio a luz, y como Cristo nuestro
Senor según la generación divina tiene Padre y no Madre, según la generación
humana tiene Madre y no Padre. Cuando decimos que Cristo nuestro Senor fue
concebido del Espíritu Santo, no queremos decir que el Espíritu Santo sea el
Padre de Cristo, sino que Él formó y moldeó el Cuerpo de Cristo, no a partir
de su propia sustancia, sino de la pura carne de la Virgen. Verdaderamente
entonces la Virgen lo ha engendrado sola, sólo ella puede clamar que es su
propio Hijo, y por tanto lo ha amado con más amor que cualquier otra madre.
En segundo lugar, el Hijo de la Virgen no sólo fue y es hermoso más que los
hijos de los hombres sino que sobrepasa en todo también a todos los ángeles,
y como consecuencia natural de su gran amor, la Bienaventurada Virgen lloró
en la Pasión y Muerte de su Hijo más que otras, y San Bernardo no duda en
afirmar en uno de sus sermones que el dolor que sintió nuestra Senora en la
crucifixión fue un martirio del corazón, según la profecía de Simeón: “?y a
ti misma una espada te atravesará el alma!”[143]. Y puesto que el martirio
del corazón es más amargo que el martirio del cuerpo, San Anselmo en su obra
Sobre la excelencia de la Virgen dice que el dolor de la Virgen fue más
amargo que cualquier sufrimiento corporal. Nuestro Senor, en su Agonía en el
Huerto de Getsemaní, sufrió un martirio del corazón al pasar revista a todos
los sufrimientos y tormentos que habría de soportar al día siguiente, y
abriendo en su alma las compuertas al dolor y al miedo empezó a estar tan
afligido que un Sudor de Sangre manó de su Cuerpo, algo que no sabemos que
haya resultado jamás de sus sufrimientos corporales. Por tanto, mas allá de
toda duda, nuestra Bienaventurada Senora cargó una pesadísima cruz, y
soportó un dolor conmovedor, de la espada de dolor que atravesó su alma,
pero se mantuvo de pie junto a la Cruz como verdadero modelo de paciencia, y
contempló todos los sufrimientos de su Hijo sin manifestar signo alguno de
impaciencia, porque buscó el honor y la gloria de Dios más que la
gratificación de su amor materno. Ella no cayó el piso medio muerta de
dolor, como algunos imaginan; tampoco se cortó los cabellos, ni sollozó o
gritó fuertemente, sino que valientemente llevó la aflicción que era la
voluntad de Dios que llevase. Ella amó a su Hijo vehementemente, pero amó
más el honor de Dios Padre y la salvación de la humanidad, del mismo modo
que su Divino Hijo prefirió estos dos objetos a la preservación de su vida.
Más aún, su inconmovible fe en la resurrección de su Hijo acrecentó la
confianza de su alma al punto que no tuvo necesidad de consolación alguna.
Ella fue consciente de que la Muerte de su Hijo sería como una pequena
dormición, tal como dijo el Salmista Real: “Yo me acuesto y me duermo, y me
despierto, pues Yahvé me sostiene”[144].
Todos los fieles deben imitar este ejemplo de Cristo subordinando el amor a
sus hijos al amor a Dios, que es el Padre de todos, y ama a todos con un
amor mayor y más beneficioso que el que podemos experimentar. En primer
lugar, los padres cristianos deben amar a sus hijos con un amor viril y
prudente, no alentándolos si obran mal, sino educándolos en el temor de
Dios, y corrigiéndolos, e incluso amonestándolos y castigándolos si han
ofendido a Dios o son negligentes en su educación. Pues esta es la voluntad
de Dios, tal como nos es revelada en las Sagradas Escrituras, en el libro
del Eclesiástico: “zTienes hijos? Instrúyelos e inclínalos desde su
juventud”[145]. Y leemos de Tobías que “desde su infancia le ensenó a su
hijo a temer a Dios y abstenerse de todo pecado”[146]. El Apóstol advierte a
los padres que no exasperen a sus hijo, no sea que se vuelvan apocados, sino
que los formen mediante la instrucción y la corrección del Senor, esto es,
no tratarlos como esclavos, sino como hijos[147]. Los padres que son muy
severos con sus hijos, y que los reprochan y castigan incluso por una
pequena falta, los tratan como esclavos, y tal tratamiento los desalentará y
les hará odiar el techo paterno; y por el contrario, los padres que son muy
indulgentes criarán hijos inmorales, que serán luego víctimas del fuego del
infierno en vez de poseer una corona inmortal en el cielo.
El método correcto que han de adoptar los padres en la educación de sus
hijos es ensenarles a obedecer a sus superiores, y cuando sean desobedientes
corregirlos, pero de manera tal que se evidencia que la corrección procede
de un espíritu de amor y no de odio. Más aún, si Dios llama a un hijo al
sacerdocio o a la vida religiosa, ningún impedimento debe ponerse a esta
vocación, pues los padres no han de oponerse a la voluntad de Dios, sino más
bien decir con el santo Job: “El Senor me lo dio, y el Senor me lo quitó:
bendito sea el nombre del Senor”[148]. Finalmente, si los padres pierden a
sus hijos por una muerte intempestiva, como nuestra Bienaventurada Madre
perdió a su Divino Hijo, deben confiar en el buen juicio de Dios, quien a
veces toma un alma para sí si percibe que podría perder su inocencia y así
perecer por siempre. Verdaderamente, si los padres pudiesen penetrar en los
designios de Dios en relación a la muerte de un hijo, se alegrarían en vez
de llorar: y si tuviésemos una fe viva en la Resurrección, como la tuvo
nuestra Senora, no nos lamentaríamos más porque una persona muera en su
juventud, que lo que habríamos de lamentarnos porque una persona vaya a
dormir antes de la noche, pues la muerte del fiel es una clase de sueno,
como nos dice el Apóstol en su Epístola a los Tesalonicenses: “Hermanos, no
queremos que estéis en la ignorancia respecto de los que están dormidos,
para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza”[149].
El Apóstol habla de la esperanza y no de la fe, porque no se refiere a una
resurrección incierta, sino a una resurrección feliz y gloriosa, similar a
la de Cristo, que fue un despertar a la vida verdadera. Pues el hombre que
tiene una fe firme en la resurrección del cuerpo, y confía en que su hijo
muerto se despertará de nuevo a la gloria, no tiene motivo de pena, sino una
gran razón para alegrarse, pues la salvación de su hijo está asegurada.
Nuestro siguiente punto es tratar acerca del deber que los hijos tienen para
su padres. Nuestro Senor nos dio en su Muerte el más perfecto ejemplo de
respeto filial. Ahora, según las palabras del Apóstol, el deber de los hijos
es: “corresponder a sus progenitores”[150]. Los hijos corresponden a sus
padres cuando les proveen todo lo necesario para ellos en su edad avanzada,
tal como sus padres les procuraron alimento y vestido en su infancia. Cuando
Cristo estuvo a punto de morir confió su anciana Madre, que no tenía nadie
que la cuidase, a la protección de San Juan, y le dijo que en adelante lo
mire como a su hijo, y le mandó a San Juan que la reverenciara como a su
madre. Y así nuestro Senor cumplió perfectamente las obligaciones que un
hijo debe a su madre. En primer lugar, en la persona de San Juan. Le dio a
su Madre Virgen un hijo que era de la misma edad que él, o tal vez un ano
menor, y por tanto era en todo sentido capaz de proveer por el bienestar de
la Madre de nuestro Senor. En segundo lugar, le dio por hijo al discípulo a
quien amaba más que a los demás, y quien ardientemente le había retribuido
amor por amor, y en consecuencia nuestro Senor tuvo la mayor confianza en la
diligencia con la que su discípulo sostendría a su Madre. Más aún, escogió
al discípulo que sabía que viviría más que los otros apóstoles, y que por lo
tanto viviría más que su Madre. Finalmente, nuestro Senor tuvo esta atención
para con su Madre en el momento más calamitoso de su vida, cuando su Cuerpo
entero fue presa de sufrimientos, cuando su Alma entera fue atormentada por
las insolentes mofas de sus enemigos, y tenía que beber el cáliz amargo de
la inminente muerte, de modo que parecería que no podría pensar en nada sino
en sus propios dolores. Sin embargo, su amor por su Madre triunfó por encima
de todo, y olvidándose de sí mismo, su único pensamiento fue cómo
confortarla y ayudarla, y no fue en vano su esperanza en la prontitud y
fidelidad de su discípulo, pues “desde aquella hora la acogió en su
casa”[151].
Cada hijo tiene una mayor obligación que la que nuestro Senor tuvo de
proveer por las necesidades de sus padres, pues cada ser humano le debe más
a sus padres que lo que Cristo le debía a su Madre. Cada nino recibe de sus
padres un mayor favor que el que pueden esperar devolver, pues ha recibido
de sus manos lo que para él es imposible darles, a saber, el ser. “Recuerda
--dice el Eclesiástico--, que no habrías nacido si no fuese por ellos”[152].
Sólo Cristo es una excepción a esta regla. En efecto, Él recibió de su Madre
su vida como hombre, pero Él le dio a ella tres vidas; su vida humana,
cuando con la cooperación del Padre y del Espíritu Santo la creó; su vida de
gracia, cuando la previno en la dulzura de sus bendiciones creándola
Inmaculada, y su vida de gloria cuando fue asumida al reino de la gloria y
exaltada por encima de los coros de los ángeles. En consecuencia, si Cristo,
quien le dio a su Bienaventurada Madre más de lo que Él había recibido de
ella en su nacimiento, deseó corresonderla, ciertamente el resto de la
humanidad está aún más obligada a corresponder a sus padres. Más aún, al
honrar a nuestros padres no hacemos sino lo que es nuestro deber, y aún así
la bondad de Dios es tal como para recompensarnos por ello. En los Diez
Mandamientos está grabada la ley: “Honra a tu padre y a tu madre, para que
se prolonguen tus días sobre la tierra”[153].
Y el Espíritu Santo dice: “Aquél que honre a su padre tendrá gozo en sus
propios hijos, y en el día de su oración será escuchado”[154]. Y Dios no
sólo recompensa a los que reverencian a sus padres, sino que castiga a los
que les son irrespetuosos, pues éstas son las palabras de Cristo: “Dios ha
dicho que el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la
muerte”[155]. “Y maldito es de Dios quien irrita a su madre”[156]. Por lo
tanto, podemos concluir que la maldición de un padre traerá consigo la
ruina, pues Dios mismo lo ratificará. Esto se prueba por muchos ejemplos; y
narraremos brevemente uno que refiere San Agustín en su Ciudad de Dios. En
Cesarea, una ciudad de Capadocia, habían diez ninos, a saber siete varones y
tres mujeres, que fueron malditos por su madres, y fueron inmediatamente
golpeados por el cielo con tal castigo que todos sus miembros temblaron, y,
en su penosa situación, adonde fuera que fuesen, no podían soportar la
mirada de sus conciudadanos, y así vagaron por todo el mundo Romano. Al
final, dos de ellos fueron curados por las reliquias de San Esteban
Proto-mártir, en presencia de San Agustín.
[141] Mt 10,37.
[142] Hch 2,23.
[143] Lc 2,35.
[144] Sal 3,6.
[145] Eclo 7,24.
[146] Tob 1,10.
[147] Col 3,21; Ef 6,4.
[148] Job 1,21.
[149] 1Tes 4,12.
[150] 1Tim 5,4.
[151] Jn 19,27.
[152] Eclo 7,30.
[153] Ex 20,12.
[154] Eclo 3,6.
[155] Mt 15,4.
[156] Eclo 3,18.
CAPÍTULO XII
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera
Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
La carga y el yugo que puso nuestro Senor en San Juan, al confiar a
su cuidado la protección de su Madre Virgen, fueron ciertamente un yugo
dulce y una carga ligera. zQuién pues no estimaría una felicidad habitar
bajo el mismo techo con quien había llevado por nueve meses en su vientre al
Verbo Encarnado, y había disfrutado por treinta anos la más dulce y feliz
comunicación de sentimientos con Él? zQuién no enviaría al discípulo elegido
de nuestro Senor, cuyo corazón fue alegrado en la ausencia del Hijo de Dios
por la presencia constante de la Madre de Dios? Y aún así si no me equivoco
está en nuestro poder obtener por medio de nuestras oraciones que nuestro
amabilísimo Senor, que se hizo Hombre por nuestra salvación y fue
crucificado por amor a nosotros, nos diga en relación a su Madre, “He ahí a
tu Madre”, y diga a su Madre por cada uno de nosotros “?He ahí a tu hijo!”.
Nuestro buen Senor no escatima sus gracias, con tal que nos acerquemos al
trono de gracia con fe y confianza, con corazones sinceros, abiertos y no
hipócritas.
Aquel que desea tenernos como coherederos del reino de su Padre, no
desdenará tenernos como coherederos en el amor de su Madre. Y tampoco
nuestra benignísima Madre llevará a mal tener una innumerable multitud de
hijos, pues ella tiene un corazón capaz de abrazarnos a todos, y desea
ardientemente que no perezca ninguno de esos hijos que su Divino Hijo
redimió con su preciosa Sangre y aún más preciosa Muerte. Aproximémonos por
tanto con confianza al trono de la gracia de Cristo, y con lágrimas
roguémosle humildemente que le diga a su Madre por cada uno de nosotros, “He
ahí a tu hijo”, y a nosotros en relación a su Madre, “He ahí a tu Madre”.
?Cuán seguros estaremos bajo la protección de tal Madre! zQuién se atreverá
a apartarnos de debajo de su manto? zQué tentaciones, qué tribulaciones
podrían vencernos si nos confiamos a la protección de la Madre de Dios y
Madre nuestra? Y no seremos los primeros que han obtenido tan poderosa
protección. Muchos nos han precedido, muchos, digo, se han puesto bajo la
singular y maternal protección de tan poderosa Virgen, y nadie ha sido
abandonado de ella con su alma en un estado perplejo y abatido, sino que
todos los que han confiado en el amor de tal Madre están felices y gozosos.
De ella se ha escrito: “Ella te pisará la cabez”[157]. Quienes confían en
ella pueden con seguridad “pisar sobre el áspid y la víbora, y hollar al
león y al dragón”[158]. Escuchemos, sin embargo, las palabras de unos pocos
hombres ilustres de los tanto que han reconocido haber encontrado la
esperanza de su salvación el Virgen, y a quienes podemos creer que nuestro
Senor les dijo “He ahí a tu Madre”, y en relación a quienes le dijo a su
Madre, “He ahí a tu hijo”.
El primero será San Efrén de Siria, un antiguo Padre de tanto renombre que
San Jerónimo nos informa que sus trabajos eran leídos públicamente en las
iglesias antes que las Sagradas Escrituras. En uno de sus sermones sobre las
alabanzas de la Madre de Dios, él dice: “La inmaculada y pura Virgen Madre
de Dios, la Reina de todo, y la esperanza de los que desesperan”. Y
nuevamente: “Tú eres un puerto para los que son atacados por tormentas,
consuelo del mundo, liberadora de los que están en prisión; tú eres madre de
los huérfanos, redentora de los cautivos, alegría del enfermo, y estrella
para la seguridad de todos”. Y nuevamente: “Guárdame y protégeme bajo tu
brazo, ten piedad de mí que estoy manchado por el pecado. No confío en nadie
sino en ti, oh Virgen sincerísima. ?Salve, paz, gozo y seguridad del
mundo!”. Citaremos a continuación a San Juan Damasceno, quien fue uno de los
primeros en mostrar el más grande honor y poner la mayor confianza en la
protección de la santísima Virgen. Así dice en un sermón sobre la Natividad
de la Bienaventurada Virgen: “Oh hija de Joaquín y Ana, oh Senora, recibe
las oraciones de un pecador que te ama y honra ardientemente, y mira a ti
como su única esperanza de alegría, como la sacerdotisa de la vida, y la
guía de los pecadores para retornar a la gracia y el favor de tu Hijo, y la
segura depositaria de la seguridad, aligera el peso de mis pecados, vence
mis tentaciones, haz mi vida pía y santa, y concédeme que bajo tu guía pueda
llegar a la felicidad celestial”. Ahora seleccionaremos unos pocos pasajes
de dos Padres latinos.
San Anselmo, en su trabajo Sobre la Excelencia de la Virgen dice: “Considero
como un gran signo de predestinación para alguno que se le haya concedido el
favor de meditar frecuentemente en María”. Y nuevamente: “Recuerda que a
veces obtenemos auxilio con más prontitud invocando el nombre de la Virgen
Madre que si hubiésemos invocado el Nombre del Senor Jesús, su único Hijo, y
es no porque sea ella más grande o poderosa que Él, ni porque sea Él más
grande y poderoso por medio de ella, sino más bien ella por medio de Él.
zCómo es entonces que obtenemos auxilio más prontamente al invocarla que al
invocar a su Hijo? Digo que creo que es así, y mi explicación es que su Hijo
es el Senor y Juez de todo, y es capaz de discernir los méritos de cada uno.
En consecuencia, cuando su Nombre es invocado por alguien, puede con
justicia prestar oídos sordos a la súplica, pero si el nombre de su Madre es
invocado, incluso suponiendo que los méritos del que suplica no le dan
derecho a ser escuchado, aún así los méritos de la Madre de Dios son tales
que su Hijo no puede negarse a escuchar su oración”.
Pero San Bernardo, en un lenguaje que es verdaderamente admirable, describe
por un lado el afecto santo y maternal con el que la Bienaventurada Virgen
acoge a los que le son devotos, y por otro el amor filial de quienes la
miran como Madre. En su segundo sermón sobre el texto “El Ángel fue
enviado”, exclama: “Oh tú, quienquiera que seas, que sabes que estás
expuesto a los peligros del tempestuoso mar de este mundo más que lo que
gozas de la seguridad de la tierra firme, no alejes tus ojos del esplendor
de esta Estrella, del María Estrella del Mar, a menos que desees ser
devorado por la tempestad. Si los vientos de las tentaciones surgen,, si
eres arrojado a las rocas de las tribulaciones, mira esta Estrella, llama a
María. Si eres arrojado aquí y allá en las oleadas del orgullo, de la
ambición, de las calumnias, de la envidia, levanta la mirada hacia esta
Estrella, llama a María. Si tú, aterrorizado por la magnitud de tus
crímenes, perplejo ante el impuro estado de tu conciencia, y sacudido por el
temor de tu Juez, empiezas a ser engullido por el abismo de la tristeza o el
hoyo de la desesperanza, piensa en María; en todos tus peligros, en todas
tus dificultades, en todas tus dudas piensa en María, llama a María. No
serás confundido si la sigues, no desesperarás si le rezas, no te
equivocarás si piensas en ella”. El mismo Santo en este sermón sobre la
Natividad de la Virgen dice los siguiente: “Alza tus pensamientos y juzga
con qué afecto quiere Él que honremos a María que ha llenado su alma con la
plenitud de su bondad, de modo que toda esperanza, toda gracia, toda
protección del pecado que recibamos la reconozcamos como viniendo a través
de sus manos”. “Veneremos a María con todo nuestro corazón y todas nuestras
oblaciones, pues esa es la voluntad de quien ha hecho que recibamos todo por
medio de María”. “Hijos míos, ella es la escalera para los pecadores, ella
es my mayor confianza, ella es todo el fundamento de mi esperanza”. A estos
extractos de los escritos de dos santos Padres, anadiré algunas citas de dos
santos Teólogos. Santo Tomás, en su ensayo sobre la salutación angélica,
dice: “Ella es bendita entre todas las mujeres porque ella sola ha quitado
la maldición de Adán, ha traído bendiciones a la humanidad, y ha abierto las
puertas del Paraíso. Por eso es llamada María, nombre que significa
"Estrella del Mar", pues así como marineros conducen sus naves a puerto
mirando las estrellas, así los Cristianos son llevados a la gloria por la
intercesión de María”.
San Buenaventura escribe en su Pharetra: “Oh Santísima Virgen, así como todo
el que te odia y es olvidado por ti necesariamente perecerá, así todo el que
te ama y es amado por ti necesariamente será salvado”. El mismo Santo en su
Vida de San Francisco habla así de la confianza de éste en la Bienaventurada
Virgen: “Amó a la Madre de nuestro Senor Jesucristo con un amor inefable,
por ella nuestro Senor Jesucristo llegó a ser nuestro hermano, y por ella
obtuvimos misericordia. Junto a Cristo colocó toda su confianza en ella, la
miró como abogada propia y de su Ordena, y en su honor ayunó devotamente
desde la fiesta de San Pedro y San Pablo hasta la Asunción”. Con estos
santos juntaremos el nombre del Papa Inocencio III, quien fue eminentemente
distinguido por su devoción a la Virgen, y no sólo celebró sus grandezas en
sus sermones, sino que construyó un monasterio en su honor, y lo que es más
admirable, en una exhortación que dirigió a su grey para que confíen en
ella, usó palabras cuya veracidad fue luego ejemplificada en su propia
persona. Así hablo en su segundo sermón sobre la Asunción: “Que el hombre
que está sentado en la oscuridad del pecado mire la luna, que invoque a
María para que ella interceda ante su Hijo, y le obtenga la compunción de
corazón. Pues zquién que la haya alguna vez llamado en su desgracia no ha
sido escuchado?”. El lector puede consultar el cap. IX, libro 2, sobre “Las
lágrimas de la paloma”, y ver que allí hemos escrito sobre el Papa Inocencio
III. De estos extractos, y de estos signos de predestinación, queda
abundantemente evidente que una devoción cordial a la Virgen Madre de Dios
no es novedad alguna. Pues parecería increíble que perezca alguien en cuyo
favor Cristo le ha dicho a su Madre: “He ahí a tu hijo”, con tal que no
preste oídos sordos a las palabras que Cristo le dirigió a él mismo: “He ahí
a tu Madre”.
[157] Gén 3,15.
[158] Sal 90,13.