La segunda palabra o la
segunda frase pronunciada por Cristo en la Cruz fue, según el testimonio de San
Lucas, la magnífica promesa que hizo al ladrón que pendía de una Cruz a su
lado. La promesa fue hecha en las siguientes circunstancias. Dos ladrones
habían sido crucificados junto con el Seńor, uno a su mano derecha, el
otro a su izquierda, y uno de ellos sumó a sus crímenes del pasado el pecado de
blasfemar a Cristo y burlarse de Él por su carencia de poder para salvarlos,
diciendo: “żNo eres tú el Cristo? Pues ˇsálvate a ti y a nosotros!”[63]. De hecho, San Mateo y
San Marcos acusan a ambos ladrones de este pecado, pero es lo más probable que
los dos Evangelistas usen el plural para referirse al número singular, según se
hace frecuentemente en las Sagradas Escrituras, como observa San Agustín en su
trabajo sobre la Armonía de los Evangelios. Así San Pablo, en su Epístola a los
Hebreos, dice de los Profetas: “cerraron la boca a los leones ... apedreados
..., aserrados ...; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de
cabras”[64]. Sin embargo
hubo un solo Profeta, Daniel, que cerró la boca a los leones; hubo un solo
Profeta, Jeremías, que fue apedreado; hubo un sólo Profeta, Isaías, que fue
aserrado. Más aún, ni San Mateo ni San Marcos son tan explícitos con respecto a
este punto como San Lucas, que dice de manera muy clara, “Uno de los
malhechores colgados le insultaba”[65].
Ahora bien, incluso concediendo que los dos vituperaron al Seńor, no hay
razón para que el mismo hombre no lo haya maldecido en un momento, y en otro
haya proclamado sus alabanzas. Sin embargo, la opinión
de los que mantienen que uno de los ladrones blasfemadores se convirtió por la
oración del Seńor, “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”,
contradice manifiestamente la narración evangélica. Pues San Lucas dice que el
ladrón recién empezó a blasfemar a Cristo luego de que Él hiciera esta oración;
por ello nos vemos conducidos a adoptar la opinión de San Agustín y de San
Ambrosio, que dicen que sólo uno de los ladrones lo vituperó, mientras el otro
lo glorificó y defendió; y según esta narración el buen ladrón increpó al
blasfemador: “żEs que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?”[66]. El ladrón fue feliz por
su solidaridad con Cristo en la Cruz. Los rayos de la luz Divina que empezaban
a penetrar la oscuridad de su alma, lo llevaron a increpar al compańero de
su maldad y a convertirlo a una vida mejor; y este es el sentido pleno de su
increpación: “Tú, pues, quieres imitar la blasfemia de los judíos, que no han
aprendido aún a temer los juicios de Dios, sino que se ufanan de la victoria
que creen haber alcanzado al clavar a Cristo a una cruz. Se consideran libres y
seguros y no tienen aprensión alguna del castigo. żPero acaso tú, que
estás siendo crucificado por tus enormidades, no temes la justicia vengadora de
Dios? żPor qué ańades tú pecado a pecado?”. Luego, procediendo de
virtud a virtud, y ayudado por la creciente gracia de Dios, confiesa sus
pecados y proclama que Cristo es inocente. “Y nosotros” dice, somos condenados
“con razón” a la muerte de cruz, “porque nos lo hemos merecido con nuestros
hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho”[67]. Finalmente, creciendo aún la luz de la
gracia en su alma, ańade: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu
Reino”[68]. Fue admirable,
pues, la gracia del Espíritu Santo que fue derramada en el corazón del buen
ladrón. El Apóstol Pedro negó a su Maestro, el ladrón lo confesó, cuando Él
estaba clavado en su Cruz. Los discípulos yendo a Emaús dijeron, “Nosotros
esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel”[69]. El ladrón pide con confianza, “Acuérdate
de mí cuando vengas con tu Reino”. El Apóstol Santo Tomás declara que no creerá
en la Resurrección hasta que haya visto a Cristo; el ladrón, contemplando a
Cristo a quien vio sujeto a un patíbulo, nunca duda de que Él será Rey después
de su muerte. żQuién ha instruido
al ladrón en misterios tan profundos? Llama Seńor a ese hombre a quien
percibe desnudo, herido, en desgracia, insultado, despreciado, y pendiendo en
una Cruz a su lado: dice que después de su muerte Él vendrá a su reino. De lo
cual podemos aprender que el ladrón no se figuró el reino de Cristo como
temporal, como lo imaginaron ser los judíos, sino que después de su muerte Él
sería Rey para siempre en el cielo. żQuién ha sido su instructor en
secretos tan sagrados y sublimes? Nadie, por cierto, a menos que sea el
Espíritu de Verdad, que lo esperaba con Sus más dulces bendiciones. Cristo,
luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles: “żNo era necesario que el
Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”[70]. Pero el ladrón milagrosamente previó esto,
y confesó que Cristo era Rey en el momento en que no lo rodeaba ninguna
semblanza de realeza. Los reyes reinan durante su vida, y cuando cesan de vivir
cesan de reinar; el ladrón, sin embargo, proclama en alta voz que Cristo, por
medio de su muerte heredaría un reino, que es lo que el Seńor significa en
la parábola: “Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la
investidura real y volverse”[71].
Nuestro Seńor dijo estas palabras un tiempo corto antes de su Pasión para
mostrarnos que mediante su muerte Él iría a un país lejano, es decir a otra
vida; o en otras palabras, que Él iría al cielo que está muy alejado de la
tierra, para recibir un reino grande y eterno, pero que Él volvería en el
último día, y recompensaría a cada hombre de acuerdo a su conducta en esta
vida, ya sea con premio o con castigo. Con respecto a este reino, por lo tanto,
que Cristo recibiría inmediatamente después de su muerte, el ladrón dijo
sabiamente: “Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”. Pero puede
preguntarse, żno era Cristo nuestro Seńor Rey antes de su muerte? Sin
lugar a dudas lo era, y por eso los Magos inquirían continuamente: “żDónde
está el Rey de los judíos que ha nacido?”[72]. Y Cristo mismo dijo a Pilato: “Sí, como
dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad”[73].
Pero Él era Rey en este mundo como un viajero entre extrańos, por eso no
fue reconocido como Rey sino por unos cuantos, y fue despreciado y mal recibido
por la mayoría. Y así, en la parábola que acabamos de citar, dijo que Él iría
“a un país lejano, para recibir la investidura real”. No dijo que Él la
adquiriría por parte de otro, sino que la recibiría como Suya propia, y
volvería, y el ladrón observó sabiamente, “cuando vengas con tu Reino”. El
reino de Cristo no es sinónimo en este pasaje de poder o soberanía real, porque
lo ejerció desde el comienzo de acuerdo a estos versículos de los salmos: “Ya
tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo”[74]. “Dominará de mar a mar, desde el Río hasta
los confines de la tierra”[75].
E Isaías dice, “Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.
Estará el seńorío sobre su hombro”[76].
Y Jeremías, “Suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente,
practicará el derecho y la justicia en la tierra”[77]. Y Zacarías, “ˇExulta sin freno, hija
de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey:
justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de
asna”[78]. Por eso en la
parábola de la recepción del reino, Cristo no se refería a un poder soberano,
ni tampoco el buen ladrón en su petición, “Acuérdate de mí cuando vengas con tu
Reino”, sino que ambos hablaron de esa dicha perfecta que libera al hombre de
la servidumbre y de la angustia de los asuntos temporales, y lo somete
solamente a Dios, Al cual servir es reinar, y por el cual ha sido puesto por
encima de todas Sus obras. De este reino de dicha inefable del alma, Cristo
gozó desde el momento de su concepción, pero la dicha del cuerpo, que era Suya
por derecho, no la gozó actualmente hasta después de su Resurrección. Pues
mientras fue un forastero en este valle de lágrimas, estaba sometido a fatigas,
a hambre y sed, a lesiones, a heridas, y a la muerte. Pero como su Cuerpo
siempre debió ser glorioso, por eso inmediatamente después de la muerte Él
entró en el gozo de la gloria que le pertenecía: y en estos términos se refirió
a ello después de su Resurrección: “żNo era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Esta gloria que Él llama Suya
propia, pues está en su poder hacer a otros partícipes de ella, y por esta razón
Él es llamado el “Rey de la gloria”[79]
y “Seńor de la gloria”[80],
y “Rey de Reyes”[81] y Él
mismo dice a Sus Apóstoles, “yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros”[82]. Él, en verdad, puede
recibir gloria y un reino, pero nosotros no podemos conferir ni el uno ni el
otro, y estamos invitados a entrar “en el gozo de tu seńor”[83] y no en nuestro propio gozo. Este entonces
es el reino del cual habló el buen ladrón cuando dijo, “Cuando vengas con tu
Reino”. Pero no debemos pasar
por alto las muchas excelentes virtudes que se manifiestan en la oración del
santo ladrón. Una breve revista de ellas nos preparará para la respuesta de
Cristo a la petición; “Seńor, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”.
En primer lugar lo llama Seńor, para mostrar que se considera a sí mismo
como un siervo, o más bien como un esclavo redimido, y reconoce que Cristo es
su Redentor. Luego ańade un pedido sencillo, pero lleno de fe, esperanza,
amor, devoción, y humildad: “Acuérdate de mí”. No dice: Acuérdate de mí si
puedes, pues cree firmemente que Cristo puede hacer todo. No dice: Por favor,
Seńor, acuérdate de mí, pues tiene plena confianza en su caridad y
compasión. No dice: Deseo, Seńor, reinar contigo en tu reino, pues su
humildad se lo prohibía. En fin, no pide ningún favor especial, sino que reza
simplemente: “Acuérdate de mí”, como si dijera: Todo lo que deseo, Seńor,
es que Tú te dignes recordarme, y vuelvas tus benignos ojos sobre mí, pues yo
sé que eres todopoderoso y que sabes todo, y pongo mi entera confianza en tu
bondad y amor. Es claro por las palabras conclusivas de su oración, “Cuando
vengas con tu Reino”, que no busca nada perecible y vano, sino que aspira a
algo eterno y sublime. Daremos oído ahora a la
respuesta de Cristo: “Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La palabra “Amén” era usada por Cristo cada vez que quería hacer un anuncio
solemne y serio a Sus seguidores. San Agustín no ha dudado en afirmar que esta
palabra era, en boca de nuestro Seńor, una suerte de juramento. No podía
por cierto ser un juramento, de acuerdo a las palabras de Cristo: “Pues yo digo
que no juréis en modo alguno... Sea vuestro lenguaje: "Sí, sí";
"no, no": que lo que pasa de aquí viene del Maligno”[84]. No podemos, por lo tanto, concluir que
nuestro Seńor realizara un juramento cada vez que usó la palabra Amén.
Amén era un término frecuente en sus labios, y algunas veces no sólo precedía
sus afirmaciones con Amén, sino con Amén, amén. Así pues la observación de San
Agustín de que la palabra Amén no es un juramento, sino una suerte de
juramento, es perfectamente justa, porque el sentido de la palabra es verdaderamente:
en verdad, y cuando Cristo dice: Verdaderamente os digo, cree seriamente lo que
dice, y en consecuencia la expresión tiene casi la misma fuerza que un
juramento. Con gran razón, por ello, se dirigió al ladrón diciendo: “Amén, yo
te aseguro”, esto es, yo te aseguro del modo más solemne que puedo sin hacer un
juramento; pues el ladrón podría haberse negado por tres razones a dar crédito
a la promesa de Cristo si Él no la hubiera aseverado solemnemente. En primer
lugar, pudiera haberse negado a creer por razón de su indignidad de ser el
receptor de un premio tan grande, de un favor tan alto. żPues quién habría
podido imaginar que el ladrón sería transferido de pronto de una cruz a un
reino? En segundo lugar podría haberse negado a creer por razón de la persona
que hizo la promesa, viendo que Él estaba en ese momento reducido al extremo de
la pobreza, debilidad e infortunio, y el ladrón podría por ello haberse
argumentado: Si este hombre no puede durante su vida hacer un favor a Sus
amigos, żcómo va a ser capaz de asistirlos después de su muerte? Por
último, podría haberse negado a creer por razón de la promesa misma. Cristo
prometió el Paraíso. Ahora bien, los Judíos interpretaban la palabra Paraíso en
referencia al cuerpo y no al alma, pues siempre la usaban en el sentido de un
Paraíso terrestre. Si nuestro Seńor hubiera querido decir: Este día tú
estarás conmigo en un lugar de reposo con Abraham, Isaac, y Jacob, el ladrón
podría haberle creído con facilidad; pero como no quiso decir esto, por eso precedió
su promesa con esta garantía: “Amén, yo te aseguro”. “Hoy”. No dice: Te
pondré a Mi Mano Derecha en medio de los justos en el Día del Juicio. Ni dice:
Te llevaré a un lugar de descanso luego de algunos ańos de sufrir en el
Purgatorio. Ni tampoco: Te consolaré dentro de algunos meses o días, sino este
mismo día, antes que el sol se ponga, pasarás conmigo del patíbulo de la cruz a
las delicias del Paraíso. Maravillosa es la liberalidad de Cristo, maravillosa
también es la buena fortuna del pecador. San Agustín, en su trabajo sobre el
Origen del Alma, considera con San Cipriano que el ladrón puede ser considerado
un mártir, y que su alma fue directamente al cielo sin pasar por el Purgatorio.
El buen ladrón puede ser llamado mártir porque confesó públicamente a Cristo
cuando ni siquiera los Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor,
y por razón de esta confesión espontánea, la muerte que sufrió en compańía
de Cristo mereció un premió tan grande ante Dios como si la hubiera sufrido por
el nombre de Cristo. Si nuestro Seńor no hubiera hecho otra promesa que:
“Hoy estarás conmigo”, esto sólo hubiera sido una bendición inefable para el
ladrón, pues San Agustín escribe: “żDónde puede haber algo malo con Él, y
sin Él dónde puede haber algo bueno?”. En verdad Cristo no hizo una promesa
trivial a los que lo siguen cuando dijo: “Si alguno me sirve, que me siga, y
donde yo esté, allí estará también mi servidor”[85]. Al ladrón, sin embargo, le prometió no
sólo su compańía, sino también el Paraíso. Aunque algunas personas
han discutido acerca del sentido de la palabra Paraíso en este texto, no parece
haber fundamento para la discusión. Pues es seguro, porque es un artículo de
fe, que en el mismo día de su muerte el Cuerpo de Cristo fue colocado en el
sepulcro, y su Alma descendió al Limbo, y es igualmente cierto que la palabra
Paraíso, ya sea que hablemos del Paraíso celeste o terrestre, no se puede
aplicar ni al sepulcro ni al Limbo. No puede aplicarse al sepulcro, pues era un
lugar muy triste, la primera morada de los cadáveres, y Cristo fue el único
enterrado en el sepulcro: el ladrón fue enterrado en otro lugar. Más aún, las
palabras, “estarás conmigo” no se hubieran cumplido, si Cristo hubiera hablado
meramente del sepulcro. Tampoco se puede aplicar la palabra Paraíso al Limbo.
Pues Paraíso es un jardín de delicias, e incluso en el paraíso terrenal habían
flores y frutas, aguas límpidas y una deliciosa suavidad en el aire. En el
Paraíso celestial habían delicias sin fin, gloria interminable, y los lugares
de los bienaventurados. Pero en el Limbo, donde las almas de los justos estaban
detenidas, no había luz, ni alegría, ni placer; no por cierto que estas almas
estuviesen sufriendo, pues la esperanza de la redención y la perspectiva de ver
a Cristo era sujeto de consuelo y gozo para ellos, pero se mantenían como
cautivos en prisión. Y en este sentido el Apóstol, explicando a los profetas,
dice: “Subiendo a la altura, llevó cautivos”[86]. Y Zacarías dice: “En cuanto a ti, por la
sangre de tu alianza, yo soltaré a tus cautivos de la fosa en la que no hay
agua”[87], donde las
palabras “tus cautivos” y “la fosa en la que no hay agua” apuntan evidentemente
no a lo delicioso del Paraíso sino a la oscuridad de una prisión. Por eso, en
la promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar otra cosa que la
bienaventuranza del alma, que consiste en la visión de Dios, y esta es
verdaderamente un paraíso de delicias, no un paraíso corpóreo o local, sino uno
espiritual y celestial. Por esta razón, al pedido del ladrón, “Acuérdate de mí
cuando vengas con tu Reino”, el Seńor no replicó “hoy estarás conmigo” en
Mi reino, sino “Estarás conmigo en el Paraíso”, porque en ese día Cristo no
entró en su reino, y no entró en él hasta el día de su Resurrección, cuando su
Cuerpo se volvió inmortal, impasible, glorioso, y ya no era pasible de
servidumbre o sujeción alguna. Y no tendrá al buen ladrón como compańero
suyo en su reino hasta la resurrección de todos los hombres en el último día.
Sin embargo, con gran verdad y propiedad, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el
Paraíso”, pues en este mismo día comunicaría tanto al alma del buen ladrón como
a las almas de los santos en el Limbo esa gloria de la visión de Dios que Él
había recibido en su concepción; pues ésta es verdadera gloria y felicidad
esencial; éste es el gozo supremo del Paraíso celeste. Debe admirarse también
mucho la elección de las palabras utilizadas por Cristo en esta ocasión. No
dijo: Hoy estaremos en el Paraíso, sino: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”,
como si quisiera explicarse más extensamente, de la siguiente manera: Este día
tú estás conmigo en la Cruz, pero tú no estás conmigo en el Paraíso en el cual
estoy con respecto a la parte superior de Mi Alma. Pero en poco tiempo, incluso
hoy, tú estarás conmigo, no sólo liberado de los brazos de la cruz, sino
abrazado en el seno del Paraíso.
[63] Lc 23,39.
[64] Hb 11,33.37.
[65] Lc 23,39.
[66] Lc 23,40.
[67] Lc 23,41.
[68] Lc 23,42.
[69] Lc 24,21.
[70] Lc 24,26.
[71] Lc 19,12.
[72] Mt 2,2.
[73] Jn 18,37.
[74] Sal 2,6.
[75] Sal 72,8.
[76] Is 9,5.
[77] Jer 23,5.
[78] Zac 9,9.
[79] Sal 24,8.
[80] 1Cor 2,8.
[81] Ap 19,16.
[82] Lc 22,29.
[83] Mt 25,21.
[84] Mt 5,34.37.
[85] Jn 12,26.
[86] Ef 4,8.
[87] Zac 9,11.
Podemos recoger algunos
frutos escogidos de la segunda palabra dicha desde la Cruz. El primer fruto es
la consideración de la inmensa misericordia y liberalidad de Cristo, y qué cosa
buena y útil es servirlo. Los muchos dolores que Él estaba sufriendo podrían
haber sido alegados como excusa por nuestro Seńor para no escuchar la
petición del ladrón, pero en su caridad prefirió olvidar Sus propios graves
dolores a no escuchar la oración de un pobre pecador penitente. Este mismo
Seńor no contestó una palabra a las maldiciones y reproches de los
sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de un pecador confesándose, su
caridad le prohibió permanecer en silencio. Cuando es injuriado no abre su
boca, porque Él es paciente; cuando un pecador confiesa su culpa, habla, porque
Él es benigno. żPero qué hemos de decir de su liberalidad? Aquellos que
sirven a amos temporales obtienen con frecuencia una magra recompensa por
muchas labores. Incluso en este día vemos a no pocos que han gastado los
mejores ańos de su vida al servicio de príncipes, y se retiran a edad
avanzada con un magro salario. Pero Cristo es un Príncipe verdaderamente
liberal, un Amo verdaderamente magnánimo. No recibe servicio alguno de manos
del buen ladrón, excepto algunas palabras bondadosas y el deseo cordial de asistirlo,
y ˇcontemplad con qué gran premio le devuelve! En este mismo día todos los
pecados que había cometido durante su vida son perdonados; es puesto al mismo
nivel con los príncipes de su pueblo, a saber, con los patriarcas y los
profetas; y finalmente Cristo lo eleva a la solidaridad de su mesa, de su
dignidad, de su gloria, y de todos Sus bienes. “Hoy”, dice, “estarás conmigo en
el Paraíso”. Y lo que Dios dice, lo hace. Tampoco difiere esta recompensa a
algún día distante, sino que en este mismo día derrama en su seno “una medida
buena, apretada, remecida, rebosante”[88]. El ladrón no es el único
que ha experimentado la liberalidad de Cristo. Los apóstoles, que dejaron o
bien una barca, o bien un despacho de impuestos, o bien un hogar para servir a
Cristo, fueron hechos por Él “príncipes sobre toda la tierra”[89] y los diablos, serpientes, y toda clase de
enfermedades les fueron sometidos. Si algún hombre ha dado alimento o vestido a
los pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras
consoladoras en el Día del Juicio: “Tuve hambre, y me disteis de comer...
estaba desnudo, y me vestisteis”[90],
recibid, por lo tanto, y poseed mi Reino eterno. En fin, para no detenernos en
muchas otras promesas de recompensas, żpodría hombre alguno creer la casi
increíble liberalidad de Cristo, si no hubiera sido Dios Mismo Quien prometió
que “todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos
o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”[91]? San Jerónimo y los
otros santos Doctores interpretan el texto arriba citado de esta manera. Si un
hombre, por el amor de Cristo, abandona cualquier cosa en esta vida presente,
recibirá una recompensa doble, junto con una vida de valor incomparablemente
mayor que la pequeńez que ha dejado por Cristo. En primer lugar, recibirá
un gozo espiritual o un don espiritual en esta vida, cien veces más precioso
que la cosa temporal que despreció por Cristo; y un hombre espiritual escogería
más bien mantener este don que cambiarlo por cien casas o campos, u otras cosas
semejantes. En segundo lugar, como si Dios Todopoderoso considerase esta
recompensa como de pequeńo o ningún valor, el feliz mercader que negocia
bienes terrenos por celestiales recibirá en el próximo mundo la vida eterna, en
la cual palabra está contenido un océano de todo lo bueno. Tal, pues, es la manera
en que Cristo, el gran Rey, muestra su liberalidad a aquellos que se dan a su
servicio sin reservas. żNo son acaso necios aquellos hombres que, dejando
de lado la bandera de Monarca como este, desean hacerse esclavos de Mamón, de
la gula, de la lujuria? Pero aquellos que no saben qué cosas Cristo considera ser
verdaderas riquezas, podrían decir que estas promesas son meras palabras, pues
muchas veces hallamos que Sus amigos queridos son pobres, escuálidos, abyectos
y sufridos, y por el otro lado, nunca vemos esta recompensa centuplicada que se
proclama como tan verdaderamente magnífica. Así es: el hombre carnal nunca verá
el ciento por uno que Cristo ha prometido, porque no tiene ojos con los cuales
pueda verlo; ni participará jamás en ese gozo sólido que engendra una pura
conciencia y un verdadero amor de Dios. Aduciré, sin embargo, un ejemplo para
mostrar que incluso un hombre carnal puede apreciar los deleites espirituales y
las riquezas espirituales. Leemos en un libro de ejemplos acerca de los hombres
ilustres de la Orden Cisterciense, que un cierto hombre noble y rico, llamado
Arnulfo, dejó toda su fortuna y se convirtió en monje Cisterciense, bajo la
autoridad de San Bernardo. Dios probó la virtud de este hombre mediante los
amargos dolores de muchos tipos de sufrimientos, particularmente hacia el final
de su vida; y en una ocasión, cuando estaba sufriendo más agudamente que de
costumbre, clamó con voz fuerte: “Todo lo que has dicho, Oh Seńor Jesús,
es verdad”. Al preguntarle los que estaban presentes, cuál era la razón de su
exclamación, replicó: “El Seńor, en su
Evangelio, dice que aquellos que dejan sus riquezas y todas las cosas por Él,
recibirán el ciento por uno en esta vida, y después la vida eterna. Yo entiendo
largamente la fuerza y gravedad de esta promesa, y yo reconozco que ahora estoy
recibiendo el ciento por uno por todo lo que dejé. Verdaderamente, la gran
amargura de este dolor me es tan placentera por la esperanza de la Divina
misericordia que se me extenderá a causa de mis sufrimientos, que no
consentiría ser liberado de mis dolores por cien veces el valor de la materia
mundana que dejé. Porque, verdaderamente, la alegría espiritual que se centra
en la esperanza de lo que vendrá, sobrepasa cien veces toda la alegría mundana,
que brota del presente”. El lector, al ponderar estas palabras, podrá juzgar
qué tan grande estima ha de tenerse por la virtud venida del cielo de la
esperanza cierta de la felicidad eterna.
[88] Lc 6,38.
[89] Sal 45,17.
[90] Mt 25,35.36.
[91] Mt 19,29.
El conocimiento del
poder de la Divina gracia y de la debilidad de la voluntad humana, es el
segundo fruto a ser recogido de la consideración de la segunda palabra, y este
conocimiento equivale a decir que nuestra mejor política es poner toda nuestra
confianza en la gracia de Dios, y desconfiar enteramente de nuestra propia
fuerza. Si algún hombre quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga
sus ojos en el buen ladrón. Era un pecador notorio, que había pecado en el
perverso curso de su vida hasta el momento en que fue sujeto a la cruz, esto
es, casi hasta el último momento de su vida; y en este momento crítico, cuando
su salvación eterna estaba en juego, no había nadie presente para aconsejarlo o
asistirlo. Pues aunque estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo
sólo escuchaba a los sumos sacerdotes y Fariseos declarando que Él era un seductor
y un hombre ambicioso que buscaba tener poder soberano. También escuchaba a su
compańero, burlándose perversamente en términos similares. No había nadie
que dijera una palabra buena por Cristo, e incluso Cristo Mismo no refutaba
estas blasfemias y maldiciones. Sin embargo, con la asistencia de la gracia de
Dios, cuando las puertas del cielo parecían cerradas para él, y las fauces del
infierno abiertas para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado como parece
posible de la vida eterna, fue iluminado repentinamente de lo alto, sus
pensamientos se dirigieron hacia el canal apropiado, y confesó que Cristo era
inocente y el Rey del mundo por venir, y, como ministro de Dios, reprobó al
ladrón que lo acompańaba, lo persuadió de que se arrepintiera, y se encomendó
humilde y devotamente a Cristo. En una palabra, sus disposiciones fueron tan
perfectas que los dolores de su crucifixión compensaron por cuanto sufrimiento
pudiera estar guardado para él en el Purgatorio, de tal modo que inmediatamente
después de la muerte ingresó en el gozo de su Seńor. Por esta
circunstancia resulta evidente que nadie debe desesperar de la salvación, pues
el ladrón que entró en la vińa del Seńor casi a la hora duodécima
recibió su premio con aquellos que habían venido en la primera hora. Por otro
lado, en orden a permitirnos ver la magnitud de la debilidad humana, el mal
ladrón no se convierte ni por la inmensa caridad de Cristo, Quien oró tan
amorosamente por Sus ejecutores, ni por la fuerza de sus propios sufrimientos,
ni por la admonición y ejemplo de su compańero, ni por la inusual
oscuridad, el partirse de las rocas, o la conducta de aquellos que, después de
la muerte de Cristo, volvieron a la ciudad golpeándose el pecho. Y todas estas
cosas sucedieron después de la conversión del buen ladrón, para mostrarnos que
mientras uno pudo ser convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos
auxilios, no pudo, o en realidad no quiso, ser convertido. Pero puede preguntarse,
żpor qué Dios ha dado la gracia de la conversión a uno y se la ha negado
al otro? Contestó que a ambos se le dio gracia suficiente para su conversión, y
que si uno pereció, pereció por su propia culpa, y que si el otro se convirtió,
fue convertido por la gracia de Dios, pero no sin la cooperación de su propia
libre voluntad. Todavía podría argüirse, żpor qué no dio Dios a ambos esa
gracia eficaz que capaz de sobreponerse al corazón más endurecido? La razón de
que no lo haya hecho así es uno de esos secretos que debemos admirar pero no
penetrar, pues debemos quedar satisfechos con el pensamiento de que no puede
haber injusticia en Dios[92],
como dice el Apóstol, pues, como lo expresa San Agustín, los juicios de Dios
pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos. Aprender de este ejemplo a no
posponer nuestra conversión hasta la proximidad de la muerte, es una lección
que nos concierne de forma más inmediata. Pues si uno de los ladrones cooperó
con la gracia de Dios en el último momento, el otro la rechazó, y encontró su
perdición definitiva. Y todo lector de historia, u observador de lo que sucede
alrededor, no puede sino saber que la regla es que los hombres terminen una
vida perversa con una muerte miserable, mientras que es una excepción que el
pecador muera de manera feliz; y, por el otro lado, no sucede con frecuencia
que aquellos que viven bien y santamente lleguen a un fin triste y miserable,
sino que muchas personas buenas y piadosas entran, después de su muerte, en
posesión de los gozos eternos. Son demasiado presuntuosas y necias aquellas
personas que, en un asunto de tal importancia como la felicidad eterna o el
tormento eterno, osan permanecer en un estado de pecado mortal incluso por un
día, viendo que pueden ser sorprendidas por la muerte en cualquier momento, y
que después de la muerte no hay lugar para el arrepentimiento, y que una vez en
el infierno ya no hay redención.
[92] Ver Rom 9,14.
Se puede extraer un
tercer fruto de la segunda palabra de nuestro Seńor, advirtiendo el hecho
de que hubieron tres personas crucificadas al mismo tiempo, uno de los cuales,
a saber, Cristo, fue inocente; otro, a saber, el buen ladrón, fue un penitente;
y el tercero, a saber, el mal ladrón, permaneció obstinado en su pecado: o para
expresar la misma idea en otras palabras, de los tres que fueron crucificados
al mismo tiempo, Cristo fue siempre y trascendentemente santo, uno de los
ladrones fue siempre y notablemente perverso, y el otro ladrón fue primero un
pecador, pero ahora un santo. De esta circunstancia hemos de inferir que todo
hombre en este mundo tiene su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener
una cruz que llevar, apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos
tener por sabias a aquellas personas que reciben su cruz de la mano del
Seńor, y la cargan incluso hasta la muerte, no sólo pacientemente sino
alegremente. Y el que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse
de estas palabras de nuestro Seńor: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”[93], y de nuevo, “El que no lleve su cruz y
venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”[94], que es precisamente la doctrina del
Apóstol: “Todos los que quieran vivir piadosamente”, dice, “en Cristo Jesús,
sufrirán persecuciones”[95].
Los Padres Griegos y Latinos dan su entera adhesión a esta enseńanza, y
para no ser polijo haré sólo dos citas. San Agustín en su comentario a los
salmos escribe: “Esta vida corta es una tribulación: si no es una tribulación
no es un viaje: pero si es un viaje o bien no amas el país hacia el cual estás
viajando, o bien sin duda estarás en tribulación”. Y en otro lugar: “Si dices
que no has sufrido nada aún, entonces no has empezado a ser Cristiano”. San
Juan Crisóstomo, en una de sus homilías al pueblo de Antioquía, dice: “La
tribulación es una cadena que no puede ser desvinculada de la vida de un
Cristiano”. Y de nuevo: “No puedes decir que un hombre es santo si no ha pasado
la prueba de la tribulación”. En verdad esta doctrina puede ser demostrada por
la razón. Las cosas de naturaleza contraria no pueden ser puestas en presencia de
la otra sin una oposición mutua; así el fuego y el agua, mientras se mantengan
aparte, permanecerán quietas; pero júntalas, y el agua empezará a sonar, a
convertirse en glóbulos, y a transformarse en vapor hasta que o el agua se
consuma, o el fuego se extinga. “Frente al mal está el bien”, dice el
Eclesiástico, “frente a la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el pecador”[96]. Los hombres justos se
comparan al fuego. su luz brilla, su celo arde, siempre están ascendiendo de
virtud en virtud, siempre trabajando, y todo lo que emprenden lo realizan
eficazmente. Por el otro lado los pecadores son comparados al agua. Son fríos,
moviéndose siempre en la tierra, y formando lodo por todos lados. żEs
pues, por lo tanto, extrańo que los hombres malos persigan a las almas
justas? Pero porque, incluso hasta el fin del mundo, el trigo y la cizańa
crecerán en el mismo campo, la chala y el maíz pueden estar en el mismo
almacén, los peces buenos y malos pueden ser hallados en la misma red, esto es
hombres derechos y perversos en el mismo mundo, e incluso en la misma Iglesia;
de esto necesariamente se sigue que los buenos y los santos serán perseguidos
por los malos y los impíos. Los perversos también
tienen sus cruces en este mundo. Pues aunque no sean perseguidos por los
buenos, aún así serán atormentados por otros pecadores, por sus propios vicios,
e incluso por sus conciencias perversas. El sabio Salomón, que ciertamente
hubiera sido feliz en este mundo, si la felicidad fuera posible aquí, reconoció
que tenía una Cruz que cargar cuando dijo: “Consideré entonces
todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es
vanidad y atrapar vientos”[97].
Y el escritor del Libro del Eclesiástico, que era también un hombre muy
prudente, pronuncia esta sentencia general: “Grandes trabajos han sido creados
para todo hombre, un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán”[98]. San Agustín en su comentario a los Salmos
dice que “la mayor de las tribulaciones es una conciencia culpable”. San Juan
Crisóstomo en su homilía sobre Lázaro muestra extensamente cómo los perversos
deben tener sus cruces. Si son pobres, su pobreza es su cruz; si no son pobres,
la avaricia es su cruz, que es una cruz más pesada que la pobreza; si están
postrados en un lecho de enfermedad, su lecho es su cruz. San Cipriano nos dice
que todo hombre desde el momento de su nacimiento está destinado a cargar una
cruz y a sufrir tribulación, lo cual es preanunciado por las lágrimas que
derrama todo infante. “Cada uno de nosotros”, escribe, “en su nacimiento, en su
misma entrada al mundo, derrama lágrimas. Y aunque entonces somos inconscientes
e ignorantes de todo, sin embargo sabemos, incluso en nuestro nacimiento, qué
es llorar: por una previsión natural lamentamos las ansiedades y trabajos de la
vida que estamos comenzando, y el alma ineducada, por sus lamentos y llanto,
proclama las farragosas conmociones del mundo al que está ingresando”. Siendo las cosas así no
puede haber duda de que hay una cruz guardada para el bueno así como para el
malo, y sólo me resta probar que la cruz de un santo dura poco tiempo, es
ligera y fecunda, mientras que la de un pecador es eterna, pesada y estéril. En
primer lugar no puede haber duda en el hecho de que un santo sufre sólo por un
breve periodo, pues no puede tener que soportar nada cuando esta vida haya
pasado. “Desde ahora, sí --dice el Espíritu--” a las almas justas que parten,
“que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompańan”[99]. “Y [Dios] enjugará toda
lágrima de sus ojos”[100].
Las sagradas Escrituras dicen de forma muy positiva que nuestra vida presente
es corta, aunque a nosotros nos pueda parecer larga: “Están contados ya sus días”[101] y “El hombre, nacido
de mujer, corto de días”[102]
y “żQué será de vuestra vida? ... ˇSois vapor que aparece un momento
y después desaparece!”[103].
El Apóstol, sin embargo, que llevó una cruz muy pesada desde su juventud hasta
su edad anciana, escribe en estos términos en su Epístola a los Corintios: “En
efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un
pesado caudal de gloria eterna”[104],
pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin medida, y los compara a un
momento indivisible, aunque se hayan extendido por un periodo de más de treinta
ańos. Y sus sufrimientos consistieron en estar hambriento, sediento,
desnudo, apaleado, en haber sido golpeado tres veces con varas por los Romanos,
cinco veces flagelado por los judíos, una vez apedreado, y haber tres veces
naufragado; en emprender muchos viajes, en ser muchas veces prisionero, en
recibir azotes sin medida, en ser reducido muchas veces hasta el último extremo[105]. żQué
tribulaciones, pues, llamaría pesadas, si considera estas como ligeras, como
realmente son? żY qué dirías tú, amable lector, si insisto en que la cruz
es no sólo ligera, sino incluso dulce y agradable por razón de las
superabundantes consolaciones del Espíritu Santo? Cristo dice de su yugo que
puede ser llamado cruz: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”[106]; y en otro lugar dice: “Lloraréis y os
lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo”[107].
Y el Apóstol escribe: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas
nuestras tribulaciones”[108].
En una palabra, no podemos negar que la cruz del justo es no sólo ligera y
temporal, sino fecunda, útil, y portadora de todo buen regalo, cuando
escuchamos a nuestro Seńor decir: “Bienaventurados los perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos”[109], a San Pablo exclamando que “Los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de
manifestar en nosotros”[110],
y a San Pedro exhortándonos a regocijarnos si “participáis en los sufrimientos
de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su
gloria”[111]. Por otro lado no es
necesaria una demostración para mostrar que la cruz de los perversos es eterna
en su duración, muy pesada y carente de mérito. Con certeza que la muerte del
mal ladrón no fue un descenso de la Cruz, como lo fue la muerte del buen
ladrón, pues hasta ahora ese hombre desdichado está morando en el infierno, y
morará allí para siempre, porque el “gusano” del perverso “no morirá, su fuego
no se apagará”[112]. Y la
cruz del glotón rico, que es la cruz de aquellos que almacenan riquezas, que
son muy aptamente comparadas por el Seńor a espinas que no pueden ser
manipuladas o guardadas con impunidad, no cesa con esta vida como cesó la cruz
del pobre Lázaro, sino que lo acompańa al infierno, donde incesantemente
arde y lo atormenta, y lo fuerza a implorar una gota de agua para refrescar su
lengua ardiente: “porque estoy atormentado en esta llama”[113]. Por eso la cruz de los perversos es
eterna en su duración, y los lamentos de aquellos de quienes leemos en el libro
de la Sabiduría, dan testimonio de que es pesada y ardua: “Nos hartamos de
andar por sendas de iniquidad y perdición, atravesamos desiertos
intransitables”[114].
ˇQué! żNo son senderos difíciles de andar la ambición, la avaricia,
la lujuria? żNo son senderos difíciles de andar los acompańantes de
estos vicios: ira, contiendas, envidia? No son senderos difíciles de andar los
pecados que brotan de estos acompańantes: traición, disputas, afrentas,
heridas y asesinato? Lo son ciertamente y no es poco frecuente que obliguen a
los hombres a suicidarse en desesperación, y, buscando por medio de ello evitar
una cruz, preparar para sí mismos una mucho más pesada. żY qué ventaja o
fruto derivan los perversos de su cruz? No es más capaz de traerles una ventaja
que los espinos lo son de producir uvas, o los cardos higos. El yugo del
Seńor trae la paz, según Sus propias palabras: “Tomad sobre vosotros mi
yugo ... y hallaréis descanso para vuestras almas”[115]. żPuede el yugo del demonio, que es
diametralmente opuesto al de Cristo, traer otra cosa que preocupación y
ansiedad? Y esto es de mayor importancia aún: que mientras la Cruz de Cristo es
el paso a la felicidad eterna, “żNo era necesario que el Cristo padeciera
eso y entrara así en su gloria?”[116],
la cruz del demonio es el paso a los tormentos eternos, de acuerdo a la
sentencia pronunciada sobre los perversos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno preparado para el Diablo y sus ángeles”[117]. Si hubiera hombres sabios que están
crucificados en Cristo, no buscarían bajar de la Cruz, como el ladrón buscó
tontamente, sino que permanecerán más bien cerca a su lado, con el buen ladrón,
y pedirán perdón de Dios y no la liberación de la cruz, y así sufriendo sólo
con Él, reinarán también con Él, de acuerdo a las palabras del Apóstol:
“Sufrimos con Él, para ser también con él glorificados”[118]. Si, sin embargo, hubieran sabios entre
aquellos que son oprimidos por la cruz del demonio, se preocuparían de
sacársela de encima de una vez, y si tienen algún sentido cambiarán las cinco
yugadas[119] de bueyes
por el único yugo de Cristo. Por las cinco yugadas de bueyes se refiere a los
trabajos y cansancio de los pecadores que son esclavos de sus cinco sentidos; y
cuando un hombre trabaja en hacer penitencia en lugar de pecar, trueca las
cinco yugadas de bueyes por el único yugo de Cristo. Feliz es el alma que sabe
cómo crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias, y distribuye las
limosnas que pudieran haberse gastado en gratificar sus pasiones, y pasa en
oración y en lectura espiritual, en pedir la gracia de Dios y el patrocinio de
la Corte Celestial, las horas que podrían perderse en banquetear y en
satisfacer la ambición incansable de hacerse amigo de los poderosos. De esta
manera la cruz del mal ladrón, que es pesada y baldía, puede ser con provecho intercambiada
por la Cruz de Cristo, que es ligera y fecunda. Leemos en San Agustín
cómo un soldado distinguido discutía con uno de sus compańeros acerca de
tomar la cruz. “Díganme, les pido, a qué meta nos han de conducir todos los
trabajos que emprendemos? żQué objeto nos presentamos a nosotros mismos?
żPor quién servimos como soldados? Nuestra mayor ambición es hacernos
amigos del Emperador; ży no está acaso el camino que nos conduce a su
honor, lleno de peligros, y cuando hemos alcanzado nuestro punto, no estamos
colocados entonces en la posición más peligrosa de todas? żY por cuántos
ańos tendremos que laborar para asegurar este honor? Pero si deseo
volverme amigo de Dios, me puedo hacer amigo Suyo en este momento”. Así
argumentaba que como para asegurarse la amistad del Emperador tiene que
emprender muchas fatigas largas y estériles, actuaría más sabiamente si
emprendiera menores y más leves trabajos para asegurarse la amistad de Dios.
Ambos soldados tomaron su decisión en el momento; ambos dejaron el ejército en
orden a servir en serio a su Creador, y lo que incrementó su alegría al tomar
este primer paso fue que las dos damas con las cuales estaban a punto de
casarse, ofrecieron espontáneamente su virginidad a Dios.
[93] Mt 16,24.
[94] Lc 14,27.
[95] 2Tim 3,12.
[96] Eclo 33,14.
[97] Ecl 2,11.
[98] Eclo 40,1.
[99] Ap 14,13.
[100] Ap 21,4.
[101] Job 14,5.
[102] Job 14,1.
[103] Stgo 4,14.
[104] 2Cor 4,17.
[105] Ver 2Cor 11,24.
[106] Mt 11,30.
[107] Jn 16,20.
[108] 2Cor 7,4.
[109] Mt 5,10.
[110] Rom 8,18.
[111] 1Pe 4,13.
[112] Is 66,24.
[113] Lc 16,24.
[114] Sab 5,7.
[115] Mt 11,29.
[116] Lc 24,26.
[117] Mt 25,41.
[118] Rom 8,17.
[119] Ver Lc 14,19.
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