CAPÍTULO XIX Hemos llegado a la
última palabra que Nuestro Seńor pronunció. En el momento de la muerte de
Jesús, “dando un fuerte grito, dijo, "Padre, en tus manos encomiendo mi
Espíritu"”[326].
Explicaremos cada palabra separadamente. “Padre”. Merecidamente llama a Dios su
Padre, pues Él era un Hijo que había sido obediente a su Padre incluso hasta la
muerte, y era propio que su último deseo, que con seguridad iba a ser
escuchado, sea precedido por tan dulce nombre. “En tus manos”. En las Sagradas
Escrituras las manos de Dios significan la inteligencia y la voluntad de Dios,
o en otras palabras, su sabiduría y poder, o también, la inteligencia de Dios
que conoce todas las cosas, y la voluntad de Dios que puede hacer todas las
cosas. Con estos dos atributos como manos, Dios hace todas las cosas, y no
necesita ningún instrumento en el cumplimiento de su voluntad. San León dice:
“La voluntad de Dios es su omnipotencia”[327]. En consecuencia, con Dios querer es
hacer. “Todo cuanto quiso lo ha hecho”[328].
“Te encomiendo”. Entrego a tu cuidado mi Vida, con la seguridad de que me será
devuelta cuando venga el tiempo de mi resurrección. “Mi espíritu”. Hay
diversidad de opinión en cuanto al significado de esta palabra. Ordinariamente
la palabra espíritu es sinónimo de alma, que es la forma substancial del
cuerpo, pero puede significar también la vida misma, pues respirar es el signo
de la vida. Aquellos que respiran viven, y mueren los que dejan de respirar. Si
por la palabra Espíritu entendemos aquí el alma de Cristo, debemos guardarnos
de pensar que su alma, en el momento de la separación del cuerpo, estaba en
peligro. Estamos acostumbrados a encomendar con muchas oraciones y ansiedades
las almas de los agonizantes, porque están a punto de aparecer delante del
tribunal de un Juez estricto para recibir su recompensa o castigo por sus
pensamientos, palabras y hechos. El alma de Cristo no estaba en tal necesidad,
porque disfrutaba de la Visión Beatífica desde el tiempo de su creación, estaba
unida hipostáticamente a la persona del Hijo de Dios, y podía incluso ser
llamada el Alma de Dios, y también porque dejaba el cuerpo victoriosa y
triunfante, objeto de terror para los demonios, y no un alma a ser asustada por
ellos. Si la palabra "espíritu" es entonces tomada como sinónimo de
alma, el sentido de estas palabras de Nuestro Seńor “Te encomiendo mi
Espíritu” es que el Alma de Dios que estaba en el cuerpo como en un tabernáculo
estaba a punto de lanzarse a las manos del Padre como en un lugar de confianza,
hasta que debiera regresar al cuerpo, de acuerdo a las palabras del Libro de la
Sabiduría: “Las almas de los justos
están en las manos de Dios”[329].
Sin embargo, el sentido comúnmente aceptado de la palabra en este pasaje es la
vida del cuerpo. Con esta interpretación la palabra puede ser entonces
ampliada. Entrego ahora mi aliento de vida, y mientras dejo de respirar, dejo
de vivir. Pero este aliento, esta vida, te la confío a Ti, Padre mío, para que
en breve puedas nuevamente restituirla a mi cuerpo. Nada de lo que guardas
perece. En Tí todas las cosas viven. Con una palabra llamas a la existencias
cosas que no eran, y con una palabra das la vida a aquellos que no la tenían. Podemos entender que
esta es la verdadera interpretación de la palabra del salmo 30, uno de los
versículos que Nuestro Seńor cita: “Sácame de la red que me han tendido,
que tú eres mi refugio; en tus manos encomiendo mi espíritu”[330]. En este versículo, el profeta claramente
significa "vida" por la palabra "espíritu", pues pide a
Dios preservar su vida, y no sufrir muerte por sus enemigos. Si consideramos el
contexto en el Evangelio, está claro que éste es el sentido que Nuestro
Seńor quería darle. Pues luego de haber dicho “Padre, en tus manos
encomiendo mi Espíritu”, el Evangelista ańade: “Y diciendo esto expiró”[331]. Ahora bien, expirar
es lo mismo que cesar de respirar, característica sólo de los que viven. No
puede ser dicho del alma, que es la forma substancial del cuerpo, como puede
ser dicho del aire que inhalamos, que lo respiramos mientras vivimos, y que
dejamos de respirarlo tan pronto morimos. Finalmente, nuestra interpretación es
asegurada por las palabras de San Pablo: “El cual habiendo ofrecido en los días
de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía
salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente”[332]. Algunos autores refieren este pasaje a la
oración de Nuestro Seńor en el huerto: “Abba, Padre, todo es posible para
ti, aparta de mí este cáliz”[333].
Pero esto es incorrecto, pues Nuestro Seńor en aquella ocasión ni oró con
un fuerte grito, ni fue escuchada su oración, y Él mismo no quería ser
escuchado para ser librado de la muerte. Oró para que el cáliz de su Pasión
fuera apartado de Él para mostrar su natural rechazo a la muerte, y para
aprobar que realmente era hombre cuya naturaleza es temer su llegada. Y luego
de esta oración ańadió: “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”[334]. En consecuencia, la
oración en el Huerto no era la oración a la que alude el Apóstol en su Carta a
los Hebreos. Otros, refieren este texto de San Pablo a la oración que Cristo hizo
en la Cruz por aquellos que lo estaban crucificando. “Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen”[335].
En aquella ocasión, sin embargo, Nuestro Seńor no oró con un fuerte grito,
y no oró por sí mismo, ni tampoco oró para ser librado de la muerte, siendo
ambas de estas cosas mencionadas claramente por el Apóstol como el fin de la
oración de Nuestro Seńor. Queda entonces que las palabras de San Pablo se
deben referir a la oración hecha por Cristo al morir: “Padre, en tus manos
encomiendo mi Espíritu”[336].
Esta plegaria, dice San Lucas, la hizo con fuerte voz: “Y Jesús, dando un
fuerte grito, dijo”. Las palabras tanto de San Pablo como San Lucas concuerdan
con esta interpretación. Más aún, como dice San Pablo, Nuestro Seńor oró
para ser salvado de la muerte, y esto no puede significar que oró para ser
salvado de la muerte en la Cruz, pues en ese caso su plegaria no fue escuchada,
y el Apóstol nos asegura que fue escuchada. El verdadero significado es que Él
oró para no ser devorado por la muerte, sino solamente para probar la muerte y
luego regresar a la vida. Esta es la explicación evidente de estas palabras:
“Habiendo ofrecido ruegos y súplicas con poderoso clamor de lágrimas al que
podía salvarle de la muerte”[337].
Nuestro Seńor no podía sino saber que Él iba a morir ya que estaba tan
cerca de la muerte, y deseó ser librado de la muerte sólo en el sentido de no
ser cautivo de la muerte. En otras palabras, oró por su pronta resurrección, y
su oración fue rápidamente concedida, pues se alzó triunfante el tercer día.
Esta interpretación del pasaje de San Pablo prueba más allá de toda duda que
cuando el Seńor dijo: “En tus manos encomiendo mi Espíritu”, la palabra
"espíritu" es sinónimo de vida y no de alma. Nuestro Seńor no
estaba ansioso por su Alma, pues la sabía segura, pues gozaba ya de la Visión
Beatífica, y había visto a su Dios cara a cara desde el momento de su creación,
pero estaba ansioso por su cuerpo, sabiendo con anticipación que pronto estaría
privado de vida, y oró para que su cuerpo no esté largo tiempo en el sueńo
de la muerte. Esta oración fue tiernamente escuchada y concedida
abundantemente.
[326] Lc 23,46.
[327] Serm. ii. "De Nativ."
[328] Sal 113,3.
[329] Sab 3,1.
[330] Sal 30,5-6.
[331] Lc 23,46.
[332] Hb 5,7.
[333] Mc 14,36.
[334] Mc 14,36.
[335] Lc 23,34.
[336] Lc 23,46.
[337] Hb 5,7.
De acuerdo a la práctica
que hasta ahora hemos seguido, recogeremos algunos frutos de la consideración
de la última palabra dicha por Cristo en la Cruz, y de su muerte que sucedió
inmediatamente. Y primero mostraremos la sabiduría, el poder, y la infinita
caridad de Dios desde la misma circunstancia que parece acompańada de
tanta debilidad e insensatez. Su fuerza es claramente manifestada en esto: que
Nuestro Seńor murió mientras gritaba con fuerte voz. De esto concluimos
que si hubiese sido su voluntad no habría tenido que morir, pero murió porque
así quiso. Como regla, las personas a punto de morir pierden gradualmente su
fuerza y su voz, y en el último instante no son capaces de articular palabra. Y
así, no fue sin razón que el Centurión, al escuchar grito tan fuerte proferido
de los labios de Cristo, que había perdido casi hasta la última gota de su
sangre, exclamó: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios”[338]. Cristo es un Seńor
poderoso, tanto que mostró su fuerza incluso en su muerte, no solo al gritar
fuertemente con sus últimas fuerzas, sino también al hacer temblar la tierra,
quebrando las rocas en pedazos, abriendo tumbas, y rasgando el velo del Templo.
Sabemos, por autoridad de San Marcos, que todas estas cosas ocurrieron en la
muerte de Cristo, y todos y cada uno de estos eventos tiene su significado
oculto, en el que es manifestada su Divina sabiduría. El terremoto y el
quebrarse de las rocas manifestó que su Muerte y Pasión moverían a muchos
hombres a arrepentirse, y suavizaría los corazones más duros. San Lucas da esta
interpretación a estos misteriosos presagios, pues luego de mencionarlos,
ańade que lo judíos se volvieron tras haber presenciado la Crucifixión
“golpeándose el pecho”[339].
El abrirse de las tumbas prefiguró la gloriosa resurrección de los muertos, que
fue uno de los resultados de la muerte de Cristo. El rasgado del velo del
Templo, por lo cual el Santo de los Santos podía ser visto, fue prenda de que
el Cielo sería abierto por los méritos de su Muerte y Pasión, y que todos los
predestinados verían entonces a Dios cara a cara. Ni tampoco fue su sabiduría
manifestada solamente en estos signos y maravillas. Fue manifestada también
produciendo vida de la muerte, como fue prefigurado por Moisés al producir agua
de la roca[340], y por el
símil en el que Cristo se compara a sí mismo como a un grano de trigo[341]. Pues así como es
necesario para el grano morir para dar fruto, así por su Muerte en la Cruz
Cristo enriqueció por la vida de gracia innumerables multitudes de todas las
naciones. San Pedro expresa la misma idea cuando habla de Jesucristo como
“devorando la muerte para que fuésemos herederos de la vida eterna”[342]. Como si dijera: el
primer hombre probó el fruto prohibido y sujetó su posteridad a la muerte; el
Segundo Hombre probó la amarga fruta de la muerte, y todos los que renacen en
Él reciben la vida eterna. Finalmente, su sabiduría fue manifestada en el modo
de su Muerte, pues desde ese momento la Cruz, a lo que no había habido nada más
ignominioso y desgraciado, se convirtió en emblema tan digno y glorioso que
incluso los reyes lo consideran un honor usarlo como ornamento. En su adoración
de la Cruz, la Iglesia canta: “Suaves son los clavos, y suave la madera, que
soporta un peso tan suave y bueno”. San Andrés, al mirar la
cruz en la que iba a ser crucificado, exclamó: “Salve, preciosa cruz, que has
sido adornada por los preciosos miembros de mi Seńor. Largo tiempo te he
deseado, ardientemente te he buscado, ininterrumpidamente te he amado, y ahora
te encuentro lista para recibir mi anhelante alma. Seguro y lleno de alegría
vengo a ti, recíbeme pues en tu abrazo, ya que soy discípulo de Cristo mi
Seńor, que me redimió al colgar de ti”. Qué decir ahora de la
infinita caridad de Dios. Previamente a su muerte Nuestro Seńor dijo:
“Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”[343]. Cristo literalmente dio su vida, pues
nadie podía privarlo de ella en contra de su voluntad. “Nadie me la quita, yo
la doy voluntariamente”[344].
Un hombre no puede mostrar mayor amor por su amigos que dando la vida por
ellos, puesto que nada es más precioso o querido que la vida, ya que es el
fundamento de toda felicidad. “Pues żde qué le servirá al hombre ganar el
mundo entero, si pierde su alma?”[345],
esto es, su vida. Cada uno instintivamente rechaza con todas sus fuerzas un
ataque en contra de su vida. Leemos en Job: “Piel por piel, todo lo que el
hombre posee lo da por su vida”[346].
Hasta ahora, sin embargo, hemos visto este hecho en una manera general.
Descenderemos ahora a lo particular. De muchos modos, y de inefable manera,
Cristo mostró su amor hacia toda la raza humana, y hacia cada individuo, al
morir en la Cruz. En primer lugar, su vida era la más preciosa de todas las
vidas, puesto que era la vida del Hombre-Dios, la vida del más poderoso de los
reyes, la vida del más sabio de los doctores, la vida del mejor de los hombres.
En segundo lugar, Él dio su vida por sus enemigos, por los pecadores, por los
desdichados ingratos. Más aún, dio su vida para que al precio de su misma
Sangre estos pecadores, estos desdichados ingratos, puedan ser arrebatados de
las llamas del infierno. Y finalmente, dio su vida para hacer a estos enemigos,
estos pecadores, estos desdichados ingratos, sus hermanos y co-herederos y
conjuntamente poseedores con Él de la alegría eterna en el Reino de los Cielos.
żPodrá haber una sola alma tan endurecida e ingrata para no amar a
Jesucristo con todo su corazón? Oh Dios, convierte a Ti nuestros corazones de
piedra, y no sólo nuestros corazones, sino los corazones de todos los
cristianos, los corazones de todos los hombres, incluso los corazones de los
infieles que nunca te han conocido, y de los ateos que te han negado.
[338] Mt 27,54.
[339] Lc 23,48.
[340] Núm 20,11.
[341] Jn 12,24.
[342] 1Pe 3,22.
[343] Jn 15,13.
[344] Jn 10,18.
[345] Mt 16,26.
[346] Job 2,4.
Otro y muy provecho
fruto sería cosechado de la consideración de esta palabra si pudiésemos
hacernos el hábito de repetirnos continuamente la oración que Cristo nuestro
Seńor nos enseńó en la Cruz con su último aliento: “En tus manos
encomiendo mi Espíritu”[347].
Nuestro Seńor no tenía necesidad como nosotros para hacer tal oración. Él
era el Hijo de Dios. Nosotros somos siervos y pecadores, y en consecuencia
nuestra Santa Madre y Seńora, la Iglesia, nos enseńa a hacer
constante uso de esta plegaria, y repetir no sólo la parte que usó nuestro
Seńor, sino entera, como la hallamos en los Salmos de David: “En tus manos
encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Seńor, Dios de la verdad”[348]. Nuestro Seńor
omitió la última parte del versículo porque Él era el Redentor y no uno a ser
redimido, pero aquel que ha sido redimido con su preciosa Sangre no debe
omitirlo. Más aún, Cristo, como el Hijo Unigénito de Dios, oró a su Padre.
Nosotros, por otro lado, oramos a Cristo como nuestro Redentor, y en
consecuencia no decimos “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, sino “en
tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Seńor,
Dios de la verdad”. El proto-mártir San Esteban fue el primero en usar esta
oración cuando en el momento de su muerte exclamó: “Seńor Jesús, recibe mi
espíritu”[349]. Nuestra Santa Madre
Iglesia nos enseńa a hacer uso de esta jaculatoria en tres distintas
ocasiones. Nos enseńa a decirla diariamente al comienzo de las completas,
como aquellos que recitan el Oficio Divino pueden confirmarlo. En segundo
lugar, cuando nos acercamos a la Sagrada Eucaristía, luego del “Domine non sum
dignus”, el sacerdote dice primero para sí mismo y luego para los otros que
comulgan: “En tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu”. Finalmente, al
momento de la muerte, recomienda a todos los fieles imitar a su Seńor al
morir en el uso de esta plegaria. No hay duda de que somos ordenados a usar
este versículo en las Completas, porque esa parte del Oficio Divino es rezada
al final del día, y San Basilio en sus reglas explica cuán fácil es al llegar
la oscuridad, y empieza la noche, encomendar nuestro espíritu a Dios, para que
si súbitamente nos coge la muerte, no seamos hallados desprevenidos. La razón
por la que debemos usar la misma jaculatoria en el momento en que recibimos la
Sagrada Eucaristía es clara, pues el recibir la Sagrada Eucaristía es riesgoso
y a la vez tan necesario, que no podemos ni acercarnos con mucha frecuencia ni
abstenernos sin peligro: “Quien coma el pan o beba la copa del Seńor
indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre de Cristo Nuestro Seńor”,
y “come y bebe su propio castigo”[350].
Y aquel que no recibe el Cuerpo de Cristo Nuestro Seńor no recibe el pan
de vida, incluso la vida misma. Así que estamos rodeados de peligros como
hombres hambrientos, inseguros de si la comida que es ofrecida está envenenada
o no. Con miedo y temblor hemos entonces de exclamar: Seńor, no soy digno
de que entres bajo mi techo, a menos que Tu en Tu bondad me hagas digno, y por
tanto di solo una palabra y mi alma será sanada. Pero como no tengo razón para
dudar si Tu te dignarías curar mis heridas, encomiendo mi espíritu a tus manos,
para que llegado el momento, tu puedas estar cerca y asistir a mi alma, a la
que has redimido con tu preciosa Sangre. Si algunos cristianos
pensaran seriamente en estas cosas, no estarían tan prontos a recibir el
sacerdocio con el objeto de ganarse la vida con los estipendios que reciben de
las misas. Tales sacerdotes no están tan ansiosos de acercarse a este gran
Sacrificio con una preparación adecuada, como lo están para obtener el fin que
se proponen, que es asegurar la comida para sus cuerpos, y no para sus almas.
Hay también otros que, asistentes a los palacios de prelados y príncipes, se
aproximan a este gran misterio a través del respeto humano, por miedo a que por
accidente incurran en desagradar a sus seńores al no comulgar a las horas
regularmente constituidas. żQué ha de hacerse entonces? żEs más
ventajoso acercarse con poca frecuencia a este Banquete Divino? Ciertamente no.
Mucho mejor es acercarse frecuentemente pero con la debida preparación, pues,
como dice San Cirilo, mientras menos nos aproximamos menos estamos preparados
para recibir el mana celestial. La llegada de la muerte
es un tiempo cuando nos es necesario repetir con gran ardor una y otra vez la
plegaria: “en tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu, Tu me has
redimido, Seńor, Dios de la verdad”. Pues si nuestra alma al dejar nuestro
cuerpo cae en las manos de Satanás, no hay esperanza de salvación. Si por el
contrario, cae en las manos paternales de Dios, no hay más causa alguna para
temer el poder del enemigo. Consecuentemente con intenso dolor, con verdadera y
perfecta contrición, con confianza ilimitada en la misericordia de nuestro
Dios, debemos en el momento temido clamar una y otra vez: “En tus manos,
Seńor, encomiendo mi espíritu”. Y en ese último momento, aquellos que
durante la vida pensaron poco en Dios son más severamente tentados a la desesperanza,
porque no tienen ahora mayor tiempo para arrepentirse. Deben alzar ahora el
escudo de la fe, recordando que está escrito: “La maldad del malvado no le hará
sucumbir el día en que se aparte de su maldad”[351], y el yelmo de la esperanza, confiando en
la bondad y la compasión de Dios, y repitiendo continuamente “En tus manos,
Seńor, encomiendo mi espíritu”, ni fallar en ańadir aquella parte de
la plegaria que es el fundamento de nuestra esperanza: “pues Tu me has redimido,
Seńor, Dios de verdad”. żQuién puede devolver a Jesús la sangre
inocente que ha derramado por nosotros? żQuien puede pagar de vuelta el
rescate con el que nos ha comprado? San Agustín, en el libro noveno de sus
Confesiones, nos alienta a poner confianza ilimitada en nuestro Redentor,
porque la obra de nuestra redención, una vez realizada, nunca será inútil o
inválida, a menos que le pongamos a su efecto una barrera impenetrable por
nuestra desesperanza y falta de penitencia.
[347] Lc 23,46.
[348] Sal 30,6.
[349] Hch 7,58.
[350] 1Cor 11,27.29.
[351] Ez 33,12.
El tercer fruto en ser
recogido es el siguiente. Al acercarse la muerte debemos confiar no tanto en
las limosnas, ayunos, y oraciones de nuestros parientes y amigos. Muchos,
durante la vida, se olvidan todo acerca de sus almas, y no piensan en nada más
y no hacen nada más que amontonar dinero para que sus hijos y nietos puedan
abundar en riquezas. Cuando se aproxima la muerte empiezan por primera vez a
pensar en sus propias almas, y como han dejado toda su substancia mundana a sus
parientes, les encomiendan también sus almas para que sean asistidas por sus
limosnas, oraciones, el sacrificio de la Misa, y otras obras buenas. El ejemplo
de Cristo no nos enseńa a actuar de esta manera. Él encomendó su Espíritu no
a sus parientes, sino a su Padre. San Pedro no dice que actuemos de esta
manera, sino que “encomendemos” nuestras “almas al Creador haciendo el bien”[352]. No encuentro falta en
aquellos que ordenan o buscan o desean que se hagan caridades y que sea
ofrecido el Santo Sacrificio por el reposo de sus almas, pero culpo a aquellos
que ponen excesiva confianza en las oraciones de sus hijos y parientes, pues la
experiencia enseńa que los muertos son prontamente olvidados. Lamento
también que en asunto de tal importancia como es la salvación eterna los
cristianos no obren por sí mismos, no hagan ellos mismos sus limosnas, y se
aseguren amistades por quienes, de acuerdo al Evangelio, puedan ser recibidos
“en eternas moradas”[353].
Finalmente, reprendo severamente a aquellos que no obedecen al Príncipe de los
Apóstoles, que nos ordena encomendar nuestras almas al fiel Creador, no solo
por nuestras palabras, sino por nuestras buenas obras. Las obras que nos serán
ventajosas en presencia de Dios son aquellas que nos hacen eficaz y
verdaderamente cristianos piadosos. Escuchemos las voces del Cielo que
resonaban en los oídos de San Juan: “Y oí una voz que decía desde el cielo:
escribe: dichosos los muertos que mueren en el Seńor. Desde ahora, dice el
Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompańan”[354]. Por tanto, las buenas
obras que son hechas mientras vivimos, y no las que son hechas para nosotros
por nuestros hijos y parientes luego de nuestra muerte, son las buenas obras
que nos acompańarán. Particularmente si no son solamente buenas en sí
mismas, sino, como lo expresa San Pedro --no sin cierto significado oculto--,
cuando están bien hechas. Muchos pueden enumerar cantidades de buenas obras que
han hecho, muchos sermones, Misas diarias, el rezo del Oficio Divino por
ańos, el ayuno anual de Cuaresma, frecuentes limosnas. Pero cuando todas
estas son pesadas en la escala Divina, y hay un escrutinio rígido para determinar
si han sido hechas bien, con intención justa, con la debida devoción, en el
lugar y tiempo adecuados, con un corazón lleno de gratitud hacia Dios... Oh,
żcuántas cosas que parecían meritorias se volverán en detrimento nuestro?
żCuántas cosas que al juicio de los hombres aparecían como oro y plata y
piedras preciosas, serán halladas de madera y paja y rastrojo, buenas solo para
la fogata? Esta consideración me alarma no poco, y mientras más cercano me
encuentro a la muerte, pues el Apóstol me advierte “lo anticuado y viejo está a
punto de cesar”[355], más
claramente veo la necesidad de seguir el consejo de San Juan Crisóstomo. Aquel
santo doctor nos dice que no pensemos mucho en nuestras buenas obras, porque si
son realmente buenas, estos es, bien realizadas, están ya escritas en el Libro
de la Vida, y no hay peligro de que seamos defraudados de nuestros justos
méritos; y nos alienta a pensar más bien en nuestras acciones malas, y luchar
para expiarlas con corazón contrito y espíritu humilde, con muchas lágrimas y
un serio arrepentimiento[356].
Aquellos que siguen este consejo pueden exclamar con gran confianza en el
momento de su muerte: “En tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu, Tu me
has redimido, Seńor, Dios de la verdad”.
[352] 1Pe 4,19.
[353] Lc 14,9.
[354] Ap 14,13.
[355] Hb 8,13.
[356] Hom. xxxviii. "Ad Popul.
Antioch."
Sigue un cuarto fruto en
ser recogido de la alegre manera en que la plegaria de Jesucristo fue
escuchada, lo cual nos debería animar a un mayor fervor al encomendar nuestros
espíritus a Dios. Con gran verdad nos dice el Apóstol que Nuestro Seńor
Jesucristo “fue escuchado por su reverencia”[357]. Nuestro Seńor oró a
su Padre, como hemos mostrado antes, por la pronta resurrección de su Cuerpo.
Su plegaria fue concedida, pues la resurrección no fue prolongada más allá de
lo necesario para establecer el hecho de que el Cuerpo de Nuestro Seńor
estuvo realmente separado de su alma. A menos que pudiese ser probado que su
Cuerpo había sido realmente privado de vida, la resurrección y la estructura de
la fe cristiana construida sobre ese misterio caerían a tierra. Cristo hubiese
tenido que permanecer en la tumba por lo menos cuarenta horas para realizar el
signo del profeta Jonás, de quien Él mismo dijo que prefiguraba su propia
muerte. Para que la resurrección de Cristo pudiese ser acelerada lo más
posible, y que fuese evidente que su plegaria había sido escuchada, los tres
días y las tres noches que Jonás pasó en el estómago de la ballena, fueron, en
relación a la resurrección de Cristo, reducidos a un día entero y partes de dos
días. Así que el tiempo que estuvo el cuerpo de Nuestro Seńor en el
sepulcro no son propiamente, más que por una figura del lenguaje, tres días y
tres noches. Dios Padre no sólo oyó la oración de Cristo acelerando el tiempo
de su resurrección, sino al dar a su cuerpo muerto una vida incomparablemente
mejor que la que tenía antes. Antes de su muerte, Cristo era mortal. La vida
que le fue restituida era inmortal. Antes de su muerte la vida de Cristo era
pasible, y sujeta al hambre y la sed, a la fatiga y a las heridas. La vida que
le fue restituida era impasible. Antes de su muerte la vida de Cristo era
corpórea, la vida que le fue restituida era espiritual, y el cuerpo estaba tan
sujeto al espíritu que en un abrir y cerrar de ojos podía llevarse a donde el
alma quisiese. El Apóstol da la razón por la cual la oración de Cristo fue tan
prontamente concedida al decir que “fue escuchado por su reverencia”. La
palabra griega conlleva la idea de un temor reverencial que era una cualidad
distintiva del respeto que sentía Cristo por su Padre. Así, Isaías al enumerar
los dones del Espíritu Santo que adornarían el alma de Cristo dice: “Reposará
sobre él el espíritu del Seńor, espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y será lleno
del espíritu del temor de Dios”[358].
Mientras el alma de Cristo se llenaba de temor reverencial por su Padre,
proporcionalmente el Padre se llenaba de complacencia en su Hijo: “Este es mi
Hijo amado, en quien me complazco”[359].
Y como el Hijo reverenció al Padre, el Padre escuchó su oración y le concedió
lo que pedía. Se sigue que si queremos
ser escuchados por nuestro Padre Celestial, y que sean concedidas nuestras
oraciones, debemos imitar a Cristo al aproximarnos a nuestro Padre que está en
el cielo con gran reverencia, prefiriendo su honor a todo lo demás. Entonces
sucederá que nuestras peticiones serán escuchadas, y especialmente aquella de
la que depende nuestro lote en la eternidad; que al acercarse la muerte Dios
preserve nuestras almas, que han sido encomendadas a su cuidado, del león
rugiente que está rondando listo para recibir su presa. Que nadie piense, sin
embargo, que la reverencia a Dios es mostrada meramente en genuflexiones, en
descubrirnos la cabeza, y tales seńales externas de adoración y honor. En
adición a esto, el temor reverencial implica un gran temor de ofender la Divina
Majestad, un íntimo y continuo horror del pecado, no por miedo al castigo, sino
por amor a Dios. Fue provisto con este temor reverencial que no se atrevía ni
siquiera pensar de pecar en contra de Dios: “Dichoso el hombre que teme a
Yahveh, que en sus mandamientos mucho se complace”[360]. Tal hombre verdaderamente teme a Dios, y
puede por eso ser llamado dichoso, pues se esfuerza por cumplir todos sus
mandamientos. La santa viuda Judit “era muy estimada de todos, porque temía
mucho al Seńor”[361].
Ella era tanto joven como rica, pero nunca cedió ni se entregó a una situación
de pecado. Se mantuvo con sus sirvientas apartada en su habitación, y “llevaba
ceńido un sayal, y ayunaba todos los días de su vida a excepción de los
sábados, novilunios y fiestas de la casa de Israel”[362]. Observen con cuanto celo, incluso bajo la
antigua ley, que permitía mayor libertad que el Evangelio, una mujer joven y
rica evitó los pecados de la carne, y por ninguna razón más que “porque temía
mucho al Seńor”. Las Sagrada Escritura menciona lo mismo del santo Job,
quien hizo un pacto con sus ojos para no mirar virgen alguna, estos es, no
miraría a una virgen por miedo de que alguna sombra de pensamiento impuro
cruzara su mente. żPor qué el Santo Job tomó tales precauciones? “Hice un
pacto con mis ojos para ni siquiera pensar en una virgen. Porque żqué
parte tendría Dios en mí desde arriba y qué herencia el Omnipotente desde las
alturas?”[363]. Lo que
significa que si algún pensamiento impuro lo manchase, no tendría más la
herencia de Dios, ni Dios sería su parte. Si quisiera mencionar los ejemplos de
los santos del Nuevo Testamento, nunca acabaría. Este es, pues, el temor
reverencial de los santos. Si estuviésemos llenos del mismo temor, no habría
nada que no obtendríamos fácilmente de nuestro Padre Celestial.
[357] Hb 5,7
[358] Is 11,2-3.
[359] Mt 17,5.
[360] Sal 111,1.
[361] Jdt 8,8.
[362] Jdt 8,6.
[363] Job 31,1-2. El último fruto es
cosechado de la consideración de la obediencia mostrada por Cristo en sus
últimas palabras y en su muerte en la Cruz. Las palabras del Apóstol: “Se
humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz”[364], reciben su completa
realización cuando Nuestro Seńor expiró con estas palabras en sus labios:
“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Para poder recoger el fruto más
precioso del árbol de la Santa Cruz debemos esforzarnos por examinar todo lo
que pueda ser dicho de la obediencia de Cristo. El, el Seńor y Patrón de
toda virtud, tuvo hacia su Padre Celestial una obediencia tan pronta y perfecta
como para hacer imposible imaginar o concebir algo mayor. En primer lugar, la
obediencia de Cristo a su Padre empezó con su concepción y continuó
ininterrumpidamente hasta su muerte. La vida de Nuestro Seńor Jesucristo
fue un perpetuo acto de obediencia. El alma de Cristo disfrutó desde el momento
de su creación el ejercicio de su libre voluntad, estando llena de gracia y
sabiduría, y en consecuencia, aun cuando estaba encerrado en el vientre de su
Madre, era capaz de practicar la virtud de la obediencia. El salmista, hablando
en la persona de Cristo, dice: “En el principio del libro está escrito de mí
que debo hacer tu voluntad. Dios mío, lo he deseado y tu ley está arraigada en
medio de mi corazón”[365].
Estas palabras pueden ser simplificadas así: “En el principio del libro”, esto
es desde el principio hasta el fin de los textos inspirados de la Escritura,
está mostrado que fui elegido y enviado al mundo “para hacer tu voluntad. Dios
mío, lo he deseado” y libremente aceptado. He puesto “la ley”, tu mandamiento,
tu deseo, “en medio de mi corazón”, para meditar sobre él constantemente, para
obedecerlo puntual y prontamente. Las palabras mismas de Cristo significan
igual: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado, y llevar a cabo
su obra”[366]. Pues así
como un hombre no come de vez en cuando, a intervalos distantes uno del otro
durante su vida, sino que diariamente come y se goza en ello, así Cristo
Nuestro Seńor era firme en ser obediente a su Padre todos los días de su
vida. Era su alegría y su placer. “He bajado del cielo no para hacer mi propia
voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”[367]. Y nuevamente: “El que me ha enviado está
conmigo: no me ha dejado solo, porque hago siempre lo que le agrada a Él”[368]. Y puesto que la
obediencia es el más excelente de todos los sacrificios, como dijo Samuel a
Saúl[369], así cada
acción que Cristo realizó durante su vida fue un sacrificio agradabilísimo para
la Divina Majestad. La primera prerrogativa entonces de la obediencia de
Nuestro Seńor es que duró desde el momento de su Concepción hasta su
muerte en la Cruz. En segundo lugar, la
obediencia de Cristo no estaba limitada a un tipo de tarea particular, como
parece ser a veces el caso de otros hombres, sino que se extendió a todo lo que
le plugo al Padre Eterno ordenar. De esto vinieron muchas de las vicisitudes en
la vida de Nuestro Seńor. En un momento lo vemos en el desierto sin comer
ni beber, tal vez privándose incluso del sueńo, y viviendo con “con las
fieras”[370]. En otro
momento lo vemos mezclándose con los hombres, comiendo y bebiendo con ellos.
Luego viviendo en la oscuridad y el silencio en Nazaret. Ahora aparece ante el
mundo dotado de elocuencia y sabiduría, y obrando milagros. En una ocasión
ejerce su autoridad y bota del Templo a aquellos que lo estaban profanando al
negociar dentro de él. En otra ocasión se esconde, y como un hombre débil y sin
fuerza se aleja de la muchedumbre. Todas estas diferentes acciones requieren un
alma desprendida de sí, y devota a la voluntad de otra. A menos que previamente
hubiese dado el ejemplo de renunciar a todo lo que la naturaleza humana alaba,
no hubiera dicho a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se
niegue a sí mismo”[371],
que renuncie a su propia voluntad y a su propio juicio. A menos que estuviese
preparado para dar su vida con tanta prontitud que pareciese que en verdad la
odiaba, no habría alentado a sus discípulos con tales palabras como “Si alguno
viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer e hijos, hermanos y hermanas,
e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo”[372]. Esta renuncia de uno mismo, tan conspicua
en la personalidad de Nuestro Seńor, es la verdadera raíz y, como tal,
madre de la obediencia. Y aquellos que no están preparados para el sacrificio
personal nunca adquirirán la perfección de la obediencia. żCómo puede un
hombre obedecer prontamente la voluntad de otro si prefiere su propia voluntad
y juicio a la del otro? La vasta orbe del cielo obedece a las leyes de la
naturaleza tanto al amanecer como al ponerse. Los ángeles son obedientes a la
voluntad de Dios. No tienen voluntad propia opuesta a la de Dios, sino que
están felices unidos a Dios, y son uno en espíritu con Él. Y así canta el salmista:
“Bendigan al Seńor todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que son
ejecutores de su palabra, para obedecer la voz de sus órdenes”[373]. En tercer lugar, la
obediencia de Cristo no fue solo infinita en su longitud y anchura, pero
proporcionalmente como por el sufrimiento fue humillada hasta lo más bajo, así
en cuanto a su recompensa será exaltada. La tercera característica entonces de
la obediencia de Cristo es que fue probada por el sufrimiento y las
humillaciones. Para cumplir la voluntad de su Padre Celestial, el nińo
Cristo, en completo uso de todas sus facultades, consintió en ser encerrado por
nueve meses en la oscura prisión del vientre de su Madre. Otros bebés no
sienten esta privación pues no tienen uso de razón, pero Cristo tenía uso de
razón, y debe haber temido el confinamiento en el estrecho vientre, incluso del
vientre de la que había escogido como Madre. A través de la obediencia a su
Padre, y por el amor que le tenía, superó a la muerte, y la Iglesia dice:
Cuando asumiste sobre Ti el liberar al hombre, no aborreciste el vientre de la
Virgen”. Nuevamente, nuestro querido Seńor necesitó no poca paciencia y
humildad para asumir las maneras y debilidades de un pequeńo, cuando no
solamente era más sabio que Salomón, sino que era el Hombre “en quien están
ocultos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento”[374]. Consideren, más aún,
cuánto habrá sido su auto-control y mansedumbre, su paciencia y humildad, para
haber permanecido dieciocho ańos, desde los doce hasta los treinta,
escondido en una oscura casa en Nazaret, haber sido tenido como el hijo de un
carpintero, haber sido llamado carpintero, haber sido tomado como un hombre
ignorante y sin educación, cuando al mismo tiempo su sabiduría sobrepasaba la
de los ángeles y hombres juntos. Durante su vida pública, adquirió gran
renombre por su predicación y sus milagros, pero sufrió grandes necesidades y
soportó muchos reveses. “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo
nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde descansar la cabeza”[375]. Adolorido de pies y
fatigado, se sentaba al costado de un pozo. Y hubiese podido rodearse con
abundancia de todas las cosas, por el servicio de hombres o ángeles, de no
haber estado impedido por la obediencia que le debía a su Padre. żMe
detendré en las contradicciones que sufrió, en los insultos que soportó, en las
calumnias que fueron habladas en contra de Él, en sus heridas y en la corona de
espinas de su Pasión, en la ignominia de la Cruz misma? Su humilde obediencia
ha tomado tan honda raíz que solo podemos maravillarnos y admirarla. No podemos
imitarla perfectamente. Hay todavía una mayor
profundización a su obediencia. La obediencia de Cristo finalmente llegó a este
estado, en que con fuerte voz clamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu. Y diciendo esto, expiró”[376].
Parecería que el Hijo de Dios quisiese dirigirse a su Padre de esta manera:
“Este mandamiento he recibido de Ti, Padre mío”[377], dar mi vida para poder recibirla
nuevamente de tus manos. El tiempo ha llegado ahora para cumplir este último
mandamiento tuyo. Y aunque la separación de mi alma y mi cuerpo será una
separación dura, porque desde el momento de su creación han permanecido unidas
en gran paz y amor, y aunque la muerte encontró una entrada en este mundo a
través de la maldad del demonio, y la naturaleza humana se rebela contra la
muerte, aún así tus mandamientos están profundamente fijos en lo más íntimo de
mi corazón, y prevalecerán incluso sobre la muerte misma. Por tanto estoy
preparado para probar la amargura de la muerte, y tomar hasta lo último el
cáliz que has preparado para mí. Pero como es tu deseo que entregue mi vida de
tal manera que la reciba de nuevo de Ti, así, “en tus manos encomiendo mi
Espíritu”, para que puedas restaurármela como quieras. Y entonces, habiendo
recibido el permiso de su Padre para morir, inclinó la cabeza como
manifestación de su obediencia, y expiró. Su obediencia triunfó y prevaleció.
No sólo recibió su recompensa en la persona de Cristo, quien, porque su humilló
por debajo de todo, y obedeció todo por amor a su Padre, ascendió al cielo, y
desde su trono gobierna todo, sino que tiene su recompensa también en esto: que
todo el que imita a Cristo ascenderá a los cielos, será puesto como Seńor
sobre todos los bienes de su Seńor, y será partícipe de su dignidad real y
poseedor de su Reino para siempre. Por otro lado, la virtud de la obediencia ha
ganado tan manifiesta victoria sobre los espíritus rebeldes, desobedientes y
orgullosos, como para hacerlos temblar y huir a la vista de la Cruz de Cristo. Quien sea que desee
ganar la gloria del cielo, y encontrar verdadera paz y descanso para su alma,
debe imitar el ejemplo de Cristo. No sólo los religiosos que se han ligado a si
mismos por el voto de obediencia a su superior, quien representa a Dios, sino
todos los hombres que desean ser discípulos y hermanos de Cristo deben aspirar
a ganar esta victoria espiritual sobre sí mismos. De otro modo, estarán
miserablemente para siempre con los orgullosos demonios del infierno. Puesto
que la obediencia es un precepto divino, y ha sido impuesto sobre todos, es
necesario para todos. Para todos sin excepción fueron dirigidas las palabras de
Cristo: “Tomad sobre vosotros mi yugo”[378].
A todos los predicadores del Evangelio dice: “Obedeced a vuestros prelados y
someteos a ellos”[379]. A
todos los reyes dice Samuel: “żPues que prefiere el Seńor,
holocaustos y víctimas, o más bien que se obedezca la voz del Seńor? Mejor
es obedecer que sacrificar”[380].
Y para mostrar la grandeza del pecado de la desobediencia ańade: “Porque
como pecado de hechicería es la rebeldía” contra los mandamientos de Dios, o
los mandamientos de aquellos que ejercen el lugar de Dios. En consideración a
aquellos que voluntariamente se entregan a la práctica de la obediencia, y
someten su voluntad a la de su superior, diré unas pocas palabras de su feliz
estado de vida. El profeta Jeremías, inspirado por el Espíritu Santo, dice “Es
bueno para el hombre haber llevado el yugo desde su juventud. Se sentará
solitario y mantendrá su paz, porque aceptó llevar el yugo sobre sí”[381]. Cuán grande es la
alegría contenida en estas palabras “ˇEs bueno!”. Por el resto de la frase
podemos concluir que ellos abrazan todo lo que es útil, honorable, deseable, de
hecho, todo en lo que debe consistir la felicidad. El hombre que está acostumbrado
desde su juventud al yugo de la obediencia, será libre a lo largo de su vida
del aplastante yugo de los deseos carnales. San Agustín, en el libro octavo de
sus Confesiones, reconoce la dificultad que un alma, que por ańos ha
obedecido a la concupiscencia de la carne, debe experimentar al sacudir tal
yugo, y por otro lado habla de la facilidad y de la gloria que experimentamos
al cargar el yugo del Seńor si es que las trampas del vicio no han
atrapado al alma. Más aún, no es ganancia poco considerable obtener mérito por
cada acción en presencia de Dios. El hombre que no realiza ninguna acción por
su propio libre querer, sino que hace todo por obediencia a su superior, ofrece
a Dios en cada acción un sacrificio agradabilísimo a Él, pues como dice Samuel:
“Mejor es obedecer que sacrificar”[382].
San Gregorio da una razón para esto: “Al ofrecer víctimas --dice-- sacrificamos
la carne de otro. Por la obediencia nuestra propia voluntad es sacrificada”[383]. Y lo que es aún más
admirable en esto es que, incluso si un Superior peca al dar una orden, el
sujeto no sólo no peca, sino que incluso obtiene mérito por su obediencia
siempre y cuando lo ordenado no vaya en contra de la ley de Dios. El Profeta
continua: “Se sentará solitario y mantendrá su paz”. Estas palabras significan
que el hombre obediente reposa porque ha hallado paz para su alma. Aquel que ha
renunciado a su propia voluntad, y se ha entregado a sí mismo enteramente a
realizar la voluntad Divina que es manifestada a él a través de la voz de su
superior, nada desea, nada busca, no piensa de nada, nada anhela, sino que es
libre de todo cuidado ansioso, y “con María se sienta a los pies del Seńor
escuchando su voz”[384].
El solitario se sienta, tanto porque vive con aquellos que “no tienen sino un
solo corazón y una sola alma”[385],
y porque no ama nada con amor privado, individual, sino todo en Cristo y por
causa de Cristo. Es silente porque no pelea con nadie, disputa con nadie,
litiga con nadie. La razón de esta gran tranquilidad es porque “aceptó llevar
el yugo sobre sí”, y es trasladado de las filas de los hombres a las filas de
los ángeles. Hay muchos que se preocupan a si mismos por sí mismos, y actúan como
animales privados de razón. Buscan las cosas de este mundo, estiman solo
aquellas cosas que complacen los sentidos, alimentan sus deseos carnales, y son
avaros, impuros, glotones e intemperados. Otros llevan una vida puramente
humana, y se mantienen encerrados en sí mismos, como aquellos que se esfuerzan
por escudrińar los secretos de la naturaleza, o descansan satisfechos
dando preceptos de moral. Otros, se alzan sobre sí mismos, y con la especial
ayuda y asistencia de Dios llevan una vida que es más angelical que humana.
Estos abandonan todo lo que poseen en este mundo, y negando su propia voluntad,
pueden decir con el Apóstol: “Somos ciudadanos del cielo”[386]. Emulando la pureza, la contemplación, y
la obediencia de los ángeles, llevan una vida de ángeles en este mundo. Los
ángeles nunca son ensuciados con la mancha del pecado, “ven continuamente el
rostro de mi Padre que está en los cielos”[387], y liberados de todo lo demás, son
enteramente absortos en cumplir la voluntad de Dios. “Bendigan al Seńor
todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que son ejecutores de su palabra,
para obedecer la voz de sus órdenes”[388].
Esta es la felicidad de la vida religiosa. Aquellos que en la tierra imitan lo
mas posible la pureza y la obediencia de los ángeles, sin duda serán partícipes
de su gloria en el cielo, especialmente si siguen a Cristo, su Amo y
Seńor, quien “se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y
muerte de Cruz”[389], y
“siendo Hijo de Dios, aprendió la obediencia por las cosas que padeció”[390], esto es, aprendió por
su propia experiencia que la obediencia genuina es probada en el sufrimiento, y
en consecuencia su ejemplo nos enseńa no sólo obediencia, sino que el
fundamento de una verdadera y perfecta obediencia es la humildad y la
paciencia. No es prueba de que somos verdadera y perfectamente obedientes al
obedecer en cosas que son honorables y agradables. Tales órdenes no nos prueban
si es la virtud de la obediencia o algún otro motivo que nos mueve a actuar.
Pero un hombre que manifiesta prontitud y ardor en obedecer todo lo que es
humillante y laborioso, prueba que es un verdadero discípulo de Cristo, y ha
aprendido el significado de la verdadera y perfecta obediencia. San Gregorio hábilmente
nos enseńa lo que es necesario para la perfección de la obediencia en las
diferentes circunstancias. Dice: “algunas veces recibiremos ordenes agradables,
y en otros momentos desagradables. Es de la mayor importancia recordar que en
algunas circunstancias, si algo de amor propio se filtra en nuestra obediencia,
nuestra obediencia es nula. En otras circunstancias nuestra obediencia será en
proporción menos virtuosa en la medida que hay menor sacrificio personal. Por
ejemplo: un religioso es puesto en un puesto honorable. Es nombrado superior de
un monasterio. Ahora bien, si asume este oficio a través del motivo meramente
humano del gusto, estará juntamente falto de obediencia. Ese hombre no es
dirigido por obediencia, asumiendo tareas agradables es esclavo de su propia
ambición. De la misma manera, un religioso recibe alguna orden humillante si,
por ejemplo, cuando su amor propio lo lleva a aspirar a la superioridad, es
ordenado realizar algunos oficios que no conllevan ninguna distinción ni
dignidad, entonces disminuirá el mérito de su obediencia en proporción a lo que
falta en forzar su voluntad en desear el oficio, porque de mala gana y a fuerza
obedece en asunto que considera indigno de sus talentos o de su experiencia. La
obediencia invariablemente pierde algo de su perfección si el deseo por
ocupaciones bajas y humildes no acompańa de alguna manera u otra la obligación
forzada de asumirlas. En las órdenes, por tanto, que son repugnantes a la
naturaleza, ha de haber algo de sacrificio personal, y en las órdenes que son
agradables a la naturaleza no debe haber amor propio. En el primer caso la
obediencia será más meritoria mientras más cerca esté unida a la voluntad
divina mediante el deseo. En el segundo caso la obediencia será más perfecta
mientras más separada esté de cualquier anhelo de reconocimiento mundano.
Entenderemos mejor las diferentes seńales de la verdadera obediencia al
considerar dos acciones de dos santos que están ahora en el cielo[391]. Cuando Moisés estaba
pastando las ovejas en el desierto, fue llamado por el Seńor, quien le
habló a través de la boca de un ángel desde la zarza ardiendo, para llevar al
pueblo judío en su éxodo de la tierra de Egipto. En su humildad, Moisés dudó en
aceptar tan glorioso mando. “ˇPor favor, Seńor! --dijo-- Desde ayer y
antes de ayer yo no soy elocuente, y después que has hablado a tu siervo, me
hallo aun tartamudo y pesado de lengua”[392]. Deseó declinar el oficio mismo, y rogó para que pueda
ser dado a otro. “Te ruego, Seńor, que envíes al que has de enviar”[393]. ˇMirad! Arguye
su falta de elocuencia como una excusa al Autor y Dador del habla, para ser
exonerado de una labor que era honorable y llena de autoridad. San Pablo, como
dice a los Gálatas[394],
fue divinamente advertido de ir a Jerusalén. En el camino se encuentra con el
Profeta Ágabo, y se entera por él lo que tendrá que sufrir en Jerusalén.
“Ágabo, se acercó a nosotros, tomó el cinturón de Pablo, se ató sus pies y sus
manos y dijo: "esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en
Jerusalén al hombre de quien es este cinturón. Y le entregarán en manos de los
gentiles"”[395]. A
lo que San Pablo inmediatamente respondió: “Yo estoy dispuesto no sólo a ser
atado, sino a morir también en Jerusalén por el nombre del Seńor Jesús”[396]. Sin amilanarse por la
revelación que recibió acerca de los sufrimientos que le estaban reservados, se
dirigió a Jerusalén. Realmente anhelaba sufrir, aunque como hombre debe haber
sentido algo de miedo, pero este mismo miedo fue vencido, haciéndolo más
valerosos. El amor propio no encontró lugar en la honorable tarea que fue
impuesta a Moisés, pues tuvo que vencerse a sí mismo para asumir la guía del
pueblo judío. Voluntariamente se dirigió San Pablo hacia el encuentro de la
adversidad. Era consciente de las persecuciones que lo aguardaban, y su fervor
lo hacía anhelar aun cruces más pesadas. Uno deseó declinar el renombre y la
gloria de ser líder de una nación, incluso cuando Dios visiblemente lo llamaba.
El otro estaba preparado y deseoso para abrazar las penalidades y tribulaciones
por amor a Dios. Con el ejemplo de estos dos santos ante nosotros, debemos
decidirnos, si deseamos obtener la perfecta obediencia, a permitir que la
voluntad de nuestro superior solamente imponga sobre nosotros tareas
honorables, y a forzar nuestra propia voluntad a abrazar los oficios difíciles
y humillantes”[397].
Hasta aquí San Gregorio. Cristo nuestro Seńor, Seńor de todo, había
previamente aprobado por su conducta la doctrina aquí expuesta por San
Gregorio. Cuando sabía que la gente venía para llevarlo por la fuerza y hacerlo
su rey, “huyó al monte, solo”[398].
Pero cuando sabía que los judíos y soldados, con Judas a la cabeza, venían para
hacerlo prisionero y crucificarlo, de acuerdo al mandato que había recibido de
su Padre, de buena gana salió al encuentro de ellos, dejándose capturar y atar.
Cristo, por tanto, nuestro buen Seńor, nos ha dado un ejemplo de la
perfección de la obediencia, no solamente por su predicación y palabras, sino
por sus obras y en la verdad. Reverenció a su Padre con una obediencia fundada
en el sufrimiento y las humillaciones. La Pasión de Cristo exhibe el más
brillante ejemplo de la más exaltada y ennoblecida de las virtudes. Es un modelo
que siempre han de tener ante sus ojos aquellos que han sido llamados por Dios
para aspirar a la perfección de la obediencia y la imitación de Cristo.
[364] Flp 2,8.
[365] Sal 39,8-9.
[366] Jn 4,34.
[367] Jn 6,38.
[368] Jn 8,29.
[369] 1Sam 15,22.
[370] Mc 1,13.
[371] Mt 16,24.
[372] Lc 14,26.
[373] Sal 102,20.
[374] Col 2,3.
[375] Lc 9,58.
[376] Lc 23,46.
[377] Jn 10,18.
[378] Mt 11,29.
[379] Hb 13,17.
[380] 1Sam 15,22-23.
[381] Lam 3,27-28.
[382] 1Sam 15,23.
[383] "Lib. Mor." xxxv. c. x.
[384] Lc 10,39.
[385] Hch 4,32.
[386] Flp 3,20.
[387] Mt 18,10.
[388] Sal 102,20.
[389] Flp 2,8.
[390] Hb 5,8.
[391] Ex 3.
[392] Ex 4,10.
[393] Ex 4,13.
[394] Gál 2,2.
[395] Hch 21,11.
[396] Hch 21,13.
[397] "Lib. Mor." xxxv. c. x.
[398]
Jn 6,15.
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