CAMINOS LAICALES DE PERFECCION: 3. Consagraciones
José María Iraburu
Contenido
Consagraciones privadas Historia
Consagración al Corazón de Jesús
Consagración al Corazón Inmaculado de María
Consagraciones, reglas de vida y votos
Noción general
La consagración hace sagrada una cosa o una persona, es decir, la dedica más
inmediata y exclusivamente a Dios, vinculándola a Él de una manera especial.
Según los casos, esta dedicación positiva puede implicar un apartamiento
negativo, mayor o menor, del uso común profano de esa criatura -un cáliz,
una templo, una persona-.
Eso nos hace ver la proximidad del término consagrar a:
-Sacrificar, hacer sagrado, «sacrum facere». Pero en el término sacrificio
hay una connotación de destrucción e inmolación, realizada de uno u otro
modo, que no está igualmente presente en la idea de consagración.
-Ofrecer algo viene a equivaler a consagrarlo especialmente a Dios, a la
Virgen: «yo me ofrezco del todo a ti.... y te consagro en este día mis ojos,
mis oídos», etc.
-Dedicar es muy semejante a consagrar. Por ejemplo, la consagración de un
templo o de un altar se encuentra en el Ritual litúrgico de la dedicación de
iglesias y altares. Y la dedicación total de una mujer soltera al Señor se
contiene actualmente en el Ritual de consagración de vírgenes. Para San
Cipriano (+258), por ejemplo, vírgenes son las cristianas solteras dedicadas
(dicatæ), es decir, consagradas, a Cristo.
Según esto, en el orden de las personas, es claro que la consagración
significa una especial ofrenda, oblación, entrega, donación y dedicación a
Dios. De estas consagraciones personales, y en el ámbito sobre todo de la
vida cristiana laical, trataré en lo que sigue.
Consagración bautismal
Los cristianos estamos ya «consagrados» a Cristo por el bautismo; es decir,
quedamos realmente dados, entregados, dedicados a Él, como miembros suyos,
por la acción sacramental de Dios y de la Iglesia, esto es, «por el agua y
el Espíritu» (Jn 3,5). Y con el sacramento de la Confirmación y la
participación en la Eucaristía se profundiza maravillosamente esa
consagración y dedicación. Por tanto, ya no nos pertenecemos, sino que
Cristo nos ha adquirido y somos suyos (1Cor 6,19). Nos ha comprado no al
precio de oro o plata, sino pagando con su propia sangre (1Pe 1,18). Y Él ve
a los cristianos -en palabras suyas- como los hombres «que el Padre me ha
dado» (Jn 10,29; 17,24).
Por eso desde el bautismo «hemos sido hechos una sola cosa con Él» (Rm 6,5);
somos de Cristo, y Cristo, de Dios (1Cor 3,22). Ahora ya, «si vivimos,
vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que
vivamos, sea que muramos, del Señor somos. Que para esto murió Cristo y
resucitó, para ser Señor de muertos y de vivos» (Rm 14,8-9).
Un cristiano que día a día viva este estado bautismal de consagrado y
entregado a Jesucristo puede no experimentar espiritual mente la necesidad
de consagrarse y entregarse a Él en un acto especial, pues eso es lo que
intenta hacer en todos los momentos de su vida, muy especialmente en la
Eucaristía diaria. Pero esa misma vivencia espiritual puede llevar a otro a
la necesidad de consagrarse al Señor en un acto nuevo, mil veces renovado.
«Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu» (1Cor 12,4).
De hecho, las consagraciones personales a Dios, realizadas por los
religiosos mediante los votos o por las vírgenes consagradas, siempre han
sido tenidas por la Iglesia en suma veneración. Y de modo semejante, en los
últimos siglos, las consagraciones al Corazón de Jesús, a la Santísima
Virgen o en otras modalidades, han sido muchas veces recomendadas por la
Iglesia a los laicos, y tienen, como veremos, un profundo sentido religioso
y una clara virtualidad para favorecer, con la gracia divina, el crecimiento
espiritual. De estas últimas consagraciones trataré en seguida, pues se
ofrecen a todos los laicos -y a todos los cristianos- como modos muy idóneos
para procurar por ellos la perfección evangélica.
Consagraciones litúrgicas
Son litúrgicas aquellas consagraciones que realiza el mismo Dios por medio
de su ministro, y que afectan al ser de la persona. Las tres principales
consagraciones a Dios que existen en la Iglesia son sacramentales: el
bautismo, la confirmación y el orden. Y las tres marcan para siempre a la
persona con el sello ontológico del carácter indeleble. Son, pues, algo más
que un vínculo moral o jurídico.
Por otra parte, las consagraciones de las personas realizadas por una acción
litúrgica -con ministro de Dios y con Ritual propio- en los votos religiosos
o en la consagración de vírgenes se aproximan, sin llegar, a las tres
consagraciones sacramentales del cristiano, y son desarrollos perfectivos de
aquéllas. En efecto, por los votos religiosos y por la virginidad consagrada
la persona, ya consagrada por los sacramentos de la iniciación cristiana,
intensifica, por don especial de la gracia, esa donación al Señor, primera y
radical, propia de toda vida cristiana. Estas consagraciones personales,
obradas por los votos religiosos o por la dedicación de la virginidad a
nuestro Señor Jesucristo, vendrán a ser los prototipos de las consagraciones
personales de que hablaré seguidamente.
El Vaticano II, siguiendo la tradición, afirma de los sacerdotes que han
sido «consagrados de manera nueva a Dios (novo modo consecrati) por la
recepción del Orden» (PO 12a). Y enseña también que el religioso, al
profesar los tres consejos evangélicos mediante votos o vínculos semejantes,
«hace una total consagración de sí mismo (intimius consecratur) a Dios,
amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a
su gloria por un título nuevo y especial», respecto del bautismo (LG 44a).
Los religiosos, pues, «se dedican de modo especial a Dios (peculiariter
devovent), siguiendo a Cristo» en los tres consejos (PC 1c).
Consagraciones privadas
Una libre e intensa determinación moral del cristiano para entregarse
plenamente a Dios -reafirmando así, consciente y libremente, la primera
consagración bautismal-, puede dar lugar a diversos modos de consagraciones
personales. No interviene en estas consagraciones el ministro de Dios en una
acción litúrgica, ni se produce una inmutación en el propio ser de la
persona; pero indudablemente estas consagraciones poseen una profunda y muy
fecunda significación religiosa. No son, tampoco, estas consagraciones -como
los sacramentos o los votos- acciones que pueden realizarse de una vez por
todas, aunque intencionalmente así se realicen normalmente. Por eso
precisamente, las consagraciones suelen renovarse una y otra vez, por
ejemplo, cada día, o cada año en forma más solemne, de modo que la
consagración primera se mantenga siempre actualizada por la voluntad
personal. No se alcanza a vivir realmente en estado de consagración si no se
renueva frecuentemente el acto de consagración.
Puede haber, por supuesto, consagraciones que se realicen con voto o con
votos. Pero en este capítulo trato más bien de las simples y comunes
consagraciones personales.
Historia
En las consideraciones que voy haciendo, como fácilmente se advertirá, las
ideas religiosas de fondo van en buena parte relacionadas con cuestiones
terminológicas muy delicadas y cambiantes, variables, por supuesto, de unas
lenguas a otras, y también en las distintas épocas de la Iglesia. La
expresión «consagrarse» a Dios, es poco frecuente en la antigüedad cristiana
(+«consecrare» o «consecratio» en Thesaurus linguæ latinæ). Es el mismo Dios
quien, por mediación de su ministro litúrgico, «consagra» una persona, un
templo, un objeto litúrgico. No es, pues, de uso normal la expresión
consagrarse a Dios (+J. de Finance, Voeu...1580).
Vuelvo a señalar que el tema que nos ocupa tiene una parte no pequeña en la
que presenta más cuestiones de verbis, que de re. Pero téngase en cuenta que
siempre las palabras concretas y los símbolos preferidos son muy importantes
a la hora de configurar una determinada espiritualidad. La tan conocida
oración de San Ignacio de Loyola, por ejemplo, no emplea la palabra
consagración, pero afirma clarísimamente su contenido real : «Tomad, Señor,
y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer»... Hay en es vibrante súplica ofrenda, entrega,
dedicación, consagración total. Igual habría que decir de la oración de
Santa Teresa de Jesús: «Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de
mí? Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad... que a todo diré que
sí». Éstas, y tantas otras oraciones cristianas, en substancia son
verdaderas y perfectísimas oraciones de consagración, reafirmadoras del
bautismo.
Es, sin embargo, al parecer, en las Congregaciones dedicadas a la devoción
de la Virgen María donde, ya desde el siglo XVI, se van generalizando
fórmulas cada vez más claras de consagración personal, que vienen a difundir
en el pueblo cristiano la inspiración antigua de San Ildefonso de Toledo
(+667) acerca de la esclavitud mariana.
Y estas fórmulas hallan, sin duda, su impulso decisivo en los autores de la
Escuela francesa de espiritualidad, como en el Cardenal de Bérull (+1629:
Oblation à Jésus en état de servitude). También para San Juan Eudes (+1681),
la consagración es una reafirmación profunda de la primera consagración
bautismal. Él ofrece una fórmula de consagración al Sagrado Corazón de Jesús
y otra al Santo Corazón de María. La costumbre de consagrarse a la Virgen
-al renovar las promesas bautismales en la primera comunión, en otras
ocasiones de los adultos, o de consagrarle un niño recién bautizado- es ya
en el siglo XVII una forma usual de devoción a la Santísima Virgen.
Veamos, pues, ahora las dos consagraciones que tienen más tradición en el
pueblo católico.
Consagración al Sagrado Corazón de Jesús
La doctrina espiritual del Sagrado Corazón de Jesús, aunque tiene en la
Revelación sus raíces más profundas, halla en las revelaciones recibidas por
Santa Margarita María de Alacoque (+1690) su referencia más decisiva. Ha
sido recomendada por la Iglesia en múltiples documentos del Magisterio
apostólico, como Annum Sacrum (León XIII, 1899), Miserentissimus Redemptor
(Pío XI, 1928), Caritate Christi compulsi (Pío XI, 1932) y Summi
Pontificatus (Pío XII, 1934), Investigabiles divitias (Pablo VI, 1965).
Todos los elementos fundamentales del misterio de la Salvación -la
revelación del amor de Dios en la verdadera humanidad del amor de Cristo, la
centralidad del Misterio pascual y, por tanto, de la Eucaristía, el sentido
sacerdotal-victimal de todo el pueblo cristiano, el espíritu de adoración y
expiación, la confianza en la misericordia divina, la realeza grandiosa de
Jesucristo, y tantos otros aspectos- están aquí perfectamente sintetizados.
Y es en la Eucaristía y en la consagración personal al Corazón de Jesús
donde halla su centro esta devoción y culto.
Como bien señala el padre Jesús Solano, «el culto al corazón del Salvador
está centrado en la Eucaristía» (Teología... II/1,28). Es en ella donde
nuestra donación y consagración personal al Corazón de Jesús, nuestra unión
de amor con Él, se hace máxima en esta vida. Pero, como complemento moral
intensivo -si vale la expresión- ya Santa Margarita María de Alacoque y San
Claudio La Colombière (+1682) se consagran al Sagrado Corazón de Jesús
(21-VI-1675), con un sentido profundo de donación personal, total e
irrevocable, obrada en espíritu de amor y servicio. Y el desarrollo pujante
en toda la Iglesia de la devoción al Corazón de Jesús generaliza en el
pueblo cristiano esa misma devoción de la consagración personal (+J. Solano,
Teología... I,197-303).
Especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el Apostolado de
la Oración, fundado por el padre jesuita Henri Ramière (+1884), difunde
hasta nuestros días por todo el mundo la costumbre de consagrar al Corazón
de Jesús la propia persona, la familia, la parroquia, la diócesis o incluso
la nación -como el Ecuador, en 1875, con el presidente García Moreno, de
santa memoria, o España, en 1919, con Alfonso XII-. En el «acto de
consagración», tal como lo propone el P. Ramière para los celadores de esta
Asociación, el cristiano se consagra al Sagrado Corazón de Jesús y también
al Purísimo Corazón de María (Apostolado de la Oración 354-356). León XIII,
en 1899, consagra al Corazón de Jesús todo el género humano, y varios Papas,
hasta nuestro tiempo, renovarán posteriormente esta consagración, que no
pocas naciones harán suya también expresamente.
Consagración al Corazón Inmaculado de María
Las consagraciones personales antiguas, como esclavos o siervos de María, a
las que ya aludí, van a encontrar su plenitud teológica y espiritual en la
doctrina de San Luis María Grignion de Monfort (+1716), concretamente en su
gran Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, y en El secreto
de María, obras en las que recomienda la consagración a Jesús por María,
continuando una tradición espiritual cuyos precedentes más próximos se
hallan en la Escuela francesa. Para Monfort «la devoción a la Santísima
Virgen, después de la que se tiene a Nuestro Señor en el Santísimo
Sacramento, es la más santa y sólida de todas» (Tratado 99).
En efecto, «la plenitud de nuestra perfección consiste en ser conformes,
vivir unidos y consagrados a Jesucristo. Por consiguiente, la más perfecta
de todas las devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, une y
consagra más perfectamente a Jesucristo. Ahora bien, María es la criatura
más conforme a Jesucristo. Por consiguiente, la devoción que mejor nos
consagra y conforma a Nuestro Señor es la devoción a su Santisima Madre. Y
cuanto más te consagres a María, tanto más te unirás a Jesucristo.
«La perfecta consagración a Jesucristo es, por lo mismo, una perfecta y
total consagración de sí mismo a la Santísima Virgen. Esta es la devoción
que yo enseño, y que consiste, en otras palabras, en una perfecta renovación
de los votos y promesas bautismales» (120). Una consagración a la Virgen que
le entrega todos los bienes del cuerpo, del alma, exteriores e interiores,
así como los méritos de las obras buenas pasadas, presentes y futuras (121).
Eso es «entregarse a Jesucristo, en calidad de esclavos de amor, por las
manos de María» (231). «Consiste en consagrarte totalmente, en calidad de
esclavo, a María, y por Ella a Jesucristo. Te comprometes, por tanto, a
hacerlo todo con María, en María, por María y para María» (Secreto 28).
Y para evitar objeciones vanas de tantos «sabios engreídos, presumidos y
críticos» como hoy tiene el mundo, «vale más decir la esclavitud de
Jesucristo en María y llamarse esclavo de Jesucristo, que esclavo de María.
Se puede, sin embargo, emplear una u otra expresión, como yo lo hago» (245).
Al final de su gran obra El amor a la Sabiduría eterna, expresa San Luis
María esta misma doctrina espiritual en la amplia fórmula de Consagración de
sí mismo a Jesucristo, la Sabiduría encarnada, por medio de María (223-227).
En fin, «¡feliz, una y mil veces, el que, después de haber sacudido por el
bautismo la tiránica esclavitud del demonio, se consagra a Jesús por María,
como esclavo de amor!» (El secreto 34).
Dehecho, al paso de los siglos, han ido creciendo las expresiones de la
devoción a la Virgen María, y también se han multiplicado las fórmulas de
consagración a Ella. Entre estas fórmulas, una de las más populares, hasta
nuestros días, es aquélla indulgenciada por Pío IX (1851): «O Domina mea! O
Mater mea! Tibi me totum offero, atque... consecro tibi...»; «Oh Señora mía
y Madre mía, yo me ofrezco del todo a ti... y te consagro...»
La Iglesia, por otra parte, no sólamente ha impulsado las consagraciones
personales a María, sino que también en los tiempos modernos ha consagrado
el mundo entero al Inmaculado Corazón de María, especialmente en actos de
Pío XII (1942) y de Juan Pablo II (1982). Éste, como es sabido, elige como
lema de su Pontificado ese Totus tuus que San Luis María profesaba (Tratado
216). Y elogia esta forma de devoción monfortiana en su encíclica
Redemptoris Mater (1987,48).
Consagraciones, reglas de vida y votos
La consagración personal a Dios, a Jesucristo, a la Virgen María, una y otra
vez renovada en la vida cristiana de cada día y con las fórmulas oracionales
apropiadas, ha contribuído en los últimos siglos notablemente al
perfeccionamiento espiritual de muchos cristianos, y concretamente de los
laicos, actualizando y profundizando en ellos su consagración bautismal y
eucarística.
Y en determinadas asociaciones laicales, los cristianos han formulado estas
consagraciones comprometiéndose con ellas a ciertas reglas de vida, a las
que a veces se han obligado incluso con votos u otros modos de vínculos
personales, renovados periódicamente. Todo esto es indudablemente bueno y
aconsejable. La consagración, en efecto, tiene el valor propio de lo que es
una entrega intensa y universal -«mis ojos, mis oídos, mi boca, mi corazón,
en una palabra todo mi ser»-. La regla de vida y el voto o la promesa, a su
vez, tienen el valor peculiar de obligar a unas entregas concretas,
frecuentes y bien precisas, por ejemplo: el rezo diario del Rosario, la
entrega de un diezmo de todas las ganancias personales, no beber vino, etc.
Y sin éstos u otros compromisos concretos, siempre se dará el peligro de que
la consagración se quede en poco, y no tenga en la vida personal las
consecuencias que, de suyo, está llamada a tener. Por eso se hace fácil
entender que consagración, regla de vida y votos se complementan y refuerzan
mutuamente.