Síntesis de espiritualidad católica: La Santidad I
JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU
Síntesis de espiritualidad católica
2ª PARTE
La santidad I
1. Gracia, virtudes y dones
2. La santidad
1. Gracia, virtudes y dones
C. Baumgartner, La gracia de Cristo, Barcelona, Herder 1968; M. Flick - Z.
Alszeghy, El evangelio de la gracia, Salamanca, Sígueme 1967; Antropología
teológica, ib.1970; F. La-cueva, Doctrinas de la gracia, Tarrasa, Clie 1980,
2ª ed.; M. M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Madrid, Palabra 1985;
S. Ramírez, Los dones del Espíritu Santo, Madrid 1978, Biblioteca de
teólogos españoles 30; M. Sánchez Sorondo, La gracia como participación de
la naturaleza divina, Salamanca, Universitas Ed. 1980.
El Catecismo fundamenta la antropología cristiana en la gracia (1987-2029) y
en las virtudes y dones (1803-1831).
La gracia en la Biblia
La sagrada Escritura es la revelación del amor de Dios a los hombres, amor
que se expresa en términos de fidelidad, misericordia, promesa generosa (Sal
76,9-10; Is 49,14-16). La palabra griega jaris, traducida al latín por
gratia, es la que en el Nuevo Testamento significa con más frecuencia ese
favor divino, esa benevolencia gratuita y misericordiosa de Dios hacia los
hombres, que se nos ha manifestado y comunicado en Jesucristo.
La gracia es un estado de vida, de vida nueva y sobrenatural, recibida de
Dios como don: el Padre nos ha hecho «gratos en su Amado» (Ef 1,6; +2 Cor
8,9). Ella nos libra del pecado y nos da la filiación divina (Rm 4,16;
5,1-2. 15-21; Gál 2,20-21; 2 Tim 1,9-10). Pero es también una energía divina
que ilumina y mueve poderosamente al hombre. Por ella podemos negar el
pecado del mundo y vivir santamente (Tit 2,11-13). Por ella Cristo nos
asiste, comunicándonos sobreabundantemente su Espíritu (Jn 10,10; 15,5;
20,22; Rm 5,20; Ef 1,8; Flp 4,19). En la gracia, nuestra debilidad se hace
fuerza (2 Cor 12,9-10; Flp 4,13). Ella es también una energía estable que
potencia para ciertas misiones y ministerios (Rm 1,5; 1 Cor 12,1-11; Ef
4,7-12).
La gracia santificante
La gracia es una cualidad sobrenatural inherente a nuestra alma que, en
Cristo y por la comunicación del Espíritu Santo, nos da una participación
física y formal, aunque análoga y accidental, de la misma naturaleza de
Dios. Consideremos separadamente algunos aspectos de este gran misterio.
La gracia increada es Dios mismo en cuanto que se nos autocomunica por amor,
y habita en nosotros como en un templo. La gracia creada, en cambio, es un
don creado, físico, permanente, que Dios nos concede, y que sobrenaturaliza
nuestra naturaleza humana. La gracia increada, Dios en nosotros, es siempre
la fuente única de la gracia creada; y sin ésta, la inhabitación es
imposible. Por eso son inseparables, como se expresa en la liturgia: «Señor,
tú que te complaces en habitar en los limpios y sinceros de corazón,
concédenos vivir de tal modo la vida de la gracia que merezcamos tenerte
siempre con nosotros» (Or. dom.IV t. ordinario).
La gracia es vida en Cristo. Tenemos acceso a la vida de la gracia si nos
unimos a Cristo y permanecemos en él (Jn 15,1-8; 1 Cor 12,12s; Trento 1547:
Dz 1524). Cristo, en cuanto hombre, está «lleno de gracia y de verdad; y de
su plenitud recibimos todos» (Jn 1,14.16). Santo Tomás enseña que «el alma
de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud. Esta eminencia de su gracia
es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en ello consiste
precisamente la gracia capital. Por tanto, es esencialmente la misma la
gracia personal que justifica el alma de Cristo y la gracia que le pertenece
como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás» (STh
III,8,5). Esta es, pues, la grandeza infinita de la sagrada humanidad de
Jesucristo: «Toda la humanidad de Cristo, tanto su alma como su cuerpo,
influye en los hombres, en sus almas y en sus cuerpos: principalmente en sus
almas y secundariamente en sus cuerpos» (8,2).
La gracia es un don creado, por el que Dios sana y eleva al hombre a un vida
sobrenatural. Es don creado, sobrenaturalmente producido por Dios, distinto
de las Personas divinas que habitan en el justo. Es gracia sanante, que cura
al hombre del pecado, y elevante, que implica un cambio cualitativo y
ascendente, un paso de la vida meramente natural a la sobrenatural. Implica,
pues, un cambio no sólo en el obrar, sino antes y también en el ser. Cedamos
de nuevo la palabra a Santo Tomás:
«La voluntad humana se mueve por el bien que preexiste en las cosas [y así
las ama en la medida en que aprecia en ellas el bien]; de ahí que el amor
del hombre no produce totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone
en parte o en todo». En cambio el amor de Dios produce todo el bien que hay
en la criatura. Ahora bien, en Dios «hay un amor común [el de la creación],
por el que "ama todo lo que existe" (Sab 11,25), y en razón de ese amor da
Dios el ser natural a las cosas creadas. Y hay también en él otro amor
especial [el de la gracia] por el que levanta la criatura racional por
encima de su naturaleza, para que participe en el bien divino. Cuando se
dice simplemente que Dios ama a alguien, nos referimos a esta clase de amor,
pues en él Dios puramente quiere para la criatura el Bien eterno, que es él
mismo. Así pues, al decir que el hombre posee la gracia de Dios, decimos que
hay en el hombre algo sobrenatural procedente de Dios» (STh I-II,110,1).
La gracia santificante es inherente al alma, y de verdad renueva
interiormente al hombre, destruyendo en él realmente el mal del pecado.
Lutero enseñaba que el hombre pecador al recibir la gracia, recibía una
justificación externa, meramente declarativa; como si el hombre, continuando
pecador, fuera cubierto por el manto de la misericordia de Cristo, y fuese
así declarado justo ante Dios («homo simul peccator et iustus»). Pero no es
ésta la fe de la Iglesia. Dios no declara a nadie justo sin hacerlo justo al
mismo tiempo, pues su Palabra, Jesucristo, es verdadera, y eficaz para
santificar (Trento: Dz 1561).
Un hombre, amaestrando a su perro, puede enseñarle a realizar algunas
acciones semejantes a los actos humanos, pero en realidad no serán sino
movimientos animales. Para que el perro pudiera realizar actos humanos
tendría que recibir una participación en el espíritu del hombre. Y entonces
sí, con esa elevación ontológica podría alcanzar una verdadera amistad con
su dueño. Pues bien, Dios no se ha limitado en Cristo a dar al hombre una
capacidad de realizar actos semejantes a los propios de la vida divina, sino
que le ha comunicado su mismo Espíritu, le ha dado vida divina, capacidad
real de actos sobrenaturales, para introducirle realmente en su amistad.
Nótese que si la gracia de Cristo no diera tanto al hombre, entonces los
actos del cristiano: o serían naturales, y no tendrían proporción al fin
sobrenatural del hombre, o serían sobrenaturales, pero en forma totalmente
pasiva, sin ser realmente actos humanos, pues no procederían de un hábito
operativo inherente al hombre. Hay que creer, por tanto, de verdad que Dios
por la gracia de Cristo ha hecho una «criatura nueva» (2 Cor 5,17; Gál
6,15), ha recreado «hombres nuevos» (Col 3,10; Ef 2,15), «celestiales» (1
Cor 15,47), que son los cristianos.
La gracia nos hace hijos de Dios. «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre,
que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos» (1 Jn 3,1). El Padre, por
Cristo, nos comunica el Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo (Rm
8,14-17). De este modo nos es dado realmente volver a nacer (Jn 3,3-6),
nacer de Dios (1,12), participar de la naturaleza divina (2 Pe 1,4).
La gracia nos hace capaces de mérito. Actos meritorios, saludables o
salvíficos, son aquellos que el hombre realiza bajo el influjo de la gracia
de Dios, y que por eso mismo son gratos a Dios. Los actos buenos del pecador
son imperfectamente salvíficos, y le disponen a recibir la gracia
santificante. Pero los actos hechos por el hombre que está en gracia de
Dios, merecen premio de vida eterna. Y es que «se considera el precio de sus
obras según la dignidad de la gracia, por la cual el hombre, hecho consorte
de la naturaleza divina, es adoptado como hijo de Dios, al cual se debe la
herencia por el mismo derecho nacido de la adopción, según aquello de «si
somos hijos, también herederos» (Rm 8,17)» (STh I-II,114,3).
Gracia, virtudes y dones
La fe de la Iglesia nos enseña que la persona humana resulta de la unión
sustancial de alma y cuerpo (Vien. 1312, Lat.V 1513: Dz 902, 1440; GS 14a).
El alma no es inmediatamente operativa; para obrar necesita las potencias
-razón y voluntad-, que en la concepción tomista se diferencian realmente
del alma y entre sí (STh I,77,1-6). Es interesante ver cómo Santa Teresa,
mujer «sin letras», ajena a estos temas discutidos en teologia, confirma la
doctrina tomista: «Me parece que el alma es diferente cosa de las potencias,
y que no es todo una cosa; hay tantas y tan delicadas en lo interior, que
sería atrevimiento ponerme yo a declararlas» (7 Moradas 1,12).
Pues bien, como enseña Santo Tomás, «la gracia, en sí considerada,
perfecciona la esencia del alma, participándole cierta semejanza con el ser
de Dios. Y así como de la esencia del alma fluyen sus potencias, así de la
gracia fluyen a las potencias del alma ciertas perfecciones que llamamos
virtudes y dones, y as�� las potencias se perfeccionan en orden a sus actos»
sobrenaturales (STh III,62,2).
He aquí la explicación teológica: «No es conveniente que Dios provea en
menor grado a los que ama para comunicarles el bien sobrenatural, que a las
criaturas a las que sólo comunica el bien natural. Ahora bien, a las
criaturas naturales las provee de tal manera que no se limita a moverlas a
los actos naturales, sino que también les facilita ciertas formas y
virtudes, que son principios de actos, para que por ellas se inclinen a
aquel movimiento; y de esta forma, los actos a que son movidas por Dios se
hacen connaturales y fáciles a esas criaturas. Con mucha mayor razón, pues,
infunde a aquellos que mueve a conseguir el bien sobrenatural y eterno
ciertas formas o cualidades sobrenaturales [virtudes y dones] para que,
según ellas, sean movidos por él suave y prontamente a la consecución de ese
bien eterno» (STh I-II,110,2).
Virtudes
Las virtudes sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por la gracia
de Dios en las potencias del alma, y que las dispone a obrar según la razón
iluminada por la fe y según la voluntad fortalecida por la caridad. Son como
músculos espirituales, que Dios pone en el hombre, para que éste pueda
realizar los actos propios de la vida sobrenatural al «modo humano» -con la
ayuda de la gracia, claro está-. Unas de estas virtudes son teologales -fe,
esperanza y caridad-, otras son virtudes morales.
Las virtudes sobrenaturales, infusas, se distinguen por su esencia de las
virtudes naturales. 1.-Éstas pueden ser adquiridas por ejercicios meramente
naturales, mientras que las sobrenaturales han de ser infundidas por Dios.
2.-La regla de las virtudes naturales es la razón natural, la conformidad
con el fin natural, mientras que las virtudes sobrenaturales se rigen por la
fe, y su norma es la conformidad con el fin sobrenatural. 3.-Las virtudes
naturales no dan la potencia para obrar -que ya la facultad la posee por sí
misma-, sino la facilidad; en tanto que las virtudes sobrenaturales dan la
potencia para obrar, y normalmente la facilidad, aunque, como veremos
después, no siempre. La virtud natural, por ejemplo, de la castidad difiere
en su misma esencia de la correspondiente virtud sobrenatural: sus
motivaciones, sus medios de conservación y desarrollo, su finalidad, son
bien distintos a los propios de la virtud sobrenatural de la castidad. O
como se diría en lenguaje teológico, difieren una de otra en su causa
eficiente, por su objeto formal, así como en su causa final.
Virtudes teologales
Las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- son potencias operativas
por las que el hombre se ordena inmediatamente a Dios, como a su fin último
sobrenatural. Dios es en ellas objeto, causa, motivo, fin. La fe radica en
el entendimiento, la esperanza y la caridad tienen su base natural en la
voluntad (STh II-II,4,2; 18,1; 24,1). Ellas son el fundamento constante y el
vigor de la vida cristiana sobrenatural.
-La fe cree, y creer es «acto del entendimiento, que asiente a las verdades
divinas bajo el impulso de la voluntad, movida por la gracia de Dios» (STh
II-II,2,9; +Vat.I 1870: Dz 3008). El acto de la fe no es posible sin la
gracia, y sin que la voluntad impere sobre el entendimiento para que crea.
«Con el corazón se cree para la justicia» (Rm 10,10).
El cristiano es ante todo un creyente: «El justo vive de la fe» (Gál 3,11;
Heb 10,38). Toda la vida cristiana tiene su principio en la fe (Trento 1547:
Dz 1532). «Sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,5-6; +Mc 16,16; Jn
3,18). La vida eterna está en conocer a Dios y a Jesucristo (17,3)
«La fe es por la predicación» de la Iglesia (Rm 10,17): ésta es, en efecto,
«columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15). La fe es una obediencia
intelectual prestada a los apóstoles enviados por Cristo (Lc 10,16; Rm 1,5).
La fe da fuerza para vencer al mundo (1 Jn 5,4). Ella es roca firmísima
sobre la que el hombre ha de edificar su casa (Mt 7,24-27), y no tiembla con
ninguna duda, pues se apoya en la veracidad de Dios y de su Enviado: «Los
que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás
tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Vat.I 1870: Dz
3014).
-La esperanza es una virtud teologal, infundida por Dios en la voluntad, por
la que confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios
necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios.
La esperanza nace de la fe; por eso sin fe no puede haber esperanza.
La virtud de la esperanza pone, pues, en el hombre un deseo confiado: un
deseo incesante, ardoroso, estimulado por la misma caridad; pero no un deseo
amargo, temeroso, desesperado, sino confiado en las promesas de Cristo, en
el amor misericordioso del Padre, en la omnipotencia benéfica del Espíritu
Santo.
La esperanza cristiana es sobrenatural por su objeto -Dios, la
bienaventuranza, la santidad-, por sus motivos -Cristo, sus promesas-, por
sus medios de perseverancia y crecimiento -la gracia, la oración-. No puede
confundirse, pues, con una optimista esperanza natural, por firme que ésta
sea. La esperanza nos libra de la fascinación de las criaturas visibles, y
nos levanta el corazón a los bienes invisibles, que no son transitorios,
sino eternos (2 Cor 4,17; Flp 3,7-11; Col 3,1-4. 24; 2 Tim 4,8). Los
cristianos también amamos y procuramos las criaturas, pero éstas quedan
siempre relativizadas por la esperanza transcendente («si Dios quiere», «si
está de Dios», «no se haga mi voluntad sino la tuya»). Sin la esperanza la
vida cristiana pierde todo vigor, más aún, se hace absurda. Un vida
cristiana comprensible a los ojos de la naturaleza es sospechosa, es falsa,
traiciona la esperanza teologal. Los cristianos estamos en este mundo como
«forasteros y peregrinos» (1 Pe 2,11): nuestra vida no puede, no debe tener
explicación meramente natural. Ya decía San Pablo: «Si sólo mirando a esta
vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de
todos los hombres» (1 Cor 15,19). Nuestra vida debe ser tal que sólo halle
explicación en la esperanza de la vida eterna.
La esperanza cristiana es audaz, se atreve a todo (Mt 19,26), transciende
ampliamente los bienes de este mundo y se lanza hacia el otro (Rm 8,19-25; 1
Cor 15,19-20); es cierta, inalterable, sabe «esperar contra toda esperanza»
(Rm 4,18; +5,5; Ef 1,13-14; 2 Tim 1,12); es paciente, y todo lo supera (Sant
5,7s; 1 Pe 1,3-9); es gozosa, alegra la vida (Rm 8,18; 2 Cor 4, 16-18).
Hay en el mundo hombres que «carecen de esperanza» (1 Tes 4,13), que están
«desconectados de Cristo, ajenos a la sociedad de Israel, extraños a la
alianza de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). En
medio de ellos, los cristianos somos los hombres de la esperanza: hemos sido
convocados a «una sola esperanza» (Ef 4,4; +1,18), y vivimos «aguardando la
bienaventurada esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y
Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13). Nuestra esperanza es Jesús.
Vivimos en «Cristo Jesús, nuestra esperanza» (1 Tim 1,1).
-La caridad es una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la
cual amamos a Dios con todo el corazón y al prójimo como a nosotros mismos
(Mt 22,37-39). Así como por la fe participamos de la sabiduría divina, por
la caridad participamos de la fuerza y calidad del mismo amor de Dios. En
efecto, «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud
del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). De ella trataremos en un
capítulo propio. Entre las virtudes teologales «ella es la más excelente» (1
Cor 13,13).
Virtudes morales
Las virtudes morales sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por
Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es
Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo
que se ordenen siempre a Dios. Estas virtudes morales, por tanto, no tienen
por objeto inmediato al mismo Dios (fin), sino al bien honesto (medio), que
conduce a Dios y de él procede, pero que es distinto de Dios.
Hay muchas virtudes morales, pero tanto la tradición judía y cristiana, como
la filosofía natural de ciertos autores paganos, ha señalado como
principales cuatro virtudes cardinales (de cardonis, gozne de la puerta). En
efecto, «la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, son las
virtudes más provechas para los hombres en la vida» (Sab 8,7; +STh
II-II,47-170). Estas cuatro virtudes regulan el ejercicio de todas las demás
virtudes.
Cuatro potencias hay en el hombre, que al revestirse del hábito bueno de
estas cuatro virtudes, quedan libres de las cuatro enfermedades que a causa
del pecado sufren:
-la prudencia rige la actividad de la razón, asegurándola en la verdad y
librándola del error y de la ignorancia culpable;
-la justicia fortalece la voluntad en el bien, venciendo así toda malicia;
-la fortaleza asiste a la sensualidad irascible (así se llama en lenguaje
especializado al apetito que pretende valientemente el bien sensible arduo y
difícil, STh I,81,1-2), protegiéndola de la debilidad nociva; y
-la templanza regula la sensualidad concupiscible, liberándola de los
excesos o defectos de una inclinación sensible desordenada.
-La prudencia es una virtud que Dios infunde en el entendimiento práctico
para que, a la luz de la fe, discierna y mande en cada caso concreto qué
debe hacerse u omitirse en orden al fin último sobrenatural. Ella decide los
medios mejores para un fin. Es la más preciosa de todas las virtudes
morales, ya que debe guiar el ejercicio de todas ellas, e incluso la
actividad concreta de las virtudes teologales. Cristo nos quiere «prudentes
como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16). Y San Pablo: «Esto
pido en mi oración, que vuestra caridad crezca en conocimiento y en toda
discreción, para que sepáis discernir lo mejor» (Flp 1,9-10). Los
espirituales antiguos apreciaban mucho la diácrisis, que permite al asceta
guiarse a sí mismo y aconsejar bien a otros.
El imprudente yerra constantemente su camino, no se conoce, ni aprecia con
verdad sus posibilidades reales, distorsiona la realidad en su mente,
confundiéndola con sus sueños o manías, lleva su juicio más allá de su
información y conocimiento, habla de lo que no sabe, es precipitado y
atrevido, o perezoso y tímido, actúa con prisa o con excesiva lentitud,
antes de tiempo o cuando ya es tarde, es obstinado en sus juicios, o
demasiado crédulo e influenciable (Ef 4,14), pues no distingue los espíritus
(1 Jn 4,1). El prudente, por el contrario, es el hombre que por ser humilde
anda en la verdad: estudia o consulta lo que ignora, aprende con la
experiencia, actúa con oportunidad y circunspección. Tiene sabiduría.
-La justicia es una virtud sobrenatural por la que Dios infunde a la
voluntad la inclinación constante y firme de dar a cada uno lo que en
derecho es suyo (STh II-II,58,1). Después de la prudencia, es la más
excelente de las virtudes cardinales, la que tiene un objeto más noble y
necesario, y también más amplio, pues comprende el campo entero de las
relaciones del hombre con Dios y con los hombres.
El cristiano por la justicia hace el bien (no cualquier bien, sino aquel
bien precisamente debido a Dios y al prójimo) y evita el mal (aquel mal
concreto que ofende a Dios o perjudica al hermano). La caridad extiende más
o menos su radio de acción según los grados del amor; pero la justicia
impone obligaciones estrictas, objetivamente bien delimitadas -aunque
subjetivamente pueda en ocasiones haber dudas-. Y precisamente porque se
trata de obligaciones objetivas y estrictas, pueden ser exigidas por la
fuerza.
En la justicia se distinguen tres especies. La justicia conmutativa regula
los derechos y deberes de los ciudadanos entre sí, dando o exigiendo a cada
uno lo suyo. La justicia distributiva reparte bienes y cargas, derechos y
deberes entre los individuos, considerando honestamente sus méritos y
necesidades personales. La justicia legal, fundada en la observancia de las
leyes, inclina al individuo a contribuir al bien común de la sociedad como
es debido.
Muchas virtudes derivan de la justicia o están a ella conexas. La fiel
observancia respeta cuidadosamente las normas (Mt 3,15; 5,18). La obediencia
reconoce la autoridad de los superiores. La afabilidad sabe tratar bien a
los hombres. La piedad nos mueve a prestar a los padres y a la patria honor
y servicio. La epiqueya o equidad nos lleva a apartarnos con justa causa de
la letra de la ley para mejor cumplir su espíritu. La veracidad, la
gratitud...
Pero la gran virtud de la religión, también perteneciente a la justicia,
requiere mención aparte. Por ella el hombre se inclina a dar a Dios el culto
debido, mediante actos internos (devoción, oración) o también externos
(adoración, ofrendas, culto). La religión no tiene por objeto a Dios mismo,
como las virtudes teologales, sino su culto. «La religión es una confesión
de fe, esperanza y caridad» (STh II-II,101,3 ad 1m). Las virtudes teologales
imperan el acto de la religión (81,5 ad 1m). Por otra parte, la religión
impera sobre las demás virtudes (misericordia, laboriosidad, castidad,
etc.), ordenándolas a la gloria de Dios (81,1 ad 1m; 88,5). Todo lo cual nos
muestra que en la vida del cristiano debe haber habitualmente un amplio
espacio para los actos propios de la virtud de la religión, concretamente
para el culto litúrgico, que es «fuente y cumbre» de la vida cristiana (SC
10a).
-La fortaleza es una virtud infundida por Dios en el apetito irascible,
vigorizándole para que no desista de procurar el bien arduo, ni siquiera por
los mayores peligros. La fortaleza ataca y resiste, cohibe los temores
atacando y modera las audacias resistiendo. Asiste al apetito irascible en
cuanto está sujeto a la voluntad, y asiste también a ésta por redundancia.
El acto máximo de la virtud de la fortaleza es el martirio, por el cual el
cristiano confiesa a Cristo con cruz y con muerte (STh II-II, 124,2).
La fortaleza, inferior a la prudencia y justicia, es superior a la
templanza, pues en el camino del bien es más difícil superar peligros y
sufrimientos que vencer atracciones placenteras. La fortaleza, que es
contraria a la pusilanimidad y a la ambición, a la presunción y a la
vanidad, no es indiferencia impasible, ni audacia temeraria, es potencia
espiritual que da valor, decisión, aguante y constancia.
La fortaleza tiene como partes integrantes o como virtudes conexas la
magnanimidad, que se atreve a obras grandes, la paciencia, tantas veces
elogiada en el Nuevo Testamento (1 Pe 2,20-21; Rm 5,3; 2 Cor 6,4; 2 Tes 3,5;
1 Tim 6,11; 2 Tim 3,10), la longanimidad, que se ocupa en obras buenas que
sólo a largo plazo darán fruto (2 Cor 6,6; Gál 5,22; Col 1,11), la
perseverancia en el bien, a pesar de las dificultades (Mt 10,22; 24,13).
Como todas las virtudes, la fortaleza viene de Cristo Cabeza hacia sus
miembros: «En todas estas cosas vencemos por Aquél que nos amó» (Rm 8,37; +2
Cor 12,9-10).
-La templanza es una virtud sobrenatural infundida por Dios en el apetito
concupiscible para moderar su inclinación a los placeres. Mientras la
fortaleza estimula el apetito irascible para que resista el mal o se
esfuerce en conseguir el bien arduo, la templanza más bien refrena en el
hombre la inclinación al placer sensitivo y sensual. Modera, pero no
destruye esa inclinación -en tal caso no sería una virtud-, sino que la
libra tanto de la intemperancia desbordada, como de la insensibilidad
excesiva.
No es la templanza la más excelsa de las virtudes morales, pero su
desarrollo es imprescindible, ya que el hombre no puede ejercitar sus
virtudes más altas en tanto sufre el lastre de una sensualidad desordenada.
La purificación ascética del sentido es fase previa y necesaria para el
vuelo del espíritu.
La templanza modera en el hombre esa curiosidad ilimitada de noticias,
conocimientos, experiencias, esa avidez de impresiones, viajes,
adquisiciones y gustos. La abstinencia y la sobriedad regulan en la fe el
consumo de comida y bebida. La castidad, con la ayuda de la modestia y el
pudor, ordena según Dios el apetito genésico. La clemencia modera las
reacciones de crueldad y ferocidad.
La mansedumbre, que da suavidad y paciencia al amor de la caridad, es una de
las virtudes más altas. Es la praotes de los monjes antiguos, que hace
posible la paz del corazón, el silencio interior contemplativo, la apátheia,
la hesychía. En Cristo se da en plenitud la mansedumbre (Mt 11,29), y hasta
sus actos de violenta ira están sujetos por la mansedumbre al impulso de su
más perfecta caridad (23,13-33; Mc 3,5; Lc 9,41; Jn 2, 15-16). Los apóstoles
exhortan mucho a la mansedumbre, porque ella configura al buen Jesús (Gál
5,23; Col 3,12);
También la humildad, que suele considerarse derivada de la templanza, es
virtud preciosísima, que, por respeto a Dios, cohibe el apetito desordenado
de la propia excelencia. En ella hay respeto a Dios, y también a los hombres
(STh II-II,161,3). La tradición espiritual, como veremos más detenidamente
en un capítulo propio, siempre ha visto en la humildad «el fundamento del
edificio espiritual» (161,5 ad 2m). Jesucristo, abatiéndose desde la altura
de la divinidad hasta la muerte ignominiosa (Flp 2,5-11) es el supremo
ejemplo de humildad, y el que nos muestra por la resurrección el premio que
merece: «El que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11; 18,14).
Dones del Espíritu Santo
«La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre su luz y su
fuerza por el Espíritu Santo» (GS 10b). El Padre celestial, para hacernos
«conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), «ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6), que, estableciéndonos en su
gracia, obra en nosotros por virtudes y dones.
En efecto, los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales
infundidos por Dios en las potencias del alma (hasta aquí, como las
virtudes), para que la persona pueda recibir así con prontitud y facilidad
las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo (ésta es la diferencia
específica; +STh I-II,68,4). Los dones, pues, dice el Catecismo, «hacen a
los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas»
(1831).
Por tanto, los dones no son gracias actuales transitorias; son verdaderos
hábitos (I-II,68,3). Ahora bien, mientras que las virtudes son hábitos
sobrenaturales que se rigen en su ejercicio por la razón y la fe, los dones
se ejercitan bajo la acción inmediata del Espíritu Santo, es decir, le dan
al hombre facilidad y prontitud para obrar «por inspiración divina» (68,1).
La diferencia es muy importante, y debemos analizarla atentamente.
Las virtudes nos hacen participar de la vida sobrenatural de Cristo «al modo
humano». Por eso mismo, al ser infundidas en la estructura psicológica
natural del hombre, no pueden lograr por sí mismas el perfecto ejercicio de
la vida sobrenatural. La oración, por ejemplo, en régimen de virtudes, es
discursiva y laboriosa, con mediación de muchas imágenes, conceptos y
palabras. La acción -por ejemplo, perdonar una ofensa- es lenta e
imperfecta, exige un tiempo de motivación en la fe, una acomodación gradual
de las emociones a lo que la caridad impera... Es vida sobrenatural,
ciertamente, pero imperfecta, «al modo humano».
Los dones del Espíritu Santo son los que nos hacen participar de la vida
sobrenatural de Cristo «al modo divino». Así es como podrá el cristiano
alcanzar la santidad, y ser «perfecto como el Padre celestial es perfecto»
(Mt 5,48). La oración, por ejemplo, se verá elevada por el Espíritu a formas
quietas y contemplativas, de inefable sencillez, que transcienden
ampliamente los modos naturales del entendimiento. La acción -por ejemplo,
un perdón- ya no requiere ahora tiempo, reflexión, acumulación lenta de
motivos, apaciguamiento gradual de las pasiones, sino que se producirá de
modo simple, rápido y perfecto, «por inspiración divina», bajo la inmediata
acción del Espíritu Santo, esto es, «al modo divino».
Al tratar de la oración pasiva mística describiremos su quieta y ardiente
luminosidad bajo la acción del Espíritu Santo. Pero pongamos aquí un ejemplo
de cómo se produce, bajo el impulso del mismo Espíritu, esa mística acción
pasiva, si vale la expresión. Cuenta de sí misma Santa Teresa del Niño Jesús
que, siendo maestra de novicias, se le acercó una de éstas y «me habló con
rostro sonriente, y yo, sin contestar a lo que me decía, le dije a mi vez
con firmeza: «Estás triste»... Estaba yo segura de no poseer el don de leer
en las almas; y, por eso, tanto más asombrada me quedé cuanto más justamente
había dado en el blanco. Sentí la presencia de Dios muy cerca de mí. Supe
que había repetido sin darme cuenta, como un niño, palabras que no salían de
mí sino de Dios» (Manus. autobiog. X,19). Aquí se trata de un caso un tanto
especial, que a la misma Santa le sorprende; pero tal régimen de vida
mística pasivaactiva es normal en los cristianos perfectos. Simplemente,
«los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son los [perfectos]
hijos de Dios» (Rm 8,14).
La diferencia psicológica en la vivencia de virtudes y dones es muy notable.
Ejercitando las virtudes el alma se sabe «activa», esto es, se conoce a sí
misma como causa motora principal de sus propios actos -orar, trabajar,
perdonar-, que puede prolongar, intensificar o suprimir. Por el contrario,
en la actividad de los dones el alma se experimenta como «pasiva», tiene
conciencia de que su acción -orar, trabajar, perdonar- tiene a Dios como
causa principal única, siendo solamente el alma causa instrumental de la
misma. El alma no puede por sus propias fuerzas o industrias lograr
actividad tan perfecta: no puede adquirirla, no está en su poder
prolongarla, sólo puede recibirla de Dios cuando Dios la da, y a veces
puede, eso sí, resistirla o cesarla.
Adviértase bien en esto, sin embargo, que esa pasividad radical del alma
bajo el Espíritu en los dones es pasividad únicamente en relación a la
iniciativa del acto, que es de Dios; pero una vez que el hombre recibe ese
impulso divino, se asocia libre e intensamente a su moción activando sus
correspondientes virtudes. Se trata, pues, de una pasividad activísima o, si
vale la expresión, de una pasividad pasivo-activa, en la que el cristiano
obra con más fuerza, frecuencia y perfección que nunca.
De lo expuesto, fácilmente se deduce la necesidad de los dones para la
perfección cristiana. Tras una larga tradición patristica y espiritual, que
logran en Santo Tomás una convincente expresión teológica, es ésta una
verdad que ha entrado en el Magisterio ordinario de la Iglesia y en el
sentir común de los teólogos.
Así León XIII: «El justo que vive de la vida de la gracia y que opera
mediante las virtudes, como otras tantas facultades, tiene absoluta
necesidad de los siete dones, que más comúnmente son llamados dones del
Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y
apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e
impulsos del Espíritu Santo. Igualmente, estos dones son de tal eficacia,
que conducen al hombre al más alto grado de santidad; son tan excelentes,
que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto.
Gracias a ellos es movida el alma y conducida a la consecución de las
bienaventuranzas evangélicas» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897).
Se atiene aquí el Papa a la doctrina de Santo Tomás, que así explica la
necesidad y la perfección de los dones: «En el hombre hay un doble principio
de movimiento, uno interno, que es la razón, y otro externo, que es Dios.
Ahora bien, las virtudes humanas perfeccionan al hombre en cuanto que es
propio del hombre gobernarse por su razón en su vida interior y exterior.
Es, pues, necesario que haya en el hombre ciertas perfecciones superiores
que le dispongan para ser movido divinamente; y estas perfecciones se llaman
dones, no sólo porque son infundidas por Dios [que también lo son las
virtudes sobrenaturales], sino porque por ellas el hombre se hace capaz de
recibir prontamente la inspiración divina. Por esto dicen algunos que los
dones perfeccionan al hombre para actos superiores a los de las virtudes»
(I-II,68,1). Las virtudes producen actos sobrenaturales «modo humano»,
mientras que los dones del Espíritu Santo los producen «ultra humanum modum»
(Sent.3 dist.34, q.1,a.1).
La tradición reconoce siete dones del Espíritu, basándose en el texto de
Isaías 11,2, que predice la plenitud del Espíritu en el Mesías (la Vulgata
incluye un séptimo don de piedad). La razón del hombre se ve elevada y
perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad, de
sabiduría, para juzgar de las cosas divinas, de ciencia, sobre las cosas
creadas, de consejo, para la conducta práctica. La voluntad y las
inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de
piedad, en orden a Dios, a los padres, a la patria, por el don de fortaleza,
contra el temor a peligros, y por el don de temor, contra el desorden de la
concupiscencia.
Los dones actúan desde el comienzo de la vida cristiana, cuando el
principiante resiste una tentación, realiza una acto intenso de generosidad,
etc., pero en esa fase el cristiano vive la vida sobrenatural en régimen
habitual de virtudes, al modo humano. Ahora bien, sólo en la perfección los
dones se ejercitan habitualmente; es entonces cuando el Espíritu Santo
domina plenamente sobre el cristiano, y le da la vida sobrenatural al modo
divino.
Gracias actuales
Las gracias actuales son cualidades fluidas y transeuntes causadas por Dios
en las potencias para que obren o reciban algo en orden a la vida eterna.
Mientras que la gracia santificante sana al hombre, lo eleva a participar de
la naturaleza divina, lo introduce en la amistad filial con Dios, la gracia
actual es cierto auxilio sobrenatural que asiste a ciertos actos del
entendimiento o de la voluntad del hombre. En efecto, sabemos por la
revelación que «es Dios quien obra todas las cosas en todos» (1 Cor 12,6;
+Flp 2,13). El «es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo
que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros» (Ef 3,20;
+Col 1,29).
La teología señala importantes distinciones entre las gracias actuales. La
gracia cooperante activa las virtudes, en tanto que la gracia operante es
propia de los dones del Espíritu Santo (STh I-II,111,2). La gracia
suficiente nos mueve a obrar, y sin ella no podríamos nada (Jn 15,5), pero
podemos resistirla; en cambio la gracia eficaz mueve de tal modo a la acción
nuestras facultades que infaliblemente se produce el acto querido por Dios.
Hay gracias internas, por las que Dios actúa en el alma o en la actividad de
sus potencias, y gracias externas, como libros, predicaciones, ejemplos, a
través de las cuales influye Dios en el hombre.
El crecimiento de la vida en Cristo
Crecer en gracia -y en virtudes y dones- es crecer en Cristo (Ef 4,12-13),
esto es, participar cada vez más plenamente de su Espíritu. Antes de
estudiar ese crecimiento, recordemos algunos principios fundamentales.
Es preciso «crecer en la gracia» de nuestro Señor Jesucristo (2 Pe 3,18).
Una vida espiritual fijada en una determinada fase de su desarrollo es una
anomalía morbosa. La gracia es vida, y exige crecimiento. El justo ha de
crecer como palmera (Sal 91,13-15). La semilla ha de hacerse hierba, espiga
y trigo (Mt 13,3-32; Mc 4,28). Los cristianos niños han de crecer hasta
hacerse adultos en Cristo (1 Pe 2,2; 1 Cor 3,1-3;14,20; 2 Cor 3,18; Ef
4,13-16).
«Es Dios quien da el crecimiento» (l Cor 3,7). La vida de la gracia es
gracia, y sólo Dios puede darla, sólo él puede ser causa eficiente de su
crecimiento (STh I-II,112,1). Todo crecimiento en gracia viene potenciado
por la misma gracia. « ¿Qué tienes tú que no lo hayas recibido?» (1 Cor
4,7). «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (15,10).
Ya en el año 529 declaraba el concilio II de Orange: «Por ningún
merecimiento se previene a la gracia. Se debe premio a las buenas obras, si
se hacen; pero la gracia, que no se debe, precede para que se hagan» (Dz
388). Es decir, «en toda obra buena, no empezamos nosotros y luego somos
ayudados por la misericordia de Dios, sino que él nos inspira primero -sin
que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte- la fe y el amor a
él», según los cuales hacemos después lo que le agrada (397).
Hay conexión entre las virtudes, de modo que todas ellas, bajo el impulso de
la caridad, se desarrollan simultáneamente como los dedos de una mano (STh
I-II,66,2).
Las virtudes morales se desarrollan juntas: la castidad no puede crecer sin
la prudencia, sin la humildad, o si falla la obediencia, la pobreza o la
oración (65,1). Las teologales también crecen unidas: sin fe no hay
esperanza ni caridad (1 Tim 1,5). Sin la gracia, perdida la caridad, puede
subsistir la fe, pero será informe, no salvífica (Sant 2,14-26; STh I-II,
65,4-5). También se dan conexas las virtudes teologales con las morales. Sin
las teologales, concretamente sin la caridad, no pueden darse virtudes
morales infusas, sino sólo virtudes naturales, y de modo imperfecto, no
meritorias de vida eterna (1 Cor 13,3). Y también los dones del Espíritu
Santo están unidos entre sí por la caridad (I-II,68,5).
Recordados estos principios, veamos cómo Dios hace crecer en la gracia al
cristiano por la penitencia, la petición, las obras buenas meritorias, el
ejercicios de las virtudes, los sacramentos y las gracias externas. Cuando
al final de esta obra estudiemos las edades espirituales volveremos a
considerar el tema del crecimiento en Cristo.
Crecimiento y penitencia
Quitar el pecado es lo primero para crecer en la gracia de Dios. Una losa
caída en un campo no deja allí crecer la hierba. Y es inútil que el labrador
abone y riegue: lo primero de todo es retirar la losa. Imposible si no que
crezca allí la hierba. Para crecer en la gracia, lo primero de todo es
quitar el pecado.
Ahora bien, en el pecado hay culpa, pena eterna y pena temporal. Una vez
logrado el perdón del pecado, se quitó la culpa, y también la pena eterna,
pero queda en parte la pena temporal, las consecuencias de pecado,
debilitamientos morales, reforzamiento de ciertas malas inclinaciones,
dolores, tristezas, enfermedades quizá. Pues bien, para crecer en la gracia
es preciso que el hombre se libre no sólo de las culpas, sino también de
muchas consecuencias del pecado que dificultan, a veces grandemente, ese
crecimiento deseado. En el capítulo de la penitencia veremos esto más
despacio.
Crecimiento y oración de petición
La eficacia sobrenatural de la oración puede ser considerada en tres
aspectos. Hay en la oración un valor meritorio, como obra buena,
satisfactorio, como obra penitencial, e impetratorio, que es el que ahora
consideramos. La obra meritoria reclama la gracia en justicia, de algún
modo, como ya veremos; la satisfacción expiatoria abre el alma a la gracia,
quitando obstáculos; pero la eficacia impetratoria de la oración de petición
va mucho más allá que la satisfacción o que el mérito: ella no se dirige a
la justicia divina, se arroja simplemente en la infinita misericordia de
Dios: «al presentar ante ti nuestra súplica, no confiamos en nuestra
justicia, sino en tu gran misericordia» (Dan 9,18). La petición se levanta
apoyándose simplemente en la promesa del Señor: «Pedid y recibiréis» (Jn
16,24). No argumenta con otros títulos. Por eso su fuerza no tiene límites.
Sabemos por la fe que «siempre se consigue lo que se pide, con tal que se
den estas cuatro condiciones: pedir para sí mismo, cosas necesarias para la
salvación, piadosamente y con perseverancia» (STh II-II,83,15 ad 2m). Orar
por otros es obra muy buena (Sant 5,15; 1 Jn 5,14-16), pero no podemos estar
ciertos de que el otro se abra a la gracia que para él pedimos. Cuando
pedimos cosas contingentes, naturales o sobrenaturales (aumento de sueldo,
de salud, de frecuencia sacramental) tampoco podemos estar ciertos de que
sea así como Dios nos quiere santificar. Por lo demás, para ser oídos por el
Padre hemos de pedir piadosamente, esto es, con humildad, sin exigencias, en
el espíritu de Jesús, en su nombre (Mt 6,10; Jn 6,38; 14,13; 15,16). Y hemos
de pedir con perseverancia, como tantas veces lo enseña Jesús (Mt 15,21-28;
Lc 6,12; 11,5-13; 18,1-5; 22,44).
Crecimiento y obras meritorias
El hombre en gracia de Dios, por las buenas obras «merece el aumento de la
gracia» y la vida eterna. Así lo enseñó el concilio de Trento frente a los
protestantes (Dz 1582). Y esto «en modo alguno rebaja la gloria de Dios o
los méritos de Jesucristo nuestro Señor» (1583), sino muy al contrario. Que
Cristo nos haya dado con su gracia la posibilidad de que nuestros actos
merezcan verdaderamente gracia y gloria, lejos de aminorar su redención, la
manifiesta en toda su grandeza. Podremos verlo más claro analizando un poco
la cuestión.
El mérito procede siempre de actos libres realizados bajo la moción de la
gracia de Dios (STh II-II,2,9). Si no fueran libres, no serían meritorios, y
tampoco serían meritorios si sólo fueran acciones naturales.
Sólo es meritoria la obra impulsada por la caridad. «Sólo la caridad
edifica» (l Cor 8,1). «El mérito de la vida eterna pertenece en primer lugar
a la caridad, y a las otras virtudes [laboriosidad, paciencia, castidad,
etc.] secundariamente, en cuanto que sus actos son imperados por la caridad»
(I-II,114,4). Saber esto y obrar en consecuencia es sumamente importante
para el crecimiento en la vida espiritual. De otro modo, por mucho que yo
haga, «no teniendo caridad, de nada me aprovecha» (1 Cor 13,3).
Las obras hechas con más amor son las más libres y meritorias. «Es
manifiesto que lo que hacemos por amor lo hacemos con la máxima
voluntariedad; por donde se ve que, también por parte de la voluntariedad
que se exige para el mérito, éste pertenece principalmente a la caridad»
(114,4).
El mérito de la obra no está en función de su penalidad, sino del grado de
caridad con que se realice. La convicción popular de que «lo que más cuesta
es lo que más mérito tiene» no es del todo exacta, pues precisamente las
obras hechas con más amor son las que menos cuestan, y las que más mérito
tienen. Cuando, por ejemplo, un niño está enfermo, más le cuesta cuidarlo de
noche a una enfermera que a su madre; pero el mayor mérito es de la madre,
porque pone en esa buena obra un mayor amor. Por eso bien enseña Santo Tomás
cuando dice que «importa más para el mérito y la virtud lo bueno que lo
difícil. No siempre lo más difícil es lo más meritorio; es preciso que sea
también lo mejor» (II-II,27,8 ad 3m). La vida de los santos es la menos
costosa y la más alegre, porque es la que está impulsada por un amor más
grande. También es verdad que un amor mayor se atreve con acciones mucho más
penosas que un amor pequeño.
Conviene actualizar frecuentemente la recta intención de caridad, que es la
que da mérito a las obras buenas. Esa recta intención, esa motivación de
caridad, no debe darse simplemente por supuesta. Sería una ingenuidad
lamentable. Grandes heroísmos pueden ser realizados por motivaciones
naturales honestas o incluso malas. Pero «no teniendo caridad, de nada me
aprovecha»...
El cuidado de la recta intención ha sido siempre norma ascética principal
del cristiano. Y recuérdese en esto lo que enseña Santo Tomás: «No basta
para el mérito la ordenación habitual del acto a Dios, pues nadie merece en
cuanto que posee un hábito, sino en cuanto que lo ejercita en acto. Ahora
bien, no es necesario que la intención actual, que ordena al fin último, se
dé siempre en cada una de las acciones que se dirigen a un fin próximo, sino
que basta con que todos esos fines próximos [trabajos, servicios, gestiones]
se ordenen de vez en cuando al fin último» (In II Sent. d. 40,1,5 ad 6m;+ad
7m). De ahí que, por ejemplo, el examen de conciencia diario o frecuente,
así como el ofrecimiento de obras, sean prácticas cristianas de gran valor.
El crecimiento de las virtudes
El crecimiento en las virtudes -que es crecimiento en Cristo- consiste en
que el cristiano asume en sí mismo cada vez más profundamente esos hábitos
sobrenaturales, inherentes y operativos (STh I-II, 52,1-2; II-II, 24,5).
Conocer bien los principios que rigen tal crecimiento tiene una gran
importancia para la vida espiritual.
1.-Las virtudes crecen por actos intensos, y no por actos remisos. Por eso
las situaciones de prueba que la Providencia dispone no deben ser temidas,
sino agradecidas, y en cierto modo buscadas: las necesitamos para crecer en
Cristo. Sólo el cristiano perfecto, en fuerza de su amor, realiza actos
intensos por necesidad interior. Pero el principiante sólo actúa
intensamente cuando se ve forzado a ello por la necesidad -enfermedades,
ofensas, tentaciones-.
No basta la mera repetición de actos para formar un hábito. Un campesino que
en el pueblo fue siempre a misa los domingos, sin casi saber por qué ni para
qué, cuando emigró a la ciudad dejó totalmente de ir a misa sin mayores
problemas de conciencia. Un seminarista que durante ocho años hizo
meditación por la mañana temprano, ya de cura ni madrugó ni continuó
haciendo la meditación diaria. Una cosa es el hábito-costumbre, que se
adquiere por mera repetición de actos, que se contrae sin claras
motivaciones conscientes, que se pierde fácilmente cuando cambian las
circunstancias, y que incluso puede restringir la libertad de la persona
(necesito leer un rato antes de dormir; necesito fumar tantos cigarrillos al
día; etc.), y otra muy distinta el hábito-virtud. Esos hábitos-costumbres,
que más que adquirirse, se contraen, apenas perfeccionan la persona,
facilitan sí la ejecución automática de ciertas acciones, sin necesidad de
pensarlas, lo que simplifica no poco la vida; pero a veces, si no son
buenos, estropean la persona, y cuando la atan, disminuyen la libertad en
una materia, y a veces, aunque se quiera, no se quitan fácilmente.
Mucho más precioso y excelente es el hábito-virtud. Este no se contrae sin
empeño de la persona, o casi inadvertidamente, sino que sólamente puede
adquirirse por actos intensos, conscientes y voluntarios. Creciendo en la
virtud, el hombre es cada vez más libre, más dueño de sus actos. La virtud
nunca ata la libertad del hombre a la posición automática de ciertos actos
(si hoy no conviene que haga la oración a primera hora, la haré a otra, o no
la haré; si no conviene que esta noche lea, me dormiré igual). Por otra
parte, el hábito de la virtud tiene raíces tan profundas en la persona que
no se pierde con las dificultades, sino que con ellas se arraiga más (sigo
yendo a misa donde apenas va nadie).
Hablando del hábito de la caridad, dice Santo Tomás: «No por cualquier acto
de caridad aumenta la misma caridad. Si bien es cierto que cualquier acto de
caridad dispone para el aumento de la misma, en cuanto que por un acto de
caridad el hombre se hace más pronto a seguir obrando por caridad; y,
creciendo esta habilidad y prontitud, el hombre produce un acto más
ferviente de amor por el que se esfuerza a crecer en caridad: y entonces
aumenta de hecho la caridad» (STh II- II,24,6; I-II,52,3).
Los actos intensos son personales y conscientemente motivados. Estos son los
actos que forman y acrecientan virtudes, y desarraigan vicios. Una persona
que quiere afirmar en sí misma el hábito de la oración, y que para ello
repite sólamente en su conciencia el decreto volitivo de orar (mañana no
fallaré, me levantaré antes; aunque donde voy de vacaciones nadie ore, yo
seguiré con mi hora de oración), no adelantará mucho, e incluso defenderá
con dificultad la conservación de su oración. Pero el que activa una y otra
vez su fe y su caridad para hacer oración (Cristo me llama, no le puedo
faltar; no debo entristecer al Espíritu Santo; mi Padre celestial quiere
estar conmigo, y en él yo he de hallar mi fuerza y mi paz), ése afirmará en
sí mismo el hábito de orar, y crecerá en él aunque sea en un medio adverso.
2.-Un solo acto puede acrecentar una virtud, si es suficientemente intenso.
Es cierto que, normalmente, la virtud se elabora en repetición de actos
buenos, algunos de los cuales, al menos, son intensos. Pero a veces un solo
acto intenso puede vencer un vicio y desarraigarlo, formar una virtud o
acrecentarla notablemente. Esta posibilidad está en la naturaleza humana;
actualizarla no requiere de suyo necesariamente un milagro de Dios, sino la
asistencia ordinaria de su gracia. Como decía San Ignacio, «vale más un acto
intenso que mil remisos, y lo que no alcanza un flojo en muchos años, un
diligente suele alcanzar en breve tiempo» (Cta. 7-V-1547, 2). Un hombre, por
ejemplo, que trabajaba en exceso, se corrige para siempre de su excesiva
laboriosidad después de que ve a su hermano morir de un infarto. Un solo
acto intenso, de convicción y decisión, ha tenido la fuerza precisa para
constituir un hábito nuevo, virtuoso y duradero: trabajar moderadamente.
Esto nos muestra, entre otras cosas, la inmensa importancia que ciertas
gracias actuales pueden tener en la vida espiritual de un cristiano: un
sacramento, un retiro, una lectura, un encuentro, una peregrinación... Y de
ahí también la necesidad de pedir a Dios esas gracias que son capaces de
arrancar bruscamente un vicio, instaurando prontamente la virtud deseada.
((Muchos piensan que sólo se puede crecer en la virtud muy poco a poco, y
con su vida concreta confirman día a día tal convicción. Se dicen, «genio y
figura, hasta la sepultura», y siguen siempre en las mismas, o adelantan muy
lentamente. Quienes así piensan, andan por el camino de la perfección a paso
de buey, y rechazan cualquier otra invitación como antinatural e ilusa. Pero
sin algunos cambios rápidos -no siempre y en todo, pero sí a veces y en tal
cosa-, sin crecimientos decisivos, la vida cristiana no va adelante, e
incluso difícilmente puede siquiera mantenerse. El crecimiento en la virtud
requiere una gran fe en el poder de la gracia de Dios -pensemos
concretamente en la eficacia de las gracias actuales- y una gran fe en las
posibilidades reales del hombre, bajo el auxilio de la gracia.
Otro error, que suele estar relacionado con el anterior, y que igualmente
implica una visión pesimista acerca de lo que verdaderamente una virtud
puede y debe dar de sí, es el de aquellos que no creen que la virtud
produzca una inclinación real para obrar el bien. La virtud de la castidad,
por ejemplo, ha de dar una positiva inclinación hacia los actos honestos que
le son propios, y ha de producir una repugnancia creciente hacia los actos
que le son contrarios. Por tanto, el que cae en pecados contra la castidad,
no piense que sólamente muy poco a poco, y al paso de mucho tiempo, podrá ir
venciendo tales pecados: si así piensa, corre el peligro de que su vida
confirme en la práctica tal errónea convicción. Virtus en latín significa
fuerza, y es propio y natural de la virtud de la castidad vencer el pecado
con una prontitud y facilidad cada vez mayor, y dar una inclinación cada vez
más fuerte y eficaz hacia la vida honesta. Muy mala señal sería -a no ser
que medien deficiencias psicosomáticas notables- que una persona llevara en
el campo de la castidad un combate inacabable. ¿Qué clase de virtud es
aquélla que no tiene fuerza para vencer en la tentación; que no crea una
verdadera repugnancia hacia el pecado y una fuerte inclinación hacia el bien
honesto propio; que no desarraiga del corazón humano la atracción hacia lo
abyecto?...))
3.-Las virtudes crecen todas juntamente, como los dedos de una mano, puesto
que, radicadas en la gracia, y formadas e imperadas por la caridad, cuando
una crece por el ejercicio más intenso de su acto propio, aumenta gracia y
caridad, y a su vez este crecimiento redunda necesariamente en aumento de
los hábitos de virtudes y dones. Pero, advirtámoslo bien, lo que
necesariamente aumentan son los hábitos en cuanto tales, y no siempre, como
en seguida veremos, la facilidad para que ejercitarlos en sus actos propios.
Por tanto, no es necesario ejercitarse en cada una de las virtudes para que
todas crezcan como hábitos. Así por ejemplo, un hombre próspero, que nunca
ha tenido que ejercitar su confianza en Dios por la escasez de medios
económicos, pero que ha practicado fielmente la oración, la caridad, la
prudencia y las otras virtudes, sabrá acomodarse a una situación de ruina,
sobrevenida bruscamente, pues las virtudes para ella precisas ya las tenía
crecidas como hábitos, aunque nunca hubiera tenido ocasión de ejercitarlas
en actos.
Por eso precisamente puede aprovecharnos leer la vida de cualquier santo
-ermitaño, misionero, madre de familia, es igual-, por distante que su
situación vital esté de la nuestra, y aunque las virtudes por él más
ejercitadas, apenas puedan ser actuadas por nosotros. Un casado y padre de
familia, administrativo contable, mejora su vida cuando lee y admira la
fidelidad claustral de San Bernardo o la entrega misionera de San Francisco
Javier. En el fondo -en los hábitos- él está viviendo lo mismo. «Todas estas
cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según
quiere», y todos hemos «bebido del mismo Espíritu» (1 Cor 12,11. 13).
Según esto, la riqueza del Espíritu de Jesús que vive en nosotros es mucho
mayor y más variada de lo que puede apreciarse por el ejercicio concreto de
nuestras virtudes. Viven en nosotros San Bernardo, San Francisco de Javier y
todos los santos. Si estamos viviendo en Cristo, tenemos muchas más virtudes
de las que ejercitamos, conocemos y mostramos.
4.-No se identifica el grado de una virtud como hábito y el grado de su
capacidad de ejercitarse en actos. Es importante tener esto claro. Puede
fortalecerse una virtud sin que necesariamente aumente la facilidad para
ejercitarla en actos. Un hombre que acrecentó mucho la virtud de la
paciencia estando enfermo durante años en un hospital, habrá fortalecido
necesariamente también el hábito de la prudencia, pero quizá, después de
tantos años de vida reclusa, no tenga expedita esta virtud para ejercitarla
en actos, por falta de información y de experiencia.
Enseña Santo Tomás: «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito encuentra
dificultad en el obrar y, por consiguiente, no siente deleite ni
complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a causa de algún
impedimento de origen extrínseco -como el que posee un hábito de ciencia y
padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad-. De
modo semejante, los hábitos de las virtudes morales infusas experimentan a
veces dificultades en ejercitarse en obras, debido a las disposiciones
contrarias que quedan de los actos precedentes. Esta es una dificultad que
no se da en las virtudes morales adquiridas, porque el ejercicio de los
actos por el cual se adquirieron, hace desaparecer también las disposiciones
contrarias» (STh I-II, 65,3 ad 2m). Por eso en la vida espiritual tiene
tanta importancia la fuerza expiatoria y sanante de la penitencia, pues ella
hace desaparecer lastres procedentes del pecado, que traban el ejercicio y
crecimiento de las virtudes. Sin quitar por la penitencia las consecuencias
del pecado, muchas virtudes quedan trabadas en su ejercicio.
((Identificar sin más grado de virtud y grado de ejercicio en obras trae
grandes perturbaciones en la vida espiritual, trae muchos discernimientos
erróneos, muchas exhortaciones vanas, muchas correcciones inoportunas,
muchos esfuerzos inútiles, y no pocos sufrimientos. Así, por ejemplo, un
hombre con gran espíritu de oración (virtud como hábito), que por lo que sea
tiene muy poca capacidad para ejercitarla en actos concretos (ratos largos
de oración), puede, como dice Santa Teresa, «atormentar el alma a lo que no
puede» (Vida 11,16), y ser también atormentado por su director. Estas cosas
«aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad
nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya
estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la
que quiere; ese otro afligimiento que nos damos, no sirve de más que para
inquietar el alma; y si había de estar inhábil para aprovechar una hora, lo
está cuatro» (ib.), o en vez de un año, diez. Con razón dice San Juan de la
Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha,
y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).))
5.-Las virtudes infusas no pueden alcanzar la perfección sino en los dones
del Espíritu Santo. Esta doctrina teológica, enseñada principalmente por
Santo Tomás, es confirmada por los grandes místicos, como un San Juan de la
Cruz, para el cual «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite
todas estas sus acciones y pasiones [al modo humano], nunca del todo ni con
mucho puede [llegar a la unión perfecta con Dios], hasta que Dios lo hace en
él [al modo divino], habiéndose él pasivamente» (1 Noche 7,5; +3,3).
Por lo demás, esta doctrina va siendo tan comúnmente recibida, que la
Iglesia la integra hoy en su Catecismo. En él enseña, en efecto, que los
dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las virtudes de
quienes los reciben» (n.1831).
Royo Marín lo explica así: «No es que las virtudes infusas sean imperfectas
en sí mismas. Al contrario, de suyo son realidades perfectísimas,
estrictamente sobrenaturales y divinas. Las virtudes teologales son incluso
más perfectas que los dones mismos del Espíritu Santo, como dice Santo Tomás
(STh I-II,68,8). Pero las poseemos imperfectamente todas ellas -como dice
también el mismo Angélico Doctror (I-II,68,2)- a causa precisamente de la
modalidad humana, que se les pega inevitablemente por su acomodación al
funcionamiento psicológico natural del hombre, cuando son regidas por la
simple razón iluminada por la fe... De ahí la necesidad de que los dones del
Espíritu Santo vengan en ayuda de las virtudes infusas, disponiendo las
potencias de nuestra alma para ser movidas por un agente superior, el
Espíritu Santo mismo, que las hará actuar de un modo divino, esto es, de un
modo totalmente proporcionado al objeto perfectísimo de las virtudes
infusas» (Teología de la perfección cristiana n. 131).
Crecimiento y sacramentos
La fe de la Iglesia nos enseña que los sacramentos «contienen la gracia que
significan» con sus ritos sensibles, y «confieren la misma gracia a los que
no ponen óbice» (Trento 1547: Dz 1606). Por eso la Iglesia, como ya vimos al
tratar de la liturgia, quiere que los fieles «en la recepción de los
sacramentos, crezcan en la gracia» (CD l5b).
Crecimiento y gracias externas
A veces Dios da su gracia interior actuando directamente en el alma del
hombre, sin conexión alguna con realidades externas. Pero muchas veces Dios
quiere conectar su gracia interna a ciertas gracias externas, como puede ser
una predicación, la lectura de un buen libro, una enfermedad, un encuentro,
etc. Todo, en este sentido, puede ser gracia, pues «sabemos que Dios hace
concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). Pero
en un sentido más propio, hay que decir que las gracias externas más ciertas
y eficaces son los sacramentos, la predicación de la palabra de Dios, y en
general todas las cosas dispuestas en la vida de la Iglesia con una
ordenación más inmediata a la santificación, como la catequesis, la
dirección espiritual, los grupos de formación y apostolado, etc.
1.-Pues bien, nadie vea disminuídas sus posibilidades de santificación por
la ausencia de ciertas gracias externas, cuando tal carencia sea
involuntaria. Si el Santo quiere santificarnos, ninguna carencia
circunstancial puede impedírselo, aunque falten personas, libros, ambientes
o lo que sea. «Ninguna criatura podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo
Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,39).
2.-En cuanto sea posible, busquemos la gracia interna en aquellas gracias
externas que Dios ha establecido, y en su providencia ha puesto a nuestra
mano. Esto, que es tan evidente, con no poca frecuencia lo ignoramos o no lo
llevamos a sus últimas consecuencias.
((Son muchos los que menosprecian el orden concreto de gracia dispuesto por
Dios, y buscan la santificación con un criterio predominantemente subjetivo.
El ejemplo más clamoroso lo tenemos en la relación con los sacramentos. El
cristiano, por ejemplo, que trata de sanar de sus enfermedades espirituales
con grandes empeños ascéticos -supongámoslo-, pero que no se acerca al
sacramento de la penitencia sino muy de tarde en tarde, no irá muy lejos.
Conseguirá poco y se cansará mucho. Incluso hay peligro de que vaya
abandonando la vida espiritual. Y es que no se alcanza la gracia interior
cuando se menosprecia la gracia exterior puesta por Dios.))
Si queremos crecer ante Dios, hagámosnos como niños. Si queremos que Dios
nos enriquezca con sus gracias, hagámosnos pobres, y pidámosle la limosna de
su gracia. Si queremos que El se nos dé en su gracia, entreguémosnos a él
totalmente. Podemos decir con San Ignacio de Loyola: «Tomad, Señor, y
recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer; vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno; todo
es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia,
que ésta me basta» (Ejercicios 234).
2. La santidad
AA.VV., divinisation, DSp III (1957) 1370-1459; AA.VV., La santità, Roma,
Teresianum 1980; M. Guerra, Antropologías y teología, Pamplona, Univ.Navarra
1976; El enigma del hombre, ib.1978; M. Lot-Borodine, La déification de
l’homme selon la doctrine des Pères grecs, París, Cerf 1970; D. Mondin,
Antropologia teologica, Paoline 1977; O. Procksch, hagios, KITTEL
I,101-112/I,269-298; B. Rey, Creados en Cristo Jesús, Fax 1968.
El Catecismo confirma la antropología cristiana de «alma y cuerpo» (363-366,
1016, 1020, 1022, etc.). Cf. J. A. Sayés, El alma en el Catecismo de la
Iglesia Católica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1994.
La santidad en la Biblia
Sólo Dios es santo. La sagrada Escritura afirma reiteradas veces que la
santidad, esa condición espiritual, majestuosa y eterna, es exclusiva de
Dios, tiene los rasgos ontológicos propios de la naturaleza divina. Dios es
santo, sólo él es santo (Lev 11,44; 19,2; 20,26; 21,8; Is 6,3; 40,25; Sal
98).
Es evidente, pues, que la santidad es sobrenatural, y por tanto sobrehumana.
Excede no sólo la posibilidad humana de obrar, sino la misma posibilidad de
su ser. Todas las criaturas, y el hombre entre ellas, aparecen en la Biblia
como lo no-santo (Job 4,17; 15,14; 25,4-6).
Ahora bien, Dios Santo puede santificar al hombre, que es su imagen,
haciéndole participar por gracia de la vida divina. Y así lo confesamos en
la misa: «Santo eres, Señor, fuente de toda santidad» (Anáf.II); tú, «con la
fuerza del Espíritu Santo, das vida y santificas todo» (III). Pero veamos
cómo santifica Dios.
Jesús es el santo entre los hombres (Lc 1,35; 4,1). El es el «santo siervo
de Dios» (Hch 3,14s; 4,27. 30). Los hombres ante Jesús -como Isaías ante el
Santo- conocen su condición de pecadores (Is 6,3-6; Lc 5,8). Y Cristo es el
que santifica a los hombres, por su pasión y resurrección, por su ascensión
y por la comunicación del Espíritu Santo (Jn 17,19).
Ahora los cristianos somos santos porque tenemos «la unción del Santo» (1 Jn
2,20; +Lc 3,16; Hch 1,5; 1 Cor 1,2; 6,19). Al comienzo se llamaba «santos» a
los cristianos de Jerusalén (Hch 9,13; 1 Cor 16,1), pero pronto fue el
nombre de todos los fieles (Rm 16,2; 1 Cor 1,1; 13,12). Se trata ante todo,
está claro, de una santificación ontológica, la que afecta al ser; pero es
ésta justamente la que hace posible y exige una santificación moral, la que
afecta al obrar: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lev 19,3; 1 Pe 1,16; +1
Jn 3,3). El nuevo ser pide un nuevo obrar (operari sequitur esse). «Esta es
la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3; +2 Cor 7,1; Ap
22,11).
Elevación ontológica
De lo anterior se deduce que la santificación obrada por Cristo no va a ser
sólamente un nuevo camino moral al que se invita a un hombre que es
meramente hombre. Es mucho más que eso. La santificación instaurada por la
fe en Cristo consiste primariamente en una elevación ontológica: los
cristianos somos realmente «hombres nuevos», «nuevas criaturas» (Ef 2,15; 2
Cor 5,17), «hombres celestiales» (1 Cor 15,45-46), «nacidos de Dios»,
«nacidos de lo alto», «nacidos del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). Es el
nacimiento lo que da la naturaleza. Y nosotros, que nacimos una vez de otros
hombres, y de ellos recibimos la naturaleza humana, después en Cristo y en
la Iglesia, por el agua y el Espíritu, nacimos una segunda vez del Padre
divino, y de él recibimos una participación en la naturaleza divina (1 Pe
1,4). La santificación obrada por la gracia de Cristo no produce, pues, en
el hombre un cambio accidental (como el hombre que por un golpe de fortuna
se enriquece, pero sigue siendo el mismo), no es algo que afecte sólo al
obrar (el bebedor que se hace sobrio), sino que es ante todo una
transformación ontológica, que afecta al mismo ser del hombre, a su
naturaleza.
El hombre el viejo, el terrenal, el que fracasó por el pecado, fue creado
así al comienzo del mundo: «Formó Yavé Dios al hombre del polvo de la
tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue el hombre ser
animado» (Gén 2,7). Y el hombre nuevo, el celestial, en la plenitud de los
tiempos, fue formado así por Jesucristo, el segundo Adán: «Sopló sobre ellos
y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22).
«El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán [Cristo],
espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo
hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el
celestial, tales son los celestiales» (1 Cor 15,45. 47-48; +Heb 3,1; Jn
6,33. 38; 8,23).
Los Padres antiguos fueron muy conscientes de esta maravillosa realidad. San
Juan Crisóstomo: Cristo «nació según la carne para que tú nacieras en
espíritu; él nació de mujer para que tú dejases de ser hijo de mujer» y
vinieras a ser hijo de Dios (MG 57,26). San Agustín: «Dios manda esto: que
no seamos hombres. A no ser hombre te llamó el que se hizo hombre por ti.
Dios quiere hacerte dios» (ML 38,908-909). La misma doctrina, aunque con
expresiones contrarias, hallamos en otros Padres, como el San Ignacio de
Antioquía, que refiriéndose a la perfecta unión con Cristo en el cielo,
dice: «Llegado allí, seré de verdad hombre» (Romanos 6,2). Y es que si el
hombre es «imagen de Dios», es el cristiano, configurado a Jesucristo, el
que de verdad llega a ser hombre (Col 1,15; GS 22b; 41a).
((Ningún humanismo autónomo puede producir realmente un «hombre nuevo». Como
el mundo está harto de «lo viejo», es decir, de sí mismo (hombres viejos,
planteamientos, problemas, conductas y vicios viejos, Ef 4,22), prodiga la
fascinante terminología de «lo nuevo» (nuevo modelo, nuevo régimen, nueva
línea, nuevos filósofos, hombre nuevo, nueva sociedad, etc.) En realidad son
variaciones sobre el mismo tema, «los mismos perros con distintos collares».
No hay nada nuevo (Ecl 1,9-10). En la historia de la humanidad la única
novedad, la única Buena Nueva, es Jesucristo, nacido de Dios y de María; y
el Espíritu Santo que él comunica desde el Padre es el único que de verdad
renueva la faz de la tierra: nuevo ser, modos nuevos de pensar y de obrar,
nuevos caminos, nuevas formas e instituciones. Al margen del cristianismo,
todo es tremendamente viejo y caduco. Y si el mundo no se derrumba del todo,
es por la Iglesia de Cristo. «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los
cristianos en el mundo... Los cristianos están presos en el mundo, como en
una cárcel; pero son ellos los que mantienen la trabazón del mundo» (Cta.a
Diogneto VI, hacia el a.200).))
Deificación
Jesucristo santifica al hombre deificándole verdaderamente por la
comunicación del Espíritu Santo y de su gracia. «Lo que nace de la carne es
carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6). Y nosotros somos
hijos de Dios porque en Cristo hemos renacido verdaderamente «del agua y del
Espíritu» (3,5).
Por otra parte, sólo Dios puede deificar al hombre, sólo el Santo puede
santificar. Así Santo Tomás: «Es necesario que sólo Dios deifique,
comunicando el consorcio en la naturaleza divina por cierta participación de
semejanza» (STh I-II,112,1).
Esto, que en la Escritura -como ya vimos- aparece claramente, es objeto
primero de la enseñanza de los Padres, que afirman la deificación del
hombre, relacionándola siempre con la encarnación del Hijo divino. San
Agustín dice que Cristo «se hizo Hijo del hombre por nosotros, y nosotros
somos hijos de Dios por él» (ML Sup.2,495). «El descendió para que nosotros
ascendiéramos. Permaneciendo en su naturaleza, se hizo participante de la
nuestra, para que nosotros, permaneciendo en nuestra naturaleza, fuéramos
hechos participantes de la naturaleza suya» (ML 33,542).
También los místicos experimentan y expresan con fuerza la divinización del
hombre. Así San Juan de la Cruz: «Lo que pretende Dios es hacernos dioses
por participación, siéndolo él por naturaleza; como el fuego convierte todas
las cosas en fuego» (Dichos 106; +2 Noche 10,1). En la unión transformante,
el alma perfectamente unida a Dios «queda esclarecida y transformada en
Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el
mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión, que
todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante; y
el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación» (2 Subida
5,7; +Cántico 39,4).
Espiritualización
La santificación del hombre implica un dominio del alma sobre el cuerpo,
pero principalmente consiste en el dominio del Espíritu Santo sobre el
hombre, en alma y cuerpo. Esta afirmación, fundamental en antropología
cristiana y en espiritualidad, requiere algunas explicaciones de conceptos y
palabras.
-Alma y cuerpo. La razón y la fe conocen que hay en el hombre una dualidad
entre alma y cuerpo (soma y psykhé). No se trata del dualismo antropológico
platónico (el hombre es el alma; el alma preexiste al cuerpo; la ascesis
libera al alma del cuerpo; la muerte termina el cuerpo para siempre). No es
eso. El hombre es la unión substancial de dos coprincipios, uno espiritual y
otro material. Pues bien, «para designar este elemento [espiritual] la
Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada
Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en
la Biblia diversas acepciones, opina sin embargo que no se da razón alguna
válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es
absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (Sag.
Congregación Fe 17-V-1979; +Dz 567, 657, 800, 856s, 900, 991, 1304s, 1440,
2766, 2812, 3002; Pablo VI, Credo Pueblo de Dios 30-VI-1968, 8).
El Nuevo Testamento conoce la dualidad alma-cuerpo, como los libros más
tardíos del Antiguo Testamento la habían conocido también (somapsykhé, Mt
10,28; somapneuma, 1 Cor 5,3; +Sab 9,15; 1 Cor 9,27; 2 Cor 5,6-10; Flp 1,21;
Sant 1,26; 3,2-3). Y la razón natural, de otro lado, sabe que hay «algo»
que, al paso de los años, guarda la identidad de la persona, aunque el
cuerpo renueve todas sus células, aunque el cuerpo quede paralizado o
enfermo. Sabe que el conocimiento, la reflexión, el arte, la religión, son
procesos espirituales que, como la libertad, no pueden ser reducidos a la
materia. Los diferentes pueblos de la tierra hablan de una pluralidad
anímica, el ka y el ba (Egipto), el po’h y el hun (China), el asa y el manas
(Vedas), el animus y el anima (Roma), o de un principio espiritual único,
expresado en palabras sutiles, delicadas, que parecen vuelo: seele (alemán),
aliento, soul (inglés), suspiro, alma, âme (francés).
Pues bien, aunque la santidad consiste en un dominio del Espíritu divino
sobre el hombre, es evidente también que la ascesis cristiana procura un
dominio del alma sobre el cuerpo. De poco vale el perfeccionamiento corporal
(1 Tim 4,7-8), si «se pierde el alma» (Mt 16,26). Es cierto que la lucha
ascética cristiana no va tanto contra las rebeldías del cuerpo, como contra
los espíritus malignos (Ef 6,12). Pero también es verdad que todo
perfeccionamiento humano exige un alma que sea señora del cuerpo, y no
esclava de sus exigencias. Muchas filosofías y religiones coinciden en esto
con la doctrina cristiana.
-Espíritu y carne. Sin embargo, en la antropología cristiana y en la
espiritualidad consecuente, la más importante es la dualidad que hay en el
cristiano entre carne y espíritu (sarx y pneuma). El cuerpo, sin duda, debe
ser conducido por el alma. Pero la vocación cristiana lleva a una altura
mucho mayor: a que el hombre entero, en alma y cuerpo, sea conducido por el
Espíritu Santo. En este sentido habla Jesús cuando dice que «el espíritu
está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41). Y más explícitamente San
Pablo: «Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros
no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de
Dios habita en vosotros» (Rm 8,8-9).
Espíritu (pneuma) puede significar en la Escritura viento (Jn 3,8), aliento
vital, que se espira-expira al morir (Mt 27,50; Hch 7,59), en fin, el hombre
entero (Gál 6,18; 2 Cor 2,13). A veces se dice de Dios y del hombre (Rm
8,16). En lenguaje bíblico «Dios es espíritu» (Jn 4,24). Espíritu es lo
divino, sobrenatural, eterno, fuerte, santo, inalterable. El Espíritu
santifica a los hombres (Hch 2,38), y los hace espirituales (1 Cor 3,1). En
ocasiones el Espíritu designa propiamente a la tercera persona de la
Trinidad divina (Jn 15,26; 16,13). No siempre es fácil en cada texto
discernir la acepción exacta. Pero, para lo que aquí nos interesa, siempre
está claro que la «espiritualidad» cristiana es la que «el hombre
espiritual» vive dejándose conducir por «el Espíritu del Señor» (2 Cor
3,17): «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de
Dios» (Rm 8,14).
Carne (sarx), de modo paralelo, puede significar los tejidos corporales (Lc
24,39), el cuerpo entero (Hch 2,31), o todo el hombre, en cuerpo y alma (Rm
7,18). Frecuentemente la carne designa lo débil, lo transitorio y temporal
(Mt 26,41; Jn 6,63). Incluso a veces carne es el pecado (Rm 6,19; 7,5.14; Ef
2,3). La carne en sí no es mala, y una vez santificada, manifiesta la vida
de Jesús (2 Cor 4,11).
Pues bien, la gracia de Cristo hace que los hombres carnales, animales,
psíquicos (Sant 3,15; 1 Cor 2,14), es decir, «los que no tienen Espíritu»
(Jds 19), vengan a ser hombres espirituales (1 Cor 3,1). Así en Cristo los
hombres viejos (Rm 6,6) se hacen nuevos (Col 3,10; Ef 2,15); los terrenos
vienen a ser celestiales (1 Cor 15,47); los meramente exteriores se hacen
interiores (Rm 7,22; 2 Cor 4,16; Ef 3,16); los hombres adámicos, pecadores
desde Adán (Rm 5,14.19), ahora en Cristo merecen ser llamados cristianos
(Hch 11,26). Y en este sentido también podrá decirse que los cristianos
incipientes, apenas transformados en Cristo, llenos todavía de miserias y
deficiencias, son como niños, son cristianos carnales, que aún viven
humanamente (1 Cor 3,1-3).
Con toda razón, pues, se dirá que el cristiano perfecto es hombre
espiritual, ya que «el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él»
(1 Cor 6,17). «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), para que el hombre, que es
carne, se haga espíritu. Podemos así, parafraseando un texto paulino (2 Cor
8,9), decir: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, se hizo hombre por amor
nuestro, para que nosotros fuésemos deificados por su encarnación».
Dios santifica al hombre haciendo que no sólamente supere sus límites de
pecador, sino su misma condición de criatura. El conflicto principal en la
vida ascética no está en la sumisión del cuerpo al alma, sino en la
docilidad del hombre al Espíritu divino. El hombre carnal se niega a ser
hombre espiritual. El hombre-humano se resiste a ser hombre-divino. Es como
un animal hominizado que se resistiera a superar los modos de ser y obrar
propios del animal, es decir, que no quisiera vivir humanamente, que se
conformara con ser un buen animal. Así obra el hombre que no quiere ser
cristiano, o el cristiano que se resiste a superar los modos humanos de
pensar, sentir y obrar, que no quiere «vivir según el Espíritu», que se
conforma con ser un buen hombre. Ignora que no se puede ser un buen hombre
sino viviendo según el Espíritu del Señor.
Véase en este texto cómo San Juan de la Cruz entiende la santificación como
deificación, esto es, como espiritualización total del hombre: «Salí del
trato y operación humana mía a operación y trato de Dios: mi entendimiento
salió de sí, volviéndose de humano y natural en divino, porque, uniéndose
por medio de esta purificación con Dios, ya no entiende por su vigor y luz
natural, sino por la divina Sabiduría con que se unió. Y mi voluntad salió
de sí, haciéndose divina, porque, unida con el divino amor, ya no ama
bajamente con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu
Santo, y así, la voluntad acerca de Dios no obra humanamente; y ni más ni
menos, la memoria se ha trocado en aprehensiones eternas de gloria. Y,
finalmente, todas las fuerzas y actos del alma, por medio de esta noche y
purificación del hombre viejo, todas se renuevan en temples y deleites
divinos» (2 Noche 4,2).
((Según esto, decir que el cristiano debe «encarnarse» no parece una
expresión demasiado feliz, aunque, por supuesto, admite significados nobles
y verdaderos. Es una terminología ajena a la Escritura -contraria, más
bien-, ajena a la tradición de los maestros de la espiritualidad cristiana,
que -conviene notarlo- son quienes han conservado en el lenguaje teológico
una mayor fidelidad a la terminología bíblica, pues viven siempre inmersos
en la vivificante Escritura sagrada. No, el cristiano no ha de encarnarse,
porque ya es carne, y a veces demasiado. El Verbo divino es el que ha de
encarnarse para que el hombre, que es carne, se espiritualice, venga a ser
hombre espiritual. Este es el lenguaje bíblico y el de la tradición.
Y en relación con lo anterior, una cierta aversión al término espiritual
-espiritualidad, vida espiritual, hombre espiritual, teología espiritual-,
que a algunos les lleva a evitar estas palabras, no merece un juicio
positivo. La palabra espiritual, como todas las palabras, tiene sus riesgos
y exige una constante vigilancia semántica. Pero es preferible guardar
fidelidad al lenguaje de la Biblia y de la tradición de la Iglesia. Alejarse
de una palabra usada en la Revelación para irse a su contraria es un mal
paso.))
Santidad ontológica
El cristiano es santo porque ha nacido de Dios, que es Santo. Y es que el
Padre, por la generación, comunica al hijo su propia vida, que es santa.
Veamos esto partiendo de la analogía fundamental de la vida humana. El
hombre es racional, es libre y capaz de reir, porque en el nacimiento ha
recibido de su padre la naturaleza humana, es decir, la calidad de animal
racional, libre, capaz de risa. Si luego el hombre no vive racionalmente, si
no se ríe, o si esclaviza su libertad por el vicio, esto no cambia su
estatuto ontológico: sigue siendo un hombre, aunque no viva como tal, y
ningún animal puede alcanzar ni de lejos la posibilidad de perfección que
hay en él. Pues bien, de modo semejante, los hijos de Dios son santos,
caritativos, fuertes, porque Dios es santo, es caridad, es fuerte. Si luego
el cristiano vive «según el Espíritu, y no según la carne» (Rm 8,9), vive
según su ser; pero si vive según la carne, es decir, «a lo humano» (1 Cor
3,3), se degrada y corrompe.
Dios, fuente de vida, comunica en la creación (por naturaleza) diversos
niveles de vida, vegetativa, animal, humana. La vida humana integra las
otras, y lo hace en una síntesis cualitativamente superior, caracterizada
por la razón y el querer libre de la voluntad. Lo humano perfecciona lo
animal y vegetativo, no lo destruye.
Dios, fuente de vida, comunica en la redención (por gracia) al hombre una
nueva participación en la vida divina, caracterizada por un nuevo
conocimiento, la fe, y una nueva capacidad de amar, la caridad. Y esta vida
ha de integrar los otros niveles de vida, perfeccionándolos, elevándolos,
sin destruirlos.
Santidad psicológica y moral
Veamos de nuevo el desarrollo de la vida cristiana partiendo de algunas
analogías fundamentales de la vida humana.
El hombre niño es racional, pero todavía no tiene uso de razón. Por eso
apenas vive como hombre, sino como animal. En efecto, la espontaneidad
habitual del niño no es la que corresponde al ser humano en cuanto tal, sino
la que procede del alma animal.
Ahora bien, es hombre, es animal racional, y ya desde muy pequeño tiene la
capacidad de ser conducido por personas adultas hacia conductas propiamente
humanas, como, por ejemplo, comer con cubiertos, dar a otro un objeto, etc.
Todo eso que le resulta al niño un tanto laborioso, impuesto desde fuera,
aunque posible, para un animal sería simplemente imposible. Eso sí, cuando
cesa la estimulación de los adultos, el niño, abandonado a sí mismo, deja de
conducirse en modos humanos, y recae en su espontaneidad animal. Ya se ve,
pues, que aún no le funciona apenas el alma como humana, sino como animal; y
esto es así con el agravante de que el alma animal también le funciona
deficientemente -mucho peor que a un patito o un potrillo-, porque él está
destinado a vivir como hombre, y aún no vive como tal. Aquí se ve la
necesidad de hombres realmente adultos para el buen crecimiento de los
hombres niños.
El hombre adulto, por el contrario, vive movido habitualmente por el alma
humana, tiene uso de razón, piensa de modo racional, se mueve por libres
decisiones volitivas. Su conducta espontánea, sin necesidad de apremios
normativos o de exhortaciones de otros adultos, es ya humana; por ejemplo,
come como se debe, da lo que conviene dar con facilidad. Y adviértase que
estos mismos actos (comer, dar), no sólo están mejor hechos que en el niño,
sino que son actos cualitativamente distintos a los del hombre niño, pues
proceden de conciencia racional y querer libre, es decir provienen del alma
humana en cuanto tal. En el hombre adulto el alma humana no actúa como
principio extrínseco, impuesto, relativamente violento, sino en forma
plenamente natural. Veamos, pues, la analogía de esto con la vida cristiana.
El cristiano carnal, es aún niño en Cristo, vive a lo humano (1 Cor 3,1-3).
Su espontaneidad no procede del Espíritu Santo, sino del alma humana. En
estos comienzos de la vida espiritual su alma le funciona más como humana
que como propiamente cristiana. Tiene, sin embargo, la naturaleza cristiana,
y por eso tiene la capacidad de ser conducido por normas de la Iglesia o por
cristianos espirituales hacia conductas propiamente cristianas, como, por
ejemplo, puede ir a misa los domingos -cosa que a un no creyente le sería
psicológicamente imposible-. Eso sí, cuando cesa esa estimulación de normas
o personas, el cristiano carnal, abandonado a sí mismo, recae en su
espontaneidad meramente humana. Ya se ve que apenas tiene uso de fe, apenas
el alma le funciona como cristiana, sino como humana; y con el agravante de
que también el alma humana le funciona deficientemente -«los hijos de este
mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz» (Lc 16,8)-,
porque él está destinado a vivir como cristiano, según el Espíritu, en fe y
caridad. Lo que muestra la necesidad de cristianos verdaderamente
espirituales para el crecimiento de los cristianos carnales. Los santos,
pues, son necesarios en la Iglesia, no son un lujo accesorio.
El cristiano espiritual, adulto en Cristo, vive habitualmente movido por el
Espíritu Santo, tiene uso de fe, y la caridad impulsa sus actos. Su conducta
espontánea es ya cristiana, procede de la gracia, de Dios que habita en él.
Ir a misa los domingos, por ejemplo, ya no es para él una exigencia moral
enojosa, violenta, impuesta desde fuera por normas o personas, sino una
exigencia interior que realiza con facilidad y gozo. Y adviértase que un
mismo acto cristiano (ir a misa), aunque materialmente coincida con el acto
del cristiano carnal, es cualitativamente distinto, pues el acto del
cristiano espiritual procede inmediatamente del Espíritu Santo, que actúa
ahora en él como principio intrínseco.
Resumiendo: la santificación ontológica del cristiano ha de producir en él
una progresiva santificación psicológica y moral. Esto es crecer en la
gracia, crecer en Cristo.
Santificación de todo el hombre
Así como el alma humana anima al hombre entero, a todo lo que hay en el
hombre, así la gracia de Dios anima a todo el cristiano, su mente, su
voluntad, sus sentimientos, su inconsciente, su cuerpo, todo lo que hay en
él. A esto hemos sido predestinados por Dios, «a ser conformes con la imagen
de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm
8,29), es decir, para que sea un nuevo Adán, cabeza de una nueva raza de
hombres.
El entendimiento ha de configurarse a Cristo por la fe, que nos hace ver las
cosas por sus ojos. «Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16;
+2 Cor 11,10). Muchas cosas que para el hombre animal «son necedad y no
puede entenderlas», para el cristiano son «fuerza y sabiduría de Dios» (1
Cor 1,23-24; 2,14).
La voluntad, por la caridad, ha de unirse totalmente a la de Cristo. Y eso
es posible, «pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por
la fuerza del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
Los sentimientos, igualmente, pues nos ha sido dicho: «Tened los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Es normal (es decir, conforme
a la norma) que el cristiano espiritual participe habitualmente de los
sentimientos del Corazón de Cristo.
El subconsciente también ha de ser impregnado por el Espíritu de Jesús. Esto
lo sabemos por principio teológico, pero también por la experiencia de los
santos.
He aquí un caso. Estando enfermo el jesuita Simón Rodríguez, quedó encargado
de cuidarle San Francisco de Javier, que por esa razón dormía en la misma
habitación. Una noche vio el padre Rodríguez que Francisco despertaba con
sorprendente brusquedad. Y años más tarde el santo le explicó que en un
sueño que le había sobrevenido, estaba en un mesón y una bella moza quería
tentarle (Monumenta Historica S.I., Monumenta Ignatiana s.IV,t.I, Madrid
1904, 570-571). El Espíritu de Jesús -la virtud de la castidad- estaba ya
tan arraigado en Francisco, que aún estando dormido, producía los actos
propios de la virtud. Así como el instinto de conservación de la vida
natural sigue alerta en el hombre dormido, que sueña estar huyendo de un
asesino que le amenaza, así el instinto de conservación de la vida
sobrenatural estaba operante en Francisco dormido. Completamente normal.
El cuerpo, finalmente, refleja de algún modo en el santo su configuración a
Jesucristo. Es también de experiencia. Pero esto sucederá plenamente en la
resurrección, cuando venga el Señor Jesús, «que reformará el cuerpo de
nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3,21).
Conviene que de todo esto seamos muy conscientes, pues colaboraremos mejor
con la gracia del Espíritu Santo si sabemos ya desde el comienzo qué
pretende hacer de nosotros: quiere hacer hombres totalmente nuevos, en alma
y cuerpo, de arriba a abajo.
Santos no ejemplares
El Espíritu de Jesús quiere santificar al hombre entero, y éste, animado por
esa convicción de fe, debe tender a una reconstrucción total de su
personalidad y de su vida. Y muchas veces lo alcanzará. Pero otras veces,
sobre todo cuando hay importantes carencias -de salud mental, formadores,
libros-, puede Dios permitir que perduren inculpablemente en el cristiano
ciertas deficiencias psicológicas o morales que no afectan a la esencia de
la santidad, pues, como hemos dicho, no son culpables. La gracia de Dios, en
cada hombre concreto, aunque éste le sea perfectamente dócil, no sana
necesariamente en esta vida todas las enfermedades y atrofias de la
naturaleza humana. Sana aquello que, en los designios de la Providencia,
viene requerido para la divina unión y para el cumplimiento de la vocación
concreta. Permite a veces, sin embargo, que perduren en el hombre deificado
bastantes deficiencias psicológicas y morales inculpables, que para la
persona serán una no pequeña humillación y sufrimiento. Los cristianos
santos que se ven oprimidos por tales miserias no serán, desde luego, santos
canonizables, pues la Iglesia sólo canoniza a aquellos cristianos en los que
la santidad ontológica ha tenido una plena irradiación psicológica y moral,
y que por eso son un ejemplo y un estímulo para los fieles. Estos serán,
pues, «santos no-ejemplares».
En la práctica no siempre es fácil distinguir al pecador del santo
no-ejemplar, aunque, al menos a la larga, no es tan difícil. El pecador
trata de exculparse, se justifica, se conforma sin lucha con su modo de ser
(«lo que hago no es malo», «la culpa la tienen los otros», «recibí una
naturaleza torcida y me limito a seguirla»). El santo no-ejemplar no trata
de justificarse, remite su caso a la misericordia de Cristo, no echa la
culpa a los demás, ni intenta hacer bueno lo malo, y pone todos los medios a
su alcance -que a veces son mínimos- para salir de sus miserias.
Este es, sin duda, un tema misterioso, pero podemos aventurar algunas
explicaciones teológicas.
-Gracia y libertad transcienden todo condicionamiento exterior a ellas, y a
veces gravemente limitante de las realizaciones concretas. Y ahí, en esa
unión transcendente de gracia de Dios y libertad humana es donde se produce
la realidad de la santificación.
-No se identifica el grado de una virtud y el grado de su ejercicio en
obras, como ya vimos al estudiar el crecimiento de las virtudes.
-Normalmente, en los cristianos, Dios santifica al hombre con el concurso de
sus facultades mentales, suscitando en su razón ideas, en su afectividad
sentimientos, en su voluntad decisiones (y al decir normalmente queremos
decir «en principio», «según norma», pero no queremos decir que
estadisticamente sea lo más frecuente: ésta es cuestión en la que no
entramos). Sabemos, sin embargo, que también Dios santifica al hombre sin el
concurso consciente y activo de sus potencias psicológicas. Así son
santificados los niños sin uso de razón; los locos, en sus fases de
alienación mental; los paganos, pues los que son santificados sin
fe-conceptual (no conocen a Cristo, ni tienen justa idea de Dios), habrán de
tener algún modo de fe-ultraconceptual (ya que sin la fe no podrían agradar
a Dios, Heb 11,5-6); y es de creer que muchos paganos son santificados. Los
místicos, incluso, cuando están bajo la intensa acción del Espíritu, son de
tal modo santificados sobrenaturalmente, que ellos no ejercitan las
potencias psicológicas, ya que «el natural abajo queda» (2 Subida 4,2). A
estos modos de santificación de niños, locos, paganos y místicos, habrá que
añadir a veces la atípica manera de santidad de los santos no-ejemplares
-más numerosos probablemente de lo que parece a primera vista-.
-La gracia perfecciona el alma misma, que es distinta de sus potencias, al
menos en la doctrina de Santo Tomás; por tanto, éstas, en la santificación,
pueden eventualmente quedar incultas, al menos en algunos aspectos, si así
lo dispone Dios. San Juan de la Cruz, como otros autores espirituales,
describe ciertos «toques substanciales de divina unión entre el alma y
Dios», que Dios obra a oscuras de los sentidos y hasta de las facultades
superiores del hombre (2 Noche 23-24). Si Dios a veces obra así en los
místicos, también obrará así en los santos no-ejemplares.
Recordemos también en esto que la santificación cristiana es escatológica,
es decir, se realizará plenamente en la resurrección, en el ultimo día. Aquí
en la tierra, según parece, el Señor permite con frecuencia la humillación
del santo no-ejemplar, del cristiano fiel que está neuróticamente angustiado
-a pesar de su real esperanza-, o morbosamente irritable -a pesar de su
indudable caridad-, etc. Un éste un santo, en fin, no-ejemplar, está claro.
Pero es un santo.
Menosprecio de la santidad
Hay numerosos errores sobre la naturaleza verdadera de la santidad
cristiana, y un menosprecio generalizado hacia la misma. Cualquier cosa
interesa más a los hombres.
((El error quizá más frecuente y grave consiste en ignorar la gracia
santificante, la dimensión ontológica de la santidad cristiana. La santidad
sería la misma ética natural llevada por el hombre, con su fuerza e
iniciativa, al extremo. No se ve la santidad como cualidad sobrenatural
exclusivamente divina, como don que sólo Dios puede conferir al hombre por
su gracia. Este naturalismo ético ve sólo en el hombre sus facultades
naturales (error teológico), y supone fácilmente que toda obra buena, y más
si es ardua y penosa, procede necesariamente de nobles motivaciones (error
psicológico); cuando todos sabemos -también los psicólogos- que el hombre
puede hacer prácticamente todo (incluyendo leprosería, desierto y suburbio)
secretamente motivado por la vanidad, el afán de dominio o de prestigio, la
necesidad neurótica de autocastigarse o de purificar una conciencia
morbosamente culpable. En esta perspectiva, inevitablemente, el acento de la
santidad pasa del ser al obrar: justamente lo contrario de lo que sucede en
la Biblia, donde «la moralidad cristiana no aparece como un nuevo modo de
actuar, sino sobre todo como un nuevo modo de ser» (Procksch 109/291).
La dramatización de los males presentes individuales o colectivos es otra
forma de menospreciar la santidad. ¿Qué desgracias reales pueden suceder a
los hombres que están en gracia de Dios, y que saben que «Dios hace
concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28)? Sí,
ciertamente, no es cosa de trivializar los males presentes, pues seria
contrario a la caridad; pero hay sin duda una forma de dramatizarlos que
implica un verdadero menosprecio de la santidad y de la vida eterna, es
decir, de Dios mismo.
La desestima o abandono del ministerio sacerdotal llevan consigo muchas
veces desprecio de la santidad. Un hombre considera llena su vida cuando
engendra un par de hombres más, cuando cultiva patatas en un campo, cuando
pinta unos cuadros no del todo malos, cuando es médico y salva algunas
vidas. Pero se da el caso del sacerdote -aunque parezca increíble-, que
estando al servicio del Santo para santificar a los hombres como
«dispensador de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1), se siente frustrado e
inútil porque los hombres no aprecian o no reciben su ministerio. ¿Cómo un
hombre, templo de la Trinidad, puede sentirse sólo e inútil? ¿Cómo un hombre
que bautiza a otros hombres, y les da el Santo -en la predicación, en la
eucaristía, en los sacramentos-, aunque en su ministerio fuera recibido por
unos pocos, puede sentirse vacío y frustrado? Esto es desprecio de la
santidad.
Pero, en fin, el pecado es la forma principal de despreciar la santidad. ¿En
qué tiene la gracia de Dios el cristiano que peca?... Así dice San León
Magno: «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad! y, hecho participante de la
naturaleza divina, no quieras degradarte con una conducta indigna y volver a
la antigua vileza. ¡Recuerda quién es tu cabeza y de qué cuerpo eres
miembro!» (ML 54,192-193).))
Amor a la santidad
Daríamos por plenamente realizada la vida de un científico que, tras muchos
años de trabajo, lograra hacer de un mono, de uno solo, un hombre. Pues
bien, toda la vida de un sacerdote merece la pena con que un hombre se haga
cristiano. Toda la vida de un padre de familia es una maravilla si da el
fruto de un hijo cristiano. Más aún, la vida de gracia de cualquier
cristiano, aunque no diera fruto alguno en otros -cosa imposible-, es una
existencia indeciblemente valiosa, le vaya en este mundo como le vaya.
Santo Tomás enseña que «la obra de la justificación de un pecador, puesto
que produce el bien eterno de la participación divina, es mayor que la
creación del cielo y de la tierra, que son bienes de naturaleza, mudables.
El bien de gracia de uno solo es mayor que el bien de naturaleza de todo el
universo» (STh I-II,113,9).