Oración cristiana de cara a la muerte
Oración de Santa Macrina
Oración de Macrina, hermana de San Gregorio de Nisa, antes de entregar su
alma a Dios:
9. Tú, Señor, nos has librado del temor de la muerte (Hb 2, 15). Tú has
convertido el final de la vida de aquí abajo en comienzo para nosotros de la
vida verdadera.
Tú haces descansar un tiempo nuestros cuerpos en el sueño y los despertarás
de nuevo con la trompeta del final de los tiem-pos (1 Co 15, 52).
Tú entregas en depósito a la tierra nuestra tierra, la que tú mo-delaste con
tus manos, y harás surgir de nuevo lo que le entregaste, transformando con
la inmortalidad y la belleza lo que en nosotros es mortal y deforme (cf. 1
Co 15, 53).
Tú nos has arrancado a la maldición y al pecado, convirtiéndote en ambas
cosas por nosotros (cf. Ga 3, 13; 2 Co 5, 21). Tú has aplastado las cabezas
del dragón (cf. Sal 74, 14) que había agarrado al hombre con sus fauces en
el abismo de la desobediencia.
Tú nos has abierto el camino de la resurrección haciendo sal-tar las puertas
del infierno (cf. Sal 106, 16; Mt 16, 18) y redu-ciendo a la impotencia a
aquel que tiene el poder sobre la muerte (Hb 2, 14),
Tú has dado a quienes te aman una señal -el signo de la santa cruz- para
destrucción del adversario y seguridad de nuestra vida. ¡Oh Dios eterno,
a quien fui entregada desde el vientre de mi madre (Sal 21, 11), a quien ha
amado mi alma (Ct 1, 7) con toda su fuerza,
a quien he consagrado todo mi cuerpo y mi alma desde mi niñez hasta ahora!
Coloca junto a mí al ángel luminoso que me lleve de la mano hasta el lugar
del refrigerio, allí donde se encuentra el agua del descanso (cf. Sal 22, 2)
en el seno de los santos patriarcas (cf. Lc 16, 22). Tú que has quebrantado
la espada de fuego (cf. Gn 3, 24) y has dado el paraíso al hombre
crucificado a tu lado y que se había confiado a tu misericordia,
acuérdate también de mí cuando estés en tu reino (Lc 23, 42), porque yo
también estoy crucificada contigo (cf. Ga 2, 19), pues he clavado mi carne
con el miedo y temo tus juicios (Sal 118, 120).
Que el temible enemigo no me separe de tus elegidos;
que el envidioso no se interponga en mi camino;
que mi pecado no aparezca al descubierto ante tus ojos, si, en-gañada por la
debilidad de nuestra naturaleza, he pecado de palabra, obra o pensamiento.
Tú que tienes sobre la tierra el poder de perdonar los pecados, líbrame para
que pueda retomar el aliento y, una vez despoja-da del cuerpo (Col 2, 11),
aparezca ante Ti sin mancha ni arruga (Ef 5, 27) en el perfil de mi alma;
que mi alma sea acogida en tus manos inmaculada e irreprochable, como
incienso ante tu rostro (Sal 140, 2).
(GREGORIO DE NISA, Vida de Macrina, 24, 1-2: BPa 31, 90-93)
La Virgen antes de morir
San Juan Damasceno, en una homilía sobre la Dormición de Nuestra Señora,
pone en boca de María, antes de morir, esta súplica llena de fe y de
confianza, en la cual no olvida a los discípulos de su Hijo, a quienes llama
hijos suyos:
39. A tus manos, Hijo mío, encomiendo mi espíritu. Recibe, pues, mi alma que
tanto amas y que preservaste de toda culpa. A ti, y no a la tierra, entrego
mi cuerpo. Guarda sano y salvo este cuerpo en el que te dignaste habitar y
cuya virginidad pr-servaste cuando naciste. Llévame contigo para que donde
tú estás, esté también yo, habitando en tu compañía. Voy presu-rosa hacia
ti, que bajaste a mi seno sin causar detrimento al-guno. Al producirse mi
tránsito, consuela a estos amadísimos hijos míos, a quienes te dignaste
llamar hermanos tuyos. Cuando yo extienda sobre ellos mis manos para
bendecirles, otórgales también tu bendición.
(JUAN DAMASCENO, Homilía 2° sobre la Dormición, 10: BPa 33, 184)
Oración de San Policarpo
La oración que pronunció el mártir Policarpo, atado sobre la pira en la que
iba a ser abrasado, está llena de confianza en Dios, que le concede el don
del martirio y le va a otorgar el de la vida eterna:
2. Señor, Dios todopoderoso,
Padre de tu amado y bendito siervo Jesucristo,
por el que te hemos conocido,
Dios de los ángeles, de las potencias, de toda la creación
y de todo el pueblo de los justos que viven en tu presencia.
Te bendigo porque me has juzgado digno de este día
y de esta hora,
de tomar parte en el número de los mártires,
en el cáliz de tu Cristo,
para resurrección de la vida eterna en alma y cuerpo,
en la incorruptibilidad del Espíritu Santo.
Que hoy sea yo recibido con ellos en tu presencia,
en sacrificio generoso y grato,
tal como Tú, el Dios verdadero que no engaña,
lo has preparado de antemano,
lo anunciaste, y lo has cumplido.
Por ello y por encima de todas las cosas te alabo,
te bendigo, te glorifico,
por medio de Jesucristo, Sumo Sacerdote eterno y celeste,
tu amado siervo,
por el cual la gloria (sea dada) a Ti junto con Él
y al Espíritu Santo,
ahora y en los siglos venideros. Amén.
(Martirio de Policarpo, XIV, I-3: FuP 1, 263)