Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La Meditación, el modelo de María
17 de agosto de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Estamos aún en la luz de la fiesta de la Asunción de la Virgen, que, como he
dicho, es una fiesta de esperanza. María ha llegado al Paraíso y este es
nuestro destino: todos nosotros podemos llegar al Paraíso. La cuestión es
cómo. María ya ha llegado. Ella —dice el Evangelio— es «la que creyó que se
cumpliría lo que le había dicho el Señor» (cf. Lc 1, 45). Por tanto, María
creyó, se abandonó a Dios, entró con su voluntad en la voluntad del Señor y
así estaba precisamente en el camino directísimo, en la senda hacia el
Paraíso. Creer, abandonarse al Señor, entrar en su voluntad: esta es la
dirección esencial.
Hoy no quiero hablar sobre la totalidad de este camino de la fe, sino sólo
sobre un pequeño aspecto de la vida de oración, que es la vida de contacto
con Dios, es decir, sobre la meditación. Y ¿qué es la meditación? Quiere
decir: «hacer memoria» de lo que Dios hizo, no olvidar sus numerosos
beneficios (cf. Sal 103, 2b). A menudo vemos sólo las cosas negativas;
debemos retener en nuestra memoria también las cosas positivas, los dones
que Dios nos ha hecho; estar atentos a los signos positivos que vienen de
Dios y hacer memoria de ellos. Así pues, hablamos de un tipo de oración que
en la tradición cristiana se llama «oración mental». Nosotros conocemos de
ordinario la oración con palabras; naturalmente también la mente y el
corazón deben estar presentes en esta oración, pero hoy hablamos de una
meditación que no se hace con palabras, sino que es una toma de contacto de
nuestra mente con el corazón de Dios. Y María aquí es un modelo muy real. El
evangelista san Lucas repite varias veces que María, «por su parte,
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (2, 19; cf. 2,
51b). Las custodia y no las olvida. Está atenta a todo lo que el Señor le ha
dicho y hecho, y medita, es decir, toma contacto con diversas cosas, las
profundiza en su corazón.
Así pues, la que «creyó» en el anuncio del ángel y se convirtió en
instrumento para que la Palabra eterna del Altísimo pudiera encarnarse,
también acogió en su corazón el admirable prodigio de aquel nacimiento
humano-divino, lo meditó, se detuvo a reflexionar sobre lo que Dios estaba
realizando en ella, para acoger la voluntad divina en su vida y corresponder
a ella. El misterio de la encarnación del Hijo de Dios y de la maternidad de
María es tan grande que requiere un proceso de interiorización, no es sólo
algo físico que Dios obra en ella, sino algo que exige una interiorización
por parte de María, que trata de profundizar su comprensión, interpretar su
sentido, entender sus consecuencias e implicaciones. Así, día tras día, en
el silencio de la vida ordinaria, María siguió conservando en su corazón los
sucesivos acontecimientos admirables de los que había sido testigo, hasta la
prueba extrema de la cruz y la gloria de la Resurrección. María vivió
plenamente su existencia, sus deberes diarios, su misión de madre, pero supo
mantener en sí misma un espacio interior para reflexionar sobre la palabra y
sobre la voluntad de Dios, sobre lo que acontecía en ella, sobre los
misterios de la vida de su Hijo.
En nuestro tiempo estamos absorbidos por numerosas actividades y
compromisos, preocupaciones y problemas; a menudo se tiende a llenar todos
los espacios del día, sin tener un momento para detenerse a reflexionar y
alimentar la vida espiritual, el contacto con Dios. María nos enseña que es
necesario encontrar en nuestras jornadas, con todas las actividades,
momentos para recogernos en silencio y meditar sobre lo que el Señor nos
quiere enseñar, sobre cómo está presente y actúa en nuestra vida: ser
capaces de detenernos un momento y de meditar. San Agustín compara la
meditación sobre los misterios de Dios a la asimilación del alimento y usa
un verbo recurrente en toda la tradición cristiana: «rumiar»; los misterios
de Dios deben resonar continuamente en nosotros mismos para que nos resulten
familiares, guíen nuestra vida, nos nutran como sucede con el alimento
necesario para sostenernos. Y san Buenaventura, refiriéndose a las palabras
de la Sagrada Escritura dice que «es necesario rumiarlas para que podamos
fijarlas con ardiente aplicación del alma» (Coll. In Hex, ed. Quaracchi
1934, p. 218). Así pues, meditar quiere decir crear en nosotros una actitud
de recogimiento, de silencio interior, para reflexionar, asimilar los
misterios de nuestra fe y lo que Dios obra en nosotros; y no sólo las cosas
que van y vienen. Podemos hacer esta «rumia» de varias maneras, por ejemplo
tomando un breve pasaje de la Sagrada Escritura, sobre todo los Evangelios,
los Hechos de los Apóstoles, las Cartas de los apóstoles, o una página de un
autor de espiritualidad que nos acerca y hace más presentes las realidades
de Dios en nuestra actualidad; o tal vez, siguiendo el consejo del confesor
o del director espiritual, leer y reflexionar sobre lo que se ha leído,
deteniéndose en ello, tratando de comprenderlo, de entender qué me dice a
mí, qué me dice hoy, de abrir nuestra alma a lo que el Señor quiere decirnos
y enseñarnos. También el santo Rosario es una oración de meditación:
repitiendo el Avemaría se nos invita a volver a pensar y reflexionar sobre
el Misterio que hemos proclamado. Pero podemos detenernos también en alguna
experiencia espiritual intensa, en palabras que nos han quedado grabadas al
participar en la Eucaristía dominical. Por lo tanto, como veis, hay muchos
modos de meditar y así tomar contacto con Dios y de acercarnos a Dios y, de
esta manera, estar en camino hacia el Paraíso.
Queridos amigos, la constancia en dar tiempo a Dios es un elemento
fundamental para el crecimiento espiritual; será el Señor quien nos dará el
gusto de sus misterios, de sus palabras, de su presencia y su acción; sentir
cuán hermoso es cuando Dios habla con nosotros nos hará comprender de modo
más profundo lo que quiere de nosotros. En definitiva, este es precisamente
el objetivo de la meditación: abandonarnos cada vez más en las manos de
Dios, con confianza y amor, seguros de que sólo haciendo su voluntad al
final somos verdaderamente felices.