Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La oración de Jesús
30 de noviembre de 2011
Tras finalizar la catequesis sobre la oración en el AT, Benedicto XVI se
adentra en la oración de Jesús. "Observando la oración de Jesús, deben
surgirnos diversas preguntas: ¿Cómo rezo yo?¿Cómo rezamos nosotros?¿Qué
tiempo dedicamos a la relación con Dios? ¿Es suficiente la educación y
formación a la oración actualmente? ¿Quién nos puede enseñar?"
Queridos hermanos y hermanas,
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre algunos ejemplos de
oración en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a mirar a Jesús, a su
oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que irriga la
existencia, las relaciones, los gestos y que lo guía, con progresiva
firmeza, al don total de sí mismo, según el proyecto de amor de Dios Padre.
Él es el maestro también de nuestra oración, incluso Él es el apoyo activo y
fraternal de nuestro dirigirnos al Padre. Verdaderamente, como resume un
título del Compendio del Catecismo de la Iglesia: “la oración se revela y
actúa plenamente en Jesús” (541-547). A Él nos vamos a referir en las
próximas catequesis. Un momento particularmente significativo de su camino
es la oración que sigue al Bautismo al que se somete en el río Jordán. El
evangelista Lucas dice que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el
pueblo, el bautismo por mano de Juan el Bautista, entra en una oración muy
personal y prolongada.
Escribe: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y
mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió
sobre él en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 21-22). Es este
“mientras estaba orando”, en diálogo con el Padre, lo que ilumina la acción
que ha realizado junto a tantos otros de su pueblo que habían llegado a la
orilla del Jordán. Rezar le da a su gesto, el Bautismo, un trato exclusivo y
personal. El Bautista había hecho un fuerte llamamiento a vivir plenamente
como “hijos de Abraham”, convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de
este cambio (cfr Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se movió, como
recuerda el evangelista Marcos, que escribe: “Toda la gente de Judea y todos
los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas
del Jordán, confesando sus pecados” (Mc 1,5). El Bautista aportaba algo
realmente nuevo: someterse al Bautismo debía marcar un cambio determinante,
dejar una conducta ligada al pecado e iniciar una vida nueva. También Jesús
acepta esta invitación, entre en la gris multitud de los pecadores que
esperan en la orilla del Jordán. También a nosotros, como a los primeros
cristianos, nos surge esta pregunta: ¿por qué Jesús se somete
voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? Él no había
pecado, no tenía necesidad de convertirse. Entonces ¿por qué realizar este
gesto? El Evangelista Mateo describe el estupor del Bautista que afirma:
“Juan se resistía, diciéndole: 'Soy yo el que tiene necesidad de ser
bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!'” (Mt 3,14) y la
respuesta de Jesús: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así
cumplamos todo lo que es justo” (v.15). El sentido de la palabra “justicia”
en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios. Jesús muestra
su cercanía a la parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, reconoce
como insuficiente el considerarse sencillamente hijos de Abraham, sino que
quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio
comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza ofrecida por Dios en
Abraham.
Entrando entonces en el río Jordán, Jesús, sin pecado, hace visible su
solidaridad con los que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y
cambian de vida; hace comprensible que formar parte del pueblo de Dios
quiere decir entrar en una óptica de novedad de vida, de vida según Dios. En
este gesto, Jesús anticipa la cruz, da comienzo a su actividad tomando el
lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de
la humanidad entera, cumpliendo la voluntad del Padre.
Recogiéndose en oración, Jesús muestra el íntimo vínculo con el Padre que
está en los Cielos, experimenta su paternidad, asume la belleza exigente de
su amor, y en el coloquio con el Padre recibe la confirmación de su misión.
En las palabras que resuenan en el Cielo (cfr Lc 3,22), hay un anticipo del
misterio pascual, de la cruz y de la resurrección. La voz divina le define
como: “Mi Hijo, el amado”, recordando a Isaac, el amadísimo hijo que el
padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según la orden de Dios (cfr Gen
22,1-14). Jesús no es solo el Hijo de David, descendiente mesiánico real, o
el Siervo en el que Dios se complace, sino que es el Hijo unigénito, el
amado, igual que Isaac, que Dios Padre entrega para la salvación del mundo.
En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su
filiación y la experiencia de la Paternidad de Dios (cfr Lc 3,22b),
desciende el Espíritu Santo (cfr Lc 3,22a), que lo guía en su misión y que
Él difundirá después de haber sido levantado en la cruz (cfr Jn 1,32-34;
7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive
un ininterrumpido contacto con el Padre para realizar hasta el final el
proyecto de amor para los hombres. Sobre el trasfondo de esta extraordinaria
oración, está la entera existencia de Jesús vivida en una familia
profundamente ligada con la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo
demuestran las referencias que encontramos en los Evangelios: su
circuncisión (cfr Lc 2,21) y la presentación en el templo (cfr Lc 2,22-24),
así como la educación y la formación en Nazareth, en la Santa Casa (cfr Lc
2,39-40 y 2,51-52). Se trata de “casi treinta años” (Lc 3, 23), un largo
tiempo de vida escondida, aunque con experiencias de participación en
momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a
Jerusalén (cfr Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús que, a los doce
años de edad, va al templo y se sienta a enseñar a los maestros (cfr Lc
2,42-52), el evangelista Lucas deja entrever que Jesús, quien reza después
del bautismo del Jordán, tiene una larga costumbre de oración íntima con
Dios Padre, radicada en las tradiciones, en el estilo de vida de su familia,
en las experiencias decisivas vividas en ella. La repuesta del niño de doce
años a José y a María indica ya esta filiación divina, que la voz celestial
manifiesta después del bautismo: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo
debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,49).
Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que
continúa su relación contante, habitual con el Padre; y, en esta unión
íntima con Él, da el paso de su vida escondida de Nazaret a su ministerio
público. La enseñanza de Jesús sobre la oración viene, seguramente, de su
forma de rezar adquirida en familia, pero que tiene su origen profundo y
esencial en el hecho de ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios
Padre.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica --respondiendo a la
pregunta: ¿de quién aprendió Jesús a rezar?, dice- “Jesús, según su corazón
de hombre, aprendió a rezar de su Madre y de la tradición hebrea. Pero su
oración surge de una fuente más secreta, ya que es el Hijo eterno de Dios
que, en su santa humanidad, dirige a su Padre la oración filial perfecta”
(541). En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús
se colocan siempre en la encrucijada entre la inserción en la tradición de
su pueblo, y la novedad de una relación personal y única con Dios. “El lugar
desierto” (cfr Mc 1,35; Lc 5,16) al que a menudo se retira, “el monte” donde
sube a rezar (cfr Lc 6,12; 9,28), “la noche” que le permite la soledad (cfr
Mc 1,35; 6,46-47; Lc 6,12), recuerdan momentos del camino de la revelación
de Dios en el Antiguo Testamento, indicando así la continuidad de su
proyecto salvífico. Al mismo tiempo, marcan momentos de particular
importancia para Jesús, que conscientemente acepta este plan, plenamente
fiel a la voluntad del Padre. También en nuestra oración debemos aprender,
cada vez más, a entrar en la historia de salvación donde Jesús es el culmen,
renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad,
pedirle a Él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda
nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor para nosotros. La oración
de Jesús toca todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las
fatigas no la bloquean.
Los Evangelios, incluso, dejan traslucir, una costumbre de Jesús de pasar en
oración parte de la noche. El evangelista Marcos relata una de estas noches,
después de la pesada jornada de la multiplicación de los panes, y escribe:
“En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo
precedieran a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la
multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al
caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en
tierra” (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones se convierten en algo urgente y
complejo, su oración se hace cada vez más larga e intensa. En la inminente
elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, Lucas destaca la duración de la
oración preparatoria de Jesús: “En esos días, Jesús se retiró a una montaña
para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día,
llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de
Apóstoles” (Lc 6,12-13).
Observando la oración de Jesús, deben surgirnos diversas preguntas: ¿Cómo
rezo yo?¿Cómo rezamos nosotros?¿Qué tiempo dedicamos a la relación con Dios?
¿Es suficiente la educación y formación a la oración actualmente? ¿Quién nos
puede enseñar?
En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la
lectura orante de las Sagradas Escrituras. Recogiendo todos los aspectos que
surgieron en la Asamblea del Sínodo de los Obispos, destaqué particularmente
la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el
Señor que habla, es un arte que se aprende practicándolo con constancia.
Ciertamente, la oración es un don que exige, sin embargo, el ser acogido; es
una obra de Dios, pero que exige compromiso y continuidad por nuestra parte,
sobre todo la continuidad y la constancia son importantes. Justo la
experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la
paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se profundiza en un
prolongado y fiel servicio, hasta el Huerto de los Olivos y la Cruz.
Hoy los cristianos estamos llamados a ser testigos de la oración, porque
nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que
lleva el encuentro con Dios. Que en la amistad profunda con Jesús y viviendo
en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración
fiel y constante, podamos abrir las ventanas hacia el Cielo de Dios. Incluso
en el recorrido del camino de la oración, sin consideraciones humanas, que
podamos ayudar a otros a recorrerlo: también para la oración cristiana es
verdad que, caminando, se abren caminos. Queridos hermanos y hermanas,
eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea
intermitente, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra
vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle que podamos comunicar a las
personas que están cerca de nosotros, a los que nos encontramos por las
calles, la alegría del encuentro con el Señor, luz de nuestra existencia.
Gracias.