Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La oración de Jesús en la última cena
11 de enero de 2012
"Nuestras Eucaristías se realizan en ese momento de oración, en un unirnos
siempre y de nuevo a la oración de Jesús (...)"
"Participando en la Eucaristía, nutriéndonose de la Carne y la Sangre del
Hijo de Dios, unimos nuestras oraciones a la del Cordero Pascual en la noche
suprema, para que nuestra vida no se pierda, a pesar de nuestra debilidad y
de nuestras infidelidades, sino que sea transformada".
Queridos hermanos y hermanas,
En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, presentada en los
Evangelios, me gustaría meditar hoy sobre el momento, muy solemne, de su
oración en la Última Cena.
El fondo temporal y emocional de la cena en el que Cristo se despide de sus
amigos, es la inminencia de su muerte, que Él siente ya cerca. Durante mucho
tiempo, Jesús había empezado a hablar de su pasión, tratando también de
implicar cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Evangelio de
Marcos nos dice que desde el inicio de su viaje a Jerusalén, en los pueblos
de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado "a enseñarles que el
Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los
sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días"
(Marcos 8,31).
Además, justo en los días en que se estaba preparando para despedirse de los
discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la proximidad de la
Pascua, es decir, del recuerdo de la liberación de Israel de Egipto. Esta
liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y
en el futuro, tomaba vida en las celebraciones familiares de la Pascua. La
Última Cena se enmarca en este contexto, pero con una novedad de fondo.
Jesús mira su Pasión, Muerte y Resurrección, siendo plenamente consciente.
Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos, con un carácter totalmente
especial y diferente de los otros convites; es su Cena, en la cual ofrece
Algo totalmente nuevo: a Él mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua,
anticipa su Cruz y su Resurrección.
Esta novedad se refleja en la historia de la Última Cena del Evangelio de
Juan, el cual no la describe como la Pascua, justamente porque Jesús quiere
inaugurar algo nuevo, celebrar su Pascua, relacionada sí, con los
acontecimientos del Éxodo. Y para Juan, Jesús murió en la cruz en el momento
mismo en que, en el templo de Jerusalén, los corderos de la Pascua estaban
siendo inmolados.
Entonces, ¿cuál es el meollo de esta cena? Lo son aquellos gestos de la
fracción del pan, de distribuirlo a los suyos y de compartir el cáliz del
vino con las palabras que los acompañan, y en el contexto de la oración en
la que se insertan: es la institución de la Eucaristía, es la gran oración
de Jesús y de la Iglesia. Pero veamos más de cerca este momento.
En primer lugar, las tradiciones neotestamentarias de la institución de la
Eucaristía (cf. 1 Co 11,23-25, Lc 22, 14-20, Mc 14,22-25, Mt 26,26-29),
indicando la oración que introduce los gestos y las palabras de Jesús sobre
el pan y el vino, usan dos verbos paralelos y complementarios. Pablo y Lucas
hablan de eucaristía/acción de gracias: "tomó pan, dio gracias, lo partió y
lo dio" (Lucas 22,19). Marcos y Mateo, en vez, subrayan el aspecto de
elogio/bendición: "tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio" (Mc 14,22).
En ambos, los términos griegos eucaristeìn y eulogeìn se refieren a la
berakha hebrea, que es la gran oración de acción de gracias y bendición de
la tradición de Israel, que marcaba el inicio de las grandes fiestas. Las
dos diversas palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y
complementarias de esta oración. La berakha, de hecho, es ante todo acción
de gracias y alabanza que se eleva a Dios por el don recibido: la Última
Cena de Jesús, este es el pan --elaborado a partir del trigo que Dios hace
germinar y crecer de la tierra--, y del vino producido a partir del fruto
madurado sobre la vid. Esta oración de alabanza y acción de gracias que se
eleva a Dios, vuelve como una bendición, que viene de Dios sobre el don y lo
enriquece. Dar gracias, alabar a Dios se vuelve así una bendición y la
ofrenda dada a Dios retorna al hombre bendecida por el Todopoderoso. Las
palabras de la institución de la Eucaristía se sitúan en este contexto de
oración: en ellas, la alabanza y la bendición de la berakhase vuelven
bendición y transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de
Jesús.
Antes de las palabras de la institución vienen los gestos: aquello de la
fracción del pan y del ofertorio del vino. Quien parte el pan y pasa la copa
es sobre todo el cabeza de familia, que acoge en su mesa a los familiares,
pero estos gestos son también los de la hospitalidad, de la acogida a la
comunión cordial con los extranjeros, que no forman parte de la casa. Estos
mismos gestos, en la cena con la que Jesús se despidió, adquieren una
profundidad del todo nueva: Él da una señal visible de acogida a la mesa en
la cual Dios se da. Jesús en el pan y en el vino se ofrece y se transmite a
Sí mismo.
Pero, ¿cómo se puede realizar esto? ¿Cómo puede Jesús darse, en aquel
momento, a Sí mismo? Jesús sabe que la vida está por serle quitada a través
del tormento de la cruz --la pena de muerte de los hombres que no son
libres--, aquella que Cicerón definió la mors turpissima crucis. Con el don
del pan y del vino que ofrece en la Última Cena, Jesús anticipa su muerte y
resurrección realizando aquello que había dicho en el discurso del Buen
Pastor: "Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la
doy. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo. Este es el
mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,17-18). Por lo tanto Él ofrece
de antemano la vida que le será quitada y de este modo transforma su muerte
violenta en un acto libre de donación de sí para los demás y a los demás. La
violencia se convierte en un sacrificio activo, libre y redentor.
Una vez más en la oración, iniciada según las formas rituales de la
tradición bíblica, Jesús revela su identidad y su voluntad de cumplir
totalmente su misión de amor total, de ofrenda en obediencia a la voluntad
del Padre. La profunda originalidad del don de sí a los suyos, a través del
memorial eucarístico, es la culminación de la oración que marca la cena de
despedida con ellos. Al contemplar los gestos y las palabras de Jesús esa
noche, vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es
el lugar donde Él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de
nosotros, el Sacramento del amor, el "Sacramentum Caritatis". Dos veces en
la Última Cena resuenan las palabras: "Haced esto en memoria mía" (1 Cor.
11, 24.25). Con el don de Sí mismo, Él celebra su Pascua, convirtiéndose en
el verdadero Cordero que lleva a cumplimiento todo el antiguo culto. Esta es
la razón por la que San Pablo, hablando a los cristianos de Corinto afirma:
"Cristo, nuestra Pascua, [¡nuestro Cordero pascual!], ha sido inmolado. Así
que, celebramos la fiesta... con panes ázimos de sinceridad y verdad" (1 Cor
5, 7-8).
El evangelista Lucas ha conservado un valioso elemento adicional de los
acontecimientos de la Última Cena, que nos permite ver la profundidad
conmovedora de la oración de Jesús por los suyos aquella noche, la atención
por cada uno. Iniciando con la oración de acción de gracias y de bendición,
Jesús añade al don de la Eucaristía, el don de Sí mismo, y, al mismo tiempo
que da esta realidad sacramental decisiva, se dirige a Pedro. Al final de la
cena, le dijo: "Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido el poder cribaros
como trigo, pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú,
cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lucas 22, 31-32). La oración
de Jesús cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, los
sostiene en su debilidad, en sus esfuerzos por comprender que el camino de
Dios pasa a través del Misterio pascual de la muerte y resurrección,
anticipado en la ofrenda del pan y del vino. La Eucaristía es el alimento de
los peregrinos que se convierte en fuerza también para el que está cansado,
agotado y desorientado. Y la oración es sobre todo para Pedro, para que una
vez convertido, confirme a sus hermanos en la fe. El evangelista Lucas
recuerda que fue justo la mirada de Jesús la que buscó el rostro de Pedro en
el momento en que este acababa de realizar su triple negación, para darle la
fuerza de continuar su camino detrás de Él: "En aquel mismo momento,
mientras que aún estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró
a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor" (Lc 22,
60-61).
Queridos hermanos y hermanas, participando de la Eucaristía, vivimos de una
manera extraordinaria la oración que Jesús ha hecho y hace continuamente por
cada uno, a fin de que el mal, que todos enfrentamos en la vida, no logre
vencer, y actúe así en nosotros el poder transformador de la muerte y
resurrección de Cristo. En la Eucaristía, la Iglesia responde a la
indicación de Jesús: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; cf 1 Co 11,
24-26); repite la oración de acción de gracias y de bendición, y con ella,
las palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo. Nuestras Eucaristías se realizan en ese momento de
oración, en un unirnos siempre y de nuevo a la oración de Jesús. Desde el
principio, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración como
parte de la oración realizada junto a Jesús; como una parte central de la
alabanza llena de gratitud, a través de la cual el fruto de la tierra y del
trabajo del hombre, nos viene nuevamente donados como cuerpo y sangre de
Jesús, como auto donación de Dios mismo en el amor acogedor del Hijo (cf.
Jesús de Nazaret, II, p. 146). Participando en la Eucaristía, nutriéndonose
de la Carne y la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestras oraciones a la del
Cordero Pascual en la noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, a
pesar de nuestra debilidad y de nuestras infidelidades, sino que sea
transformada.
Queridos amigos, pidamos al Señor que, después de habernos preparado
debidamente, también con el Sacramento de la Penitencia, nuestra
participación en su Eucaristía, que es esencial para la vida cristiana, sea
siempre el punto más alto de todas nuestras oraciones. Pidamos que, unidos
profundamente en su propia ofrenda al Padre, también nosotros podemos
transformar nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable, del amor a
Dios y a los hermanos. Gracias.