Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: El silencio de Jesús
7 de marzo de 2012
"El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de
nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra
permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en
nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección
es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al
otro, a la Palabra de Dios".
Queridos hermanos y hermanas:
En una serie de catequesis anteriores hablé de la oración de Jesús y no
quiero concluir esta reflexión sin detenerme brevemente sobre el tema del
silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.
En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al
papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota:
«Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo
enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin
palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse
nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor
pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra
la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los
ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene
vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma
1989, p. 253).
La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última
palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del
silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente
y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios,
Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado
por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,
34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la
obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de
pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus
manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum
Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora
de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de
haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también
el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.
La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su
existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de
oración en dos direcciones.
La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es
necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra.
Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro
tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más,
a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un
instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las
jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la
necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto
central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también
redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran
tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al
silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como
ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n.
66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe
una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también
para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias
deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca
pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt
- «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf.
Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios
muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas,
se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso
de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con
Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de
nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra
permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en
nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección
es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al
otro, a la Palabra de Dios.
Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la
oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la
escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos
ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece
que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le
sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que
el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del
rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de
nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de
nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas
palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán
caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta
antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto
es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más
que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la
Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este
respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes,
amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de
silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios,
grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al
final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al
final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas,
pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos
a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro
silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que
se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco
Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso
o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres
Tú.
Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús,
vuelven a la mente algunas enseñanzas del Catecismo de la Iglesia católica:
«El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho
carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través
de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la
santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero
contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a
orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo
nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia
católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo
con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la
enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del
contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera
oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos;
la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y
comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n.
544).
Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es
interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de
nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus
hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a
interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger
nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir
cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.
A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los
resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que
necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos»
del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y
alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es
precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de
sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña
a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener
esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de
Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces
quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy
gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo
digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y
dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43).
Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre
en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo
al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su
realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en
la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz,
confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava
del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la
historia de la salvación... He aquí que el Padre las acoge y, por encima de
toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se
consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la
salvación» (Catecismo de la Iglesia católica, 2606).
Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino
de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se
hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios.
Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también
para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni
ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni
profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).