Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: Testimonio y oración del primer mártir de la Iglesia, San Esteban
2 de mayo de 2012
"Hoy me gustaría hablar sobre el testimonio y la oración del primer mártir
de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la
caridad hacia los necesitados. En el momento de su martirio, narrado en los
Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, nuevamente, la fructífera relación
entre la palabra de Dios y la oración".
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y
comunitaria, la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura nos abren a
la escucha de Dios, que nos habla e infunde luz para entender el presente.
Hoy me gustaría hablar sobre el testimonio y la oración del primer mártir de
la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la
caridad hacia los necesitados. En el momento de su martirio, narrado en los
Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, nuevamente, la fructífera relación
entre la palabra de Dios y la oración.
Esteban es llevado a juicio ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber
declarado que "Jesús... destruiría este Lugar [el templo], y cambiaría las
costumbres que Moisés nos transmitió" (Hch. 6,14). Durante su vida pública,
Jesús había predicho efectivamente la destrucción del Templo de Jerusalén:
"Destruid este santuario y en tres días lo levantaré" (Jn. 2,19). Sin
embargo, como señala el evangelista Juan, "hablaba del santuario de su
cuerpo. Cuando, fue levantado, pues de entre los muertos, se acordaron sus
discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las
palabras que había dicho Jesús" (Jn. 2,21-22).
El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de los
Apóstoles, se desarrolla justamente sobre esta profecía de Jesús, el cual es
el nuevo templo, inaugura el nuevo culto, y reemplaza con la ofrenda de sí
mismo en la cruz, los sacrificios antiguos. Esteban quiere demostrar lo
infundado de la acusación de que está subvertiendo la ley de Moisés y
presenta su visión de la historia de la salvación, la alianza entre Dios y
el hombre. Relee así todo el relato bíblico, itinerario contenido en la
Sagrada Escritura, para mostrar que aquel conduce al "lugar" de la presencia
definitiva de Dios, que es Jesucristo, especialmente en su Pasión, Muerte y
Resurrección. En esta perspectiva, Esteban también lee su condición de
discípulo de Jesús, siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la
Sagrada Escritura le permite entender así su misión, su vida, su presente.
En esto está guiado por la luz del Espíritu Santo, por su relación íntima
con el Señor, tanto que los miembros del Sanedrín vieron su rostro "como el
de un ángel" (Hch. 6,15). Este signo de la asistencia divina, refiere al
rostro radiante de Moisés bajado del Monte Sinaí después de haberse
encontrado con Dios (cf. Ex. 34,29-35, 2 Cor. 3,7-8).
En su discurso, Esteban comienza a partir de la llamada de Abraham, un
peregrino en la tierra dada por Dios y que tenía sólo una promesa; después
va a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado por Dios; para
llegar a Moisés, que se convierte en un instrumento de Dios para liberar a
su pueblo, pero que encuentra muchas veces el rechazo de su propio pueblo.
En estos acontecimientos narrados en la Sagrada Escritura, los que Esteban
demuestra estar en escucha religiosa, surge siempre Dios, que no se cansa de
ir al encuentro del hombre, a pesar de encontrar a menudo una oposición
obstinada. Y esto en el pasado, en el presente y en el futuro. Por lo tanto,
en todo el Antiguo Testamento él ve una prefiguración del acontecimiento de
Jesús mismo, el Hijo de Dios hecho carne, que como los antiguos padres,
encuentra obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a
David y a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de
Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (66,1-2): "Los
cielos son mi trono y la tierra la alfombra de mis pies. Pues ¿qué casa me
van a edificar, o qué lugar de reposo, si el universo lo hizo mi mano y todo
vino al ser? –oráculo del Señor--?" (Hch. 7,49-50). En su reflexión sobre la
acción de Dios en la historia de la salvación, poniendo de relieve la
perenne tentación de rechazar a Dios y su acción, él dice que Jesús es el
Justo anunciado por los profetas; en Él, Dios mismo se ha hecho presente de
una manera única y definitiva: Jesús es el "lugar" del verdadero culto.
Esteban no niega la importancia del templo, pero hace hincapié en que "Dios
no habita en casas prefabricadas por manos humanas" (Hch. 7,48). El nuevo
templo verdadero en el cual habita Dios es su Hijo, que tomó forma humana,
es la humanidad de Cristo, el Resucitado, que reúne a los pueblos y los une
en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión acerca del templo
"no prefabricado por manos humanas", se encuentra también en la teología de
san Pablo y en la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que Él ha asumido
para ofrecerse a sí mismo como sacrificio para expiar los pecados, es el
nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; en Él, Dios y
hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús carga sobre sí
todo el pecado de la humanidad para llevarlo al amor de Dios y "quemarlo"
con ese amor. Aproximarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, es
entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar
en el templo real.
La vida y el discurso de Esteban se interrumpen repentinamente por la
lapidación, pero justamente su martirio es el cumplimiento de su vida y de
su mensaje: se hace uno con Cristo. Así, su reflexión sobre la acción de
Dios en la historia, sobre la palabra de Dios que en Jesús ha encontrado su
realización, se convierte en una participación en la oración de la Cruz.
Antes de morir, dice: "Señor Jesús, recibe mi espíritu" (Hch. 7,59),
apropiándose de las palabras del Salmo 31, 6, y haciéndose eco de las
últimas palabras de Jesús en el Calvario: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu" (Lc. 23,46); y, por último, al igual que Jesús, grita a gran voz
frente a los que lo apedreaban: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado"
(Hch. 7,60). Notamos que, mientras que la oración de Esteban retoma la de
Jesús, el destinatario es diferente, porque la invocación se dirige al mismo
Señor, es decir a Jesús que contempla glorificado a la derecha del Padre:
"Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra
de Dios" (v. 55).
Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos da algunas
pistas para nuestra oración y nuestra vida. Nos podemos preguntar: ¿De dónde
este primer mártir cristiano sacó la fuerza para hacer frente a sus
perseguidores y llegar hasta la entrega de sí mismo? La respuesta es simple:
de su relación con Dios, de su comunión con Cristo, por la meditación sobre
la historia de la salvación, de ver la acción de Dios, que en Jesucristo
llegó al culmen. También nuestra oración debe ser alimentada por la escucha
de la palabra de Dios, en la comunión con Jesús y con su iglesia.
Un segundo elemento: san Esteban ve prefigurada, en la historia de la
relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús, Él
--el Hijo de Dios--, es el templo "no prefabricado por manos humanas" en
donde la presencia de Dios Padre se hizo así de cercana, como para entrar en
nuestra carne humana y llevarnos a Dios, para abrirnos las puertas del
Cielo. Nuestra oración, entonces, debe ser la contemplación de Jesús a la
diestra de Dios, de Jesús como Señor de la nuestra, de mi existencia diaria.
En él, bajo la guía del Espíritu Santo, nosotros también podemos dirigirnos
a Dios, entrar en contacto real con Dios con la confianza y el abandono de
los hijos que acuden a un Padre que los ama infinitamente. Gracias.