La Oración Continua
Iraburu Infocatolica.com
–No me diga que hemos de vivir rezando continuamente…
–Hemos de vivir en oración continua, tal como la sagrada Escritura enseña y
manda.
La dietética espiritual, es decir, la alimentación de la mente y del corazón
por las lecturas y otros medios de comunicación debe ser considerada con una
atención máxima. En mi anterior artículo (252) me preguntaba:
«¿Qué palabras llegarán hoy a nuestros hermanos?… En casa, calle, trabajo,
metro, oficina, teléfono, por radio y televisión, periódico y revista, en
noticias, imágenes y vídeos recibidos por internet en ordenadores y en
tantos terminales informáticos hoy en uso, se ve el hombre informado,
asediado, entretenido y deformado por una inmensidad de palabras, datos e
imágenes… La Palabra divina se ve silenciada por un clamor continuo de
palabrería humana. Hay en ese cúmulo de noticias –cientos y cientos cada
día–, un predominio habitual de lo que es más trivial y negativo, de lo que
está más afectado por una habitual sordidez que parece insuperable».
Abandonar la Palabra divina, para atiborrarse de palabrería humana, lleva a
abandonar al mismo Dios. Nos distanciamos de una persona amiga cuando no
procuramos hablar con ella: no nos interesa; o mejor, otras cosas o personas
hay que nos interesan más… El cristiano atiborrado de noticias e imágenes,
no sólamente carece de tiempo, como es evidente, para centrar en Dios el
oído y la mirada: le falta el ánimo, lo que es mucho más grave, para
volverse a Él, estando cebada la atención de su mente y la sensibilidad de
su corazón en las criaturas. Y sin embargo:
La oración ha de ser continua porque quiere Dios vivir siempre en nuestra
mente y corazón. Quiere que vivamos con Él, por Él y para Él. Que vivamos
con Él siempre, como los hijos con su padre. Con Él siempre en el
pensamiento y el amor, habitualmente conscientes de su presencia santísima,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, en nuestra alma como en un templo. «Si alguno
me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él
haremos morada» (Jn 14,23). No viene Dios a nosotros, como «dulce huesped
del alma», para que vivamos olvidados de su presencia o sin relacionarnos
frecuentemente con Él. En todo momento es Él nuestra luz y nuestra vida,
nuestro camino y nuestra roca. «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch
17,28).
Israel vive en oración continua, y con verdad puede decir en sus salmos:
«Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca»
(33,1); «a Ti te estoy llamando todo el día» (85,3), «siete veces al día te
alabo» (118,164), «tengo siempre presente al Señor» (15,8; cf. 24,5; 33,2;
34,28; 43,9; 67,20; 87,2; 95,2; etc.). Las tres «horas» diarias prescritas
de oración (54,18; Dan 6,10) ayudan a Israel a vivir en oración continua,
esto es, a «caminar en la presencia del Señor» (Sal 114,9).
Los Apóstoles exhortan a la oración continua, fieles al ejemplo y a las
enseñanzas de Jesús. En efecto, Cristo nos mandó «orar siempre», en todo
tiempo (Lc 18,1; 21,36; 24,53). Y lo mismo enseñaron los Apóstoles: debemos
orar siempre, sin cesar (Hch 1,14; 2,42; 6,4; 10,2; 12,5; Rm 1,9s; 12,12;
1Cor 1,4; Ef 1,16; 5,20; 6,18; Flp 1,3s; 4,6; Col 4,2; 1Tes 1,2s; 2,13;
5,17; 2Tes 1,11; 2,13; Flm 4; Heb 13,15), noche y día (Lc 2,37; l8,7; Hch
26,7; 1Tes 3,10; 1Tim 5,5; 2Tim 1,3).
La Iglesia primera vive el ideal de la oración continua.
En Roma, en la Traditio Apostolica, San Hipólito (+235) describe los tiempos
diarios de la oración, lo que con el tiempo irá tomando formas cada vez más
perfectas en la Liturgia de las Horas, y concluye: «así vosotros, todos los
fieles, haciendo esto, no podréis ser tentados ni os perderéis, ya que
siempre guardáis memoria de Cristo» (n.41). Y en Alejandría, por los mismos
años, Clemente (+215) describe así la vida de los cristianos, del común de
los fieles; aún no había monjes: el cristiano guarda de Dios «memoria
continua: ora en todo lugar, en el paseo, en la conversación, en el
descanso, en la lectura, en toda obra razonable, ora en todo». Igualmente,
San Juan Crisóstomo (+407), patriarca de Constantinopla, enseña que
«conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras
da un paseo; igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que
dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios» (De Anna serm.
4,6).
Los santos han vivido la oración continua, también aquellos de vida activa y
ajetreada.
Santa Catalina de Siena (+1380), viviendo con su familia, en una casa llena
de parientes y amigos, atendiendo muchas relaciones, ocupándose a veces en
misiones de la Jerarquía apostólica importantes y delicadas, vivía la
oración continua: nunca abandonaba su «celda interior» (Diálogo introd.;
III,4,3; V,7,2). San Ignacio de Loyola (+1556) nos confiesa de sí mismo que
«siempre y a cualquier hora que quería encontrar a Dios, lo encontraba»
(Autobiografía 99). Y de él nos cuenta el padre Nadal: «Sabemos que el P.
Ignacio había recibido de Dios la singular gracia de ejercitarse siempre que
quería y de descansar en la contemplación de la Santísima Trinidad; pero,
además, también la de sentir en todas las cosas, en todas las acciones y
conversaciones, la divina presencia y la amorosidad de las cosas
espirituales y la de contemplarlas, siendo al mismo tiempo contemplativo en
la acción (lo que él solía explicar diciendo que a Dios se le había de
hallar en todo)» (MHSI, Nadal IV, Madrid 1905, 651).
La oración continua nos hace vivir en amistosa relación con el Señor.
Ciertamente, entre dos amigos, la amistad pide largas y frecuentes
conversaciones; pero también es cierto que a veces, cuando éstas no son
posibles, la amistad se mantiene y crece con frecuentes relaciones
personales breves. Pues bien, es posible que Dios no le dé a un cristiano la
gracia de tener largos ratos de oración –sí quiere concederlo a muchos que
se abren a su don–, pero es indudable que quiere dar a todos sus hijos, sea
cual fuere su vocación y forma de vida, esa oración continua que nos hace
vivir siempre en amistad filial con él. Siempre es posible la oración de
todas las horas, esto es, vivir en la presencia de Dios.
Hay muchas prácticas que estimulan la oración continua. La liturgia de las
Horas, desde su origen, está dispuesta «de tal manera que la alabanza de
Dios consagra el curso entero del día y de la noche» (Vaticano II, SC 84).
Por ella la Iglesia y cada cristiano «alaba sin cesar al Señor e intercede
por la salvación de todo el mundo» (83). La bendición de las comidas, el
rezo del Ángelus, el ofrecimiento de obras, las jaculatorias y breves
oraciones al inicio o fin de una actividad, los diarios exámenes de
conciencia, el Rosario, las tres Ave Marías, etc., son prácticas
tradicionales que ciertamente ayudan a guardar memoria continua del Señor.
San Ignacio de Loyola propone: «se pueden ejercitar en buscar la presencia
de nuestro Señor en todas las cosas, como en el conversar con alguno, andar,
ver, gustar, oír, entender, y en todo lo que hiciéremos. Esta manera de
meditar, hallando a nuestro Señor Dios en todas las cosas, es más fácil que
no a levantarnos a las cosas divinas más abstractas, haciéndonos con trabajo
presentes a ellas, y causará este buen ejercicio, disponiéndonos, grandes
visitaciones del Señor, aunque sean en una breve oración» (Cta.al P. Brandao
I-VI-1551).
Las jaculatorias tienen una arraigada tradición en la Iglesia. El mismo
Jesús intercalaba a veces breves oraciones estando en acción: «En aquella
hora [estaba predicando] se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo, y
dijo: “Yo te alabo, Padre”», etc. (Lc 10,21; cf. Jn 11,41-42; 12,27-28). Y
los monjes de Egipto, como se ve en los antiguos escritos que traen máximas
y ejemplos de los Padres del desierto, tenían en estas frecuentes y breves
invocaciones a Dios una de sus formas preferidas de oración. Las
jaculatorias son como flechazos (iaculum = flecha) que el orante lanza a
Dios. Es la manera de oración más fácil –no requiere ningún método ni
aprendizaje alguno–, y más asequible a todos los temperamentos y a todas las
circunstancias de la vida.
San Francisco de Sales (+1622) enseña que este modo de orar «no es difícil,
y puede alternarse con todos nuestros quehaceres y ocupaciones sin
quebrantarlos. [El rezo de jaculatorias] puede suplir la falta de todas las
demás oraciones, pero la falta de éstas no puede ser reemplazada con ningún
otro medio» (Introducción a la vida devota 13).
«Jesús» es la jaculatoria más esencial: «Jesús». La pura invocación de su
nombre afirma en nosotros su presencia, su amor, su acción: «Jesús». Lleva
en sí misma el «¡Señor, sálvame» de Pedro, que se hunde en el mar (Mt
14,30). Esa breve palabra sagrada, Jesús, expresa «salvación», «amor
misericordioso de Dios a nosotros». Es la súplica del ciego de Jericó y de
tantos otros pecadores o afligidos que el Evangelio nos muestra: «¡Jesús,
hijo de David, ten piedad de mí!» (Mc 10,48; cf. Lc 18,38). Equivale al
Kyrie, Christe, eleison! de la Liturgia eucarística. Es el último suspiro de
Esteban, entregando su vida en el martirio: «Señor Jesús, recibe mi
espíritu» (Hch 7,59).
«La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la
oración continua –nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica–. Repetida
con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en
“palabrerías” (Mt 6,7), sino que “conserva la Palabra y fructifica con
perseverancia” (Lc 8,15). Es posible “en todo tiempo” porque no es una
ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que
anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús» (n. 2668). Esta forma de
oración se ha desarrollado en Oriente y Occidente con pequeñas variantes:
«Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores» (ib. n.
2667).
La Filocalia (MG 147, 94ss) nos trae, entre otras, las enseñanzas del monje
Nicéforo el Hesicasta (s. XIII), el primer testigo cierto de la oración de
Jesús asociada al ritmo de la respiración. Él recomienda al orante: en la
oración «no debes callar, ni permanecer ocioso. No tengas otra ocupación ni
meditación que clamar: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí!”.
Sin cesar, perseverando en la súplica. Esta práctica, guardando tu espíritu
de divagaciones, lo hace inatacable e inaccesible a las sugestiones del
Enemigo, y va elevando cada día al amor y deseo de Dios… Clama interiormente
estas palabras, “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, dejando a un lado todo
otro pensamiento». El libro El peregrino ruso, escrito por primera vez en
Kazán, Rusia, hacia el año 1865, y reescrito posteriormente en formas más
cuidadas, está centrado en «la oración de Jesús», y ha sido objeto de muchas
ediciones en numerosas lenguas (Edit. Monte Carmelo 2003; Alianza Edit.
2010; etc.). Y es de notar también que en algunas religiones no cristianas
se practican también ciertas oraciones breves y repetidas incesantemente.
El Espíritu Santo ora siempre en el corazón del cristiano: «el mismo
Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza porque nosotros no sabemos pedir
lo que nos conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con
gemidos inefables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo
del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios» (Rm 8,26-27). La
oración del Espíritu Santo que habita en nosotros es tan suave y constante
–«bendito seas, Señor», «hágase tu voluntad», «ven en mi ayuda»…– que muchas
veces la persona no se da cuenta de que está orando. Ya advierte San Juan de
la Cruz que «hay muchas almas que piensan que no tienen oración, y tienen
muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo 6,
Subida al Monte). Dice «muchas almas»: se entiende, de aquellas que cuidan
atentamente su vida espiritual.
Pues bien, las jaculatorias, voluntariamente fomentadas al comienzo de la
vida espiritual, abren el corazón a esa oración incesante del Espíritu, y
hacen de la vida cristiana una ofrenda permanente, un continuo clamor de
esperanza enamorada.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.–En este artículo y en el anterior he hecho mención a la
palabrería humana que diariamente nos asedia en la calle, la casa, la radio,
el periódico, la televisión, etc., incapacitándonos para más altos
conocimientos y relaciones de amor. Queda por hablar de otro asedio, también
adictivo: las redes sociales. Pero merecen un artículo aparte que, si Dios
quiere, será el próximo. El que avisa no es traidor.
3 Horas de Oración al día (práctica judía)
JMI.-Le transcribo de un libro de Julián López Martín, antiguo profesor de
Liturgia, actual Obispo de León (copio/pego):
"Disponemos de datos bastante seguros y numerosos para conocer las prácticas
judías de la oración en tiempos de Jesús. La documentación más completa nos
la ofrece la Mishná, código rabínico compilado hacia el año 200 de la era
cristiana. En el tratado de las bendiciones, concretamente, se enseña que
hay tres momentos de plegaria al día: el amanecer, el mediodía y la tarde
(Berakhot IV). De estas tres horas, dos se producían al mismo tiempo que los
sacrificios llamados perpetuos, que todos los días se ofrecían en el Templo
(Núm 28,2-8). Mientras los sacerdotes, ante la asamblea asistente, oficiaban
en Jerusalén el rito sagrado, todos los judíos piadosos se unían a él por la
oración desde el lugar en que se hallasen. Así se asociaban la oración y el
sacrificio litúrgico. Así la oración quedaba unida al sacrificio,
participando de él y, al mismo tiempo, dándole espíritu y sentido. «Tres
veces al día» (Dan 6,10), «por la tarde, en la mañana y al medio día» (Sal
54,18), se levantaban en Israel los corazones hacia el Señor, bendiciéndole
e invocándole.
"Aunque los textos aludidos no nos dicen nada del contenido de esas horas de
oración, conocemos por tradiciones muy antiguas la costumbre piadosa judía
de recitar dos veces al día el Shemá Yisrael (Escucha, Israel), al acostarse
y al levantarse. Esta profesión de fe, en la que se bendice al Dios Unico,
era la oración más querida y frecuente entre los fieles judíos, y formaba
parte tanto de la liturgia del Templo y de la sinagoga, como de la oración
familiar y privada: «Escucha, Israel, Yavé nuestro Dios es el único Yavé.
Amarás a Yavé tu Dios con todo tu corazón», etc. El Shemá, el credo
israelita, consiste en la recitación del texto de Dt 6,4-9, al que se une,
al menos desde el siglo II antes de Cristo, Dt 11,13-21 y Núm 15,37-41. Esta
bellísima plegaria había de ser repetida a los hijos, «lo mismo en casa que
de camino, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6,7; 11,19). Y
Cristo mismo la da como respuesta a aquel doctor que le preguntaba acerca
del mandamiento principal (Mc 12,29-30).
"Si el Shemá era sobre todo oración matutina y vespertina, la Thephillah era
la oración del mediodía. Esta oración pertenecía al culto de la sinagoga,
donde se recitaba primero en voz baja por todos, y era después semitonada
por un salmista, mientras que la comunidad respondía con el Amén a cada una
de sus dieciocho solemnísimas bendiciones. Entresacamos de esa grandiosa
oración algunas frases: «1. Bendito seas, Yavé, Dios nuestro y Dios de
nuestros padres... 2. Tú eres un héroe, que abates a los que está
elevados... 3. Tú eres santo, y tu nombre es terrible, y no hay Dios fuera
de ti. 4. Concédenos, Padre nuestro, una ciencia emanada de Ti..." (La
oración al paso de las horas, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1998, 2ª ed. pg.
5-6)