Quiero, hija, enseñarte, dice la Virgen a santa Brígida, lo que es el mundo
con una comparación de una danza, en la cual hallarás tres cosas: alegría vana,
voces confusas y trabajo superfluo. Y si alguno, lleno de tristeza y melancolía,
entra en la casa donde hay este regocijo y danza, al verlo su amigo, deja la
danza y va a consolarlo, sintiendo su tristeza. Esta danza y confusión
representa el mundo, que siempre anda en continua solicitud y cuidado, y a los
necios les parece una verdadera alegría.
Hay en el mundo tres cosas:
alegría vana, palabras chocarreras y trabajo inútil; porque todo aquello por
cuanto el hombre trabaja y se afana, lo deja en pos de sí, nada lleva consigo.
Por tanto, el que anda de este modo en el mundo, debería considerar, que cuando
yo estaba en él, no tuve alegría ni día bueno, sino que todo fué dolor y
tristeza, y condoliéndose de mí, podría imitarme apartándose del mundo. Porque
en la muerte de mi Hijo tenía el corazón como atravesado con cinco lanzas. La
primera era la vergonzosa y afrentosa desnudez que padeció en la columna mi Hijo
carísimo y poderosísimo, sin tener nada con que cubrirse. La segunda lanza era
las acusaciones que le hacían, diciendo que era un traidor, mentiroso y
revoltoso, cuando yo sabía que era justo y verdadero, y que a nadie ofendió ni
quiso ofender. La tercera lanza fué para mí la corona de espinas que hirió tan
cruelmente su santísima cabeza, que la sangre que de ella corría le bañaba la
boca, la barba y los oídos. La cuarta era la lamentable voz que dió en la cruz,
con la que clamó a su Padre, diciendo: Padre, ¿por qué me has abandonado? Como
si dijese: Padre, no hay quien se compadezca de mí sino tú. La quinta lanza que
atravesaba mi corazón, era su muerte tan cruelísima; porque mi corazón estaba
traspasado por tantas lanzas cuantas eran las venas, que abiertas, dejaban
correr su preciosísima sangre. Fueron horadadas las venas de sus manos y pies, y
el dolor de los nervios traspasados subía inconsolablemente al corazón, y de
aquí volvía a los nervios; y como su corazón era muy fuerte y de exquisita
complexión, porque estaba formado de excelente naturaleza, luchaban entre sí la
vida y la muerte, y entre estos dolores se alargaba la vida con mayores ansias.
Llegada la hora de la muerte, rompíasele el corazón por el insufrible
dolor, y al punto estremeciéronsele todos sus miembros, y la cabeza que se
reclinaba en la espalda, la levantó un poco; los ojos, que los tenía medio
cerrados, los abrió algo más; abrió también la boca, y dejó ver la lengua llena
de sangre; los dedos y los brazos, que los tenía encogidos, se le extendieron; y
al expirar, inclinó la cabeza sobre el pecho, las manos se le desgarraron un
poco más, y los pies sustentaron todo el peso del cuerpo. En el mismo
instante mis manos quedaron como si las hubieran cortado; mis ojos se
obscurecieron; mi rostro palideció como el de un difunto; mis oídos no podían
oir nada; mis labios no pudieron articular una sola palabra, entorpeciéronse mis
pies y perdí los sentidos. Levantéme, y viendo a mi Hijo más llagado que un
leproso, resigné en él toda mi voluntad, porque sabía que todo aquello había
sido por voluntadsuya, y si él no quisiera, nadie hubiera podido ofenderle:
dábale gracias por todo, y mezclábase con mi tristeza cierta alegría, porque
veía al que nunca pecó, que había querido, por tan grande caridad, sufrir todo
aquello por los pecadores. Por consiguiente, todos cuantos están en el mundo
consideren y tengan siempre a su vista, cómo me hallaba yo en la muerte de mi
Hijo.
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