Vió una vez santa Brígida a Jesucristo enojado y que decía: Yo soy el que
tiene su ser por sí mismo sin principio y sin fin; en mí no hay mudanza ni pasan
por mí días; siempre todo el tiempo que ha habido y ha de haber en el mundo, es
para mí una hora o un momento. Quien a mí me ve, ve en mí todas las cosas y las
entiende como en un punto. Mas porque tú, esposa mía, vives en ese cuerpo mortal
y no puedes percibir y conocer las cosas como si fueras puro espíritu, quiero
que sepas un acto de mi justicia. Estando yo sentado en mi tribunal para juzgar,
porque todo juicio me corresponde, vino uno que había de ser juzgado, y mi Padre
Eterno le dijo: ¡Ay de ti! más te valiera no haber nacido. No porque a mi Padre
le pesase de haberlo creado, sino mostrando dolerse de él. Yo le dije: Hombre,
derramé mi sangre por ti, no hubo pena ni amargura que no sufriese por ti, y tú
no has querido sufrir ninguna. El Espíritu Santo dijo: Yo he procurado hallar
entrada en tu corazón y reblandecerlo con el fuego de mi amor, pero lo tienes
frío como el hielo y duro como una piedra, y así no hay nada mío en ti.
Advierte, esposa mía, que estas tres voces, aunque fueron tres, no son
de tres Dioses, sino que, para que tú lo entiendas, es necesario decírtelo de
este modo. Luego las tres voces a una dijeron: No se te da el reino de los
cielos. La Madre de misericordia calló, porque el reo no era digno de que con él
se usase, y todos los santos a una voz clama ban diciendo: Justicia divina es
que sea desterrado para siempre de tu reino y gozo eterno. Los que estaban en el
purgatorio dijeron: Las penas que aquí hay son muy pequeñas para castigar tus
pecados; otras mayores te aguardan, y así te verás apartado de nosotros. Luego
el mismo reo dijo con un grito horrible: ¡Desdichada la materia de que fuí
formado en el vientre de mi madre! Por segunda vez gritaba: Maldita sea la hora
en que se reunió mi alma con mi cuerpo, y maldito sea el que me dió cuerpo y
alma. Por tercera vez gritaba: Maldita sea la hora en que salí vivo del vientre
de mi madre. Y luego oyó tres horribles voces del infierno que le dijeron: Ven
con nosotros, alma maldita, con la furia que va un río de metal; ven a la muerte
perpetua, que es una vida desventurada y sin fin. Segunda vez le dijeron: Ven,
alma maldita, vacía de todo bien, a participar de nuestra malicia; pues ninguno
de nosotros dejará de darte parte de su maldad y tormento. Por tercera vez le
decían: Ven, alma maldita, pesada como las piedras que siempre se van a lo
hondo, sin encontrar nunca donde descansar; así tú bajarás a mayor profundidad
que nosotros, de manera que no has de parar hasta que llegues a lo profundo del
abismo.
Y el Señor dijo a santa Brígida: Yo soy como un hombre que tiene
muchas esposas, que al ver que una de ellas le ha sido infiel, la deja, y vuelto
a las otras que le son fieles, se alegra con ellas y les da el parabién: así yo
aparté de esta desventurada alma mi rostro y mi misericordia, me volví a mis
fieles siervos, y me huelgo con ellos. Por tanto, habiendo tú oído la caída y la
desventura de éste, sírveme por lo mismo con mayor sinceridad, porque he usado
contigo de mayor misericordia. Huye del mundo y de sus malos deseos. Por
ventura, ¿admití yo una Pasión tan acerba y amarga por la gloria del mundo o porque no pude consumarla más pronto y más facilmente? Muy bien pude hacerlo,
pero la justicia divina así lo exigiá, y como en todos sus miembros el hombre
había de pecar, así yo tambien había de satisfacer padeciendo en todos los de mi
cuerpo. Por esto, compadeciéndose del hombre la Divinidad, amó tan
entrañablemente a una Virgen, que tomó de ella la humanidad, para que en esta
misma humanidad satisfaciese a Dios toda la peña a que el hombre estaba
obligado. De consiguiente, si por caridad pagué yo tus penas, vive como mis
siervos en verdadera humildad, de modo que de nada te avergüences, ni temas sino
a mí. Guarda tu boca con la firme resolución de que no habías de hablar palabra,
si no fuera esa mi voluntad; no te entristezcan las cosas temporales que son
caducas, pues yo puedo enriquecer o empobrecer a los que quiera. Por tanto,
esposa mía, pon en mí toda tu esperanza.
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