Virtudes que produce la palabra de Dios, y condicíones de sus verdaderos siervos.
REVELACIÓN 5

Yo soy como el platero: yo fabriqué todo lo que hay en el cielo y en la tierra, no con martillos e instrumentos, sino con mi poder y virtud. Y todas cuantas cosas hay, y hubo, y habrá, están en mi presciencia, pues el menor gusano, ni el grano más pequeño está sin mí, ni puede subsistir sin mí, ni hay cosa alguna por pequeño que sea, que pueda ocultarse de mi presciencia, porque todas las cosas provienen de mí, y todas están en mi presciencia.

Sin embargo, entre todo lo que hice, las palabras que hablé con mis propios labios, son las más dignas, como lo es el oro respecto a los demás metales. Por esta razón les encargo tres cosas a mis siervos, por quienes envío mi oro a todos los países. Primero, que no confíen este oro mío a personas que no tengan la vista clara y diáfana. Pero me preguntarás qué significa tener la vista clara, y a ello te respondo, que ve claro el que tiene la sabiduría de Dios y su amor, lo cual se conoce facilmente en que los tales viven según lo que dicen y enseñan, en que se apartan de las vanidades del mundo, y sólo buscan a su Dios: estos tienen la vista clara, y a ellos debe encomendarse mi oro. Mas los que tienen ciencia y no tienen amor de Dios para obrar lo que entienden, son semejantes al ciego, que al parecer tiene los ojos fijos en Dios; pero no es así, porque los tiene en el mundo, y a Dios le vuelve la espalda.
En segundo lugar, no se ha de confiar mi oro al hombre que no tenga conciencia. ¿Quién tiene conciencia, sino el que subordina a las cosas eternas las caducas y temporales? El que tiene el pensamiento en el cielo y el cuerpo en la tierra, el que todos los días piensa cómo ha de salir del mundo y dar cuenta a Dios de sus hechos; a éste, pues, es a quien deberá confiarse mi oro.
Por último, debe esa persona dar mi oro por diez talentos dos veces pesados. ¿Qué significa el peso en que se pesa el oro, sino la conciencia? ¿Y qué significan las manos que deben pesarlo, sino la buena voluntad y el deseo? ¿Qué son las pesas que han de ponerse sino las obras corporales y espirituales? Así, pues, el que deseare comprar y tener mi oro, esto es, mis palabras, lo ha de examinar el la balanza de su conciencia y considerar con buena voluntad, para que les den por ellas diez talentos bien pesados a mi gusto.

El primer talento es un mirar casto y modesto del hombre, para que piense cuánta distancia hay entre la vista corporal y la espiritual, cuánto provecho se obtiene con la hermosura en la mirada corporal; qué honestidad en la hermosura y gloria de los ángeles y de las virtudes celestiales, que superan en esplendor a todos los astros del firmamento; qué dulzura y qué gozo del alma en obedecer y honrar a Dios. Este talento, a saber, la vista corporal y la espiritual, que consiste en los mandamientos de Dios y en la modestia, no han de pesarse igualmente, sino que la vista espiritual debe aventajar a la corporal y pesar más en la balanza, porque los ojos se han de abrir para provecho del alma y necesidad del cuerpo, y han de cerrarse para las cosas vanas y chocarreras.

El segundo talento es el buen oído. Considere de qué sirven las palabras chocarreras, necias y burlonas, que no son más que vanidad y un poco de viento que pasa. Lo que ha de oir son las alabanzas de Dios y sus cánticos, los hechos y dichos de mis santos, y aquello que le sea necesario y edificante para su alma y para su cuerpo. Y este talento de oir lo que le importa, sea de tanto peso, que puesto en el otro lado de la balanza el oir cosas frívolas, llegue al suelo la balanza del primer talento, y la del segundo suba en alto y se desvanezca.
El tercer talento es el de la boca. Pese, pues, el hombre en el peso de su conciencia, cuán provechosas y honestas son las palabras modestas y de edificación, y cuán dañosas é inútiles son las vanas y ociosas, y deje las vanas y ame las honestas.

El cuarto talento es el gusto. ¿Qué es el gusto del mundo sino miseria? En su principio trabajo, en el medio dolor, y en el fin amargura. El hombre ha de cotejar y pesar el gusto espiritual con el temporal, y el espiritual ha de aventajar al temporal; porque el espíritu no tiene fin, nunca da hastío y jamás se disminuye. Principia este gusto en la tierra con refrenar los placeres y con la modesta disposición de la vida, y dura sin fin en los cielos con el goce y dulzura de Dios.

El quinto talento es el del tacto. Considere mi siervo cuántas congojas y miserias le acarrea el cuerpo, cuánta inquietud el mundo, cuánta contrariedad sus prójimos, y finalmente, cuánta amargura no halla por todas partes. Considere también cuál es el descanso del alma y del ánimo bien arreglado, cuánta dulzura hay en no cuidarse de cosas superfluas, y verá cómo en todas partes sentirá consuelo. Así, pues, el que quisiere pesar bien, ponga en el peso el tacto espiritual y el corporal, y procure que el espiritual exceda y pese más que el corporal. Este tacto espiritual principia y continúa en el sufrimiento de las adversidades, en la guarda de los mandamientos de Dios, y dura eternamente en el gozo y en la paz quietísima de las bienaventuranza. Pero el que aprecia más el descanso del cuerpo y el contacto del mundo y sus goces, que los deleites eternos, no es digno de tocar mi oro, ni de gozar mi alegría.

El sexto talento es la obra que el hombre hace. Examine éste con cuidado dentro de su conciencia la obra espiritual y la corporal, y vea cómo la espiritual encamina al cielo y a la vida eterna sin suplicio, y la corporal al mundo y a gran tribulación con amargura. Así, pues, el que desea mi oro, aprecie más la obra espiritual, que consiste en mi amor y en honrarme, que la corporal, que se cifra en las cosas del mundo, porque las cosas espirituales permanecen, y las corporales son perecederas.

El séptimo talento es la disposición del tiempo. Este lo recibió el hombre para dos fines: el primero es para ocuparse solamente de las cosas espirituales, y el otro para las necesarias del cuerpo, sin las cuales no puede existir; mas si este último lo emplea con prudencia, sus obras se cuentan también como espirituales; a éste puede muy bien añadirse el que se gasta en cosas útiles para la vida material. Mas como el hombre ha de dar cuenta de su tiempo y de sus obras, es necesario que el tiempo que gaste en ejercicios espirituales exceda al que gastare en ejercicios corporales, y disponga su tiempo de tal suerte, que las cosas espirituales se estimen en más que las temporales, y no se le pase un instante que no examine cómo lo invierte.

El octavo talento es la justa distribución de los bienes temporales que el hombre tenga, a fin de que el que sea rico dé por amor de Dios a los pobres con arreglo a sus bienes. Y si me preguntas qué es lo que deba dar a los pobres el que nada tiene, te contesto que tenga voluntad y diga para sí de este modo: Si yo tuviese algo, de buena gana daría con generosidad; y esta voluntad se cuenta por obra. Pero si quiere continuar con sus riquezas y no tiene voluntad de dar a los pobres sino poco y de lo peor, según hacen muchos, de poco le valdrá semejante voluntad. El rico que tenga bienes haga buenas obras por amor de Dios; mas el que no los tiene, tenga voluntad de dar y le servirá de provecho. Aquel que aprecia más lo temporal que lo espiritual, el que me da a mí un real y ciento al mundo, y en su persona gasta mil, no distribuye con igualdad sus riquezas, y semejante distribuidor no es digno de tener mi oro; pues yo, que todo se lo di y se lo puedo quitar, soy digno de la mejor parte, y además, las cosas temporales fueron creadas para el provecho y necesidad del hombre, mas no para superfluidades.

El noveno talento es la diligente consideración de su tiempo pasado. Considere, pues, el hombre qué vida y obras han sido las suyas, y cómo se ha enmendado; coteje las obras buenas con las malas, y si hallare que son más las malas, tenga perfecta voluntad de enmendarse con verdadero dolor y con contrición de las malas; que si la tuviere tal que sea verdadera y firme, más pesará este arrepentimiento en la presencia de Dios que todos sus pecados.

El décimo talento es la consideración y disposición de su tiempo futuro. Si el hombre tiene intención de no querer amar sino las cosas de Dios, de no desear nada sino lo que conociere que agrade a Dios, y de sufrir con paciencia y de buena gana todas las tribulaciones, aunque sean los mayores tormentos, si Dios recibiese de esto algún consuelo, y si tal fuese la voluntad de Dios, este talento excede a todos los otros, y con él fácilmente se evitan todos los males venideros. Cualquiera que tuviere estos diez talentos es digno de poseer mi oro.
Más es necesario tener en cuenta que a todos los que llevan mi oro los procura estorbar el demonio de tres maneras, según he dicho. Primeramente procura hacerlos perezosos. Dos clases hay de pereza, una es la corporal y otra la espiritual. La primera es cuando el cuerpo se hastía con el trabajo, por madrugar y por otras cosas análogas. La segunda es cuando el hombre espiritual sintiendo la dulzura de mi espíritu y de mi gracia, prefiere detenerse sólo en esta delectación y no acudir a los demás ayudándolos para que participen como él de aquel mismo deleite espiritual. ¿No tuvieron quizá copiosa dulzura de mi espíritu san Pedro y san Pablo? Si hubiera sido mi voluntad, más bien se hubieran quedado escondidos en un profundo rincón de la tierra disfrutando de la dulzura interior que tuvieron, que haber salido al mundo para la predicación. Sin embargo, para que otros se hiciesen partícipes de la de ellos y para poder edificarlos con su ejemplo, prefirieron salir para provecho de los demás y mayor gloria de ellos, antes que estar solos y no confortar a ninguno con la gracia que se les había dado. Igualmente mis siervos de hoy día, aunque de buena gana quisieran estar solos y gozar de la dulzura que tienen, deben salir para que otros participen del gozo de ellos; porque como uno que tiene abundancia de bienes temporales, no debe disfrutarlos él sólo, sino compartirlos con los demás, así mis palabras y mi gracia no deben ocultarse, sino difundirse a los otros para que todos sean edificados con ellas.

A tres clases de hombres pueden socorrer mis siervos: primero, a los que se han de condenar; segundo, a los pecadores, que son los que caen en pecados y se levantan; tercero, a los buenos, que siempre se mantienen en el bien. Pero quizá me preguntes cómo pueda nadie socorrer a los que se han de condenar, siendo indignos de la gracia y al mismo tiempo no habiendo de volver a ella, a lo cual te respondo, que si en algún profundísimo precipicio hubiese infinito número de hoyos, por los que necesariamente habría de pasar quien cayera en él, el que obstruyera alguno de aquellos hoyos, contribuiría a que el que había de caer no bajase a tanta profundidad como si no lo hubiese obstruido. Así acontece con los condenados; pues aunque por mi justicia y por su obstinada maldad han de condenarse en tiempo prefinido y sabido ya por mí, sería no obstante más leve su suplicio, si alguien los retrajera de hacer algún mal y los incitase a algún bien. Mira lo misericordioso que soy con los que han de condenarse, respecto a los cuales, aunque la misericordia dice que se les perdone, lo contradice la justicia y la malicia de ellos. Pueden también mis siervos ayudar a los que caen y se levantan, si les enseñan cómo han de levantarse, los hacen precavidos contra la caída, y los instruyen cómo han de adelantar y resistir las tentaciones.

Pueden, finalmente, aprovechar a los justos y perfectos, los cuales a pesar de que alguna vez caen en pecados, es para su mayor gloria y confusión del demonio. Porque como el soldado que en la batalla es levemente herido, se estimula más con la herida, de la misma manera mis escogidos, con las tentaciones del diablo y pecadillos leves estan alerta, trabajan y se humillan más y con mayor fervor caminan para ganar la corona de la gloria. No se oculten, pues, a mis amigos mis palabras, porque después de oir mi gracia pueden estimularse más a mi devoción

Lo segundo que pretende mi enemigo, es que mi oro parezca lodo a causa de alguna perfidia. Por tanto, cuando se copia algo, traiga el que lo hiciere dos testigos fieles y mayores, libres de toda excepción, o por lo menos uno de muy buena y aprobada vida, y una vez examinado y aprobado por éste lo escrito, puede el escritor transmitirlo a quien quiera; no sea que cayendo sin ese testimonio en manos de mis enemigos, le añadan algo falso, con que poder denigrar mis palabras a la vista de gente sencilla.

Lo tercero que hace mi contrario es, poner en boca de sus amigos contradición y resistencia a mi oro, o sea a mi doctrina. Por consiguiente, a los que les contradigan, les dirán mis siervos: Nuestra doctrina sólo tres cosas contiene: temor verdadero, amor piadoso, y deseo de las cosas celestiales. Examinad sus palabras y ved, y si en ellas encontrareis otra cosa, contradecidlas.