Nuevos elogios que hace la santísima Virgen del patriarca san Benito.
REVELACIÓN 10

Ya te he dicho, hija, que el cuerpo de san Benito era tal, que se dejaba regir y gobernar sin meterse él en nada. Ahora te quiero decir de su alma, que fué como un ángel que calentó y y abrasó el mundo, y lo entenderás por este ejemplo. Supongamos que hay tres lumbres: la primera, encendida con mirra, daría suave olor; la segunda, compuesta de leños secos, tendría carbones encendidos y gran resplandor, y la tercera, alimentada con olivas, daría llama, luz y calor. Por estas tres clases de lumbres entiendo tres personas, y en estas personas los tres estados que hay en el mundo.

El primer estado es, de los que considerando el amor de Dios, dejaron en manos de otros su propia voluntad, y trocaron la vanidad y soberbia del mundo por la humildad y pobreza, y la destemplanza por la pureza y continencia. Estos tuvieron lumbre de mirra, porque si bien la mirra es amarga, sin embargo, ahuyenta los demonios y apaga la sed sensual; y así la abstinencia de estos es amarga para su cuerpo, pero les mata la sed de la concupiscencia y espele de sus almas todo el poder de los demonios.

El segundo estado de hombres es de los que consideran y dicen para sí: ¿Para qué hemos de amar las honras del mundo, que no son más de un poco de aire que suena en los oídos? ¿Para qué queremos el oro, que es un poco de tierra amarilla? ¿Qué fin ha de tener nuestra carne, más que venir a ser podredumbre y ceniza? ¿Para qué hemos de desear cosas de la tierra, siendo vanidad todas ellas? Nada de esto es digno de aprecio, y sólo queremos vivir y trabajar para que Dios sea honrado en nosotros, y para que con nuestras palabras y ejemplos se abrasen otros en Dios. Estos tuvieron lumbre de madero seco, porque el amor del mundo estaba ya muerto para ellos, y cada uno despedía de sí carbones encendidos de santidad, y el resplandor de la predicación evangélica.
El tercer estado es de aquellos que son tan fervorosos amantes de la Pasión de Jesucristo, que todo su deseo es morir por él. Estos tuvieron lumbre de oliva, porque como la oliva tiene en sí una humedad aceitosa y cuando se enciende despide de sí gran calor; así estos, ungidos totalmente con la divina gracia, dieron de sí luz de sabduría divina, ardor de muy fervoroso amor de Dios y llama de honestísima conversación.

Estas tres hogueras y lumbres se extendieron y dilataron mucho. La primera, se encendió en los ermitaños y religiosos, como lo escribe san Jerónimo, quien inspirado por el Espíritu Santo, halló sus vidas admirables y dignas de ser imitadas. La segunda lumbre se encendió en los confesores y doctores. La tercera en los mártires, que menospreciaron por Dios su vida, y otros muchos hicieran lo mismo, si Dios se lo concediese.
A varias personas de estos tres estados y lumbres fué enviado san Benito, el cual reunió las tres lumbres en una, de suerte que los ignorantes eran enseñados, los fríos se inflamaban, y los fervorosos aumentaban su fervor. Con estas tres lumbres principió la Orden de san Benito, en la que según su disposición y talento, era encaminado cada uno para alcanzar la salvación y la bienaventuranza.

De este modo salía de la Orden de san Benito una suavidad del Espíritu Santo, con la cual se edificaban y renovaban muchos monasterios.
Para consuelo de muchos me ha dado Dios tres centellas, en las cuales entiendo muchas. La primera está sacada de un cristal con el calor y resplandor del sol, la cual ha prendido ya en una estopa seca, para que se venga a hacer un gran fuego: la segunda está sacada de un pedernal duro, y la tercera de un árbol silvestre que tiene muchas raíces y hojas.

Por la centella del cristal entiendo las almas que son frías y frágiles en el amor de Dios, como lo es el cristal, pero que desean ser perfectas y piden a Dios su ayuda para ello. Este buen deseo lleva el alma a Dios, y merece que se le aumenten las tribulaciones, con las que probada, se aparte de la mala tentación, hasta que en enviando Dios los rayos de su amor, se fije en su alma vacía de los deleites de tal modo, que ya no quiera vivir sino para honra de Dios.
Por la centella del pedernal se entiende la soberbia; porque no hay mayor dureza que la soberbia del alma de aquel que desea ser alabado por todos, y ambiciona al mismo tiempo ser llamado humilde y parecer devoto. Ni tampoco hay nada más abominable que un alma que piense preferirse a todos, y no consiente ser reprendida ni enseñada por nadie. No obstante, muchos de estos soberbios piden a Dios que arranque de sus corazones la ambición y la soberbia, y se digna oirlos el Señor, y con la cooperación de la buena voluntad aparta de sus corazones esos vicios, y a veces otros menores con que se daban al regalo, y los desvía de las cosas terrenales, incitándolos a que aspiren a las del cielo.

Por la lumbre del árbol silvestre se entienden las almas, que criadas con la leche de la soberbia, sólo han producido vanidades, y desean tener todo el mundo y sus honras; pero como temen la muerte eterna, van cortando muchas ramas de pecados, que no dejaran de hacer, si no fuera por el temor de la muerte. Por este temor se llega Dios a tales almas, y les inspira su gracia para que el árbol inútil se haga fructuoso.