Hija, ¿me amas?, le dice Nuestra Señora a santa Brígida. Y responde la santa: Enseñadme, Señora, a amar, porque mi alma está manchada con falso amor y seducida con mortífero veneno, por lo cual no puede comprender el verdadero amor.
Yo, le dijo Nuestra Señora, te quiero enseñar con un ejemplo de cuatro ciudades, en las que hay cuatro modos de amar, aunque no todos merecen el nombre de amor, sino donde Dios y el alma se unen en verdadera comunión de virtudes.
La primera ciudad es, de prueba y noviciado y es el mundo, en el cual está puesto el hombre, para probarse si ama a Dios o no, para experimentar su flaqueza y para adquirir virtudes con las que vaya a la gloria, a fin de que purificándose en la tierra, sea más gloriosamente coronado en el cielo. En esta ciudad hay amor desordenado, cuando se ama al cuerpo más que al alma; cuando se desea con mayor anhelo lo temporal que lo espiritual; cuando se honra al vicio y se menosprecia la virtud; cuando gusta más la peregrinación que la patria adonde se camina, y cuando se teme y se honra más a un hombrecillo mortal, que a Dios, que ha de reinar para siempre.
La segunda ciudad es de purificación, donde se lavan las manchas del alma; porque quiso Dios disponer estos lugares en que se purifisase el que había de ser coronado, pues cuando tuvo libertad se ensoberbeció y fué negligente, aunque siempre con temor de Dios. En esta ciudad hay un amor imperfecto, porque se ama a Dios con la esperanza de salir del cautiverio, mas no por sólo el fervor del cariño, sino por el pesar y amargura al satisfacer los pecados.
La tercera ciudad es de dolor y allí está el infierno. En esta ciudad se ama toda maldad y desenfreno, toda envidia y obstinación, y también en ella reina Dios por el orden que observa en su justicia, por la medida con que ejecuta sus castigos, por la manera de refrenar la malicia del demonio, y por la equidad que guarda según los delitos de cada uno. Porque como unos condenados pecaron más y otros menos, así también tienen términos respectivos las penas y recompensas; pues aunque todos están allí en tinieblas, hay diferencia de tinieblas a tinieblas, de horror a horror, y de fuego a fuego. Pues en todas partes dispone Dios todas las cosas con justicia y equidad, hasta en el infierno, a fin de que sean castigados de un modo los que pecaron por malicia, de otro los que pecaron por flaqueza, y de otro los que murieron con solo la mancha del pecado original; cuyo castigo, aunque consiste en carecer de la vista de Dios y de la luz de sus escogidos, se acercan, no obstante, al bien y la misericordia, porque no son atormentados con penas, porque ni desearon ni obraron mal. Pues si Dios no lo dispusiese todo en número y medida, jamás se cansaría el demonio de atormentar a los condenados.
La cuarta ciudad es el cielo, donde reside el amor perfecto y bien ordenado, en la que no se desea nada sino a Dios y por Dios.
Para que llegues, hija mía, a la perfección de esta última ciudad, has de tener cuatro condiciones en tu amor, a saber: bien ordenado, puro, verdadero y perfecto. Amor bien ordenado es cuando se ama el cuerpo no más que para sustentarlo; cuando se ama el mundo para lo indispensable y no para lo superfluo; cuando se ama al prójimo por Dios, al amigo por la pureza de vida, y al enemigo por la remuneración que Dios da al que así obra. Amor puro es, cuando no se ama el vicio mezclado con la virtud, cuando se abandona la mala costumbre y cuando no se trata de cubrir con excusas el pecado. Amor verdadero es, cuando se ama a Dios de todo corazón y con todo cariño; cuando en todas las acciones se tiene presente la honra y temor de Dios; cuando ni aun con la confianza de que se hacen otras buenas obras se comete el pecado más leve; cuando prudentemente se modera cada cual a sí mismo para no desfallecer por el excesivo fervor, y cuando por la pusilanimidad en las tentaciones, o por flaquear en ellas, no se desciende al pecado. Amor perfecto es, cuando en nada sino en Dios, halla el hombre gusto y dulzura. Este amor principia en el mundo y tiene su complemento en el cielo.
Tú, hija, has de tener amor verdadero y perfecto, porque todo el que lo tuviere imperfecto y mezclado con otro, ha de ir al purgatorio, aunque sea cristiano, aunque sea fervoroso, aunque sea pequeñuelo, y aunque esté limpio de otras culpas; porque si las tiene mortales, irá a la ciudad del horror. Así como hay un solo Dios, así también hay una fe en la Iglesia de san Pedro, un bautismo, una gloria y perfecta remuneración. Por tanto, el que quiere llegar a este Dios uno, debe tener una voluntad y un solo amor con solo Dios. Compadécete, pues, de los miserables que dicen: Bástame si fuere el menor en el cielo, no quiero ser perfecto. ¡Oh necio pensamiento! ¡Cómo ha de haber allí nadie imperfecto, donde todos son perfectos, unos por la inocencia de su vida, otros porque murieron en la niñez, estos porque se han purificado en el purgatorio, y aquellos por su fe, buenas obras y santos deseos!
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