Aquel hombre, dice la Virgen a santa Brígida, es como un costal de aristas, que si le quitan una, luego se le pegan diez. Así es ese hombre, por quien ruegas, porque de miedo deja de hacer un pecado, y luego hace diez por la vanidad y honra del mundo. A lo que pides para el otro hombre te respondo, que no es costumbre poner delicadas salsas para carnes podridas. Pides que se le den trabajos en el cuerpo para bien de su alma, y su voluntad es contraria a tu petición, porque apetece las honras del mundo y desea las riquezas más que la pobreza espiritual, y le gustan los placerces; por lo cual tiene el alma podrida y hedionda a mis ojos; y así, no le están bien las preciosas salsas de las tribulaciones y trabajos.
Del tercer hombre, cuyos ojos ves llenos de lágrimas, debo decirte que tú lo ves por de fuera, pero yo veo su corazón, y como ves que algunas veces se levanta de la tierra una tenebrosa nube, y colocándose delante del sol, echa de sí lluvia, o nieve espesa y granizo, y después se desvanece, porque había provenido de la inmundicia de la tierra; del mismo modo has de considerar que son los hombres, que hasta la vejez han vivido en pecados y deleites.
Cuando estos llegan a la vejez, comienzan a temer la muerte y a pensar el peligro en que se hallan, y a pesar de esto le es gustoso el pecado. Y al modo que la nube atrae a sí y eleva al cielo las inmundicias de la tierra, así estos hombres atraen a la consideración de sí mismos la inmundicia del cuerpo, esto es, del pecado, y luego la conciencia despide de sí en estos tales tres clases de lágrimas muy diferentes.
Compáranse las primeras al agua que echa la nube, y son producidas estas lágrimas, por lo que el hombre ama carnalmente, como cuando pierde los amigos, los bienes temporales, la salud u otras cosas; y como entonces se irrita con lo que Dios dispone y permite, derrama indiscretamente muchas lágrimas.
Compáranse a la nieve las segundas lágrimas, porque cuando el hombre comienza a pensar los peligros inminentes de su cuerpo, la pena de muerte y los tormentos del infierno, principia a llorar, no por amor de Dios, sino por temor; y como la nieve se deshace presto, así también estas lágrimas son de poca duración.
Las terceras lágrimas se asemejan al granizo; porque cuando el hombre piensa lo agradable que le es y le había sido el placer carnal, y que ha de perderlo, y piensa al mismo tiempo cuánta dulzura y consuelo hay en el cielo, comienza a llorar, viéndose condenado y perdido; pero no se acuerda de llorar las ofensas hechas a Dios, ni si este Señor pierde un alma que redimió con su sangre; ni tampoco se cuida si después de la muerte verá o no a Dios, con tal que consiguiese un lugar en el cielo o en la tierra, donde no padeciese tormento, sino que gozara para siempre de su gusto y placer. Aseméjanse, pues, con razón estas lágrimas al granizo, porque el corazón de tal hombre es muy duro, sin tener ningún calor de amor a Dios, y por consiguiente, estas lágrimas apartan del cielo al alma.
Ahora te quiero enseñar las lágrimas que llevan el alma al cielo, las cuales se asemejan al rocío; porque a veces de la blandura de la tierra sube al cielo un vapor que se pone debajo del sol, y deshaciéndose con el calor de este astro, vuelve a la tierra, y fertiliza todo cuanto en la tierra nace, como se ve en las hojas de las rosas, que, puestas de una manera conveniente al calor, arrojan de sí un vapor que luego se condensa y produce el rocío o agua aromática. Lo mismo acontece con el varón espiritual; pues todo el que considera aquella tierra bendita, que es el cuerpo de Jesucristo, y aquellas palabras que habló Jesús con sus propios labios, la gran merced que hizo al mundo y la amarguísima pena que padeció movido de un ardiente amor a nuestras almas; entonces el amor que a Dios se tiene sube con gran dulzura al cerebro, el cual se asemeja al cielo; y su corazón, que se compara al sol, se llena del calor de Dios, y sus ojos se hinchan de lágrimas, llorando por haber ofendido a un Dios infinitamente bueno y piadoso; y entonces quiere mejor padecer todo género de tormentos para honra de Dios, y carecer de sus consuelos, que tener todos los goces del mundo.
Con razón se comparan estas buenas lágrimas al rocío que cae sobre la tierra, porque tienen la virtud de hacer buenas obras y fructifican en presencia de Dios. Y como al crecer las flores atraen a sí el rocío que cae, de la misma manera las lágrimas vertidas por amor de Dios, encierran a Dios en el alma, y Dios atrae a sí a esta alma.
Sin embargo, el puro y solo temor de Dios, es bueno, por dos razones. En primer lugar, porque pueden ser tantas las obras hechas por temor, que al cabo enciendan en el corazón alguna centella de gracia para alcanzar el amor de Dios. Así, pues, todo el que por sólo temor hiciere buenas obras, aspirando, no obstante a conseguir la salvación de su alma, aunque no por deseo de ver a Dios en los cielos, sino que tema ir a parar al infierno, hace con todo buenas obras, aunque frías, las cuales aparecen de algún valor en presencia de Dios. Compárase Dios al platero, que sabe de qué modo se han de remunerar las obras según la justicia espiritual, o con qué justicia se adquiera el amor de Dios. Porque el Señor tiene dispuesto en su Providencia, que por las buenas obras hechas por temor pueda darse al hombre el amor de Dios, el cual amor le sirve después al hombre, ayudado de la gracia, para la salvación de su alma. Luego, así como el platero usa de carbones para su obra, así Dios se vale de las obras frías para honra suya.
En segundo lugar, bueno es temer, porque cuantos pecados deja el hombre de hacer, aunque sea únicamente por temor, de otras tantas penas se librará en el infierno. Sin embargo, si está ajeno de Dios, tampoco tiene derecho para recibir de Dios algún premio, pues aquel cuya voluntad es tal, que si no hubiese infierno querría vivir perpetuamente en el pecado, de ningún modo reside en su corazón la gracia de Dios, y las obras de Dios son tinieblas para él, por lo cual peca mortalmente y será condenado al infierno.
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