El arte de celebrar el servicio litúrgico
Una reflexión a la luz
del magisterio eclesiástico
Por Nicola Bux
Para celebrar el servicio litúrgico con arte, el sacerdote no debe recurrir
a artificios mundanos sino enfocarse en la verdad de la Eucaristía. La
Ordenación General del Misal Romano señala: “También el presbítero… cuando
celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y
humildad, y en el modo de comportarse y de proclamar las divinas palabras,
dar a conocer a los fieles la presencia viva de Cristo”. El sacerdote no
inventa nada, sino que con su servicio debe hacer llegar tanto como sea
posible a los ojos y a los oídos, pero también al tacto, gusto y olfato de
los fieles, el Sacrificio y la Acción de Gracias de Cristo y de la Iglesia,
a cuyo misterio tremendo pueden acercarse aquellos que se han purificado de
los pecados. ¿Cómo podemos acercarnos a Él si no tenemos los sentimientos de
Juan, el Precursor: "Es preciso que él crezca y que yo disminuya"? (Jn 3,
30). Si queremos que el Señor camine con nosotros, tenemos que recuperar
esta conciencia. De lo contrario, privamos a nuestro acto de devoción de su
eficacia: el efecto depende de nuestra fe y nuestro amor.
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El Sacerdote no es el dueño de los Misterios
El Sacerdote es ministro, no dueño, es administrador de los misterios: los
sirve y no los usa para proyectar sus propias ideas teológicas o políticas y
su propia imagen, al punto que los fieles queden enfocados en él en lugar de
mirar a Cristo, que está significado en el Altar, y presente sobre el Altar,
y elevado en la Cruz.
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Como el Santo Padre advirtió recientemente, la cultura de la imagen en el
sentido del mundo, marca y condiciona también a los fieles y a los pastores.
La televisión italiana, como comentario a este discurso, mostró una
concelebración en la que algunos sacerdotes hablaban por teléfonos
celulares.
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Del modo de celebrar la Misa se pueden deducir muchas cosas: la sede del
celebrante, en muchos lugares, ha descentrado a la cruz y al tabernáculo
ocupando el centro de la iglesia, a veces superando en importancia al altar,
terminando por parecerse a una cátedra episcopal que en las iglesias
orientales está fuera del iconostasio, claramente visible hacia un lado.
Esto era así también para nosotros, antes de la reforma litúrgica.
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El ars celebrandi consiste en servir al Señor con amor y temor: esto es lo
que se expresa con los besos al altar y a los libros litúrgicos,
inclinaciones y genuflexiones, señales de la Cruz e incensaciones de la
gente y de los objetos, gestos de ofrenda y de súplica, y la ostensión del
Evangeliario y de la Santa Eucaristía.
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Ahora, tal servicio y estilo del sacerdote celebrante, o como gustan decir,
del presidente de la asamblea –término que lleva a malentender la liturgia
como un acto democrático – puede verse en su preparación en la sacristía, en
silencio y recogimiento para la gran acción que está por realizar; en su
camino hacia el altar que debe ser humilde, no ostentoso, sin mirar a
derecha y a izquierda, casi buscando el aplauso. De hecho, el primer acto es
la inclinación o genuflexión delante de la cruz o el tabernáculo, en
síntesis delante de la Presencia divina, seguido del beso reverente al altar
y eventualmente la incensación. El segundo acto es la señal de la cruz y el
sobrio saludo a los fieles. El tercero es el acto penitencial, que debe
realizarse profundamente y con los ojos bajos, mientras que los fieles
podrían arrodillarse como en el antiguo rito - ¿por qué no? – imitando al
publicano que agradó al Señor. Las lecturas serán proclamadas como Palabra
no nuestra y, por tanto, con tono claro y humilde. Así como el sacerdote,
inclinado, pide que sean purificados sus labios y su corazón para anunciar
dignamente el Evangelio, ¿por qué no podrían hacerlo los lectores, si no
visiblemente como en el rito ambrosiano, al menos en su corazón? No se
levantará la voz como en una plaza y se mantendrá un tono claro para la
homilía, pero sumiso y suplicante para las oraciones, solemne si se cantan.
El sacerdote se preparará inclinado para celebrar la anáfora con “espíritu
humilde y corazón contrito”.
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El asombro Eucarístico
Tocará los santos dones con asombro – el asombro Eucarístico del que ha
hablado a menudo Juan Pablo II – y con adoración, y purificará los vasos
sagrados con calma y atención, según el pedido de tantos padres y santos. Se
inclinará sobre el pan y sobre el cáliz al decir las palabras de Cristo en
la consagración y al invocar al Espíritu Santo para la súplica o epíclesis.
Los elevará separadamente fijando la mirada en ellos en adoración,
bajándolos, luego, en meditación. Se arrodillará dos veces en adoración
solemne. Continuará la anáfora con recogimiento y tono orante hasta la
doxología, elevando los santos dones en ofrenda al Padre. Recitará el
Padrenuestro con las manos levantadas, y sin tomar de la mano a otros,
porque eso es propio del rito de la paz; el sacerdote no dejará el
Sacramento en el altar para dar la paz fuera del presbiterio. Fraccionará la
Hostia de un modo solemne y visible, se arrodillará ante la Eucaristía y
orará en silencio pidiendo ser librado de toda indignidad para no comer y
beber la propia condenación, y pidiendo también ser custodiado para la vida
eterna por el santísimo Cuerpo y la preciosísima Sangre de Cristo. A
continuación, presentará la Hostia a los fieles para la Comunión, suplicando
Domine, no sum dignus e, inclinado, será el primero en comulgar. Así dará
ejemplo a los fieles.
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Después de la Comunión, se hará la acción de gracias en silencio, la cual,
mejor que sentados, puede hacerse de pie en señal de respeto o de rodillas,
si es posible, como Juan Pablo II ha hecho hasta el final, con la cabeza
inclinada y las manos juntas; esto, con el fin de pedir que el don recibido
sea remedio para la vida eterna, como se dice mientras se purifican los
vasos sagrados. Muchos fieles lo hacen y son un ejemplo para nosotros. El
sacerdote, después del saludo y la bendición final, se dirige al altar para
besarlo y eleva los ojos a la cruz, o se inclina o arrodilla frente al
tabernáculo. Luego vuelve a la sacristía, recogido, sin disipar con miradas
o palabras la gracia del misterio celebrado. De este modo, los fieles serán
ayudados a comprender los santos signos de la liturgia, que es un asunto
serio, y en el que todo tiene un sentido para el encuentro con el misterio
presente.
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Pablo VI, en la instrucción Eucharisticum mysterium llama la atención sobre
una verdad central expuesta por Santo Tomás: “Este sacrificio, como la misma
pasión de Cristo, aunque se ofrece por todos, sin embargo «no produce su
efecto sino en aquellos que se unen a la pasión de Cristo por la fe y la
caridad... y les aprovecha en diverso grado, según su devoción»”. La fe es
una condición para la participación en el sacrificio de Cristo con todo mi
ser. ¿En qué consiste la acción de los fieles, a diferencia de la del
sacerdote que consagra? Ellos recuerdan, dan gracias, ofrecen y, dispuestos
de modo conveniente, comulgan sacramentalmente. La expresión más intensa
está en la respuesta a la invitación del sacerdote, poco antes de la
anáfora: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y
gloria de Su Nombre, para nuestro bien y el toda su santa Iglesia”.
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Sin la fe y la devoción del sacerdote no hay ars celebrandi y no es
favorecida la participación del fiel, sobre todo la percepción del misterio.
Porque el Señor, “conoce nuestra fe y entrega” (cfr. Canon Romano) que se
expresa en los gestos sagrados, las inclinaciones, las genuflexiones, las
manos juntas, el estar arrodillados. La falta de devoción en la liturgia
impulsa a muchos fieles a abandonarla y a dedicarse a formas de piedad
secundarias, ampliando la brecha entre éstas y aquella.
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Dado que la sagrada liturgia es un acto de Cristo y de la Iglesia, y no el
resultado de nuestra habilidad, no prevé un éxito al cual aplaudir. La
liturgia no es nuestra sino Suya.
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La tradición de la Iglesia
La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en
la instrucción Redemptionis Sacramentum recuerda al sacerdote la promesa de
la ordenación, renovada cada año en la Misa crismal, de celebrar
“devotamente y con fe y devoción los misterios de Cristo para gloria de Dios
y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia”
(cfr. 31). Él está llamado a actuar en la Persona de Cristo, y, por tanto,
debe imitarlo en el acto supremo de la oración y del ofrecimiento, no debe
deformar la liturgia en una representación de sus ideas, ni cambiar o
agregar algo arbitrariamente: “El Misterio de la Eucaristía es demasiado
grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo
que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal” (ibíd.
11). La Misa no es propiedad del sacerdote o de la comunidad. La instrucción
expone detalladamente cómo debe ser celebrada correctamente la Misa, de eso
se trata el ars celebrandi: los seminaristas deben ser los primeros en
aprenderlo cuidadosamente a fin de poder ponerlo en práctica como
sacerdotes.
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Benedicto XVI, en la Sacramentum caritatis (38-42) trata el tema del ars
celebrandi, entendido como el arte de celebrar rectamente y lo presenta como
condición para la participación activa de los fieles: “El ars celebrandi
proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues
es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años
la vida de fe de todos los creyentes” (38). En la nota 116, la Propositio 25
especifica que “una auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del
Misterio eucarístico. Ésta debería reflejarse en las palabras y las acciones
del sacerdote celebrante mientras intercede ante Dios, tanto con los fieles
como por ellos”. Luego, la exhortación recuerda que “El ars celebrandi ha de
favorecer el sentido de lo sagrado y el uso de las formas exteriores que
educan para ello, como, por ejemplo, la armonía del rito, los ornamentos
litúrgicos, la decoración y el lugar sagrado” (40). Tratando del arte
sagrado, llama a la unidad entre altar, crucifijo, tabernáculo, ambón y sede
(41): con atención a la secuencia que revela el orden de importancia. Junto
con las imágenes, también el canto debe servir para orientar la comprensión
y el encuentro con el misterio. El obispo y el presbítero están llamados a
expresar todo esto en la liturgia, que es sagrada y divina, de manera que se
manifieste verdaderamente el Credo de la Iglesia.
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(©L'Osservatore Romano - 4-5 agosto 2008)