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Juan Pablo II en el VII Centenario de la Santa Casa de Loreto

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Nuestra Señora de Loreto

 

CARTA
DE SU SANTIDAD

JUAN PABLO II

A SU EXCELENCIA

MONS. PASQUALE MACCHI

ARZOBISPO

DELEGADO PONTIFICIO PARA EL SANTUARIO
DE LA SANTA CASA
EN EL VII CENTENARIO LAURETANO
(bajar en formato RTF) 

Cuadro de texto: AL VENERADO HERMANO

MONSEÑOR PASQUALE MACCHI

DELEGADO PONTIFICIO PARA EL SANTUARIO DE LORETO

1. La Santa Casa de Loreto, primer santuario de alcance internacional dedicado a la Virgen y, por varios títulos, auténtico centro mariano de la cristiandad, ha gozado siempre de atención especial por parte de los Romanos Pontífices, que la han convertido en meta frecuente de su peregrinación y en objeto de su solicitud apostólica. Yo mismo, en dos ocasiones, he tenido la alegría de recogerme en oración entre sus paredes benditas.

El aniversario, ya cercano, según la antigua tra­dición, del VII centenario de ese santuario, ínti­mamente vinculado a la Sede Apostólica, me brinda la oportunidad de reafirmar mi profunda devo­ción hacia la Virgen santísima, tan venerada allí y en todo el mundo católico.

En los asuntos de la religión, un centenario nunca se reduce a un simple acontecimiento cro­nológico; es, sobre todo, un momento de gracia, en el que recordamos con gratitud el pasado y nos sentimos impulsados, con nuevo dinamismo, hacia el futuro.

En nuestro caso, esa finalidad queda subrayada por el hecho de que el centenario coincide con un momento en el que la cristiandad entera se está preparando para celebrar el segundo mile­nio del nacimiento del Salvador. María fue históricamente la aurora que precedió la aparición del Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios; y lo sigue siendo, místicamente, en la vida de la Iglesia, cada vez que se espera una nueva venida, en la gracia, del Señor.

Por ello, al igual que en los últimos días del Ad­viento litúrgico, la Iglesia concentra toda su aten­ción en la Virgen, de quien nacerá el Salvador, así el centenario lauretano nos ayudará a hacer lo mis­mo durante este adviento que nos llevará a la Navi­dad del año dos mil. María —escribió san Bernar­do— es el « camino real », por el que Dios vino hasta nosotros y por el que nosotros podemos ahora ir hasta él[1]. Por tanto, ella es también el ca­mino real para prepararnos a la gran cita del se­gundo milenio cristiano.

2. La Santa Casa de Loreto no es sólo una reliquia, sino también un precioso icono concreto. Es conocida la importancia extraordinaria que han tenido siempre los iconos, en especial entre los fie­les de las Iglesias orientales, como signos mediante los cuales se lleva a cabo, en la fe, una especie de contacto espiritual con el misterio, para usar una expresión de san Agustín[2]. Significa la realidad en sentido fuerte, pues la hace presente y operante. Cuanto más antiguo es un icono y cuanto más ha tomado parte en la vida, en los sufrimientos y en las vicisitudes históricas de un pueblo o una ciu­dad, tanto mayor es la gracia que de él brota. Se trata de algo que encuentra su explicación última en el misterio de la comunión de los santos.

Como advertí en mi encíclica[3] los iconos « son imágenes que atestiguan la fe y el espíritu de ora­ción del pueblo de Dios, el cual advierte la presen­cia y la protección de la Madre de Dios ».

Pues bien, en cierto sentido, se puede considerar como un icono la Santa Casa de Loreto, cuya historia está íntimamente vinculada no sólo con la de la región de Las Marcas, que tiene el privilegio de custodiarla, sino también con la de toda la nación italiana, que ha celebrado allí, en 1985, como último evento significativo, un importante congreso eclesial, y de toda la catolicidad, que ha dedicado a la Virgen de Loreto innumerables iglesias, capillas, nichos e imágenes. Un icono consagrado por la fe y la devoción de generaciones de peregri­nos, que con sus manos y sus rodillas han modela­do incluso sus piedras. La dimensión universal de ese santuario se ve confirmada por el hecho de que la Virgen de Loreto, proclamada por mi predecesor Benedicto XV Patrona universal de la aviación, es invocada en todas partes por las personas que viajan en avión, en un abrazo de paz que une idealmente todos los continentes.

Así pues, dejando, como es preciso, plena liber­tad a los historiadores para que realicen investiga­ciones acerca del origen del santuario y de la tradi­ción lauretana, podemos afirmar, con pleno dere­cho, que la importancia del santuario mismo no se mide sólo por su origen, sino también por lo que ha producido. Es el criterio que nos da el mismo Cristo, cuando invita a sus discípulos a juzgar todo árbol por sus frutos[4].

3. La Santa Casa de Loreto es icono, pero no de verdades abstractas, sino de un evento y de un misterio: la encarnación del Verbo. Siempre produce una fuerte emoción, al entrar en la venerada ca­pilla, leer las palabras escritas sobre el altar: Hic Verbum caro factum est: Aquí el Verbo se hizo carne. La Encarnación, que nos recuerdan esas paredes sagradas, recupera de pronto su genuino significado bíblico; no se trata de una mera doctrina sobre la unión entre lo divino y lo humano, sino, más bien, de un acontecimiento acaecido en un punto preciso del tiempo y del espacio, como ponen admirablemente de manifiesto las palabras del Apóstol: « Al llegar la plenitud de los tiempos, en­vió Dios a su Hijo, nacido de mujer »[5].

María es la Mujer; es, por decir así, el espacio sico, y espiritual a la vez, en el que se realizó la Encarnación. Pero también la casa en que ella vivió constituye un recuerdo casi plástico de esa rea­lidad concreta. « En Loreto —como dije en la fiesta de la Inmaculada de hace algunos años, durante el rezo del Ángelus— se medita y se redescubre el nacimiento de Cristo, el Verbo divino, y su vida terrena, humilde y escondida, para nosotros y con nosotros; en Loreto la realidad misteriosa de la Navidad y de la Sagrada Familia se hace de alguna manera palpable, se hace experiencia personal, que conmueve y transforma »[6].

El misterio de la Encarnación se realizó a través de algunos momentos que encierran, a su vez, los grandes mensajes que el santuario lauretano debe mantener vivos en la Iglesia. Son: el saludo del ángel, es decir, la anunciación; la respuesta de fe, el fiat de María; y el evento sublime del Verbo que se hace carne.

Podemos resumirlos con tres palabras: gracia, fe y salvación, las mismas que usa el Apóstol para describir el misterio cristiano: « Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe »[7]. La piedad cris­tiana ha expresado admirablemente esos tres momentos en la oración del Ángelus, que, por su contenido, podemos considerar la oración lauretana por excelencia: « El ángel del Señor anunció a María... », « He aquí la esclava del Señor... » y « El Verbo se hizo carne... ».

4. El relato de la Anunciación, que tiene como vértice la gran palabra llena de gracia (kecharitoméne), proclama la verdad fundamental según la cual, al comienzo de todo, en las relaciones entre Dios y la criatura, está el don gratuito, la libre y soberana elección de Dios; es decir, todo lo que en el len­guaje de la Biblia se encierra en el término gracia. La gracia de Dios es la explicación última de toda la grandeza de María y, después de ella, de su castísimo esposo san José y de la Iglesia entera. La gracia que María recibió no es sólo algo intencional, una benévola disposición de Dios con respecto a ella, sino algo real, es la gratia Christi que se le concedió anticipadamente en virtud de los méritos de la muerte de su Hijo. Es, en definitiva, el mis­mo Espíritu Santo. Así pues, decir de ella que está llena de gracia equivale a decir que está llena del Espíritu Santo.

La Santa Casa de Loreto, donde aún resuena, por decir así, el saludo Dios te salve, llena de gracia, es, pues, un lugar privilegiado no sólo para meditar en la gracia, sino también para recibirla, incrementarla y recuperarla, si se hubiera perdido, me­diante los sacramentos; y sobre todo mediante el sacramento de la reconciliación, que ha ocupado siempre un lugar tan importante en la vida de ese santuario.

5. El segundo momento del misterio de la En­carnación es, como he aludido antes, el momento del fiat, es decir, de la fe: « Dijo María: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" »[8]. Precisamente refiriéndose a ese momen­to, Isabel, poco después, proclama a María bien­aventurada por haber creído[9]. El concilio Vaticano II nos enseña a ver en su fe, antes aún que en sus privilegios, la auténtica grandeza de la Madre de Dios. Ella fue la primera creyente de la nueva alianza, la que « avanzó en la peregrinación de la fe[10]. Gracias a su fe, María, como dice san Agustín, concibió a Cristo « en su mente, antes aún que en su cuerpo »[11].

El segundo mensaje que resuena entre las pare­des de la Santa Casa es, pues, el de la fe. En Loreto se siente uno contagiado de la fe de María. Una fe que no es sólo asentimiento de la mente a verdades reveladas, sino también obediencia, aceptación gozosa de Dios en la propia vida, un  total y generoso a su plan.

En la encíclica[12] advertí que la fe de María sigue transmitiéndose entre el pueblo cristiano también « por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído ». Y esto se aplica de modo singular al santuario de Loreto. Son incontables las almas de fieles sencillos y de santos canonizados por la Iglesia, que entre las paredes de la capilla lauretana han tenido su anunciación, es decir, la re­velación del proyecto de Dios sobre su vida y, si­guiendo el ejemplo de María, han pronunciado su fiat y su heme aquí definitivo a Dios.

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San León Magno decía que « los hijos de la Iglesia fueron engendrados con Cristo en su nacimiento »[13] y la Lumen gentium afirma, a su vez, que María « es verdadera madre de los miembros de Cristo, por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza »[14]. Esto significa que el  de María también fue, de alguna manera, un  dicho a nosotros. Al concebir a la Cabeza, ella también nos concebía, o sea, a la letra, nos acogía juntamente con él, al menos objetivamente, a nosotros, que somos sus miembros. Bajo esta luz, la Santa Casa de Nazaret se nos presenta como la casa común en la que, misteriosamente, también nosotros hemos sido concebidos. De ella se puede decir lo que un salmo dice de Sión: « Todos han nacido en ella »[15].

6. El tercer momento es, por último, el de la encarnación del Verbo, o sea, el de la venida a nosotros de la salvación. La plegaria del Ángelus lo recuerda con las palabras sublimes del prólogo: « Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros ». Acogiendo con fe la gracia, María se con­virtió en verdadera Madre de Dios y figura de la Iglesia. « Toda alma que cree —escribe san Ambrosio— concibe y engendra al Verbo de Dios [...]. Aunque, según la carne, es una sola la Madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo cuando acogen la palabra de Dios »[16].

¿Cuál es, a este respecto, el mensaje que la Santa Casa de Loreto, como santuario de la Encarnación, debe contribuir a difundir en el mundo? Esa Santa Casa nos trae a la mente la salvación en su nacimiento, que, como todos sabemos, es siempre el más sugestivo; hace presente, de alguna manera, aquel instante único en la historia, en que la gran novedad hizo su irrupción en el mundo. Así pues, ayuda a recuperar cada vez el estupor, la adoración y el silencio necesarios ante tan gran misterio. Y ayuda también a hacer que el acontecimiento del segundo milenio del nacimiento de Cristo, que nos preparamos a celebrar, constituya una ocasión para redescubrir el inmenso significado que la en­carnación del Verbo tiene para la fe y la vida de los cristianos. El mismo contraste que se percibe en Loreto entre la pobreza y la desnudez de las paredes interiores de la Santa Casa y su espléndido revestimiento de mármol ¡cuántas cosas nos ayuda a entender del misterio de la Encarnación! « Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza »[17]. Nada manifiesta la transcendente grandeza de las obras divinas mejor que la renuncia y la ausencia de toda grandeza y apariencia humana. La desnudez de la Santa Casa de Nazaret anuncia la desnudez de la cruz, y el misterio de la Encarnación contiene ya in nuce el misterio pascual. Se trata del mismo misterio de despojamiento y de kénosis, en el que María quedó íntimamente asociada a su Hijo[18].

Un aspecto que es preciso mantener muy vivo en el santuario de Loreto es el que se refiere al papel del Espíritu Santo en los comienzos de la salvación. Gracias a él, la Encarnación anuncia el misterio pascual e incluso el acontecimiento de Pentecostés. Hablando del fin del segundo milenio, en mi encíclica, escribí: « La Iglesia no puede prepararse a él de otro modo, si no es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia »[19]. ¿Y dónde se podría hablar con más eficacia del papel del Espíritu Santo, dador de vida, sino en el santuario lauretano, que recuerda el momento y el lugar en el que él realizó la mayor de sus acciones vivificantes, dando vida, en el seno de María, a la humanidad del Salvador?

7. Lo que hemos dicho nos ayuda a ver más claramente cuál podría ser la función de los grandes santuarios, especialmente la del santuario de Loreto, en el nuevo contexto religioso de hoy: no se trata de lugares de algo marginal y accesorio, sino, por el contrario, lugares de algo esencial; lugares adonde se va a obtener la gracia, antes incluso que las gracias. Hoy, para responder a los nuevos desafíos de la secularización, es necesario que los santuarios sean lugares de evangelización, auténticas ciudadelas de la fe, en el sentido global que esta palabra tenía en boca de Jesús cuando decía: « Convertíos y creed en el Evangelio »[20]. « Tal vez —como escribí también en la encíclica— se podría hablar de una específica "geografía" de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos luga­res de especial peregrinación del pueblo de Dios »[21].

Es conocido el papel decisivo que desempeñaron en la primera evangelización de Europa algunos grandes monasterios, como centros de espiritualidad y verdaderos campos-base en el camino de la fe. Los grandes santuarios —transformados hoy, también gracias a la creciente movilidad humana, en lugares de reunión de grandes multitudes— están destinados a desempeñar una función análoga, con vistas a la nueva evangelización, que necesitan con tanta urgencia Europa y el mundo. Es precisa la obra sabia y celosa de las personas que atienden los santuarios y de las que acompañan espiritualmente a los peregrinos. Por esto, nunca se recomendará suficientemente la necesidad de una pastoral adecuada, abierta a los grandes retos del mundo y a los signos de los tiempos, inspirada en las orientaciones conciliares y del magisterio más reciente de la Iglesia, sobre todo por cuanto atañe a la eficaz administración de los sacramentos y al carácter central de la palabra de Dios. ¡Cuántas personas se han dirigido a un santuario por curiosidad, como visitantes, y han vuelto a sus casas transformadas y renovadas, porque allí escucharon una palabra que las iluminó!

Se puede aplicar a los santuarios lo que dice Dios por medio del profeta: « Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos »[22]. La eficacia de los santuarios se evaluará cada vez más según la capacidad que tengan de responder a la necesidad creciente que experimenta el hombre, en el ritmo frenético de la vida moderna, de un contacto silencioso y recogido con Dios y consigo mismo. Es una gracia especial poder hacer eso precisamente en la Santa Casa de Nazaret, donde María y el mismo Jesús dedicaron gran parte de su tiempo a la oración silenciosa y escondida.

Así pues, espero que se realice cada vez más lo que dije en la ocasión que ya he recordado: « En Loreto multitudes innumerables, cada día, y de todo el mundo, se acercan al sacramento de la confesión y de la Eucaristía, y muchos se convierten de la incredulidad a la fe, del pecado a la gracia, de la tibieza y de la superficialidad al fervor espiritual y al compromiso del testimonio. Loreto es un remanso de paz para el alma; es un encuentro par­ticular con Dios; es un refugio para el que busca la verdad y el sentido de su vida »[23].

8. He afirmado que los santuarios deben ser cada vez más lugares de lo esencial, en donde se hace experiencia de lo absoluto de Dios. Pero no por esto se han de olvidar en ellos los problemas diarios de la vida. El recuerdo de la vida oculta de Nazaret evoca cuestiones muy concretas y cercanas a la experiencia de todo hombre y toda mujer; y despierta el sentido de la santidad de la familia, poniendo de relieve todo un mundo de valores, hoy tan amenazados, como la fidelidad, el respeto a la vida, la educación de los hijos y la oración, que las familias cristianas pueden redescubrir dentro de las paredes de la Santa Casa, primera y ejemplar iglesia doméstica de la historia.

Vuelven a la mente aquí las palabras con que mi predecesor Pablo VI expresó lo que llamó la lección de Nazaret: « Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, y su carácter sagrado e inviolable. Aprendamos de Nazaret lo dulce e insustituible que es la formación que da; y aprendamos que su función está en el origen y en la base de la vida social »[24].

La Santa Casa recuerda, asimismo, la grandeza de la vocación a la vida consagrada y a la virginidad por el reino, que tuvo aquí su glorioso inicio en la persona de María, Virgen y Madre. A los jóvenes, que peregrinan en gran número a la Casa de la Madre, quisiera repetirles las palabras que les dirigí en otra ocasión: « Caminad hacia María, cami­nad con María... Haced que resuene en vuestro corazón su fiat »[25].

Quiera Dios que los jóvenes, a la luz de las en­señanzas de la Casa de Nazaret, renueven su compromiso en el laicado católico para llevar a Cristo a los corazones, a las familias, a la cultura y a la sociedad[26].

El justo esfuerzo de nuestros tiempos por reconocer a la mujer el lugar que le corresponde en la Iglesia y en la sociedad encuentra también aquí una ocasión muy adecuada de profundización.

Por el hecho de que « envió Dios a su Hijo, nacido de mujer »[27], toda mujer ha sido elevada, en María, a una dignidad tal que no podemos concebir otra mayor[28].

Ninguna consideración teórica podrá exaltar la dignidad del trabajo humano mejor que el simple hecho de que el Hijo de Dios trabajó en Nazaret y quiso ser llamado « hijo del carpintero »[29]. El trabajador cristiano que medita en su vocación a la sombra de la Santa Casa descubre también otra verdad importante: que el trabajo no sólo ennoblece al hombre y lo hace partícipe de la obra creadora de Dios, sino que puede ser también un auténtico camino para realizar su vocación fundamental a la santidad[30].

Por último, deseo aludir a la opción por los pobres que la Iglesia hizo en el Concilio[31] y ha reafirmado cada vez más claramente después. Las austeras y humildes paredes de la Santa Casa nos recuerdan visiblemente que fue Dios mismo quien inauguró esta opción en María, que, como dice un hermoso texto conciliar, « sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de él la salvación »[32].

Así mismo, respecto a este tema de la pobreza y el sufrimiento, los enfermos han ocupado un lugar privilegiado en la historia del santuario, pues fueron de los primeros en acudir como peregrinos a la Santa Casa y en difundir su fama entre la gente.

También hoy su presencia, especialmente en el así llamado tren blanco, hace que el santuario viva algunos momentos vibrantes de fe y de intensa de­voción. Por otra parte, ¿dónde podrían ser acogidos mejor que en la casa de Aquella que precisamente las letanías lauretanas nos llevan a invocar como salud de los enfermos y consoladora de los afligidos? Junto a María, el creyente descubre que« sufrir significa hacerse particularmente recepti­vos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo »[33].

9. Quiera Dios que el glorioso santuario de la Santa Casa, que ha desempeñado un papel tan activo en la vida del pueblo cristiano durante casi to­do el segundo milenio que está para concluir, lo siga desempeñando también durante el tercer mile­nio, que está a las puertas, y continúe siendo, como en el pasado, uno de los púlpitos marianos más altos de la cristiandad. « Que este santuario de Loreto —como dijo mi predecesor Juan XXIII durante su histórica visita— sea siempre como una ventana abierta al mundo, y haga resonar voces arcanas que anuncien la santificación de las almas, las familias y los pueblos »[34].

La Virgen de Loreto, desde lo alto de su colina, bendiga y socorra a todos los pueblos, y en particular a los que, en el otro lado del Adriático, donde es tan viva la tradición lauretana, están tan probados hoy por guerras fratricidas. Ella, por último, acoja bajo su manto a todos los cristianos en un gesto materno, reavivando la original vocación ecuménica de ese santuario, que, según la tradición lauretana, tiene raíces en el Oriente cristiano.

Al manifestarle que deseo conceder una indulgencia especial, en determinadas condiciones, a cuantos visiten ese santuario durante el año de la celebración del centenario, le imparto con gusto a usted, venerado hermano, a los miembros de la delegación pontificia y de la comunidad de los padres capuchinos, a la ciudad de Loreto y a todos los peregrinos que visiten o tomen parte en las celebraciones jubilares, una particular bendición apostólica, en prenda de abundantes gracias celes­tiales.

Vaticano, 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, del año 1993, décimo quinto de mi pontificado.

 


 

[1] Cf. Discurso I sobre el Adviento, 5, Opera, ed. Cisterciense, Roma, 1966, p. 174

[2] Cf. Sermón 52, 6, 16; PL 38, 360.

[3] Redemptoris Mater, 33

[4] Cf. Mt 7, 16.

[5] Ga 4, 4.

[6] Ángelus del 8 de diciembre de 1987; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1987, p. 12.

[7] Ef 2,8.

[8] Lc 1,38.

[9] Cf. Lc 1, 45

[10] Lumen gentium, 58

[11] Sermón 215, 4; PL 38, 1074

[12] Redemptoris Mater, 28.

[13] Sermón         2; PL 54, 213

[14] Lumen gentium, 53.

[15] Sal 87, 5.

[16] Exposición del evangelio de Lucas, II, 26, CSEL, 32, 4, p. 164.

[17] 2 Co 8, 9.

[18] Cf. Redemptoris Mater, 18

[19] Dominum et vivificantem, 51.

[20] Mc 1, 15.

[21] Redemptoris Mater, 28

[22] Is 56, 7.

[23] Ángelus del 8 de diciembre de 1987.

[24] Discurso en Nazaret, 5 de enero de 1964

[25] Macerata, 19 de junio de 1993

[26] Cf. ib

[27] Ga 4, 4.

[28] Cf. Mulieris dignitatem, 3-5.

[29] Cf. Mt 13, 55.

[30] Cf. Laborem exercens, 24-27.

[31] Cf. Lumen gentium, 8.

[32] Ib., 55

[33] Salvifici doloris, 23; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de febrero de 1984, p. 13.

[34] Acta Apostolicae Sedis, 54 [1962], p. 726.

 

 


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