CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE LA COLABORACIÓN DEL HOMBRE Y LA MUJER
EN LA IGLESIA Y EL MUNDO
Congregación para la Doctrina de la Fe
INTRODUCCIÓN
1.Experta en humanidad, la Iglesia ha estado siempre interesada en todo lo
que se refiere al hombre y a la mujer. En estos últimos tiempos se ha
reflexionado mucho acerca de la dignidad de la mujer, sus derechos y deberes
en los diversos sectores de la comunidad civil y eclesial. Habiendo
contribuido a la profundización de esta temática fundamental,
particularmente con la enseñanza de Juan Pablo II,1 la Iglesia se siente
ahora interpelada por algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis
frecuentemente no coinciden con la finalidad genuina de la promoción de la
mujer.
Este documento, después de una breve presentación y valoración crítica de
algunas concepciones antropológicas actuales, desea proponer reflexiones
inspiradas en los datos doctrinales de la antropología bíblica, que son
indispensables para salvaguardar la identidad de la persona humana. Se trata
de presupuestos para una recta comprensión de la colaboración activa del
hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, en el reconocimiento de su
propia diferencia. Las presentes reflexiones se proponen, además, como punto
de partida de profundización dentro de la Iglesia, y para instaurar un
diálogo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en la búsqueda
sincera de la verdad y el compromiso común de desarrollar relaciones siempre
más auténticas.
I. EL PROBLEMA
2.En los últimos años se han delineado nuevas tendencias para afrontar la
cuestión femenina. Una primera tendencia subraya fuertemente la condición de
subordinación de la mujer a fin de suscitar una actitud de contestación. La
mujer, para ser ella misma, se constituye en antagonista del hombre. A los
abusos de poder responde con una estrategia de búsqueda del poder. Este
proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la identidad y el
rol de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como consecuencia
la introducción en la antropología de una confusión deletérea, que tiene su
implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia.
Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la primera. Para evitar
cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las
diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento
histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada
sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada
género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de
la diferencia o dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de
diverso orden. Esta antropología, que pretendía favorecer perspectivas
igualitarias para la mujer, liberándola de todo determinismo biológico, ha
inspirado de hecho ideologías que promueven, por ejemplo, el cuestionamiento
de la familia a causa de su índole natural bi-parental, esto es, compuesta
de padre y madre, la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad
y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa.
3. Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto de
la cuestión femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el
tentativo de la persona humana de liberarse de sus condicionamientos
biológicos.2 Según esta perspectiva antropológica, la naturaleza humana no
lleva en sí misma características que se impondrían de manera absoluta: toda
persona podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que sería
libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial.
Esta perspectiva tiene múltiples consecuencias. Ante todo, se refuerza la
idea de que la liberación de la mujer exige una crítica a las Sagradas
Escrituras, que transmitirían una concepción patriarcal de Dios, alimentada
por una cultura esencialmente machista. En segundo lugar, tal tendencia
consideraría sin importancia e irrelevante el hecho de que el Hijo Dios haya
asumido la naturaleza humana en su forma masculina.
4. Ante estas corrientes de pensamiento, la Iglesia, iluminada por la fe en
Jesucristo, habla en cambio de colaboración activa entre el hombre y la
mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma.
Para comprender mejor el fundamento, sentido y consecuencias de esta
respuesta, conviene volver, aunque sea brevemente, a las Sagradas
Escrituras, -ricas también en sabiduría humana- en las que la misma se ha
manifestado progresivamente, gracias a la intervención de Dios en favor de
la humanidad.3
II. LOS DATOS FUNDAMENTALES
DE LA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA
5.Una primera serie de textos bíblicos a examinar está constituida por los
primeros tres capítulos del Génesis. Ellos nos colocan "en el contexto de
aquel ''principio'' bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre
como ''imagen y semejanza de Dios'' constituye la base inmutable de toda la
antropología cristiana".4
En el primer texto (Gn 1,1-2,4), se describe la potencia creadora de la
Palabra de Dios, que obra realizando distinciones en el caos primigenio.
Aparecen así la luz y las tinieblas, el mar y la tierra firme, el día y la
noche, las hierbas y los árboles, los peces y los pájaros, todos "según su
especie". Surge un mundo ordenado a partir de diferencias, que, por otro
lado, son otras tantas promesas de relaciones. He aquí, pues, bosquejado el
cuadro general en el que se coloca la creación de la humanidad. "Y dijo
Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra...
Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó,
hombre y mujer los creó" (Gn 1,26-27). La humanidad es descrita aquí como
articulada, desde su primer origen, en la relación de lo masculino con lo
femenino. Es esta humanidad sexuada la que se declara explícitamente "imagen
de Dios".
6.La segunda narración de la creación (Gn 2,4-25) confirma de modo
inequívoco la importancia de la diferencia sexual. Una vez plasmado por Dios
y situado en el jardín del que recibe la gestión, aquel que es designado
-todavía de manera genérica- como Adán experimenta una soledad, que la
presencia de los animales no logra llenar. Necesita una ayuda que le sea
adecuada. El término designa aquí no un papel de subalterno sino una ayuda
vital.5 El objetivo es, en efecto, permitir que la vida de Adán no se
convierta en un enfrentarse estéril, y al cabo mortal, solamente consigo
mismo. Es necesario que entre en relación con otro ser que se halle a su
nivel. Solamente la mujer, creada de su misma "carne" y envuelta por su
mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un porvenir. Esto se verifica a
nivel ontológico, en el sentido de que la creación de la mujer por parte de
Dios caracteriza a la humanidad como realidad relacional. En este encuentro
emerge también la palabra que por primera vez abre la boca del hombre, en
una expresión de maravilla: "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne" (Gn 2,23).
En referencia a este texto genesíaco, el Santo Padre ha escrito: "La mujer
es otro ''yo'' en la humanidad común. Desde el principio aparecen [el hombre
y la mujer] como ''unidad de los dos'', y esto significa la superación de la
soledad original, en la que el hombre no encontraba ''una ayuda que fuese
semejante a él'' (Gn 2,20). ¿Se trata aquí solamente de la ''ayuda'' en
orden a la acción, a ''someter la tierra'' (cf Gn 1,28)? Ciertamente se
trata de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como
esposa, llegando a ser con ella ''una sola carne'' y abandonando por esto a
''su padre y a su madre'' (cf Gn 2,24)".6
La diferencia vital está orientada a la comunión, y es vivida serenamente
tal como expresa el tema de la desnudez: "Estaban ambos desnudos, el hombre
y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro" (Gn 2, 25).
De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la
femineidad, "desde ''el principio'' tiene un carácter nupcial, lo que quiere
decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace
don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio
existir".7 Comentando estos versículos del Génesis, el Santo Padre continúa:
"En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está
llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de
las personas ''a imagen de Dios''".8
En la misma perspectiva esponsal se comprende en qué sentido la antigua
narración del Génesis deja entender cómo la mujer, en su ser más profundo y
originario, existe "por razón del hombre" (cf 1Co 11,9): es una afirmación
que, lejos de evocar alienación, expresa un aspecto fundamental de la
semejanza con la Santísima Trinidad, cuyas Personas, con la venida de
Cristo, revelan la comunión de amor que existe entre ellas. "En la ''unidad
de los dos'' el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a
existir ''uno al lado del otro'', o simplemente ''juntos'', sino que son
llamados también a existir recíprocamente, ''el uno para el otro... El texto
del Génesis 2,18-25 indica que el matrimonio es la dimensión primera y, en
cierto sentido, fundamental de esta llamada. Pero no es la única. Toda la
historia del hombre sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada.
Basándose en el principio del ser recíproco ''para'' el otro en la
''comunión'' interpersonal, se desarrolla en esta historia la integración en
la humanidad misma, querida por Dios, de lo ''masculino'' y de lo
''femenino''".9
La visión serena de la desnudez con la que concluye la segunda narración de
la creación evoca aquel "muy bueno" que cerraba la creación de la primera
pareja humana en la precedente narración. Tenemos aquí el centro del diseño
originario de Dios y la verdad más profunda del hombre y la mujer, tal como
Dios los ha querido y creado. Por más transtornadas y obscurecidas que estén
por el pecado, estas disposiciones originarias del Creador no podrán ser
nunca anuladas.
7.El pecado original altera el modo con el que el hombre y la mujer acogen y
viven la Palabra de Dios y su relación con el Creador. Inmediatamente
después de haberles donado el jardín, Dios les da un mandamiento positivo
(cf Gn 2,16) seguido por otro negativo (cf Gn 2,17), con el cual se afirma
implícitamente la diferencia esencial entre Dios y la humanidad. En virtud
de la seducción de la Serpiente, tal diferencia es rechazada de hecho por el
hombre y la mujer. Como consecuencia se tergiversa también el modo de vivir
su diferenciación sexual. La narración del Génesis establece así una
relación de causa y efecto entre las dos diferencias: en cuando la humanidad
considera a Dios como su enemigo se pervierte la relación misma entre el
hombre y la mujer. Asimismo, cuando esta última relación se deteriora,
existe el riesgo de que quede comprometido también el acceso al rostro de
Dios.
En las palabras que Dios dirige a la mujer después del pecado se expresa, de
modo lapidario e impresionante, la naturaleza de las relaciones que se
establecerán a partir de entonces entre el hombre y la mujer: "Hacia tu
marido irá tu apetencia, y él te dominará" (Gn 3,16). Será una relación en
la que a menudo el amor quedará reducido a pura búsqueda de sí mismo, en una
relación que ignora y destruye el amor, reemplazándolo con el yugo de la
dominación de un sexo sobre el otro. La historia de la humanidad reproduce,
de hecho, estas situaciones en las que se expresa abiertamente la triple
concupiscencia que recuerda San Juan, cuando habla de la concupiscencia de
la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1 Jn
2,16). En esta trágica situación se pierden la igualdad, el respeto y el
amor que, según el diseño originario de Dios, exige la relación del hombre y
la mujer.
8. Recorrer estos textos fundamentales permite reafirmar algunos datos
capitales de la antropología bíblica.
Ante todo, hace falta subrayar el carácter personal del ser humano. "De la
reflexión bíblica emerge la verdad sobre el carácter personal del ser
humano. El hombre -ya sea hombre o mujer- es persona igualmente; en efecto,
ambos, han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal".10 La igual
dignidad de las personas se realiza como complementariedad física,
psicológica y ontológica, dando lugar a una armónica "unidualidad"
relacional, que sólo el pecado y las ''estructuras de pecado'' inscritas en
la cultura han hecho potencialmente conflictivas. La antropología bíblica
sugiere afrontar desde un punto de vista relacional, no competitivo ni de
revancha, los problemas que a nivel público o privado suponen la diferencia
de sexos.
Además, hay que hacer notar la importancia y el sentido de la diferencia de
los sexos como realidad inscrita profundamente en el hombre y la mujer. "La
sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico,
sino también en el psicológico y espiritual con su impronta consiguiente en
todas sus manifestaciones".11 Ésta no puede ser reducida a un puro e
insignificante dato biológico, sino que "es un elemento básico de la
personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los
otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano".12 Esta capacidad de
amar, reflejo e imagen de Dios Amor, halla una de sus expresiones en el
carácter esponsal del cuerpo, en el que se inscribe la masculinidad y
femineidad de la persona.
Se trata de la dimensión antropológica de la sexualidad, inseparable de la
teológica. La criatura humana, en su unidad de alma y cuerpo, está, desde el
principio, cualificada por la relación con el otro. Esta relación se
presenta siempre a la vez como buena y alterada. Es buena por su bondad
originaria, declarada por Dios desde el primer momento de la creación; es
también alterada por la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el
pecado. Tal alteración no corresponde, sin embargo, ni al proyecto inicial
de Dios sobre el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los
sexos. De esto se deduce, por lo tanto, que esta relación, buena pero
herida, necesita ser sanada.
¿Cuáles pueden ser las vías para esta curación? Considerar y analizar los
problemas inherentes a la relación de los sexos sólo a partir de una
situación marcada por el pecado llevaría necesariamente a recaer en los
errores anteriormente mencionados. Hace falta romper, pues, esta lógica del
pecado y buscar una salida, que permita eliminarla del corazón del hombre
pecador. Una orientación clara en tal sentido se nos ofrece con la promesa
divina de un Salvador, en la que están involucradas la "mujer" y su
"estirpe" (cf Gn 3,15), promesa que, antes de realizarse, tendrá una larga
preparación histórica.
9.Una primera victoria sobre el mal está representada por la historia de
Noé, hombre justo que, conducido por Dios, se salva del diluvio con su
familia y las distintas especies de animales (cf Gn 6-9). Pero la esperanza
de salvación se confirma, sobre todo, en la elección divina de Abraham y su
descendencia (cf Gn 12,1ss). Dios empieza así a desvelar su rostro para que,
por medio del pueblo elegido, la humanidad aprenda el camino de la semejanza
divina, es decir de la santidad, y por lo tanto del cambio del corazón.
Entre los muchos modos con que Dios se revela a su pueblo (cf Hb 1,1), según
una larga y paciente pedagogía, se encuentra también la repetida referencia
al tema de la alianza entre el hombre y la mujer. Se trata de algo
paradójico si se considera el drama recordado por el Génesis y su
reiteración concreta en tiempos de los profetas, así como la mezcla entre
sacralidad y sexualidad, presente en las religiones que circundaban a
Israel. Y sin embargo, este simbolismo parece indispensable para comprender
el modo en que Dios ama a su pueblo: Dios se hace conocer como el Esposo que
ama a Israel, su Esposa.
Si en esta relación Dios es descrito como "Dios celoso" (cf Ex 20,5; Na 1,2)
e Israel denunciado como esposa "adúltera" o "prostituta" (cf Os 2,4-15;
Ez16,15-34), el motivo es que la esperanza que se fortalece por la palabra
de los profetas consiste precisamente en ver cómo Jerusalén se convierte en
la esposa perfecta: "Porque como se casa joven con doncella, se casará
contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu
Dios" (Is62,5). Recreada "en justicia y en derecho, en amor y en compasión"
(Os 2,21), aquella que se alejó para buscar la vida y la felicidad en los
dioses falsos retornará, y a Aquel que le hablará a su corazón, "ella
responderá allí como en los días de su juventud" (Os 2,17), y le oirá decir:
"tu esposo es tu Hacedor" (Is54,5). En sustancia es el mismo dato que se
afirma cuando, paralelamente al misterio de la obra que Dios realiza por la
figura masculina del Siervo, el libro de Isaías evoca la figura femenina de
Sión, adornada con una trascendencia y una santidad que prefiguran el don de
la salvación destinada a Israel.
El Cantar de los cantares representa sin duda un momento privilegiado en el
empleo de esta modalidad de revelación. Con palabras de un amor
profundamente humano, que celebra la belleza de los cuerpos y la felicidad
de la búsqueda recíproca, se expresa igualmente el amor divino por su
pueblo. La Iglesia no se ha engañado pues al reconocer el misterio de su
relación con Cristo, en su audacia de unir, mediante las mismas expresiones,
aquello que hay de más humano con aquello que hay de más divino.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento se configura una historia de
salvación, que pone simultáneamente en juego la participación de lo
masculino y lo femenino. Los términos esposo y esposa, o también alianza,
con los que se caracteriza la dinámica de la salvación, aun teniendo una
evidente dimensión metafórica, representan aquí mucho más que simples
metáforas. Este vocabulario nupcial toca la naturaleza misma de la relación
que Dios establece con su pueblo, aunque tal relación es más amplia de lo
que se puede captar en la experiencia nupcial humana. Igualmente, están en
juego las mismas condiciones concretas de la redención, en el modo con el
que oráculos como los de Isaías asocian papeles masculinos y femeninos en el
anuncio y la prefiguración de la obra de la salvación que Dios está a punto
de cumplir. Dicha salvación orienta al lector sea hacia la figura masculina
del Siervo sufriente que hacia aquella femenina de Sión. Los oráculos de
Isaías alternan de hecho esta figura con la del Siervo de Dios, antes de
culminar, al final del libro, con la visión misteriosa de Jerusalén, que da
a luz un pueblo en un solo día (cf Is 66,7-14), profecía de la gran novedad
que Dios está a punto de realizar (cf Is 48,6-8).
10.Todas estas prefiguraciones se cumplen en el Nuevo Testamento. Por una
parte María, como la hija elegida de Sión, recapitula y transfigura en su
femineidad la condición de Israel/Esposa, a la espera del día de su
salvación. Por otra parte, la masculinidad del Hijo permite reconocer cómo
Jesús asume en su persona todo lo que el simbolismo del Antiguo Testamento
había aplicado al amor de Dios por su pueblo, descrito como el amor de un
esposo por su esposa. Las figuras de Jesús y María, su Madre, no sólo
aseguran la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, sino que
superan aquel. Como dice San Ireneo, con el Señor aparece "toda novedad".13
Este aspecto es puesto en particular evidencia por el Evangelio de Juan. En
la escena de las bodas de Caná, por ejemplo, María, a la que su Hijo llama
"mujer", pide a Jesús que ofrezca como señal el vino nuevo de las bodas
futuras con la humanidad. Estas bodas mesiánicas se realizarán en la cruz,
dónde, en presencia nuevamente de su madre, indicada también aquí como
"mujer", brotará del corazón abierto del crucificado la sangre/vino de la
Nueva Alianza (cf Jn 19,25-27.34).14 No hay pues nada de asombroso si Juan
el Bautista, interrogado sobre su identidad, se presenta como "el amigo del
novio", que se alegra cuando oye la voz del novio y tiene que eclipsarse a
su llegada: "El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio,
el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues,
mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo
disminuya" (Jn 3,29-30).15
En su actividad apostólica, Pablo desarrolla todo el sentido nupcial de la
redención concibiendo la vida cristiana como un misterio nupcial. Escribe a
la Iglesia de Corinto por él fundada: "Celoso estoy de vosotros con celos de
Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual
casta virgen a Cristo" (2 Cor 11,2).
En la carta a los Efesios la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia
será retomada y profundizada con amplitud. En la Nueva Alianza la Esposa
amada es la Iglesia, y -como enseña el Santo Padre en la Carta a las
familias- "esta esposa, de la que habla la carta a los Efesios, se hace
presente en cada bautizado y es como una persona que se ofrece a la mirada
de su esposo: ''Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para...
presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni
cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada'' (Ef 5,25-27)".16
Meditando, por lo tanto, en la unión del hombre y la mujer como es descrita
al momento de la creación del mundo (cf Gn 2,24), el apóstol exclama: "Gran
misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32). El amor
del hombre y la mujer, vivido con la fuerza de la gracia bautismal, se
convierte ya en sacramento del amor de Cristo y la Iglesia, testimonio del
misterio de fidelidad y unidad del que nace la "nueva Eva", y del que ésta
vive en su camino terrenal, en espera de la plenitud de las bodas eternas.
11.Injertados en el misterio pascual y convertidos en signos vivientes del
amor de Cristo y la Iglesia, los esposos cristianos son renovados en su
corazón y pueden así huir de las relaciones marcadas por la concupiscencia y
la tendencia a la sumisión, que la ruptura con Dios, a causa del pecado,
había introducido en la pareja primitiva. Para ellos, la bondad del amor,
del cual la voluntad humana herida ha conservado la nostalgia, se revela con
acentos y posibilidades nuevas. A la luz de esto, Jesús, ante la pregunta
sobre el divorcio (cf Mt 19,1-9), recuerda las exigencias de la alianza
entre el hombre y la mujer en cuanto queridas por Dios al principio, o bien
antes de la aparición del pecado, el cual había justificado los sucesivos
acomodos de la ley mosaica. Lejos del ser la imposición de un orden duro e
intransigente, esta enseñanza de Jesús sobre el divorcio es efectivamente el
anuncio de una "buena noticia": que la fidelidad es más fuerte que el
pecado. Con la fuerza de la resurrección es posible la victoria de la
fidelidad sobre las debilidades, sobre las heridas sufridas y sobre los
pecados de la pareja. En la gracia de Cristo, que renueva su corazón, el
hombre y la mujer se hacen capaces de librarse del pecado y de conocer la
alegría del don recíproco.
12."Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no
hay... ni hombre ni mujer", escribe S. Pablo a los Gálatas (Ga 3,27-28). El
Apóstol no declara aquí abolida la distinción hombre-mujer, que en otro
lugar afirma pertenecer al proyecto de Dios. Lo que quiere decir es más bien
esto: en Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia, que desfiguraban
la relación entre el hombre y la mujer, son superables y superadas. En este
sentido, la distinción entre el hombre y la mujer es más que nunca afirmada,
y en cuanto tal acompaña a la revelación bíblica hasta el final. Al término
de la historia presente, mientras se delinean en el Apocalipsis de Juan "los
cielos nuevos" y "la tierra nueva" (Ap 21,1), se presenta en visión una
Jerusalén femenina "engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Ap
21,20). La revelación misma se concluye con la palabra de la Esposa y del
Espíritu, que suplican la llegada del Esposo: "Ven Señor Jesús" (Ap 22,20).
Lo masculino y femenino son así revelados como pertenecientes
ontológicamente a la creación, y destinados por tanto a perdurar más allá
del tiempo presente, evidentemente en una forma transfigurada. De este modo
caracterizan el amor que "no acaba nunca" (1 Cor 13,8), no obstante haya
caducado la expresión temporal y terrena de la sexualidad, ordenada a un
régimen de vida marcado por la generación y la muerte. El celibato por el
Reino quiere ser profecía de esta forma de existencia futura de lo masculino
y lo femenino. Para los que viven el celibato, éste adelanta la realidad de
una vida, que, no obstante continuar siendo aquella propia del hombre y la
mujer, ya no estará sometida a los límites presentes de la relación conyugal
(cf Mt 22,30). Para los que viven la vida conyugal, aquel estado se
convierte además en referencia y profecía de la perfección que su relación
alcanzará en el encuentro cara a cara con Dios.
Distintos desde el principio de la creación y permaneciendo así en la
eternidad, el hombre y la mujer, injertados en el misterio pascual de
Cristo, ya no advierten, pues, sus diferencias como motivo de discordia que
hay que superar con la negación o la nivelación, sino como una posibilidad
de colaboración que hay que cultivar con el respeto recíproco de la
distinción. A partir de aquí se abren nuevas perspectivas para una
comprensión más profunda de la dignidad de la mujer y de su papel en la
sociedad humana y en la Iglesia.
III. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS
EN LA VIDA DE LA SOCIEDAD
13.Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta
de la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la "capacidad de acogida
del otro". No obstante el hecho de que cierto discurso feminista reivindique
las exigencias "para sí misma", la mujer conserva la profunda intuición de
que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar
del otro, a su crecimiento y a su protección.
Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no
puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente
la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de
la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica.
Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a
abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la
sociedad. En fin, es ella la que, aún en las situaciones más desesperadas -y
la historia pasada y presente es testigo de ello- posee una capacidad única
de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en
situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por
último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana.
Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no
autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto
de la procreación biológica. En este sentido, pueden existir graves
exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en términos vitalistas, y
que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por la mujer. La
vocación cristiana a la virginidad -audaz con relación a la tradición
veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades humanas- tiene
al respecto gran importancia.17 Ésta contradice radicalmente toda pretensión
de encerrar a las mujeres en un destino que sería sencillamente biológico.
Así como la maternidad física le recuerda a la virginidad que no existe
vocación cristiana fuera de la donación concreta de sí al otro, igualmente
la virginidad le recuerda a la maternidad física su dimensión
fundamentalmente espiritual: no es conformándose con dar la vida física como
se genera realmente al otro. Eso significa que la maternidad también puede
encontrar formas de plena realización allí donde no hay generación física.18
En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los
diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones
humanas y el cuidado del otro. Aquí se manifiesta con claridad lo que el
Santo Padre ha llamado el genio de la mujer.19 Ello implica, ante todo, que
las mujeres estén activamente presentes, incluso con firmeza, en la familia,
"sociedad primordial y, en cierto sentido, ''soberana''",20 pues es
particularmente en ella donde se plasma el rostro de un pueblo y sus
miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en
cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en
cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto
reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones.
Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la
sociedad el que sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de
múltiples violencias. Esto implica, además, que las mujeres estén presentes
en el mundo del trabajo y de la organización social, y que tengan acceso a
puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las
políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los
problemas económicos y sociales.
Sin embargo no se puede olvidar que la combinación de las dos actividades
-la familia y el trabajo- asume, en el caso de la mujer, características
diferentes que en el del hombre. Se plantea por tanto el problema de
armonizar la legislación y la organización del trabajo con las exigencias de
la misión de la mujer dentro de la familia. El problema no es solo jurídico,
económico u organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto.
Se necesita, en efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado por la
mujer en la familia. En tal modo, las mujeres que libremente lo deseen
podrán dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser
estigmatizadas socialmente y penalizadas económicamente. Por otra parte, las
que deseen desarrollar también otros trabajos, podrán hacerlo con horarios
adecuados, sin verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar
su vida familiar o de padecer una situación habitual de tensión, que no
facilita ni el equilibrio personal ni la armonía familiar. Como ha escrito
Juan Pablo II, "será un honor para la sociedad hacer posible a la madre -sin
obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica, sin
dejarle en inferioridad ante sus compañeras- dedicarse al cuidado y a la
educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad".21
14.En todo caso es oportuno recordar que los valores femeninos apenas
mencionados son ante todo valores humanos: la condición humana, del hombre y
la mujer creados a imagen de Dios, es una e indivisible. Sólo porque las
mujeres están más inmediatamente en sintonía con estos valores pueden llamar
la atención sobre ellos y ser su signo privilegiado. Pero en última
instancia cada ser humano, hombre o mujer, está destinado a ser "para el
otro". Así se ve que lo que se llama "femineidad" es más que un simple
atributo del sexo femenino. La palabra designa efectivamente la capacidad
fundamentalmente humana de vivir para el otro y gracias al otro.
Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser
comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores
redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse
como lucha de sexos sólo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a
acabar en situaciones de segregación y competición entre hombres y mujeres,
y a promover un solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la
libertad.
Sin prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres
pueden aspirar en la sociedad y en la familia, estas observaciones quieren
corregir la perspectiva que considera a los hombres como enemigos que hay
que vencer. La relación hombre-mujer no puede pretender encontrar su justa
condición en una especie de contraposición desconfiada y a la defensiva. Es
necesario que tal relación sea vivida en la paz y felicidad del amor
compartido.
En un nivel más concreto, las políticas sociales -educativas, familiares,
laborales, de acceso a los servicios, de participación cívica- si bien por
una parte tienen que combatir cualquier injusta discriminación sexual, por
otra deben saber escuchar las aspiraciones e individuar las necesidades de
cada cual. La defensa y promoción de la idéntica dignidad y de los valores
personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la
diferencia y la reciprocidad, allí donde eso se requiera para la realización
del propio ser masculino o femenino.
IV. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
15.Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca central
y fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia, que ésta recibe
de Dios y acoge en la fe. Es esta identidad "mística", profunda, esencial,
la que se debe tener presente en la reflexión sobre los respectivos papeles
del hombre y la mujer en la Iglesia.
Ya desde las primeras generaciones cristianas, la Iglesia se consideró una
comunidad generada por Cristo y vinculada a Él por una relación de amor, que
encontró en la experiencia nupcial su mejor expresión. Por ello la primera
obligación de la Iglesia es permanecer en la presencia de este misterio del
amor divino, manifestado en Cristo Jesús, contemplarlo y celebrarlo. En tal
sentido, la figura de María constituye la referencia fundamental de la
Iglesia. Se podría decir, metafóricamente, que María ofrece a la Iglesia el
espejo en el que es invitada a reconocer su propia identidad así como las
disposiciones del corazón, las actitudes y los gestos que Dios espera de
ella.
La existencia de María es para la Iglesia una invitación a radicar su ser en
la escucha y acogida de la Palabra de Dios. Porque la fe no es tanto la
búsqueda de Dios por parte del hombre cuanto el reconocimiento de que Dios
viene a él, lo visita y le habla. Esta fe, cierta de que "ninguna cosa es
imposible para Dios" (cf Gn 18,14; Lc 1,37), vive y se profundiza en la
obediencia humilde y amorosa con la que la Iglesia sabe decirle al Padre:
"hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). La fe continuamente remite a la
persona de Jesús: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5), y lo acompaña en su
camino hasta los pies de la cruz. María, en la hora de las tinieblas más
profundas, persiste valientemente en la fe, con la única certeza de la
confianza en la palabra de Dios.
También de María aprende la Iglesia a conocer la intimidad de Cristo. María,
que ha llevado en sus brazos al pequeño niño de Belén, enseña a conocer la
infinita humildad de Dios. Ella, que ha acogido el cuerpo martirizado de
Jesús depuesto de la cruz, muestra a la Iglesia cómo recoger todas las vidas
desfiguradas en este mundo por la violencia y el pecado. La Iglesia aprende
de María el sentido de la potencia del amor, tal como Dios la despliega y
revela en la vida del Hijo predilecto: "dispersó a los que son soberbios y
exaltó a los humildes" (Lc 1,51-52). Y también de María los discípulos de
Cristo reciben el sentido y el gusto de la alabanza ante las obras de Dios:
"porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso" (Lc 1, 49). Ellos
aprenden que están en el mundo para conservar la memoria de estas
"maravillas" y velar en la espera del día del Señor.
16. Mirar a María e imitarla no significa, sin embargo, empujar a la Iglesia
hacia una actitud pasiva inspirada en una concepción superada de la
femineidad. Tampoco significa condenarla a una vulnerabilidad peligrosa, en
un mundo en el que lo que cuenta es sobre todo el dominio y el poder. En
realidad, el camino de Cristo no es ni el del dominio (cf Fil 2, 6), ni el
del poder como lo entiende el mundo (cf Jn18,26). Del Hijo de Dios
aprendemos que esta "pasividad" es en realidad el camino del amor, es poder
real que derrota toda violencia, es "pasión" que salva al mundo del pecado y
de la muerte y recrea la humanidad. Confiando su Madre al apóstol S. Juan,
el Crucificado invita a su Iglesia a aprender de María el secreto del amor
que triunfa.
Muy lejos de otorgar a la Iglesia una identidad basada en un modelo
contingente de femineidad, la referencia a María, con sus disposiciones de
escucha, acogida, humildad, fidelidad, alabanza y espera, coloca a la
Iglesia en continuidad con la historia espiritual de Israel. Estas actitudes
se convierten también, en Jesús y a través de él, en la vocación de cada
bautizado.
Prescindiendo de las condiciones, estados de vida, vocaciones diferentes,
con o sin responsabilidades públicas, tales actitudes determinan un aspecto
esencial de la identidad de la vida cristiana. Aun tratándose de actitudes
que tendrían que ser típicas de cada bautizado, de hecho, es característico
de la mujer vivirlas con particular intensidad y naturalidad. Así, las
mujeres tienen un papel de la mayor importancia en la vida eclesial,
interpelando a los bautizados sobre el cultivo de tales disposiciones, y
contribuyendo en modo único a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia,
esposa de Cristo y madre de los creyentes.
En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación
sacerdotal sea exclusivamente reservada a los hombres22 no impide en
absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida cristiana. Ellas
están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los
cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo.
CONCLUSIÓN
17.En Jesucristo se han hecho nuevas todas las cosas (cf Ap 21,5). La
renovación de la gracia, sin embargo, no es posible sin la conversión del
corazón. Mirando a Jesús y confesándolo como Señor, se trata de reconocer el
camino del amor vencedor del pecado, que Él propone a sus discípulos.
Así, la relación del hombre con la mujer se transforma, y la triple
concupiscencia de la que habla la primera carta de S. Juan (cf 1Jn 2,15-17)
cesa su destructiva influencia. Se debe recibir el testimonio de la vida de
las mujeres como revelación de valores, sin los cuales la humanidad se
cerraría en la autosuficiencia, en los sueños de poder y en el drama de la
violencia. También la mujer, por su parte, tiene que dejarse convertir, y
reconocer los valores singulares y de gran eficacia de amor por el otro del
que su femineidad es portadora. En ambos casos se trata de la conversión de
la humanidad a Dios, a fin de que tanto el hombre como la mujer conozcan a
Dios como a su "ayuda", como Creador lleno de ternura y como Redentor que
"amó tanto al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3,16).
Una tal conversión no puede verificarse sin la humilde oración para recibir
de Dios aquella transparencia de mirada que permite reconocer el propio
pecado y al mismo tiempo la gracia que lo sana. De modo particular se debe
implorar la intercesión de la Virgen María, mujer según el corazón de Dios
-"bendita entre las mujeres" (Lc 1,42)-, elegida para revelar a la
humanidad, hombres y mujeres, el camino del amor. Solamente así puede
emerger en cada hombre y en cada mujer, según su propia gracia, aquella
"imagen de Dios", que es la efigie santa con la que están sellados (cf Gn
1,27). Solo así puede ser redescubierto el camino de la paz y del estupor,
del que es testigo la tradición bíblica en los versículos del Cantar de los
cantares, donde cuerpos y corazones celebran un mismo júbilo.
Ciertamente la Iglesia conoce la fuerza del pecado, que obra en los
individuos y en las sociedades, y que a veces llevaría a desesperar de la
bondad de la pareja humana. Pero por su fe en Cristo crucificado y
resucitado, la Iglesia conoce aún más la fuerza del perdón y del don de sí,
a pesar de toda herida e injusticia. La paz y la maravilla que la Iglesia
muestra con confianza a los hombres y mujeres de hoy son la misma paz y
maravilla del jardín de la resurrección, que ha iluminado nuestro mundo y
toda su historia con la revelación de que "Dios es amor" (1Jn 4,8.16).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia concedida al infrascrito
Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente Carta, decidida en la Sesión
Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que sea publicada.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 31
de mayo de 2004, Fiesta de la Visitación de la Beata Virgen María.
+ Joseph Card. Ratzinger
Prefecto
+ Angelo Amato, SDB
Arzobispo titular de Sila
Secretario
1Cf Juan Pablo II, Exhort. Apost. post sinodal
Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981): AAS 74 (1982), 81-191; Carta
Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729;
Carta a las familias (2 de febrero de 1994): AAS 86 (1994), 868-925; Carta a
las mujeres (29 de junio de 1995): AAS 87 (1995), 803-812; Catequesis sobre
el amor humano (1979-1984): Enseñanzas II (1979) - VII (1984); Congregación
para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano.
Pautas de educación sexual (1 de noviembre de 1983): Ench. Vat. 9, 420-456;
Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado.
Orientaciones educativas en familia (8 de diciembre de 1995): Ench. Vat. 14,
2008-2077.
2Sobre esta compleja cuestión del género, cf
también Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y "uniones
de hecho" (26 de julio de 2000), 8: Suplemento a L'Osservatore Romano (22 de
noviembre de 2000), 4.
3Cf Juan Pablo II, Carta Enc. Fides et ratio (14
de septiembre de 1998), 21: AAS 91 (1999), 22: "Esta apertura al misterio,
que le viene de la Revelación, ha sido al final para él la fuente de un
verdadero conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el ámbito de
lo infinito, recibiendo así posibilidades de compresión hasta entonces
insospechadas".
4Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem
(15 de agosto de 1988), 6: AAS 80 (1988), 1662; cf S. Ireneo, Adversus
haereses, V, 6, 1; V, 16, 2-3: SC 153, 72-81; 216-221; S. Gregorio de Nisa,
De hominis opificio, 16: PG 44, 180; In Canticum homilia, 2: PG 44, 805-808;
S. Agustín, Enarratio in Psalmum, 4, 8: CCL 38, 17.
5La palabra hebrea ezer, traducida como ayuda,
indica el auxilio que sólo una persona presta a otra persona. El término no
tiene ninguna connotación de inferioridad o instrumentalización. De hecho
también Dios es, a veces, llamado ezer respecto al hombre (cf Esd 18,4; Sal
9-10,35).
6Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem
(15 de agosto de 1988), 6: AAS 80 (1988), 1664.
7Juan Pablo II, Catequesis El hombre-persona se
hace don en la libertad del amor (16 de enero de 1980), 1: Enseñanzas III, 1
(1980), 148.
8Juan Pablo II, Catequesis La concupiscencia del
cuerpo deforma las relaciones hombre-mujer (26 de julio de 1980), 1:
Enseñanzas III, 2 (1980), 288.
9Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem
(15 de agosto de 1988), 7: AAS 80 (1988), 1666.
10Ibid., n.6, l.c., 1663.
11Congregación para la Educación Católica,
Orientaciones educativas sobre el amor humano. Lineamientos de educación
sexual (1 de noviembre de 1983), 4: Ench. Vat. 9, 423.
12Ibid.
13Adversus haereses, 4, 34, 1: SC 100. 846:
"Omnem novitatem attulit semetipsum afferens".
14La Tradición exegética antigua ve en María en
el episodio de Caná la "figura Synagogæ" y la "inchoatio Ecclesiæ".
15El cuarto Evangelio profundiza aquí un dato ya
presente en los Sinópticos (cf Mt 9,15 y par.). Sobre el tema de Jesús
Esposo, cf Juan Pablo II, Carta a las Familias (2 de febrero de 1994), 18:
AAS 86 (1994), 906-910.
16Juan Pablo II, Carta a las familias (2 de
febrero de 1994), 19: AAS 86 (1994), 911; cf Carta Apost. Mulieris
dignitatem (15 de agosto de 1988), 23-25: AAS 80 (1988), 1708-1715.
17Cf Juan Pablo II, Exhort. Apost. post sinodal
Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 16: AAS 74 (1982), 98-99.
18Ibid., 41, l.c., 132-133; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instruc. Donum vitae (22 de febrero de 1987), II, 8: AAS
80 (1988), 96-97.
19Cf Juan Pablo II, Carta a las mujeres (29 de
junio de 1995), 9-10: AAS 87 (1995), 809-810.
20Juan Pablo II, Carta a las familias (2 de
febrero de 1994), 17: AAS 86 (1994), 906.
21Carta Enc. Laborem exercens (14 de septiembre
de 1981), 19: AAS 73 (1981), 627.
22Cf Juan Pablo II, Carta Apost. Ordinatio
sacerdotalis (22 de mayo de 1994): AAS 86 (1994), 545-548; Congregación para
la Doctrina de la Fe, Respuesta a la duda acerca de la doctrina de la Carta
Apostólica "Ordinatio sacerdotalis" (28 de octubre de 1995: AAS 87 (1995),
1114.