La indisolubilidad del matrimonio y el proceso de nulidad
DISCURSO DE JUAN
PABLO II
A LOS PRELADOS AUDITORES,
OFICIALES DE LA CANCILLERÍA
Y ABOGADOS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
Monseñor decano;
ilustres prelados auditores y oficiales de la Rota romana:
1. Cada año la solemne inauguración de la actividad judicial del Tribunal de
la Rota romana me brinda la grata ocasión de encontrarme personalmente con
todos vosotros, que formáis el Colegio de los prelados auditores, oficiales
y abogados patrocinantes en este Tribunal. Asimismo, me ofrece la
oportunidad de renovaros mi estima y manifestaros mi viva gratitud por la
valiosa labor que realizáis con generosidad y gran competencia en nombre y
por mandato de la Sede apostólica.
Os saludo con afecto a todos y particularmente al nuevo decano, a quien
agradezco las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre suyo y de
todo el Tribunal de la Rota romana. Al mismo tiempo, deseo expresar mi
gratitud al arzobispo monseñor Mario Francesco Pompedda, nombrado
recientemente prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica, por
el largo servicio que prestó en vuestro Tribunal con entrega generosa y
singular preparación y competencia.
2. Esta mañana, estimulado por las palabras del monseñor decano, quiero
reflexionar con vosotros sobre la hipótesis de valor jurídico de la actual
mentalidad divorcista con vistas a una posible declaración de nulidad de
matrimonio, y sobre la doctrina de la indisolubilidad absoluta del
matrimonio rato y consumado, así como sobre el límite de la potestad del
Sumo Pontífice con respecto a dicho matrimonio.
En la exhortación apostólica Familiaris consortio, publicada el 22 de
noviembre de 1981, puse de relieve sea los aspectos positivos de la nueva
realidad familiar, como la conciencia más viva de la libertad personal, la
mayor atención a las relaciones personales en el matrimonio y a la promoción
de la dignidad de la mujer, sea los negativos, vinculados a la degradación
de algunos valores fundamentales y a la "equivocada concepción teórica y
práctica de la independencia de los cónyuges entre sí", destacando su
influjo en "el número cada vez mayor de divorcios" (n. 6).
Escribí, asimismo, que en la base de esos fenómenos negativos que denuncié
"está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la
libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto
de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de
autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar
egoísta" (ib.). Por eso, subrayé el "deber fundamental" de la Iglesia de
"reafirmar con fuerza, como han hecho los padres del Sínodo, la doctrina de
la indisolubilidad del matrimonio" (n. 20), también con el fin de disipar la
sombra que algunas opiniones surgidas en el ámbito de la investigación
teológico-canónica parecen arrojar sobre el valor de la indisolubilidad del
vínculo conyugal. Se trata de tesis favorables a superar la incompatibilidad
absoluta entre un matrimonio rato y consumado (cf. Código de derecho
canónico, c. 1061, 1) y un nuevo matrimonio de uno de los cónyuges, durante
la vida del otro.
3. La Iglesia, en su fidelidad a Cristo, no puede por menos de reafirmar con
firmeza "la buena nueva de la perennidad del amor conyugal, que tiene en
Cristo su fundamento y su fuerza (cf. Ef 5, 25)" (Familiaris consortio, 20),
a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible unirse a
una persona para toda la vida, y a cuantos, por desgracia, se ven
arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que
se burla abiertamente del compromiso de fidelidad de los esposos.
En efecto, "enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y
exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su
verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su revelación: él
quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia
del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús
vive hacia su Iglesia" (ib).
La "buena nueva de la perennidad del amor conyugal" no es una vaga
abstracción o una frase hermosa que refleja el deseo común de los que
deciden contraer matrimonio. Esta buena nueva tiene su raíz, más bien, en la
novedad cristiana, que hace del matrimonio un sacramento. Los esposos
cristianos, que han recibido "el don del sacramento", están llamados con la
gracia de Dios a dar testimonio de "generosa obediencia a la santa voluntad
del Señor "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt 19, 6), o sea,
del inestimable valor de la indisolubilidad (...) matrimonial" (ib.). Por
estos motivos -afirma el Catecismo de la Iglesia católica- "la Iglesia
mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (cf. Mc 10, 11-12) (...),
que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer
matrimonio" (n. 1650).
4. Ciertamente, "la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal
eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del matrimonio", es
decir, que el matrimonio no ha existido", y, en este caso, los contrayentes
"quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales
nacidas de una unión anterior" (ib., n. 1629). Sin embargo, las
declaraciones de nulidad por los motivos establecidos por las normas
canónicas, especialmente por el defecto y los vicios del consentimiento
matrimonial (cf. Código de derecho canónico, cc. 1095-1107), no pueden estar
en contraste con el principio de la indisolubilidad
.
Es innegable que la mentalidad común de la sociedad en que vivimos tiene
dificultad para aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial y el
concepto mismo del matrimonio como "alianza matrimonial, por la que el varón
y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida" (ib., c. 1055,
1), cuyas propiedades esenciales son "la unidad y la indisolubilidad, que en
el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del
sacramento" (ib., c. 1056). Pero esa dificultad real no equivale "sic et
simpliciter" a un rechazo concreto del matrimonio cristiano o de sus
propiedades esenciales. Mucho menos justifica la presunción, a veces
lamentablemente formulada por algunos tribunales, según la cual la
prevalente intención de los contrayentes, en una sociedad secularizada y
marcada por fuertes corrientes divorcistas, es querer un matrimonio soluble
hasta el punto de exigir más bien la prueba de la existencia del verdadero
consenso.
La tradición canónica y la jurisprudencia rotal, para afirmar la exclusión
de una propiedad esencial o la negación de una finalidad esencial del
matrimonio, siempre han exigido que estas se realicen con un acto positivo
de voluntad, que supere una voluntad habitual y genérica, una veleidad
interpretativa, una equivocada opinión sobre la bondad, en algunos casos,
del divorcio, o un simple propósito de no respetar los compromisos realmente
asumidos.
5. Por eso, en coherencia con la doctrina constantemente profesada por la
Iglesia, se impone la conclusión de que las opiniones que están en contraste
con el principio de la indisolubilidad o las actitudes contrarias a él, sin
el rechazo formal de la celebración del matrimonio sacramental, no superan
los límites del simple error acerca de la indisolubilidad del matrimonio
que, según la tradición canónica y las normas vigentes, no vicia el
consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1099).
Sin embargo, en virtud del principio de la indisolubilidad del
consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1057), el error acerca de la
indisolubilidad, de forma excepcional, puede tener eficacia que invalida el
consentimiento, cuando determine positivamente la voluntad del contrayente
hacia la opción contraria a la indisolubilidad del matrimonio (cf. ib., c.
1099).
Eso sólo puede verificarse cuando el juicio erróneo acerca de la
indisolubilidad del vínculo influye de modo determinante sobre la decisión
de la voluntad, porque se halla orientado por una íntima convicción,
profundamente arraigada en el alma del contrayente y profesada por el mismo
con determinación y obstinación.
6. Este encuentro con vosotros, miembros del Tribunal de la Rota romana, es
un contexto adecuado para hablar también a toda la Iglesia sobre el límite
de la potestad del Sumo Pontífice con respecto al matrimonio rato y
consumado, que "no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por
ninguna causa, fuera de la muerte" (ib., 1141; Código de cánones de las
Iglesias orientales, c. 853). Esta formulación del derecho canónico no es
sólo de naturaleza disciplinaria o prudencial, sino que corresponde a una
verdad doctrinal mantenida desde siempre en la Iglesia.
Con todo, se va difundiendo la idea según la cual la potestad del Romano
Pontífice, al ser vicaria de la potestad divina de Cristo, no sería una de
las potestades humanas a las que se refieren los cánones citados y, por
consiguiente, tal vez en algunos casos podría extenderse también a la
disolución de los matrimonios ratos y consumados. Frente a las dudas y
turbaciones de espíritu que podrían surgir, es necesario reafirmar que el
matrimonio sacramental rato y consumado nunca puede ser disuelto, ni
siquiera por la potestad del Romano Pontífice. La afirmación opuesta
implicaría la tesis de que no existe ningún matrimonio absolutamente
indisoluble, lo cual sería contrario al sentido en que la Iglesia ha
enseñado y enseña la indisolubilidad del vínculo matrimonial.
7. Esta doctrina -la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los
matrimonios ratos y consumados- ha sido propuesta muchas veces por mis
predecesores (cf., por ejemplo, Pío IX, carta Verbis exprimere del 15 de
agosto de 1859: Insegnamenti Pontifici, ed. Paulinas, Roma 1957, vol. I, n.
103; León XIII, carta encíclica Arcanum del 10 de febrero de 1880: ASS 12
[1879-1880], 400; Pío XI, carta encíclica Casti connubii del 31 de diciembre
de 1930: AAS 22 [1930] 552; Pío XII, Discurso a los recién casados, 22 de
abril de 1942: Discorsi e Radiomessaggi di S.S. Pio XII, ed. Vaticana, vol.
IV, 47).
Quisiera citar, en particular, una afirmación del Papa Pío XII: "El
matrimonio rato y consumado es, por derecho divino, indisoluble, puesto que
no puede ser disuelto por ninguna autoridad humana (cf. Código de derecho
canónico, c. 1118). Sin embargo, los demás matrimonios, aunque sean
intrínsecamente indisolubles, no tienen una indisolubilidad extrínseca
absoluta, sino que, dados ciertos presupuestos necesarios, pueden ser
disueltos (se trata, como es sabido, de casos relativamente muy raros), no
sólo en virtud del privilegio paulino, sino también por el Romano Pontífice
en virtud de su potestad ministerial" (Discurso a la Rota romana, 3 de
octubre de 1941: AAS 33 [1941] 424-425). Con estas palabras, Pío XII
interpretaba explícitamente el canon 1118, que corresponde al actual canon
1141 del Código de derecho canónico y al canon 853 del Código de cánones de
las Iglesias orientales, en el sentido de que la expresión "potestad humana"
incluye también la potestad ministerial o vicaria del Papa, y presentaba
esta doctrina como pacíficamente sostenida por todos los expertos en la
materia. En este contexto, conviene citar también el Catecismo de la Iglesia
católica, con la gran autoridad doctrinal que le confiere la intervención de
todo el Episcopado en su redacción y mi aprobación especial. En él se lee:
"Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo
que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser
disuelto jamás. Este vínculo, que resulta del acto humano libre de los
esposos y de la consumación del matrimonio, es una realidad ya irrevocable y
da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no
tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría
divina" (n. 1640).
8. En efecto, el Romano Pontífice tiene la "potestad sagrada" de enseñar la
verdad del Evangelio, administrar los sacramentos y gobernar pastoralmente
la Iglesia en nombre y con la autoridad de Cristo, pero esa potestad no
incluye en sí misma ningún poder sobre la ley divina, natural o positiva. Ni
la Escritura ni la Tradición conocen una facultad del Romano Pontífice para
la disolución del matrimonio rato y consumado; más aún, la praxis constante
de la Iglesia demuestra la convicción firme de la Tradición según la cual
esa potestad no existe. Las fuertes expresiones de los Romanos Pontífices
son sólo el eco fiel y la interpretación auténtica de la convicción
permanente de la Iglesia.
Así pues, se deduce claramente que el Magisterio de la Iglesia enseña la no
extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios
sacramentales ratos y consumados como doctrina que se ha de considerar
definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto
de definición. En efecto, esa doctrina ha sido propuesta explícitamente por
los Romanos Pontífices en términos categóricos, de modo constante y en un
arco de tiempo suficientemente largo. Ha sido hecha propia y enseñada por
todos los obispos en comunión con la Sede de Pedro, con la convicción de que
los fieles la han de mantener y aceptar. En este sentido la ha vuelto a
proponer el Catecismo de la Iglesia católica. Por lo demás, se trata de una
doctrina confirmada por la praxis multisecular de la Iglesia, mantenida con
plena fidelidad y heroísmo, a veces incluso frente a graves presiones de los
poderosos de este mundo.
Es muy significativa la actitud de los Papas, los cuales, también en el
tiempo de una afirmación más clara del primado petrino, siempre se han
mostrado conscientes de que su magisterio está totalmente al servicio de la
palabra de Dios (cf. constitución dogmática Dei Verbum, 10) y, con este
espíritu, no se ponen por encima del don del Señor, sino que sólo se
esfuerzan por conservar y administrar el bien confiado a la Iglesia.
9. Estas son, ilustres prelados auditores y oficiales, las reflexiones que,
en una materia de tanta importancia y gravedad, me urgía participaros. Las
encomiendo a vuestra mente y a vuestro corazón, con la seguridad de vuestra
plena fidelidad y adhesión a la palabra de Dios, interpretada por el
Magisterio de la Iglesia, y a la ley canónica en su más genuina y completa
interpretación.
Invoco sobre vuestro no fácil servicio eclesial la protección constante de
María, Reina de la familia. A la vez que os aseguro mi cercanía con mi
estima y mi aprecio, de corazón os imparto a todos vosotros, como prenda de
constante afecto, una especial bendición apostólica.