La alegría del matrimonio (I)
Emilio Chuvieco Salinero
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"El amor no es sólo una cosa espontánea o instintiva: es una elección que
hay que confirmar constantemente. Cuando un hombre y una mujer están unidos
por un verdadero amor, cada uno de ellos asume sobre sí el destino, el
futuro del otro como si fuera propio, aun a costa de fatiga y de
sufrimiento, para que el otro “tenga la vida y la tenga en abundancia” (Jn
10,10). (...). Sólo así se ama en serio, y no por juego ni de forma
pasajera. Cuando el otro oiga que le dicen «te amo», entenderá que esas
palabras son verdaderas, y también él se tomará en serio la experiencia del
amor" (S. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de Lombardía).
Hace unos días asistí a la boda de un familiar cercano. Toda boda es un
motivo de alegría, porque dos personas inician una andadura de amor y apoyo
mutuo, y se prometen fidelidad permanente. El matrimonio no es un invento
cristiano, indidudablemente, pero adquiere en el cristianismo un "sello de
distinción", un marcharmo que aplica las gracias propias de un sacramento a
la vida conyugal, plena de gozos y alegría, pero no exenta de dificultades.
El matrimonio cristiano no es una opción estética (al final y al cabo es más
bonita una iglesia que un juzgado), sino una opción trascendental, porque
tiene mucho impacto y porque trasciende al amor de dos personas, para que
sea de tres, ya que Dios les acompaña de modo especial a partir de ese
momento.
Un matrimonio feliz puede darse también entre esposos no cristianos,
naturalmente, pero la gracia del matrimonio cristiano refuerza el compromiso
humano haciendo que tenga una dimensión mucho más sólida y definitiva, que
fortalece con la gracia de Dios la entrega mutua de los cónyuges. El
matrimonio es camino de santidad para los cónyuges que han recibido esa
vocación, tan divina como cualquier otra, que saben fundamentar su amor
humano en el amor a Dios, a quien confían la garantía de su mutua
disponibilidad. El matrimonio es alianza estable, firme, perfectamente
compatible con las dificultades que toda unión íntima entre personas lleva
consigo, porque esas dificultades se superan con la gracia sobrenatural y la
alegría que acompañan al sacramento. Los cónyuges cristianos encuentran en
la convivencia mutua una estupenda ocasión de generosidad, de pensar en el
otro, de darse sin medida, como Jesús nos mostró, lo que convierte esa unión
en más sólida, más segura y generosa, porque está plagada de detalles de
búsqueda de Dios en el otro. Esto es posible, no estoy hablando de una
entelequia sacada de un cuento de hadas. Existen matrimonios así, como
existen cristianos consecuentes, guiados por una vida de unión con Dios
intensa, de oración y sacramentos.
Desde hace unos años, estoy intentando introducirme en el arte de la cocina.
En ese aprendizaje, he podido comprobar que no es suficiente con saber los
ingredientes y las proporciones, sino que resulta clave, especialmente
cuando el plato tiene que pasar por el horno, conocer el tiempo y la
temperatura de cocción. Esta modesta experiencia culinaria me lleva a
afirmar que la vida cristiana es como un buen asado; si no tiene la
temperatura adecuada, no sale bien. Por eso, en la vida conyugal, cuando la
temperatura espiritual de los esposos disminuye, cuando Dios queda sólo como
una invocación eventual, cuando deja de ser el centro y pasa el individuo
—nuestro pobre egoísmo— a ocupar su lugar, las posibilidades de un
matrimonio dichoso disminuyen considerablemente, como muestra la sensible
correlación entre la pérdida de práctica cristiana y la tasa de divorcios,
en todos los países de nuestro entorno.
Hay muchos matrimonios de personas sin fe que son también dichosos, y me
alegro mucho por ello, pero sería estupendo que ese amor humano tan fuerte
se robusteciera mucho más todavía con los vínculos espirituales entre los
esposos que da la cercanía a Dios. Un matrimonio donde los esposos tratan de
estar muy cerca de Dios, de ponerle en el centro de sus afanes, de sus
alegrías y sus penas, y por Él, de pensar constantemente en el otro, está
abocado a la felicidad, aun en medio de contrariedades y sinsabores, pues
esas circunstancias también serán alimento de la alegría.