SEXUALIDAD Y MATRIMONIO
EN LA ENSEÑANZA DE
LA IGLESIA
(Huftier, E. et Vie 1973) Si es
verdad que Cristo ha venido para rescatar y salvar al hombre todo entero; si es
verdad que el matrimonio cristiano y la vida sexual cristiana son testigos
perpetuos de la inmensa dignidad del hombre rescatado en todas sus funciones
físicas y espirituales, en lugar de preguntarse si ha cometido un pecado
sexual, más vale preguntarse si uno ha favorecido el amor en sí mismo y
alrededor suyo. Porque la sexualidad no existe para sí misma sino se comprende
sólo en su relación con el amor auténtico. El
creador no ha creado a la humanidad con los sexos distintos para "hacer
trampa" a los esposos. Tampoco ha creado a los hombres y las mujeres en una intención puramente
biológica. Las dificultades que presenta la vida sexual deben entonces
tener una cierta relación con la vida humana toda entera, y con la
gracia. Dios ha
querido a la mujer para el hombre y al hombre para la mujer para que puedan
completarse y ayudarse. Sin embargo,
esto debe realizarse en todos los
niveles y, lo que es más, en una
humanidad tocada por el pecado y, en consecuencia, en medio de
dificultades. Con
todo, estas dificultades no son solamente obstáculos; son, a la vez, un empuje
hacia un amor conyugal que será para los esposos fuerza y ayuda mutua: esta es
la gracia misma del sacramento del matrimonio. La
actividad sexual está hecha para ser integrada al amor; pero, al mismo tiempo
que el hombre descubre que está hecho para amar, percibe la dificultad que le
impide realizar esta misión. La
gracia le permitirá colocar el amor donde debe ser situado y así alcanzará su
meta porque entrará en una nueva dimensión. Si la vocación de la persona humana
es amar, el único que pueda satisfacer este amor es Dios; es para ello que el
hombre ha sido estructurado de esta manera. Pero esto se realizará a través de
dificultades de las cuales no hay que admirarse porque pertenecen a las
condiciones mismas en las cuales se desarrolla nuestra existencia. LA DOCTRINA En el
estado de inocencia (así como Dios había creado al hombre y a la mujer), la
materia en la naturaleza humana debía ser, como todo, instrumento de los deseos naturales y sobrenaturales bajo los
impulsos del Espíritu Santo. La unidad y la armonía en el alma de Adán y Eva
debieron extenderse también a la unión entre el hombre y la mujer en el
matrimonio: su unión formaba parte integral de la unión del hombre con Dios. La
unidad venía de lo alto, la discordia, en la unión entre el hombre y la mujer,
será consecuencia del hecho que, por el
pecado, el hombre se había desconectado de Dios; y será de lo alto que será
rehecha la unión. Por lo
demás, desde el comienzo el matrimonio significaba mucho más que una simple cooperación física en el acto
biológico. Se trataba de un amor verdadero, puro, auténtico en el cual los
fenómenos físicos de la sexualidad
estaban en armonía y en subordinación. Santo
Tomás dice que el placer sexual en aquel entonces (en el estado de inocencia
original) era mucho más intenso que el
que pueda experimentar el hombre caído, precisamente porque no era egoísta: el
hombre, dice, tenía una naturaleza más delicada y más sensible (I. q 98, a.2). De
este amor debían nacer los niños en la procreación, de la misma manera que la
creación del universo ha sido un acto de amor de parte de Dios: "Los hijos
de los hombres debían nacer como hijos de Dios
gracias al amor de un hombre y de una mujer por medio de los actos
físicos por los cuales este amor debía insertarse en el universo material... En el amor mutuo del hombre y de la
mujer en Dios y por Él el universo físico mismo debía elevarse hasta la unión
sobrenatural con su creador". Desde
el comienzo entonces la sexualidad no es autónoma ni entregada a sí misma o,
como se suele decir, a la
"naturaleza", porque la persona humana no es un "un hombre animal" ni
solamente una creatura racional, sino está destinada a vivir en Dios y por Dios
y relacionar así con El todos sus actividades. Desde entonces, la caída implica mucho
más que regreso del hombre a una
existencia puramente natural; es una naturaleza degradada y, en cierto sentido,
desorganizada por el pecado. El hombre ha perdido la santidad y la integridad
en las cuales se realizaba
armoniosamente su vocación primaria. Pero no pierde esta vocación; su
sexualidad continúa mostrándose marcada por un signo de amor; continúa siendo llamada a cooperar con la obra del
creador; sigue siendo santificado por el Espíritu Santo. Se
comprende que habrá allí una distorsión en esta vocación por la cual el hombre
continúa y obra su realización práctica.
Esta distorsión misma es la consecuencia y la ilustración sensible de
una ruptura con Dios: "Nuestra lucha no es contra la carena ni la sangre
sino contra los principados y poderes,
contra los espíritus del mal" (Ef 6,12).
(Diremos de paso que aquí se sitúa la esperanza y aparece la
dignidad del hombre; dejado a sí mismo, sería sólo campo de batalla y litigante, pero sólo con sus propias fuerzas.
La revelación divina es también revelación de la grandeza del hombre y de su
destino, en el poder de Cristo). La
caída afecta la sexualidad como todo lo demás de la nuestra naturaleza y de
nuestra vida: nuestras necesidades físicas y sexuales actúan de ahora en
adelante con fuerzas que buscan su propio fin, independientemente del bien
general de la persona toda entera.
Tenemos la tendencia de considerar el cuerpo de los demás como objetos para
nuestro placer, así también consideramos nuestra sexualidad como fuente de
dominación sobre otros - comprendamos esta expresión no sólo en el sentido
"que el hombre dominará a la mujer" y la considera como que le
permite satisfacer sus propias
necesidades sexuales, sino también en el sentido que la mujer conocerá el poder que puede ejercer sobre las
poderosas pasiones del hombre. La sexualidad se convierte así en un medio de
dominación personal sobre otros, cuando
en realidad está hecha para expresar el amor del hombre hacia sus semejantes y
finalmente hacia Dios. Ahora
bien, después de la caída, lo que debería ser en el plan de Dios el instrumento
de amor, llegará a tomar el lugar del
amor, a separarnos de los demás en lugar de unirnos a ellos. El
hombre vive de ahora en adelante en un mundo de lucha. Siempre está expuesto al
riesgo de ser 'posesivo', de querer "aprovecharse" antes de amar
verdaderamente. Por su intensidad y la satisfacción que engendra, el placer
sexual tiende a superar sus propios fines. En sí mismo no es un valor primario
sino más bien signo de otro valor; el placer sexual querrá funcionar por
si mismo y ocupar un lugar que no
le corresponde. Habrá allí una tentación permanente, una
ocasión de centrarse sólo en el gozar, y esto sólo a su nivel de realización. Es, por lo
tanto, normal que exista una tensión en el núcleo mismo del gozo del hombre en
el amor: se trata de una de las formas
de la tentación y de la lucha que
de ahora en adelante será parte
de su existencia humana (Rm 7). El amor
verdadero, que sigue siendo la vocación verdadera del hombre, será el fruto de
una conquista interior, siempre expuesto al riesgo y siempre a recomenzar y a perfeccionar. La
redención que los sacramentos y especialmente el matrimonio actualizarán en
nosotros, va a permitir de restituir la unidad y de reencontrar en Cristo la santidad y la unidad, de reencontrarnos
en Cristo uno, los unos con los otros,
porque seremos uno en Dios. En Él y gracias a Él nuestra sexualidad podrá re-insertarse en el plan de amor real y
auténtico Gracias a Cristo la
sexualidad, igual que el hombre todo entero, es rescatada; la naturaleza humana
es nuevamente asumida en la naturaleza divina. La
redención es mucho más que la simple supresión de la falta. Por medio de la
vida sacramental, la naturaleza material podrá nuevamente servir para
reintegrar a la naturaleza y al hombre en el orden sobrenatural; el hombre
podrá de nuevo servir a Cristo y a sus designios: los cristianos que se unen
son dos miembros del Cuerpo Místico; los fines del matrimonio podrán nuevamente
llegar a ser sobrenaturales. El hombre puede inclusive debe, en el sacramento
del matrimonio, hacer uso de sus funciones sexuales por amor de Dios,
expresando con toda su persona su amor al ser querido. Como lo expresa Scheeben
en su capítulo sobre el matrimonio cristiano: "La unión misma y todas las condiciones
naturales necesarias para su fin tienen una base sagrada; en razón de su
relación directa con Dios las obligaciones que entraña tienen un carácter más
venerable y más santo que otras obligaciones humanas o contractuales. Cuando el
hombre y la mujer se unen en vista de la procreación no solamente se obligan el
uno para con el otro y los dos frente a sus hijos sino se consagran mutuamente
al servicio de Dios... Por
ende, la significación del contrato y de la
unión conyugal es transformada en su misma esencia. El bien del cual
disponen en el contrato, el cuerpo como principio de generación, está reservado
a Dios mismo como instrumento que le pertenece, como una cosa sagrada de la
cual los contrayentes deben disponer solamente en nombre de Dios. Si deben
disponer de ello y consagrarse mutuamente en el nombre de Dios deben
igualmente tomar posesión sólo en
virtud de una delegación divina. Son, pues, menos los esposos que se unen, es más bien Dios quien los une por medio de
su voluntad... El
lugar del matrimonio cristiano en la unión de Cristo y dela Iglesia puede
representarse de una manera muy impresionante como una ramificación de esa
unión. Esta imagen muestra como los
esposos, englobados en la unión de
Cristo con la Iglesia, se unen a Cristo cuando se casan; ellos prolongan la
unión de Cristo y de la Iglesia bajo un aspecto particular y con un fin
determinado; ellos reproducen bajo una
forma particular y ponen a disposición
un nuevo organismo para colaborar a su fin... Así es la rama en relación con el
árbol: es, al mismo tiempo, prolongación, imagen y organismo... El
matrimonio cristiano está inseparablemente tejido en la trama sobrenatural de
la Iglesia; el daño más grande que se le puede infligir es la separación... En
ninguna parte la vida mística de la Iglesia penetra más profundamente en las
relaciones naturales. En ninguna parte la verdad ha iluminado de una manera más
impactante este hecho que la naturaleza toda entera, hasta en sus raíces más profundas, tiene su parte
en la consagración sublime del hombre-Dios, quien ha asumido nuestra
naturaleza". Por lo
tanto:
"En el matrimonio la sexualidad está consagrada a la obra divina de
la redención. Hacer uso de ella como si nunca hubiera sido rescatada llega a despojarla de la gracia y
de la gloria que ha recibido cuando Cristo le ha devuelto la significación más
profunda. La sexualidad y la humanidad divinas están unidas: separándolas, el
hombre blasfema contra el hombre-Dios y, entregándose a las pasiones sexuales
fuera del matrimonio, destruye la obra de Cristo (en sí mismo)". En
consecuencia, el amor de la pareja, que tiene su raíz en el amor que Cristo siente por los hombres, asume la ley
biológica y el proceder mismo del amor
sexual y los santifica. La pareja humana llega a ser el sacramento del mismo
hombre-Dios y de su amor por la Iglesia, su esposa bienamada. Pero también esto
implica una renuncia a la actividad sexual fuera del matrimonio o a todo acto
sexual ilegítimo dentro del matrimonio. El hombre y la mujer son consagrados al
servicio de Dios el uno por el otro. La sexualidad reencuentra su función
primordial: un medio para servir a Dios por el amor mutuo de los esposos.
Ciertamente, esta gracia
sacramental no suprimirá las tensiones; los esposos no serán dispensados de
todo sufrimiento. La gracia del sacramento existe, no para suprimir tensiones o
sufrimientos sino para permitir hacer de ellos un instrumento de amor. Sabemos
en adelante que Cristo lucha en nosotros contra el pecado que permanece en
nosotros, contra estos impulsos instintivos de la sexualidad, como lo hace
contra el orgullo o la agresividad. Si no
nos reconocemos pecadores, es decir en
la necesidad de salvación, no podemos aprovechar la salvación de Cristo. La
gracia nos libera porque, ante todo, nos ilumina para que veamos como somos en
realidad: pecadores. Si alguien pretende ser justo y por lo tanto, no cree tener necesidad del salvador, permanecerá
en el pecado. La gracia permite
liberarnos poco a poco y con nuestro concurso; es a la vez revelación, llamado y remedio permitiéndonos
dar testimonio en nuestra vida sexual como en muchas otros campos; ¿por qué, entonces querer separar la vida
sexual y tratarla como una realidad aparte de las otras dimensiones de la vida
humana?
"En el sacramento del matrimonio, el signo de la realidad
consagrada, en su plenitud, es la misma unión física y espiritual de los
esposos. El signo conserva toda su densidad, está situado en la plena realidad
humana; y no hay realidad humana constitutiva, es decir, importante que sea extraña a la significación mística.
Podeos decir que en el matrimonio cristiano la gracia divina reviste en plenitud toda la realidad del
signo humano. Esto es un rasgo típico de este sacramento que lo sitúa bien
aparte de los demás, ya que lleva hacia algo profundamente natural y universal,
algo que del lado humano es una gran realidad profana y que por la fe y el
bautismo anterior se vuelve sagrado". (Aubert) La
gracia del sacramento del matrimonio consiste precisamente en situar el amor de
Cristo en la plena realidad humana, de hacer pasar por el cuerpo el
intercambio, la comunicación, la comunión, de hacer del lenguaje del amor
divino algo corporal; de consagrar el uno al otro con toda la persona. Es en
este sentido que se ha podido escribir: "La castidad es la presencia el
espíritu en la vida sexual. Ella procura
a la vista, si fuera necesario, la prueba que el sexo está animada de una vida
espiritual" (J.Sarrano). La
gracia del sacramento permite al hombre realizar su vocación al amor, en el
Amor. Se le pide amar a su mujer, de darse a ella, de ser su salvador, como
Cristo ha amado a su Iglesia y se ha
entregado por ella. El hombre será el salvador: de su mujer en la medida de su
amor -físico y espiritual - por ella, así permitirá que su personalidad se
desarrolle plenamente en su amor mutuo y gracias a él. El amor sexual permite
la unión total de dos seres a un nivel mucho más elevado que lo pueda hacer por
ejemplo la amistad, porque contiene el todo de la naturaleza del hombre y de la
mujer, su ser espiritual, racional y corporal. Se ve
claramente: la palabra clave es amor; no el instinto sexual que, como lo dice
con razón Kinsey, responde automáticamente a los estímulos, sino el amor sexual que dirige las
reacciones en vista a fines más
elevados. Para ser humanos los actos sexuales deberán ser la expresión exterior
de aquel amor que engloba a toda la persona. Y la educación al amor consistirá,
entre otros, para los hombres a educar sus cuerpos de manera que respondan al
amor más que a los estímulos externos. A la inversa, si es verdad que el amor
se expresa normalmente en la unión sexual -que le sigue subordinada- el amor
puede continuar de existir aun cuando, por una razón cualquiera, la unión
sexual ha llegado a ser imposible. ALGUNAS CONSECUENCIAS 1. - Si
es verdad que la sexualidad no puede ser separada del amor tampoco pude separarse
el placer de la sexualidad de su fin: amor mutuo y unión de los esposos,
crecimiento del Cuerpo Místico de
Cristo. La sexualidad no es una fuente de gozo considerado como un fin en sí
mismo. Un hombre puede ser experto en gozar el mismo y guiar a su mujer al gozo físico sin por ello llegar a realizar con ella aquella
unión total que es el fin de su amor. Si se
despoja estas relaciones de su aspecto de la donación recíproca se llegará al
egoísmo que mata la armonía, la unidad y el amor. Es verdad, la armonía sexual
es una componente de ese amor: pero, precisamente, es sólo una componente. El
arte de practicar el amor bajo todos sus aspectos forma parte de la vida
conyugal de todos los días. La sexualidad y el comportamiento sexual de una
persona son la expresión de amor que dirige su vida, de su amor por el otro y
por Dios quien se la ha dado; si no es capaz de comprometerse por un amor
desinteresado seguirá con la incapacidad de vivir una amor auténtico aunque, en
cuanto a las relaciones sexuales, tenga una técnica depurada que le permita
encontrar y procurar placer y satisfacción. 2.En lo que se requiere al ejercicio de la
sexualidad antes del matrimonio o fuera del matrimonio: No se trata de negar o
de reprimir la sexualidad, más bien se trata de educarla y de orientarla hacia
un amor desinteresado. Cuando
un ser se une a otro ser, física y espiritualmente, como es el caso en las
relaciones sexuales -en la medida en que sean humanas-, se realiza una comunión
profunda con la otra persona con quien se compromete a crecer, no importa lo
que piensa el hombre que pretende que
sólo los sentidos o una necesidad fisiológica -y no el amor y la entrega
de la persona total- están en juego. Si el amor conyugal es verdadero entonces
se extiende a toda la persona. Igual que el soltero, el casado no tiene el
derecho de hacer uso de su poder sexual con fines egoístas. ¿Acaso eso mismo no
es el llamado de San Pablo? :
""Que cada hombre tenga su mujer y la mujer su marido. Que el
marido cumpla con su deber hacia la esposa y la esposa hacia el marido. La
mujer no dispone de su cuerpo sino el marido. Ni el esposo dispone de su cuerpo
sino la esposa. No se nieguen el uno al otro si no por acuerdo común, por un
tiempo, para dedicarse a la oración" (1 Cor 7,25) Separar
la unión sexual del amor y del matrimonio equivaldría a una perversión
semejante a la que representaría la inseminación artificial, por ejemplo. Es
Dios quien dona, cuando un hombre y se
una mujer se unen, en y por la donación total; en cierto sentido. Sólo
Dios puede hacerlo puesto que son
miembros del Cuerpo de Cristo y no se pertenecen a ellos mismos, son propiedad
de Dios quien los ha creado y rescatado.. 3. - Aunque sea verdad que el amor y la sexualidad
han sido rescatados y pueden ser integrados de nuevo a la caridad verdadera, no
es menos verdad que continúan siendo amenazados. El matrimonio seguirá
siendo una escuela de ascética. En las
técnicas de placer no se deben buscar recetas, 'trucos' que dispensen de la
ascética en esta dimensión como en todas las demás. Aquí, el
amor es esencialmente donación de sí, vida para el otro. En este espíritu se
aceptarán las dificultades, las pruebas que entraña la vida conyugal. Se cuenta
que Romano Guardini dijo en uno de sus cursos: "Si alguien les ofrece
soluciones hechas para los problemas difíciles de la vida, no las retengan ni
un momento. ¡Tírenlas por la ventana!" El sacramento del matrimonio crea
entre los esposos una indisoluble comunidad de salvación; pero es un hecho que el matrimonio en su
indisolubilidad primitiva no pretendía
proponer un camino fácil; tampoco ha
dejado que sus oyentes se vayan diciendo: No hay nada que hacer. Él ha dicho:
con la gracia de Dios es posible. En previsión de nuestras debilidades ha
añadido en otra parte: "Vengan a mi todos los que están cargados y
agobiados que yo los aliviaré" (Mt 11,28). Sabemos
que Cristo lucha con nosotros, que Él, el todopoderoso, es capaz de hacer el
bien más allá, infinitamente más allá de lo que nosotros podemos pedir o
concebir (Ef 3,20). Con Él, a través de
nuestras deficiencias mismas, podremos crecer en su amor y llegar a ser más y
más responsables y libres, dando su lugar
a la expresión del amor verdadero.
Encontramos de nuevo la misma enseñanza sea en la encíclica Huamnae
Vitae n. 25: "Si el pecado tiene todavía poder sobre ellos, que no-se
desanimen sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de
Dios que les será otorgado en el sacramento de la penitencia", sea en la Nota
Pastoral de los Obispos Franceses (n.15) que hace eco a esta enseñanza:
"Sucede que los esposos crsitianos se reconocen culpables de no haber
respondido a las exigencias que precisa
la encíclica. Que su fe y su humildad les ayude a no desanimarse... No deben
alejarse de los sacramentos, al contrario..... Que no dejen crecer la obsesión
por el problema de las relaciones conyugales donde se sitúan sus dificultades
sino que centren más bien su esfuerzo espiritual en la generosidad de su
hogar". 4.- Si se quiere que se desarrolle esa generosidad
del hogar, el esfuerzo será centrado en un amor auténtico, vale decir como
aquel con el que Cristo ama a su
Iglesia, un amor que ante todo será gratuito o, como dice Cristo, sin esperar nada en recompensa; un amor que se
centra en el otro, un amor que se olvida de sí mismo, un amor que es don de sí.
Cristo no ha buscado su gusto sino se ha entregado a la muerte para salvarnos. Uno no ama a alguien "para
algo"; simplemente ama. No se busca el dominio sino más bien, como lo dice
Cristo, a servir. Lo que
caracteriza el amor conyugal, además, es la intercomunicación personal de dos
seres que se donan el uno al otro de una manera total y definitiva para ser
un corazón y un alma en una sola carne. Es, pues, la totalidad del don
mutuo. El acto conyugal es por eso a la vez signo y logro, pero no es el todo. En este
sentidos la Constitución Gaudium et Spes dice muy bien: "Los actos que
realizan la unión íntima y casta de los
esposos son actos honestsos y dignos.
Vividos de una manera verdaderamente humana promueven y significan el don recíproco por el cual los esposos se
enriquecen los dos en la alegría y en
la gratitud". Pero
¿acaso no existe la tendencia de propalar indebidamente una importancia de la
expresión física del amor? Existen hogares donde reina una armonía sexual
técnicamente perfecta pero en los
cuales hay poco o nada de amor conyugal auténtico. Puede haber allí una
'técnica' de relaciones conyugales, puede haber una sicología de amor que
permite evitar errores y podrá prestar un gran servicio; pero no
deben confundirse con el amor el cual es don de sí y encuentra su gozo más en dar que en recibir. Lo esencial en el
amor conyugal es la autenticidad. Otra
característica del amor conyugal: constantemente se hace más profundo y se
crea:
"El misterio pascual se realiza, por ende, en el amor conyugal
cuando el hombre y la mujer, renunciando a su egoísmo, se abren plenamente al
amor del otro... Tanto que dura el amor espontáneo uno no desea más que esto:
mirar y escuchar. Uno tiene la impresión de comprender. Con todo este esfuerzo
de presencia del uno para el otro debe durar toda una vida. Si un hombre cree
haber comprendido totalmente a una mujer se equivoca. Jamás habrá concluido con
comprender todas las riquezas que Dios ha puesto en ella.... El cariño más
delicado y la unión carnal mejor armonizada no podrán jamás dispensar del
esfuerzo necesario para conocer y comprender al otro... Hay que aprender a
mirar largamente buscando a
comprenderse" Pero,
después de todo, Dios nos ama y nos perdona así como somos, con nuestras
limitaciones, nuestras deficiencias y faltas. Sin paciencia y sin perdón el
amor no puede ser fiel. Gracias a la paciencia y al perdón, gracias a la delicadeza
y a la atención hacia el otro el amor puede crecer sin cesar. Es esto lo que
recuerda Gaudium et Spes n.50: "Esta unión
íntima, don recíproco de dos personas, no menos que el bien de los hijos
exigen una fidelidad entera y requieren de su indisolubilidad". No hay
que admirarse entonces que existen dificultades en la vida conyugal. Pero no
hay nada razonable que pueda decir cómo estas dificultades pueden justificar
excepciones a la fidelidad conyugal, también cuando se pretende que estas excepciones
no tocan el amor conyugal mismo. La
vida en el amor es una marcha en Cristo y hacia Cristo; se engaña él que
cree ya habar llegado. No se engaña
menos él que toma su parte y se
repliega en su egoísmo. El Evangelio es un ideal hacia el cual uno camina
y que jamás será alcanzado
plenamente aquí abajo. San Pablo decía:"No he llegado a la meta ni soy
perfecto... pero, olvidando el camino recorrido me lanzo hacia adelante con
todo mi ser y corro hacia la meta" (Fil 3,12s). |
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