15 Preguntas sobre el Matrimonio y 15 Respuestas de un especialista en Derecho Canónico, Anexo 2
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Javier Hervada
26 agosto 2008
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Un especialista en Derecho Canónico responde a las interrogantes más comunes
sobre el matrimonio civil y religioso, el amor conyugal, el divorcio y otros
puntos igualmente interesantes, según la doctrina y las disposiciones de la
Iglesia católica.
SIN MATRIMONIO VÁLIDO NO HAY SACRAMENTO
1.-Dos contrayentes que se casan sólo civilmente, por el hecho de ser
cristianos, ¿ya reciben el sacramento?
- Contesto como solían hacerlo los antiguos escolásticos: distingo- Si se
casan sólo civilmente, porque la autoridad eclesiástica les ha dispensado de
la forma canónica o porque no están obligados a ella (v. gr., si se
encuentran en las circunstancias previstas en el canon 1098 del Código de
Derecho Canónico), entonces es claro que se han casado válidamente y su
matrimonio es incuestionablemente sacramento. Tan sacramento como el
celebrado ante el párroco o ante el Obispo. Pero bien entendido que, si bien
la forma de celebración ha sido la civil, ese matrimonio es canónico y
sometido plenamente a la jurisdicción de la Iglesia. A este tipo de
matrimonios se les suele llamar «matrimonios canónicos en forma civil». Lo
que ha variado es la forma de celebrarlo, no el matrimonio, que es tan
sacramental, cristiano y canónico (e indisoluble) como otro cualquiera.
Muy diferente es el caso de los cristianos (entiendo por tal a los
bautizados) que, sin dispensa y estando obligados a contraer matrimonio ante
la Iglesia, celebran sus bodas sólo civilmente, porque así lo deciden.
Cuando esto ocurre, no hay sacramento porque no hay matrimonio. No puede
decirse -sería un error garrafal- que en estos casos no hay sacramento, pero
sí un matrimonio meramente natural. Esta afirmación está condenada por el
Magisterio. No hay sacramento, porque no hay matrimonio válido.
TESTIMONIO CRISTIANO Y MATRIMONIO
2.-Si los que van a casarse son cristianos de esos que se bautizaron pero no
cumplen prácticamente nada, no tienen en sus vidas ningún testimonio
cristiano… Se presentan ante el sacerdote pidiendo el casamiento religioso
(católico, dentro de la Iglesia), a veces porque las familias lo quieren.
¿Deben o no ser aceptados? ¿Si se casasen sólo civilmente, vivirían o no en
pecado grave? ¿Cómo debe actuar el sacerdote?
- Voy a responder, si no tiene inconveniente, en sentido inverso a los
interrogantes que me plantea. No por alguna razón especial, sino porque me
resulta más cómodo.
El sacerdote debe actuar conforme a las disposiciones de su obispo y, por
encima de ellas, de acuerdo con las normas de la Santa Sede. Y siempre
conforme a los principios de la moral católica y de la prudencia -que es
caridad pastoral. No debe actuar nunca según su capricho, según sus ideas y
menos todavía según las ideas más o menos vanguardistas de las modas
«pastoralistas». Esta cautela -y siento en el alma tener que decirlo- es
mucho más necesaria actualmente, porque abundan más de la cuenta
«pastoralistas» ayunos de doctrina y sentido común, que, con tal de renovar,
son capaces de las mayores aberraciones, que maltratan las almas, desprecian
los derechos de los fieles y no se dan cuenta de que, a veces, les provocan
situaciones permanentes de pecado.
Los cristianos que sólo se casan civilmente (y con ello paso a la segunda
pregunta), si viven como marido y mujer, viven en una situación permanente
de pecado mortal; su vida marital es, lisa y llanamente, un concubinato. Que
esta actuación pecaminosa lo sea formalmente (esto es, que ellos cometan
pecado mortal) dependerá, como dicen los moralistas, de que sean conscientes
de ese pecado, como ocurre con cualquier otro quebrantamiento de la ley
divina. En todo esto no interviene para nada eso de que en sus vidas haya o
no algún testimonio cristiano. El concubinato no es pecado sólo para los que
viven -o intentan vivir- una vida cristiana testimonial, sino para todo el
mundo, también para los no bautizados.
Para comprender bien la cuestión primera de las planteadas, es preciso tener
en cuenta que el «casamiento religioso» no es una ceremonia especial, más o
menos unida al matrimonio de los bautizados; no es un complemento, como lo
es la bendición del sacerdote, o como pueden serlo tantas ceremonias
religiosas que en los medios cristianos, suelen unirse a muchos actos de la
vida civil. El «casamiento religioso» es ni más ni menos y no otra cosa que
el matrimonio de los cristianos. Negarles el «casamiento religioso» es
negarles el matrimonio. E inducirles a que se unan sólo por lo civil -sin
casarse por la Iglesia- es una inducción al concubinato. Lejos de ser una
conducta pastoral, es una acción « lobezna», propia de lobos introducidos en
el rebaño; quienes tal hacen son inductores al pecado -y pecado mortal- que
merecen las más graves censuras. Es una flagrante hipocresía fundarse en la
falta de testimonio cristiano de los contrayentes bautizados, para
aconsejarles que sólo se casen por lo civil -casamiento que para ellos no es
matrimonio-, induciéndoles a iniciar un concubinato. Tal conducta es
esencialmente antipastoral, un contratestimonio sin paliativos, un grave
delito y un escándalo. Por lo demás, dice la Sagrada Escritura del Señor y
ello es aplicable a cualquier pastor de almas- que «no quebrará la caña
cascada y no apagará la mecha que aún humea» (Is. 42, 3; Math. 12, 20).
Contraer matrimonio canónico es un derecho fundamental de todo bautizado, en
el que eso del «testimonio cristiano» -en cuanto al hecho de contraer- no
tiene nada que ver, porque se asienta en un derecho natural -el de casarse-
que para nada depende de las virtudes de la persona. El derecho natural a
casarse se funda en la sola condición de persona, y el derecho fundamental
del fiel a contraer matrimonio canónico se basa única y exclusivamente en la
condición de bautizado. El testimonio cristiano -con ser de suyo algo muy
santo y vocación divina para todo cristiano- no es ningún requisito para
casarse; ponerlo como requisito para admitir a un bautizado al único
matrimonio que puede contraer, es una arbitrariedad, gravemente injusta y
atentaría contra sus derechos fundamentales, como persona y como fiel.
Si en algún caso resultase inconveniente o escandaloso celebrar públicamente
ante la Iglesia un matrimonio determinado, podrá acudirse a los medios ya
previstos en el Derecho de la iglesia, v. gr., la supresión de ritos
litúrgicos, exclusión de la Santa Misa, etc., siempre contando con lo
prescrito por la autoridad competente.
Y si razones verdaderamente pastorales -y no lo es la idea de una Iglesia de
élites, idea gravemente equivocada aconsejan incluso la no asistencia del
párroco o sacerdote delegado, lo correcto es acudir a la dispensa de la
forma canónica. Pero bien entendido que esta dispensa altera sólo la forma
de celebración, no el matrimonio, que será siempre -aunque se celebre en
forma civil- un matrimonio canónico, con todas sus características,
incluidas la cualidad sacramental y la indisolubilidad.
SOBRE LA PREPARACIÓN AL MATRIMONIO
3. ¿No será aconsejable, al menos como medida pastoral, evitar la
celebración matrimonial católica cuando los contrayentes, a pesar de pedir
tal sacramento, no se encuentran debidamente preparados?
- La redacción de esta pregunta se ve que ha sido hecha con mucho cuidado,
porque es verdaderamente «tópica» ; quiero decir que recoge con precisión
uno de los tópicos más utilizados por cierto pastoralismo actual. Ya
comprendo que el preguntante me hace la pregunta, no porque esté de acuerdo
con ella, sino para conocer mi opinión. Con mucho gusto se la doy.
Esta pregunta -en realidad una tesis enunciada en forma de interrogante- es
una de tantas muestras de la habilidad de ciertas personas para encubrir
errores notorios con una terminología, tan aparentemente inocua y aun
convincente, que si no se está muy atento a lo que quiere decir, fácilmente
engaña. Aunque, a la vez, la solución a la que se llega es tan claramente
contraria a la doctrina de la Iglesia, que sólo termina por engañar a los
incautos y a quienes de antemano están empeñados en no oír o hacer más que
novedades.
¿Cómo no va a parecer razonable, así a primera vista, que se niegue una
ceremonia litúrgica, un sacramento, a quien no está debidamente preparado?
Claro que en la propuesta analizada el sacramento consistiría en la
«celebración matrimonial católica» y la debida preparación se sobreentiende
que es -en la intención de los proponentes- una vida cristiana testimonial.
Y en ambas cosas hay, con distinta intensidad, un error. Uno de ellos
contiene una proposición condenada repetidamente por el Magisterio; el otro
no tiene en cuenta los caracteres peculiares del matrimonio.
La «celebración matrimonial católica» ni es el sacramento matrimonial, ni
tampoco un sacramento añadido al matrimonio. La tal celebración la componen
dos cosas: a) unos ritos litúrgicos, que ni son el matrimonio, ni el
sacramento matrimonial sino celebraciones litúrgicas -entre ellas la Santa
Misa- que acompañan al matrimonio; b) la forma canónica, o sea, la presencia
del sacerdote autorizado y dos testigos, que asisten al otorgamiento del
consentimiento matrimonial, según las funciones que a uno y a otros atribuye
el Derecho. Esta forma canónica es, sin duda, requisito de validez del
matrimonio, pero no integra ni la materia ni la forma sacramental. No es,
propiamente hablando, un elemento del sacramento, es decir," n forma parte
de su sustancia (la llamada substancia sacramenti), sino que es un factor
del matrimonio en cuanto es un pacto jurídico. Decir que la «celebración
matrimonial católica» es un sacramento constituye un error de bulto.
¿Dónde está ahí la condena del Magisterio? Está en que esta tesis parte de
la teoría de la separabilidad entre el matrimonio (el contrato o la
institución) y el sacramento del matrimonio. Ese sacramento no sería el
matrimonio como tal, sino algo añadido a él, un complemento religioso: la
bendición del sacerdote, la celebración católica, etc. Faltando ese rito o
esa forma añadidos, no habría sacramento, pero sí matrimonio, un matrimonio
natural. De ahí la conclusión que la pregunta que se me ha hecho no refleja.
A los no debidamente preparados se les debe aconsejar dicen- que contraigan
matrimonio civil, un matrimonio meramente natural; más adelante cuando estén
preparados, se les podrá otorgar el sacramento. No hace falta repetir lo que
antes ya he dicho. Esta postura es, no sólo errónea y contraria al
Magisterio, sino antipastoral y escandalosa; es una inducción al pecado.
EL MATRIMONIO, UN DERECHO NATURAL
El Magisterio eclesiástico ha insistido repetidamente en que el sacramento
de) matrimonio no es ningún complemento o añadido al matrimonio, sino este
mismo. Por lo tanto, es imposible que . dos bautizados contraigan matrimonio
sin que éste sea sacramento. Ni se crea que esta enseñanza se encuentra
escondida en los arcanos de las ciencias canónica y teológica, poco
conocibles de los no especialistas y mucho menos de los fieles. Se encuentra
en catecismos tan accesibles como el de Pío X, el llamado Mayor para chicos
en edad juvenil: «835. En el matrimonio cristiano, ¿puede el contrato
separarse del sacramento? No, señor; en el matrimonio entre cristianos el
contrato no puede separarse del sacramento, porque para ellos no es otra
cosa el matrimonio que el mismo contrato natural elevado por Jesucristo ala
dignidad de sacramento. 836. ¿No puede por consiguiente, entre cristianos
haber verdadero matrimonio que no sea sacramento? Entre cristianos no puede
haber verdadero matrimonio que no sea sacramento».
Siendo esto así, ¿cuándo los contrayentes se encuentran debidamente
preparados? Por ser un sacramento de vivos, la preparación debida incluye el
estado de gracia. Por eso, es una norma pastoral tradicionalmente seguida
procurar que los contrayentes se confiesen antes de contraer matrimonio.
Pero este sacramento presenta una peculiaridad, que no tienen los demás
sacramentos; se trata de fundar una comunidad, a la que todo hombre está
llamado por naturaleza, independientemente de la gracia. Esta llamada no es
sólo una posibilidad más o menos respetable, sino un derecho natural de la
persona. De ahí que no pueda negarse el matrimonio por razón de estado de
gracia, norma que siempre ha seguido escrupulosamente la Iglesia.
La mínima debida preparación para el matrimonio, cristiano o no, se resume
en la ausencia de impedimentos y en el conocimiento suficiente de la esencia
del matrimonio. Esta es la regla que siempre ha tenido la Iglesia, aquella
que en justicia se debe a quien tiene el derecho natural de casarse. Y esto
es así, digan lo que digan algunos «pastoralistas» de nuevo cuño, cuyos
planteamientos son más brillantes que respetuosos con los derechos de las
fieles y aún con la fidelidad debida a la doctrina católica.
VALOR SANTIFICANTE DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
4. Cuando el matrimonio ha sido contraído entre dos personas, una que tiene
fe y otra que no la tiene, en ese caso, ¿el matrimonio tiene auténtico valor
santificante?
- He aquí un ejemplo de pregunta aparentemente muy clara en sus términos,
pero en realidad bastante confusa.
¿Qué quiere decir «que tiene o no tiene fe»? ¿Que se trata de un matrimonio
entre un cristiano y un infiel? ¿Entre dos Cristianos, uno de los cuales ha
perdido la fe? Y ¿qué se quiere expresar con «valor santificante»? ¿Que es
sacramento o que en él puede santificarse el cónyuge, igual que un cristiano
se santifica por medio del trabajo, por ejemplo?
Combinando todas estas posibilidades, la pregunta resulta tener varias
respuestas que intentaré ofrecer a continuación.
El matrimonio entre un cristiano y un infiel, según la sentencia más segura
(y la que sigue la Iglesia en la práctica) no es sacramento; no tiene, pues,
«valor santificante», si con esta expresión se quería significar la eficacia
sacramental ex opere operato. Pero tiene valor santificante en otros dos
sentidos. Por una parte, el cónyuge cristiano se santifica por ese
matrimonio, como se santifica por el cumplimiento dé los demás deberes de
estado, cuando los realiza de acuerdo con la ley de Dios y con visión
sobrenatural. Por otro lado, ese matrimonio tiene aquel valor santificante
del que habla San Pablo: «Pues se santifica el marido infiel por la mujer
fiel y la mujer infiel por el marido fiel. De otro modo, vuestros hijos
serían impuros y ahora son santos» (1 Cor. 7, 13-14). Sobre cuál sea este
valor santificante no están de acuerdo los exegetas.
Si de lo que se trata es del matrimonio de dos bautizados, uno de los cuales
ha perdido la fe, la respuesta es clara: ese matrimonio es sacramento (tanto
si la fe le faltó antes de contraerlo, como si la falta sobrevino con
posterioridad) y el valor santificante ofrecido sacra mental mente por
Cristo permanece con toda su amplitud e intensidad. La validez del
sacramento (el don ofrecido por Cristo) no varía, porque depende de Cristo,
que lo otorga ex opere operato; es decir, siempre, por el hecho mismo del
matrimonio.
En cambio, el fruto recibido por cada cónyuge a través del sacramento (su
fructuosidad como la llaman los teólogos) depende de sus disposiciones
interiores, de las cuales la fe es la fundamental. El cónyuge que no tiene
fe no recibe el fruto del sacramento, en tanto permanezca su falta de fe;
pero si llegase a recuperarla, recibiría el fruto del sacramento (la gracia)
desde ese momento, en mayor o menor grado según sus restantes disposiciones
interiores.
En todo caso, el valor santificante del sacramento lo recibe cada cónyuge
según sus propias disposiciones, y no según las del otro, de modo que, en el
caso contemplado, el cónyuge que conserva la fe no se verá de suyo
perjudicado por la falta de fe del otro.
Pero el valor santificante del matrimonio sacramental no se reduce a la
gracia que reciben los cónyuges. El vínculo mismo, de ser un vínculo
meramente natural pasa a ser un vínculo sacramental (en términos teológicos,
es la res et sacramentum del matrimonio sacramental). Asimismo, el fin de la
generación y educación de los hijos pasa a ser, como ya he dicho con
palabras del Catecismo Romano, un fin absolutamente más elevado que en el
plano de la naturaleza: el aumento y continuidad corporales de a Iglesia y
completar el número de elegidos. Este valor santificante del sacramento es
efecto de su validez (acción de Cristo) y no de su fructuosidad (lo que el
hombre acepta y recibe); por lo tanto, la falta de fe de uno de los cónyuges
no afecta a ese valor santificante.
MATRIMONIOS ROTOS Y SIGNO SACRAMENTAL
5.-¿Cómo es que un matrimonio completamente fallado continúa siendo signo de
la unión de Cristo con la Iglesia? Supóngase que el marido tratara mal a su
esposa y viceversa, pasan a vivir separados, etc.
- Sí, ya veo; una «joya» de matrimonio. Diría un caso de folletín, si no
fuese porque la vida nos muestra algunos matrimonios así.
La respuesta es muy simple. El signo no es lo que son o lo que hacen marido
y mujer, sino -si se me permite la expresión- lo que deben ser o hacer. Más
exactamente el signo no es la vida que llevan, sino el vínculo y la
obligación que los une. Y en esto todos los matrimonios son iguales y
ninguno falla o fracasa. Quienes fallan o fracasan son los casados en el
cumplimiento de aquello a lo que se obligan. El signo sacramental no reside
en la vida de unión que llevan, sino en el vínculo que les obliga a llevar
esa vida de unión, o reside en el hecho de que sean fieles el uno al otro,
sino en el vínculo de fidelidad. No reside en lo mucho o poco que se amen,
sino en el compromiso de amarse.
Las expresiones «matrimonio fallado» o «matrimonio fracasado» no son
científicamente exactas. Debe, hablarse en realidad de «vida matrimonial
fracasada» y, como ya he dicho, la vida matrimonial no es ningún signo
sacramental.
Hoy se ha extendido una falsa concepción de los sacramentos, prácticamente
herética, que los concibe sobre todo como obra de la comunidad, más que como
obra de Cristo. De este modo el signo sacramental se confunde con el
testimonio cristiano. Aplicada esta doctrina gravemente errónea al
matrimonio, se pretende que el signo es el comportamiento de los cónyuges. Y
esto es falsísimo.
Cristo no ha instituido el matrimonio sacramento para que los cónyuges
construyan el signo de su unión con la Iglesia. No, lo instituido como signo
es el vínculo conyugal para hacer santos a los cónyuges configurándolos por
la gracia según la santa unión de Cristo con la Iglesia. No son los cónyuges
los que significan (los que hacen el signo) con su vida, sino que el signo
los conforma a ellos -y a su vida- por la gracia que produce.
¿Pero no es un contrasentido que siga siendo signo el matrimonio de quienes
viven desordenadamente? El contrasentido estaría, en todo caso, en que
dejase de serlo, porque el signo sacramental está instituido para producir
la gracia y auxiliar con ella; y fue el mismo Señor quien dijo que el médico
está para los enfermos y no para los sanos. Los sacramentos son -aunque no
exclusivamente- medicina, tanto más necesaria cuanto más empecatado está el
hombre. Los sacramentos no son el premio o la corona a una vida ordenada y
santa; son los portadores de la fuerza que Dios, da a los pecadores para
llegar a esa vida.
Que la sacramentalidad no dependa de las disposiciones de los cónyuges (otra
cosa es su fructuosidad) quiere decir, en definitiva, que Dios ha vinculado
su don al matrimonio de modo irrevocable, que ofrece irrevocablemente su
gracia misericordiosa a los casados, aunque éstos se hagan los sordos. Sólo
los fariseos (los que a sí mismos se consideran justos) se escandalizan de
que el don sacramental se halle entre pecadores.
FORMACIÓN PREMATRIMONIAL
6.-Actualmente, por razones pastorales, se exige mayor formación a los
novios y se ponen dificultades para casarse a quien se niega a esta
formación. ¿Qué piensa sobre este asunto?
- Todo lo que sea formar mejor a los novios me parece bien; diría más, me
parece magníficamente bien. Impartir esa mayor formación es, sin duda, una
actividad pastoral muy necesaria y de gran fruto.
Lo que no me parece tan bien -ni tan bien, ni menos bien, sino sencillamente
mal- es que se pongan dificultades para casarse a los novios que se niegan,
^a recibir esa mayor formación. Y me parecería rotundamente mal, una grave
injusticia, que se les negase el matrimonio por eso. Los cursillos
prematrimoniales, u otras actividades similares, son iniciativas pastorales
encomiables, pero nadie está autorizado para convertirlos en una especie de
«impedimento pastoral» para el matrimonio.
Contraer matrimonio es un derecho natural, uno de los derechos humanos
inalienables que tiene el hombre. Y contraer matrimonio canónico es uno de
los derechos fundamentales del fiel. Para ejercer este derecho fundamental
basta tener aquellas condiciones requeridas por el Derecho natural y la ley
eclesiástica, entre las cuales no figuran los cursillos prematrimoniales.
En suma las actitudes a las que Vd. alude me parecen -en mayor o menor
grado, según sean mayores o menores las dificultades que se pongan- un abuso
y una extralimitación. Una muestra más de «pastoralismo», que es el vicio de
la pastoral; un « ismo», reprobable como otro cualquiera. Tanto más en este
caso cuanto que atenta contra un derecho natural de la persona y a un
derecho fundamental del fiel.
Y no le extrañe ver que quien acaba de poner, por razones «pastorales»,
dificultades para casarse una pareja que no desea asistir a un cursillo
prematrimonial, salga inmediatamente del despacho parroquial para participar
en una manifestación en pro de los derechos humanos de los vietnamitas o de
los negros estadounidenses. Son cosas de la vida moderna.
INDISOLUBILIDAD MATRIMONIAL
7.-Si se concede a los sacerdotes la dispensa del celibato… ¿por qué no el
divorcio a los casados?
- Esto me recuerda una novela -de autor frustrado, desde luego-, que
comenzaba con esta frase: «Era de noche y, sin embargo llovía». Ante la
coherencia y brillantez de la primera frase, el lector abandonaba corriendo
la lectura, pensando que si así era el comienzo cómo iba a ser el desenlace.
Doy por sentado que usted sabe bien cuál es la respuesta y que si me hace la
pregunta será porque es un argumento que habrá oído en más de una ocasión y
desea saber mi, opinión sobre él. Puedo decir en descargo de su país que en
mi patria -y no es esto una alabanza- también hubo un tiempo en que lo oí
con cierta insistencia.
Le voy a ser franco. El dichoso argumento no tiene más coherencia ni sentido
que la frase citada al principio. Desde luego, hace falta gozar de una
ignorancia envidiable, a toda prueba, para sacar a relucir con cierto
convencimiento un razonamiento de este estilo.
El celibato es una obligación aneja al sacerdocio que ha impuesto la Iglesia
por razones de congruencia y muy fuertes; pero no es esencial -aunque sí muy
conveniente- al estado clerical, de suerte que la Iglesia Oriental católica
cuenta con presbíteros casados y ahora se permite en toda la Iglesia que
varones casados puedan ser diáconos (sin pasar al sacerdocio). La Iglesia
puede dispensar de una obligación que ella ha puesto, tanto más que la
dispensa se concede sólo a quienes abandonan el ejercicio del sacerdocio,
con lo que la obligación del celibato pierde una parte de su razón de ser.
(No toda su razón de ser, pues permite la vuelta del sacerdote arrepentido
de su abandono y tiene un valor de ejemplaridad.)
Pero la indisolubilidad es cosa muy distinta. En primer lugar, no es una
obligación impuesta por los hombres, sino una propiedad del matrimonio
puesta por Dios mismo, que el hombre no puede tocar, como claramente lo
manifestó Jesucristo. En segundo término, es una propiedad esencial, algo
que fluye de la esencia del matrimonio. Y, por último en ningún caso se
debilita o pierde su razón de ser; por eso es indisolubilidad en sentido
estricto.
LOS FINES DEL MATRIMONIO
8.-¿Cuál es el fin del matrimonio, los hijos o la realización de las
personas?
- ¿Y por qué hay que contraponer ambas cosas? ¿O es que tener hijos y
educarlos no es una realización de las personas casadas? A ver si ahora
resultará que la mujer -pongamos por caso- se realiza si educa hijos ajenos
por un ideal altruista, y no es altruista ni se realiza porque tenga hijos
propios y los eduque. ¿O es que ser madre es un monumento de egoísmo? Al
paso que van muchas ideologías actuales pronto se llegará a decir que los
cónyuges que se niegan a tener hijos lo hacen por generosidad, altruismo y
por un elevado sentido moral; ya que engendrarlos y educarlos es algo torpe
que, ni realiza, ni perfecciona a los cónyuges; al contrario, cumplir con
esta finalidad vendrá a considerarse hedonismo, comodidad, egoísmo y
carencia de realización personal. Hay un antiguo adagio de los canonistas (y
creo que lo firmaría cualquier madre), en el que se dice que la procreación
de los hijos es para la mujer, gravosa y pesada durante la preñez, dolorosa
en el parto, y trabajosa después del parto. Claramente se ve que no es lo
más adecuado para que sea una finalidad egoísta, hedonista y no realizadora
de las personas. ¡Un poco de seriedad! A no ser que por realización de las
personas se entienda pasar por esta vida según el ideal de la aurea
mediocritas, o sea pasar esta vida sin demasiadas complicaciones y con los
menores problemas.
Vamos a ver, ¿en qué consiste la realización de las personas? Realizar es un
término que se usa para designar el paso del proyecto a la realidad.
Aplicado a la persona, realizarse quiere decir cumplir el proyecto de su
existencia, que es lo que hace que la persona alcance su plenitud. Pero esto
es afirmar, con otras palabras, que la persona se perfecciona -alcanza la
plenitud o perfección- cuando obtiene sus fines. La persona se realiza
cumpliendo los fines para los que ha sido creada. Estos fines son el fin
natural (con los fines parciales que comprende, el trabajo entre ellos) o
proyecto de existencia grabado en la naturaleza humana, y el fin
sobrenatural, o proyecto de existencia contenido en el designio salvífico de
Dios. ¿Cómo se realizan los casados en el matrimonio? Cumpliendo los fines
conyugales, es decir, a través de la mutua ayuda y de la procreación y
educación de los hijos. No hay, por tanto ninguna contraposición entre el
fin de la procreación y educación de los hijos y la realización de las
personas.
En cambio, no es correcto enumerar la realización personal entre los fines
del matrimonio. Tal realización -en su sentido correcto- es un modo de
llamar a la perfección o plenitud de la persona; es el fin total de la
persona, que engloba toda su actividad, tanto el matrimonio como el
celibato, tanto la vida conyugal como el trabajo, tanto el trabajo como el
descanso, lo mismo la salud que la enfermedad. No es ningún fin específico
del matrimonio. Cuando hablamos del matrimonio, usamos esta expresión para
designar, de modo concreto y particularizado, los bienes que se alcanzan" de
modo inmediato en el matrimonio, aquellos frutos que de suyo produce el
matrimonio y que son propios y específicos de él. No se enumeran, en cambio,
aqueos que, constituyendo las finalidades últimas del matrimonio, son
comunes a toda la actividad humana: la gloria de Dios, la santificación
personal y… la realización de las personas. Llamamos fines del matrimonio a
aquellos fines concretos suyos que lo especifican, esto es que lo distinguen
de las otras actividades humanas; la realización de las personas (natural y
sobrenatural), o sea, alcanzar la perfección de éstas, no lo especifica ni
distingue, dado que es común a todo el obrar y el vivir humanos. Por eso, no
es correcto enumerar tal realización entre los fines del matrimonio.
PROMOCIÓN Y EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
Creo que he hablado lo suficientemente claro para que se entienda lo que
quiero decir. El matrimonio tiende y está ordenado en último término a la
gloria de Dios, a la santificación de las almas y ala realización personal
(la perfección o plenitud). Pero tales fines no son específicos del
matrimonio -son genéricos y comunes a todo el obrar humano- y en
consecuencia no son incluibles en la concreta enumeración de los llamados
fines del matrimonio, que son sus fines específicos y particulares. Por otra
parte, los fines comunes y genéricos a los que me he referido no se
contraponen, ni a la procreación y educación de la prole, ni a la mutua
ayuda, ya que, en su objetividad (otra cosa es la subjetividad o intención
con que los cónyuges obren) los fines comunes se obtienen en el matrimonio
precisamente a través de los fines específicos. ¿Cómo dan, objetivamente,
gloria a Dios, y cómo se realizan los cónyuges? Viviendo limpiamente su
unión, esto es, ayudándose mutuamente y procreando y educando los hijos (si
vienen); no hay otro camino.
Claro que habría que preguntarse por qué la contraposición entre procreación
de los hijos y realización de las personas se ha podido extender tanto. La
respuesta es sencilla, porque se trata de un hábil camuflaje.
He dicho antes que las expresiones «realización personal», «realizarse» y
similares designan, si se les da un contenido correcto, lo mismo que siempre
se ha llamado «perfección personal», «alcanzar la perfección», etc: Ocurre,
sin embargo, que, como pasa frecuentemente, el cambio terminológico en sus
inicios raramente es sólo terminológico; se cambia el término, porque se
quiere alterar el contenido ideológico. Pues bien, «realizarse» o
«realización personal» tienen un origen bastardo, que todavía permanece
muchas veces cuando se utilizan. De ahí la precaución con que deben usarse
tales expresiones (yo recomendaría no utilizarlas); es fácil que, si no se
aclara el sentido en que se toman, digan al oyente algo distinto de la idea
que quiere expresar el que habla o escribe.
Realizarse y realización personal, en su uso bastardo, expresan la
cristianización a medias de la idea heterodoxa que se significa del modo más
expresivo con «autorrealizarse», «autorrealización personal» y similares.
UN PROYECTO DE EXISTENCIA
Todo el quid de la cuestión está en el prefijo «auto», que precede a
realización y realizarse. El término «perfección personal» estaba acuñado
con un significado preciso: el hombre se perfecciona por los fines que Dios
le ha fijado por naturaleza o por designio salvífico. Aun- prescindiendo de
la idea de Dios, perfección se ha usado comúnmente en relación con los
fines. Pues bien, para evitar toda referencia a una finalidad prefijada por
la naturaleza y, en último término, por Dios, se sustituyó la perfección por
realización, que evoca además un contenido existencialista, pasar a la
existencia, hacerse realidad, según aquello de que el hombre es, no esencia
y naturaleza sino sólo existencia. Y se añadió el prefijo «auto» para
señalar que esta realización no es finalista (no se trata de unos fines
prefijados), porque todo fin prefijado -supone una inteligencia superior que
los señala; no se trata de que el hombre se realice a través de unos fines
(de un proyecto de existencia) señalado por un Ser superior. El hombre se
fija a sí mismo su propio proyecto de existencia, esto es, se
«autorrealiza», se realiza a sí mismo. Aplicado esto al matrimonio, la
consecuencia es evidente: los cónyuges hacen su propio proyecto de
existencia -de vida- conyugal, sin que se admitan unos fines prefijados. Se
admiten a lo sumo unas tendencias impresas en su ser, que sirven al hombre
para proyectar su existencia, o que le encadenan, o que lo alienan.
Pero, además, la autorrealización no significa sólo la autonomía en
proyectar la propia existencia. El hombre se realiza a sí mismo, y también
en sí mismo. Aun la proyección a los demás no es olvido de sí, sino la
propia realización. Es lógica consecuencia de la ruptura de la finalidad;
rota la idea de finalidad, el hombre se queda encerrado en sí mismo, pues el
ser sin finalidad no se proyecta en sentido vectorial, sino como en círculo,
sobre sí mismo. Quitemos a un coche la finalidad de su marcha (el lugar a
donde debe ir): ¿a dónde se dirige? A ningún sitio, y entonces o queda
parado o como algunos coches expuestos, con el motor en marcha, pero
levantado o con las ruedas sobre unos rodillos, sin moverse del mismo lugar.
Es un movimiento proyectado sobre sí mismo. Por eso, a la crisis finalista,
sucede la nada como destino del hombre.
En tal contexto, los hijos sólo pueden concebirse como autorrealización,
como algo autónomamente querido -o no querido- y, en todo caso, no como fin
sobre el que se proyecta la pareja, porque la pareja se proyecta sobre sí
misma. A los hijos sucede el, amor como fin nuclear o primario (en el fondo
como no-fin, como autorrealización no finalista) del matrimonio. El amor es
la fuerza unitiva del matrimonio, de modo que proyectarse sobre él y
encerrarlo en sí mismo es encerrar al matrimonio en su propio interior. Esto
supuesto, sí cabe hablar de una oposición entre la «autorrealización» y los
hijos. Quien en su proyecto de existencia ha colocado una serie de valores u
objetivos a los que tendría que renunciar si quisiera tener hijos, se verá
enfrentado con la posibilidad de la prole, como algo que se opone a su
autorrealización.
¿Y la «realización» sin el prefijo? Pues en diversos ambientes es mitad y
mitad. Mitad finalismo, mitad autorrealización. Para señalar que se admite
el finalismo se le quita el prefijo. Ya no se trata de una realización sin
finalidad, meramente existencial y totalmente autónoma. La realización es
obtener unos fines. Pero sigue siendo una realización encerrada en la
persona. Realizarse no es tanto proyectarse fuera, como hacerse a sí mismo;
el punto de mira sigue siendo la persona. Incluso el proyectarse al otro es
como un boomerang que vuelve a uno mismo. La persona se realiza a sí misma a
través de la proyección en el otro; el término final es la construcción -por
decirlo así- de la propia plenitud personal. Eso es lo primario.
PERFECCIÓN PERSONAL
Aunque las expresiones literales se parezcan mucho a las usadas por la
doctrina verdaderamente finalista, la idea de fondo es bien diferente. Falta
en la «realización» -según el sentido que estamos viendo y que antes no
hemos dudado en llamar bastardo- el auténtico «olvido de sí mismo». La
maternidad, por ejemplo, es servicio al hijo, pero según la tesis de la
«realización», el término último es la propia madre que se realiza en el
hijo, en la maternidad. Para la doctrina auténticamente finalista, en
cambio, el término final es el hijo; La madre se perfecciona, es cierto, se
plenifica en la maternidad, pero no es este el término final de la
maternidad, sino un efecto concomitante suyo. Para la primera tesis, el
punto de mira último es la persona de la madre; para la segunda, es el hijo.
Por eso en el primer caso no hay un «olvido de sí», sino una central «mirada
sobre sí», porque la mirada se centra en el otro, en el hijo.
Aplicado esto al matrimonio, la consecuencia es obvia, lo primario en el
orden de la finalidad es, en la tesis de la « realización», el matrimonio
mismo, su construcción, su unión, esto es, el amor conyugal dirigido a la
realización personal de los cónyuges. O bien es el mutuo complemento, que
viene a ser lo mismo si tenemos en cuenta que la fuerza unitiva, lo que
produce la comunión vital, es el amor. Los hijos son, o meros frutos, o
fines secundarios, es decir, algo a cuyo través los cónyuges se realizan.
Hay, pues, una central «mirada sobre sí» de la pareja.
En cambio, la tesis finalista es muy distinta. En el orden de la operación,
de la actividad, lo primario es el otro; en él, en el hijo termina la salida
de sí de la pareja. Claro que esto perfecciona a los cónyuges, claro que el
matrimonio, por la mutua ayuda, está al servicio de los cónyuges, pero la
finalidad representa la salida de sí, no como el boomerang que vuelve al que
lo lanza, no encerrando al matrimonio sobre sí mismo, sino abriéndole al
otro, que es el término final de la pareja operativamente considerada. Es el
verdadero altruismo que se olvida de sí. Porque la finalidad es salida de
sí, la procreación y educación es lo primario en el orden de los fines.
Aunque esto perfecciona a los cónyuges y los realiza -en el sentido
verdadero de esta palabra -no hay una salida con retorno, porque no hay -en
el orden de finalidad- retorno. Lo que realiza, lo que perfecciona es la
salida de sí, no el retorno así como pretende la tesis de la «realización».
Esta es la diferencia básica. Perfecciona el altruismo -la salida de sí-, no
el egoísmo -el retorno a sí-, que nunca es una verdadera salida.
Supuestas las bases de la tesis de la «realización», pueden, en efecto,
encontrarse contraposiciones entre los hijos y la realización personal. Son
prácticamente las mismas, aunque algo mitigadas, que pueden encontrarse
desde la perspectiva de la autorrealización. Todo se reduce a que el
sacrificio que el hijo produce -para la mujer gravoso antes del parto, en el
parto doloroso después del parto trabajoso; para el varón siempre molesto y
costoso-, no debe impedir sustancialmente el bien personal inmediato de los
padres; no puede suponer una fundamental y radical renuncia al status
personal y a aquello que se considera el proyecto existencial adecuado.
Desde tal punto de vista, esta conclusión es evidente, pues si no hay
retorno, la salida no se justifica. Por eso se ciegan las fuentes de la
vida, aunque se haga con equilibrios morales más o menos dudosos.
Muy distinta es la visión del verdadero finalismo. Como ya he dicho, la
pareja se realiza precisamente a través de los fines, sin que las contra
posición es entre éstos y la realización personal puedan plantearse. Y es
que en la salida de sí es donde radica la verdadera perfección, la auténtica
realización personal en el orden de la actividad.
LENGUAJE CONCILIAR Y CONTENIDO DOCTRINAL
9. No cae bien ese lenguaje de fin primario y secundario de la encíclica
Casti Connubii. El Concilio no distingue.
- Mientras todo se quede en gustos de lenguaje, no creo que me corresponda
decir nada. Contra gustos no hay disputas. Pero esto que parece ser cuestión
de gustos, ¿es sólo una lis de verbis en labios de otros muchos que dicen lo
mismo? ¿No gusta el lenguaje o lo que con ese lenguaje se quiere decir?
Porque si lo que no place es lo que quiere decirse con dichas expresiones
entonces no da lo mismo, habiendo como hay un claro Magisterio de la Iglesia
al respecto.
¿El Concilio no distingue? ¿No distingue con esas mismas palabras -cuestión
de lenguaje conciliar-, o no distingue como doctrina de fondo? Porque no hay
que mezclar ambas cosas. Es cierto que el Concilio no usa la expresión «fin
primario», pero esto no ha de ser óbice, si se dice lo mismo con otras
palabras. Por ejemplo, si San Agustín afirma, como lo hace, que la virtud es
el orden del amor, lo mismo da que en un párrafo use la palabra «virtud» y
en otro la frase «orden del amor»; en ambos se refiere a lo mismo. Un
lingüista podrá decir que en párrafo donde se utilice sólo la frase «orden
del amor» no aparece la palabra virtud; pero un moralista, no podrá sostener
que no habla de la virtud.
Cuando el Magisterio y la doctrina anteriores al Concilio han dicho que la
prole es el fin primario del matrimonio, lo que han querido decir es que el
matrimonio -incluido el amor conyugal y los fines llamados secundarios- está
ordenado a los hijos. Eso es lo que expresamente indican y eso es lo que
todo el mundo ha entendido. Pues bien, el Concilio Vaticano II dice
textualmente que «la institución matrimonial y el amor conyugal por su
naturaleza, están ordenados a la procreación y educación de la prole», y más
adelante repite: «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su
propia naturaleza a la procreación y educación de la prole» ((Const. Gaudium
et spes, nn. 48 y 50). El Concilio, por tanto, enseña expresamente que la
prole es el fin primario del matrimonio, aunque lo diga con otras palabras.
A tenor de las frases citadas, el Concilio distingue, ¡vaya si distingue! Y
me temo que decir otra cosa, no pueda provenir más que de ignorancia del
significado de las palabras usadas por el Magisterio, o de mala fe. Salvo
que sólo se trate de problemas o gustos lingüísticos, claro.
Con todo no quiero terminar sin dejar claro que el lenguaje no es asunto
indiferente cuando se trata de expresar la doctrina de la Iglesia. El propio
Magisterio lo ha dicho, de diversas formas y en varias ocasiones; repetiré
aquí lo que enseñó Pío XII en la encíclica Humani generis: «los conceptos y
los términos que el decurso de muchos siglos fueron elaborados con unánime
consentimiento por los doctores católicos… se fundan, efectivamente, en los
principios y conceptos deducidos del verdadero conocimiento de las cosas
creadas, deducción realizada a la luz de la verdad revelada que, por medio
de la Iglesia iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por eso, no hay
que maravillarse de que algunas de esas nociones hayan sido no sólo
empleadas, sino sancionadas por los Concilios ecuménicos, de suerte que no
sea lícito separarse de ellas». En el decurso de muchos siglos, desde la
Patrística hasta nuestros días, tanto la doctrina como el Magisterio han
hablado de los hijos como la finalidad esencial y primaria del matrimonio ya
bajo la fórmula del bonum prolis (bien de la prole), ya con las expresiones
«fin principal», «fin primario» o simplemente «el fin propio del
matrimonio», situando a los demás fines en una posición, importante sí, pero
media¡, subordinada. Por tanto, creo que, guste o no guste, el término fin
primario debe seguir usándose. En cualquier caso, sólo será posible usar
otra terminología si manifiesta -de modo inequívoco- la misma idea con igual
o mayor exactitud, es decir, si cumple los requisitos señalados en la const.
Dei Filius del Concilio Vaticano I: «en su propio género, esto es, en el
mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia».
EL AMOR ENTRE CASADOS
10.-El amor, la dilección, es voluntad. ¿Cómo entender el amor entre casados
que ya «no se quieren»? En esas horas sólo la «obligación» los mantiene; el
matrimonio vive del contrato.
- ¿No se quieren, pero viven unidos, por cumplimiento del deber? Pues eso
puede ser dilección. Aunque la dilección no es sólo eso, en eso puede
persistir lo esencial de la dilección. Y, sobre todo, es lo esencial del
compromiso de amor en que consiste la «obligación». Decía San Ambrosio que
el matrimonio es vínculo de amor (vinculum charitatis nexus amatorius), pero
vínculo; yo diría, para responder a la pregunta, que es vínculo, pero
vínculo de amor. Es obligación jurídica, pero representa un amor
comprometido, un amor que, por el compromiso, se ha hecho relación de
justicia.
Decir que en esas horas sólo la obligación les mantiene, es tanto como decir
que solo la dilección y el compromiso de amor les mantiene. Y esto es muy
cierto. El amor espontáneo desapareció. Pero no puede decirse, sin
distinciones ni aclaraciones, que el amor ha desaparecido totalmente. Queda
su último reducto, que es el más fuerte, la voluntad.
Con todo no debe confundirse la dilección con la mera voluntad de cumplir
con el deber porque entonces se confundiría la justicia con el amor. Hay
casos en los que la dilección también desaparece y sólo queda la «obligación
jurídica». Si esto ocurre, es verdad que el matrimonio vive sólo de la
obligación (o del contrato como dice la pregunta). Pero me interesa resaltar
dos cosas: 1.ª) Que la mayoría de los casos en los que se habla de que los
esposos « ya no se quieren», lo que realmente ocurre es que ha desaparecido
el amor pasivo, siguiendo vivo el amor de dilección. 2.ª) Que aun
desaparecida la dilección, no por eso desaparece totalmente el amor, en el
sentido de que permanece el compromiso de amor, ya que la obligación de
justicia -el deber- comprende dicho compromiso. Por ello, las obras
realizadas como deber, siguen manteniendo su condición de obras propias del
amor, aunque sólo en el sentido indicado (frutos del compromiso -de amor,
sin serlo del amor como realidad psicológica).
EL MATRIMONIO: ¿UNA SUPERESTRUCTURA?
11: -¿El matrimonio no es una superestructura? El contrato sólo se justifica
por causa de los hijos y como defensa voluntariamente tomada para las horas
de desánimo.
- La indisolubilidad como tal es de suyo una propiedad jurídica, únicamente
predicable del vínculo jurídico; pues bien de ella dice San Agustín que su
fundamento no es sólo la prole, sino que también lo es «la sociedad natural
por uno y otro sexo constituida». Siendo la indisolubilidad una propiedad
que dimana de la esencia del matrimonio, es aplicable lo dicho al vínculo
jurídico, que es la esencia del matrimonio. Como ve, el «contrato» no se
justifica tan sólo por los hijos, si nos atenemos a San Agustín. ¿Como
defensa para las horas de desánimo? Es cierto que el vínculo jurídico puede
obrar en el ánimo de los casados como defensa frente a posibles veleidades
de desunión. Pero no es ésta la razón de su existencia. Ya he indicado cuál
es, a mi entender, esa razón: la perfecta realización de un amor que tiende
a ser pleno y total, a la vez que la naturaleza y características de la
unión en que consiste el matrimonio. Por lo demás, el Concilio Vaticano II
pone el fundamento del vínculo indisoluble en el bien de la prole y en la
naturaleza misma de dicho vínculo, todo ello en relación con la perfección
del amor: «Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la
procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las
personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los
esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por
esto, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie
el matrimonio como comunidad y comunión de toda la vida, y conserva su valor
e indisolubilidad» (Const. Gaudium et spes, n. 50).
El matrimonio, por lo demás, no es una superestructura, por la sencilla
razón de que es consecuencial al amor conyugal y representa su realización
más básica y primaria. Si este argumento no le convence, dudo que ningún
otro pueda hacerlo.
AMOR Y PACTO CONYUGAL
12.-El matrimonio se funda en el amor; luego, ¿en acabando el amor, se acaba
el matrimonio?
- En forma de pregunta, me brinda usted un argumento bastante común. Pero no
por común es menos sofístico. El error está en pasar sutilmente de la
relación amorosa o afectiva al matrimonio. Al decir que el matrimonio se
funda en el amor -cosa que dicha así, a grosso modo, es desde luego verdad-
se forma la idea de que el matrimonio es aquella relación amorosa que
vitalmente sigue en cualquier amor (en este caso con las características
peculiares que dimanan de la singularidad del amor conyugal); por eso,
terminado el amor, la relación amorosa, el matrimonio, desaparecería,
debería desaparecer. O también, la expresión «se funda en el amor» puede
sugerir la idea de que la existencia del matrimonio, en su origen y en su
mantenimiento, depende del amor. De ahí que, terminado el amor, se termine,
se deba terminar, el matrimonio. Pero ambas ideas son falsas.
Todo amor -y en esto no es especial el conyugal- da lugar a dos tipos de
uniones. A la unión afectiva, de afectos, que siempre se produce. Y a la
unión de hecho, es decir, al estar juntos, el trato e incluso la
convivencia, al que todo amor tiende, pero que puede faltar por muy diversas
circunstancias. Esta unión de hecho es, en el amor conyugal, el hecho de
estar y vivir juntos, la comunidad de vida de hecho.
Pues bien, ninguno de estos dos tipos de unión es el matrimonio, aunque
ambos se den dentro del matrimonio; las dos uniones hasta ahora citadas
pertenecen a la vida matrimonial, que es el desarrollo del matrimonio, pero
no el matrimonio mismo. El matrimonio propiamente dicho es la pareja, esto
es, los esposos unidos por el vínculo jurídico.
Pues bien, el matrimonio se funda en el amor en el sentido de que su origen
puede remontarse al amor, pero lo que hace surgir el matrimonio, el factor
constituyente, no es el amor, sino el compromiso, el pacto conyugal. «Non
amor sed consensus matrimonium facit». Ocurre con esto algo parecido a
cuando se dice que el hijo es fruto del amor de los padres; desde luego que
sí, pero la causa del hijo es la generación, pues no es el amor lo que da de
por sí el ser al hijo, sino la fecundación. De semejante modo a como si los
padres dejan de amarse, no por eso desaparece el hijo, así tampoco el
matrimonio desaparece porque los cónyuges dejen de amarse.
El amor no da origen al matrimonio, al modo como la luz del sol causa la
luminosidad de los cuerpos, porque el matrimonio no es la relación afectiva,
ni la unión de hecho. No es mero desarrollo existencial ni sólo un hecho
vital; es un vínculo jurídico.
Que el matrimonio se funda en el amor no quiere decir que el amor sea causa
continuada del ser del matrimonio -y por tanto que dependa del amor como la
luz depende del sol o de su fuente-, sino que en el amor radica el origen
primero, en el orden de la dinamicidad (y sólo en este orden), de la
decisión de contraer matrimonio. Hablo del matrimonio, no de la vida
matrimonial, que exigiría ulteriores precisiones.
El matrimonio no es la relación amorosa, entendida tal relación como la
unión afectiva e, incluso como la unión de hecho en cuanto sustentada por
esa unión afectiva. Ambas uniones (la afectiva y la de hecho) pertenecen a
lo que se llama la perfección segunda del matrimonio, a su dinamicidad (la
vida matrimonial), no a su perfección primera, a su ser. El matrimonio puede
llamarse relación amorosa con verdad, pero en un sentido análogo, es decir,
en cuanto contiene el deber de amarse, no en el sentido propio de relación
afectiva.
Por lo demás, la existencia del matrimonio (su ser actual) no se sustenta en
el amor, sino en la ley natural, esto es en las exigencias objetivas
inherentes a la unión del varón con la mujer, nacida del pacto conyugal.
Tanto si hay amor, como si no lo hay, la existencia del matrimonio no se
sustenta en él. Por eso, acabado el amor, no se acaba el matrimonio.
RAZONES PARA EL DIVORCIO
13 -¿Cuál es la razón para admitir el divorcio?
- Vayamos por partes. Si lo que se me pregunta son las razones que alegan
los divorcistas, me permitirán ustedes que me remita a sus escritos. El
objeto de esta reunión no es hablar del divorcio, sino del amor conyugal,
que es principio y fuerza de unión, no de desunión. Es lógico, por tanto,
que hablemos de la unión y de las razones que la abonan; o de la desunión,
si así lo desean, pero para reflexionar sobre los medios convenientes a fin
de evitarla, no de las posibles razones que acaso abonen la perpetuación de
la desunión.
Si no es ese el contenido de la pregunta, sino las razones que yo daría para
que se admitiese el divorcio, entonces contesto, porque del tenor de mi
respuesta ya se verá que no voy a salirme del tema.
¿Qué razón daría? Ninguna, porque si bien pueden los divorcistas tener
razones no tienen la razón. La indisolubilidad es la ley natural; ahora
bien, la ley natural se define como el dictado de la recta razón, conocida
la dimensión de orden y de justicia de la naturaleza humana. Luego la
indisolubilidad es la que tiene la razón, lo racional. No es racional -no
está basado en un dictado de la recta razón- el divorcio. Siendo esto así,
¿cómo voy a decir cuál es la razón para admitir el divorcio?
ATAQUES A LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO
14.-¿Cuál es la causa de los ataques a la indisolubilidad del matrimonio, de
la lucha por la legalización del divorcio?
-Las causas son complejas y simples a la vez. Complejas si nos atenemos a
las causas coyunturales y más aparentes, desde la compasión mal entendida
que lleva al deseo de solucionar por esta vía situaciones, muy dolorosas a
veces, hasta el odio por todo lo que huela a cristiano, pasando por una
variopinta gama de creencias, teorías y opiniones. Entrar en analizarlas
sería muy largo y para ello prefiero detenerme un poco en. las causas
simples, que son las más profundas. Todo se reduce a la degradación del amor
conyugal, al olvido de la ley natural y ala pérdida de los valores
familiares.
La perpetuidad -el bonum sacramenti en palabras de San Agustín- no es una
obligación añadida al amor conyugal. El verdadero amor conyugal tiende
naturalmente a abarcar toda la vida, de modo que esta tendencia se plasma,
como manifestación psicológica suya, en el anhelo de un amor perdurable. «Te
querré siempre, toda la vida», es la expresión verbal de este anhelo. El
amor que se presenta como más o menos pasajero no es otra cosa que una
degradación del amor entre varón y mujer. Los Santos Padres lo llamaban
«amor fornicario» y algunas canciones de moda lo llaman «capricho». No es
éste el momento de entrar en cuestiones lingüísticas, ni en las razones que
abonan la diferencia de lenguaje; la idea de fondo es la misma. Por eso el
amor conyugal no rehuye el matrimonio con su perpetuidad. Querer romper esa
perpetuidad con carácter generales signo de una desvalorización del amor.
El matrimonio es indisoluble por ley natural; por lo tanto, querer
introducir el divorcio no puede ser otra cosa que olvido de dicha ley. Al
respecto quisiera poner de relieve un punto, que muchas veces se deja de
tener en cuenta. También por lo que voy a decir puede hablarse de «olvido»
de la ley natural. Ante las situaciones, tantas veces difíciles y dolorosas
de los cónyuges separados, puede parecer que la ley natural resulte en estos
casos excesivamente dura. Dura y ardua lo puede ser, aunque no valga aquí,
porque no vale para la ley natural, el dicho «dura lex sed lex» (dura ley,
pero ley). No, esto no puede decirse de la ley natural. Esta ley no es
simplemente el fruto de una voluntad legisladora que impone un criterio más
o menos acorde con la realidad y que no hay más remedio que acatar; la ley
natural es fruto de la voluntad divina, y en esto reside su mayor dignidad,
fuerza y valor, pero está en la realidad como dimensión de orden y de
justicia inherente a ella, a la realidad; esto es, como una dimensión de
bien. La indisolubilidad del matrimonio es lo justo y lo bueno para él en lo
que a esta propiedad atañe.
Este es el «olvido» de un rasgo de la ley natural, al que me estoy
refiriendo. La indisolubilidad, que es la unión, es el bien; como el
divorcio, que es la desunión, es el mal. Ya decía San Agustín -frente a
quienes condenaban como malas a las nupcias- que de la frase del Evangelio
-«lo que Dios unió, el hombre no lo separe»- se deduce que la unión y su
permanencia vienen de Dios, y el divorcio del diablo.
UNA SUBVERSIÓN DE VALORES
El hombre tiende a tener como criterios respectivos del bien y del mal el
gozo y el dolor. No es éste un criterio sustancialmente descaminado, porque
responde a una gran verdad. Un dolor de muelas no es signo de salud dental,
sino de caries, de una infección, de algo que no va bien. El hombre ansía la
felicidad, porque el gozo se encuentra en la posesión del bien. Por eso el
Sumo Bien es la suma felicidad. Correlativamente, el dolor es fruto de un
mal, de la pérdida o carencia de un bien.
Ocurre, sin embargo, que como consecuencia del estado de naturaleza caída y
de la consiguiente redención, el criterio del gozo y del dolor han perdido
parte de su validez. Una razón reside en que determinados males han sido
convertidos en bienes por la Cruz de Cristo. La enfermedad, la deshonra, la
injusticia, etcétera, sufridas cristianamente son, en Cristo, bienes, sin
que se altere su razón de males en su esfera propia. La enfermedad sigue
siendo un mal respecto de la salud corporal, pero puede ser un bien en el
orden natural como medio de desarrollo de ciertos valores de la
personalidad. Algo que es doloroso puede tener razón de bien. Pero para ello
es necesario elevar la mirada, penetrar más allá de la cáscara -de la
fenomenología- de la realidad. Quien sólo se fija en la salud, tendrá ala
enfermedad como un mal y sólo como un mal; y, sin embargo, ¡cuántos hombres
han encontrado en ese mal el principio de su elevación moral y de su
salvación!
Otra razón es la profunda subversión de valores que, a causa de las
consecuencias del pecado original, deforma y ofusca la conciencia de los
hombres. Se busca el placer y el gozo físico como el bien, olvidando que el
bien propiamente humano proviene del orden humano total, representado
precisamente por la ley natural. Deriva esta desviación de confundir gozo y
bien, siendo así que no son identificables; el gozo no es el bien, sino una
consecuencia de su posesión. De ahí que la voluntad se adhiera a goces
parciales, sin la mirada de conjunto y, sobre todo, sin querer advertir que
es el bien objetivo -el fin- de sus actos el criterio último y verdadero de
la bondad propiamente humana de su conducta. El gozo es, si se nos permite
la expresión, un signo de segunda mano, un signo «palpable» del bien, de su
posesión, no el bien en sí. En todo caso, por el bien parcial, se olvida el
bien total, cuya negación o desviación corrompe al mismo bien parcial.
INCONGRUENCIAS DIVORCISTAS
Decir indisolubilidad es decir permanencia de la unión entre los cónyuges. Y
que esta unión se realice -que se haga realidad viva-Í aun en medio de las
molestias y sinsabores que toda convivencia lleva consigo, nadie duda que es
un bien. A nadie se le ocurre pensar que sea un mal el hecho de que un
matrimonio se integre vitalmente, de modo que los dos cónyuges vivan unidos
de por vida; todos están de acuerdo en que esto es un bien, y no sólo un
bien, sino lo mejor. Pero esto es lo nuclear de la ley natural por lo que
respecta a la perpetuidad. Este aspecto de la ley natural, dado que tal ley
es también tendencia natural y no una mera voluntad exterior, quiere decir
que la pareja está llamada a vivir unida de por vida. Y porque es natural,
ocurre que la mayoría de los matrimonios duran toda la vida. Aun en los
países de mayores porcentajes y facilidades divorcistas, alrededor del
ochenta por ciento -aproximadamente- de los matrimonios permanecen unidos.
No quiere decir esto que alcancen todos la integración ideal. La persona
humana, en el estado actual de su naturaleza, no da lugar a realidades
excesivamente ideales, ni de eso se trata. También a través de situaciones
más o menos prosaicas y más o menos vulgares la ley natural se cumple en su
esencia. La perpetuidad del matrimonio, porque es algo natural, que obedece
a un impulso de la naturaleza humana, se cumple en la mayor parte de los
casos.
A nadie se le ocurre pensar que el divorcio sea lo bueno para el matrimonio,
aquello a lo que los casados han de tender; todos están de acuerdo en que lo
bueno -y por lo tanto, lo que han de buscar los casados- es que la pareja
viva unida toda la vida. Sólo frente a un mal -una situación insostenible,
un defecto de alguno de los cónyuges, una conducta desarreglada, etc.- los
divorcistas sostienen que es peor que sigan unidos a que se divorcien.
Que la situación del separado es dolorosa es verdad; que es ardua y difícil
también lo es, por lo menos en términos generales. Y que esta situación
puede desaparecer volviéndose a casar -si es que esta vez no persisten las
causas del anterior fracaso- nadie lo duda. Pero, ¿la nueva situación es
realmente buena? Si sólo nos fijamos en la cáscara de la realidad, habría
que decir que sí. Sin embargo, una conciencia cristiana -y toda conciencia
humana, pues es algo que atañe ala ley natural- no debe permanecer en la
mera exterioridad de la situación. En fin de cuentas, por la cáscara no se
distinguen fácilmente los huevos podridos de los frescos. Una manzana, que
es un gozo para la vista, puede resultar llena de gusanos cuando se parte.
Como es lógico, no voy ahora a desgranar los múltiples argumentos
antidivorcistas. Para lo que interesa en este momento basta recordar que,
por mucho que nos cueste verlo por la razón, sabemos por revelación de
Cristo y por el Magisterio de la Iglesia que el divorcio no es bueno, y que
por ello no es posible; la nueva unión es un adulterio. Aunque su cáscara dé
impresión de bondad, su fruto es amargo.
CLARIDAD DE DOCTRINA
Esta doctrina, sin duda, no suena grata a nuestros oídos; incluso es posible
que no acabemos de. ver la razón de que así sea, y las explicaciones que nos
dan los autores -las hay muchas y muy acertadas- quizá no acaben de
convencernos del todo, y en el fondo de nuestro corazón algo nos diga que
nuestra razón no termina de aquietarse. Si tal ocurre, no importa, mientras
la fe permanezca firme. Cuando Cristo enseñó la indisolubilidad del
matrimonio, los discípulos no le dijeron, como en otra ocasión en la que
tampoco entendieron demasiado: «¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida
eterna» (Io. 6, 68); ni tampoco se limitaron a aceptar su enseñanza sin más.
Le contestaron de una forma que parece oscilar entre desgarrada y levemente
protestada. A lo que el Divino Maestro respondió, no con nuevos argumentos o
explicándoles más el contenido a las razones de indisolubilidad, sino con
estas palabras: « No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido
dado» (Mach. 19, 10-11).
No sabría decir -ni los exégetas me lo han aclarado del todo- si al afirmar
lo de que no todos entienden esto, el pronombre esto se refiere a la
indisolubilidad, o a que es preferible no casarse. Parece más bien que se
trata de lo segundo, pero en todo caso se llega a lo mismo, que la
indisolubilidad resulta una doctrina dura y que, cuando la vida conyugal
fracasa, esta propiedad del matrimonio se convierte en una cruz, como
también lo pueden ser la lucha y el sacrificio, a veces heroicos, de los
cónyuges por evitar el fracaso de su vida matrimonial, que es la primera y
principal obligación que la indisolubilidad y el amor conyugal imponen. De
lo que un cristiano no puede dudar es de que la cruz es salvación y el
supremo bien de esta vida.
Volviendo, para terminar, al principio, la tendencia divorcista se debe
también a la pérdida de los valores familiares. Se trata de algo muy claro,
hasta el punto de que las razones que más a menudo se aducen en contra del
divorcio van por esta línea. Por ello son tan conocidas, que me creo
dispensado de volver a exponerlas, no sea que abuse más de la cuenta de la
paciencia con que me están escuchando.
DIVORCIO Y ANTIGUO TESTAMENTO
15.-Es corriente oir que, así como el hombre fue dispensado de la
indisolubilidad en determinados momentos históricos (en el Antiguo
Testamento), la Iglesia hoy, en ciertos casos, también lo podría hacer. ¿Qué
piensa el Profesor Hervada de esto?
- Pues pienso que el corazón humano es muy dado a pedir dispensas en este
campo (también en otros, pero suele callárselo más). Es la inclinación al
desorden, especialmente llamativa -aunque no tan profunda como la soberbia-
en las relaciones entre varón y mujer. «Viendo los hijos de Dios la
hermosura de las hijas de los hombres, tomaron de entre todas ellas por
mujeres las que más les agradaron. Dijo entonces Dios: no permanecerá mi
espíritu en el hombre para siempre porque es carnal» (Gen. 6, 2-3). Así
ocurrió en los principios de la humanidad y, más o menos así, siguen los
hombres hasta hoy.
Decía que el hombre es muy dado a pedir dispensas en ese campo, y tanto lo
es, que hubo un tiempo en el que Dios mismo condescendió en punto al
repudio. Sí, el pueblo de Israel fue dispensado, en cierta medida, de la
indisolubilidad, después que otros muchos pueblos practicasen el repudio. Y
parece que algunos cristianos sienten todavía nostalgia de esta dispensa.
Les parece que tal favor bien podría ser de nuevo otorgado. Pero me temo que
ni ellos mismos estén muy convencidos de que puedan obtenerlo.
Yo diría que esos «nostálgicos» no han meditado bien la Sagrada Escritura.
Cristo lo dijo bien claro: se concedió la dispensa propter duritiam cordis
(Mt. 19, 8), por la dureza y malicia del corazón; esa dureza y malicia es de
donde arranca la nostalgia y la dispensa. No tanta malicia como en la
soberbia y sí bastante debilidad -«porque el hombre es carnal»-, pero
malicia y dureza al fin y al cabo. El Antiguo Testamento dejó bien claro por
boca de Malaquías que «ha dicho el Señor Dios que detesta el repudio» (Mal.
2, 16).
Dios quitó a los cristianos la dispensa porque les ha dado algo mejor: la
gracia, que -recibida por el sacramento vence la dureza y la malicia del
corazón. Cristo derogó la dispensa, porque repristinó al matrimonio a su
primera dignidad y lo enriqueció sobreabundantemente por la sacramentalidad.
Frecuentemente se olvida un dato de importancia capital. El repudio o el
divorcio no son bienes; si en algunos casos parecen un bien, es un engaño de
la razón. Si fuesen un bien, lo mejor en esos casos, ¿cómo Dios iba a
mantener la indisolubilidad en ellos?
La dispensa de referencia fue una manifestación de tolerancia (se toleraba
un mal, el repudio) en el contexto del estado de naturaleza caída no
redimida, en un cierto estado de degradación de la persona respecto a su
condición primigenia. Una vez redimido el hombre y repristinado el
matrimonio, la tal dispensa carece de sentido. Si me permiten la imagen,
diría que esa dispensa sería un deshonor, como el adulto se siente injuriado
si le tratan como un niño, como se sentía deshonrado el noble si le trataban
como un villano. Al hombre redimido por Cristo no le van dispensas de la ley
natural. Si fuese necesaria o conveniente la dispensa, sería signo de que la
gracia era insuficiente.
El punto que estamos tratando es un capítulo más de la ley mosaica, porque
ha sido libertado de la «maldición de la ley» (Gal. 3, 13). La Biblia pone
en boca de Dios, al contemplar la humanidad caída, estas palabras: «No
permanecerá mi espíritu en el hombre para siempre, porque es carnal». Por la
redención, el hombre se ha hecho vencedor de la carne y ha recibido el
espíritu de Dios; a quienes todavía sienten nostalgia de las dispensas
mosaicas, bien les viene el reproche de San Pablo a los gálatas: «¿Tan
insensatos sois, que habiendo comenzado en espíritu, ahora acabáis en
carne?» (Gal. 3, 3).
No, la dispensa de la indisolubilidad no sería ningún favor, sino un flaco
servicio a la dignidad del cristiano y un desprecio a la fuerza, de la
gracia. ¿Iba Dios a querer para sus hijos algo que El detesta? ¿Es lógico
que un cristiano, hijo de Dios, desee lo que Dios aborrece?
Los que dicen que la Iglesia podría dar tales dispensas se merecen la
respuesta que un Papa medieval dio a cierto personaje cuando le pidió que
disolviese un matrimonio, fundado en razones parecidas: «Maledictus qui te
docuit». Maldito quien te enseñó esta patraña.
(*) Javier Hervada, Doctor en Derecho y en Derecho Canónico. Catedrático de
Derecho Canónico y Eclesiástico del Estado. Emeritus professor of Legal
Philosophy and Natural Law. Canon Law, Human Rights, Marriage. Universidad
de Navarra.
Del libro, Diálogos sobre el amor y el matrimonio. Colección Cultural de
bolsillo, Nuestro Tiempo.