Casarse: la más prudente chifladura
Esta del
matrimonio es, sin duda, una cuestión muy grave y espinosa. Por eso no tengo
más remedio que tomármela un poco a chacota. ¡No sea que, en vez de aprender
y divertirnos, consigamos amargarnos!
Por Tomás Melendo Granados *
Arvo Net 09.09.20
Esta del matrimonio es, sin duda, una cuestión muy grave y espinosa. Por eso no tengo más remedio que tomármela un poco a chacota. ¡No sea que, en vez de aprender y divertirnos —que fue un lema muy de moda y relativamente sano hace algún tiempo—, consigamos amargarnos!
(Desde este mismo instante, pido sinceramente excusas si a alguien le molesta el tono adoptado; considero que el sentido del humor es una de las claves para hacer la vida más llevadera y resolver con eficacia problemas que, tomados dramáticamente, con aparente «objetividad», se tornan insolubles).
I. ¿Por qué decimos ¡au! (en vez de «sí»)?
1. ¿Existe diferencia entre convivir (decir ¡au!) y casarse?
a) Como en otra galaxia
La diferencia es abismal, como de otra galaxia. Aunque entiendo que a veces no sea fácil advertirla porque, ¡qué le vamos a hacer!, al matrimonio nos lo han vaciado de contenido.
¿Que quiénes? Pues los «vaciadores» de turno. Es decir, como corresponde a nuestra época masificada, las leyes y los usos sociales (léase de masas).
¡No el dinero, no seamos duros ni ingenuos! ¿A quién le importa, de veras, que en muchos países el matrimonio se encuentre fiscalmente desprotegido, y salga más barato declarar como no-casado o no-casada (y no casarse, por tanto)? ¿Y quién protestaría porque las consecuencias económicas del divorcio resulten más gravosas —sobre todo para la mujer— que las de la separación tras una simple (o compleja) convivencia?
Eso son minucias irrelevantes, a las que nadie hace el menor caso. Aquí me refiero a cuestiones de más peso. Por ejemplo, a que:
i) La posibilidad legal de divorciarse, amparada por más y más Constituciones, elimina la seguridad de que se luchará por conservar la unión, disminuye las ganas de combatir para lograrlo… y hace que bastantes madres aconsejen a sus hijas la separación de bienes, «no vaya a ser que, después, tu marido…»: con lo que, queriendo con no poca torpeza evitarlo, provocan justamente aquello que «profetizan» (los padres, si no yerro, no suelen meterse del mismo modo en estas cosas; pero tampoco importa mucho).
ii) La aceptación social y jurídica de «aventuras» extramatrimoniales —que siempre las ha habido (al menos, es lo que hay que decir, y es muy posible que sea cierto), e incluso se han considerado como algo «simpático»—, pero que quizá hoy resulten más visibles y «normales»… hace menos fácil ser fieles, si es que no lleva a los propios cónyuges —cosa cada vez más frecuente— a considerar una «necesidad», un «derecho»… o un «deber» tener de vez en cuando un devaneo, aun con conocimiento del otro: una especie de pacto interno (no he dicho «infierno», ¡eh!) que no sabría cómo calificar.
iii) Y la difusión masiva, indiscriminada e incluso forzada de contraceptivos, unida al convencimiento inducido de su total inocuidad —espiritual, psíquica y física—, desprovee de relevancia y valor a los hijos, cuando no los transforma en algo indeseable, al tiempo que hace del embarazo… ¡una enfermedad! tremendamente abultada, sobre todo en sentido metafórico: es decir, una dolencia gravísima, que debe ser «prevenida» o «sanada» cuanto antes.
No a la unicidad. No a la simple lealtad. No a la fecundidad amorosa.
¿Qué queda, entonces, de esa magnitud y belleza del matrimonio de la que algunos locos hablaban?, ¿qué de la arriesgada aventura que dicen que siempre ha sido?, ¿con qué objeto «pasar por la iglesia o por el funcionario de turno»?
A la vista de todo ello, los más sensatos —que siempre los hay— aseguran que lo importante es «quererse». Y me parece verdad, lo digo con el corazón en la mano. Pero precisamente aquí es donde conviene profundizar un poco.
Porque para poderse querer bien, a fondo, con auténticas perspectivas de éxito, hay que estar casados.
b) Hacerse capaz de amar
Me imagino más de una cara de asombro, pero no es algo tan extraño. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más gratificante, decisiva y difícil —¡sí, difícil!—de nuestras actividades?
Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y a mí me gusta mucho repetirlo, porque es «de cajón», como decimos en mi tierra. Para poder querer de veras, primero hay que ejercitarse; después, ejercitarse; y, por fin, ejercitarse: hacer actos notables de amor. Igual que, por ejemplo, es preciso templar día a día los músculos para ser un buen atleta, o pasar muchas horas al volante —¡cuidado con los puntos!— para ser un mediano conductor.
Y solo la boda habilita para (poder empezar a) amar de una manera real y efectiva… aunque muy pocos se lo crean.
¿Por qué?
Pido excusas por mi arrogancia, pero ni hoy ni durante muchos siglos el matrimonio ha acabado de entenderse bien:
Se solía contemplar como: una simple ceremonia (mejor cuanto más lujosa o extravagante… en la Roma clásica, en la Edad Media y hoy); un contrato no rescindible; un compromiso…
Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre.
c) La esencia del matrimonio
Por eso, a falta de otro más preparado a mano, tendré que esbozar yo mismo de qué se trata.
En su esencia, la boda es, para cada uno de los novios, un acto libérrimo de amor (y, por ende, la confluencia de ambos y lo que de ahí se deriva). El sí manifiesta un acto único, excepcional, notabilísimo, por el que me entrego plenamente a otra persona y nos comprometemos a amarnos de por vida.
Es «amor de amores»: amor libre y sublime que, además y más que obligar a hacerlo, permite amar excelsamente.
Ese acto tan impresionante me pone en condiciones de querer bien: fortalece mi voluntad y la faculta para amar a otro nivel, me sitúa en una esfera mucho más alta: en otra galaxia, como anticipé.
La boda capacita para comenzar a amar de una manera superior, que luego habrá que ir mejorando día a día, con detalles tan menudos como concretos y constantes.
Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de donación total, estaré imposibilitado para querer de veras a mi cónyuge (más aún, justo por negarme a esa entrega radical, por falta de suficiente amor —que lleva al claro «desamor» de no arriesgarme a darme por entero—, me iré progresivamente incapacitando para amar bien).
Como quien no se entrena o no aprende un idioma, o se niega en redondo a hacerlo, no puede, por más que lo desee, sobresalir en un deporte o hablar esa lengua con fluidez.
O, mejor todavía, como quien no se decide a lanzarse desde un trampolín, después de aprender lo necesario y venciendo el miedo que inicialmente lo acogota, nunca estará en condiciones de saltar de nuevo, con gusto y soltura, mejorando progresivamente la técnica y el estilo.
¿Puedo permitirme una cita?
A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y embajadoras?», Bismark le respondió: «¿Olvidas que te he desposado para amarte?».
Estas palabras encierran una intuición profunda: el «para amarte» no indica una simple decisión de futuro, incluso inamovible, lo cual ya es mucho; equivale, en fin de cuentas, a «para poderte amar» con un querer auténtico, supremo, definitivo… imposible sin el mutuo entregarse del matrimonio, sin casarse.
¡Qué grande era ese Bismark!
d) ¿Repercusiones psíquicas?
Vamos por pasos: de lo complicado… a lo más complicado aún.
A pesar de lo que afirmen ciertos psicólogos y otros profesionales, la convivencia íntima sin boda tiene repercusiones psíquicas, y muy claras.
i) Cuando me caso establezco las condiciones adecuadas para dedicarme de lleno y en exclusiva a lo que mis alumnos y bastantes otros, con toda razón, consideran lo importante: amar a mi cónyuge.
ii) Por el contrario, si simplemente vivimos juntos, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, aunque no sea consciente de ello e incluso me empeñe en negarlo, a «defender las posiciones» alcanzadas, a no perder lo que parece que he conseguido.
El problema más grave, y el que origina los demás inconvenientes, es entonces la inseguridad. ¿Por qué?
Porque:
i) al no existir un libre compromiso, un «acuerdo digno» de la grandeza de lo que está en juego, la relación puede romperse en cualquier momento;
ii) no tengo certeza de que el otro se va a empeñar seriamente en quererme, en acopiar las alegrías y superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿debo ser yo «el tonto o la tonta» que luche… para no ser correspondido?;
iii) no puedo mostrarme de verdad como soy, «bajar la guardia»; tengo que «dar la talla» constantemente, no sea que mi pareja advierta defectos que no le gustan, decida que «hasta aquí llegaron las aguas», y considere mejor no seguir adelante;
iv) ante los obstáculos y contrariedades que por fuerza surgirán, aunque sean de poca monta, la tentación de abandonar el empeño está muy cerca, puesto que nada lo impide… sino más bien al contrario;
v) con lo que —¡fíjate por dónde!— lo único importante, que es el amor, es lo que pide a gritos que uno se case; si no me caso, repito, no puedo dedicarme a amar, a lo importante (¡qué bien me ha quedado esto!).
En resumen, la simple convivencia sin entrega crea una atmósfera en la que la finalidad fundamental y entusiasmante del matrimonio —hacer crecer y madurar el amor y, con él, la felicidad— pasa a un segundo plano y resulta muy comprometida.
Pienso que no es difícil de entender.
El ser humano solo es feliz cuando se empeña en algo grande, que efectivamente compense el esfuerzo.
Y lo más impresionante que un varón o una mujer pueden hacer en la tierra es (aprender a) amar, normalmente a través del matrimonio.
Vale la pena emplear toda la vida en amar cada vez mejor y más intensamente… porque solo para eso hemos venido a este mundo.
De ahí que, en realidad, sea lo único que merece nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan solo un medio para conseguirlo.
«Al atardecer de nuestra existencia —repetía un clásico castellano— se nos examinará del amor».
(¡Y de nada más!, añado yo: todo lo que, en mi vida, no transforme en amor, resulta inútil, vano… o incluso perjudicial).
e) Y una razón determinante
Por otro lado, las estadísticas manifiestan con claridad que esa convivencia prácticamente nunca produce efectos beneficiosos. Aporto solo un par de datos.
i) El primero, que los divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han convivido «antes de» contraer matrimonio (más bien, «en lugar de» hacerlo).
ii) Después, que el trato entre los jóvenes, cuando empiezan a mantener relaciones, y contra lo que ellos esperarían o incluso se resisten a admitir, se deteriora a ojos vista: uno y otra (otra y uno: «tanto monta, monta tanto…») se tornan más acaparadores, más agobiantes y posesivos, más suspicaces, más irritables…
(Por eso quienes poseen un poco de experiencia advierten de inmediato cuando un par de chicos ha iniciado ese trato íntimo).
Pero conviene ir más al fondo:
No es serio ni honrado «probar» a las personas, como si se tratara de perros, de motos o de instrumentos de música; a las personas se las respeta, se las venera, se las ama. Pero no se las pone a prueba para ver cómo «funcionan».
Las personas son algo tan grandioso que, en su presencia, solo cabe la contemplación y el amor: por ellas uno arriesga la vida, «se juega —como decía Marañón— a cara o cruz, el porvenir del propio corazón».
Además, la desconfianza que implica el «probarlas»:
No solo genera un permanente estado de tensión, difícil de soportar, sino que se opone frontalmente al amor incondicionado e «incondicionable» que está en la base de cualquier buen matrimonio: y si no hay base o punto de apoyo bien sólidos, el matrimonio… se cae.
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede (es materialmente imposible, aunque no lo parezca) realizar ese «experimento», porque la boda cambia muy profundamente a los novios.
No solo desde el punto de vista psicológico, del que he expuesto algunos extremos, sino en su mismo ser.
Los modifica muy hondamente. En cierto modo los hace otros, distintos; los transforma en esposos, en personas capaces de amar (sobre todo, de amarse mutuamente) en otro plano más alto.
Como antes decía, los convierte en extraterrestres, provenientes de otra galaxia.
Así —como «tíos muy raros», «de otro mundo»— los consideran también los derrotistas agoreros del matrimonio: los que estiman que «el amor es imposible».
¡Pobrecillos!
Los invito a leer estas palabras de Marta Brancatisano: «El amor existe, es nuestro humus y al mismo tiempo es nuestra obra, algo que se construye con esfuerzo y con materiales costosos. Es algo que compromete por entero a nuestro ser: la razón más allá del sentimiento y la voluntad más allá del instinto. Cae del cielo por sí solo como un rayo en medio del cielo sereno, pero no se mantiene por sí solo. Exige compromiso y esfuerzo, y quien no sabe o no quiere comprometerse, iza la bandera blanca y colabora así a la construcción del falso mito según el cual el amor es una quimera».
2. «Es más fácil decir “au” que decir cómo has “estau”»
No lo escribo solo para seguir con la conocida cancioncilla de los indios de Peter Pan, aunque también un poco por eso, seamos sinceros.
Lo que sucede es que expresa bastante bien la diferencia entre quienes conviven y los que (¡locos!) se arriesgan a casarse.
Estos segundos, a poco leales y conscientes que sean, se dedican desde el mismo momento de la boda —y ya antes— a querer al otro e intentar hacerlo feliz, en las alegrías (que deben ser muchas más) y en las adversidades (que deberían ser muchas menos).
Las «parejas convivientes», por el contrario, están de continuo dando vueltas a cómo se encuentran: no a «cómo has “estau”», por tanto, sino más bien a «cómo “estou” yo»: que si feliz, que si cansado, que si un poco «depre», que si autorrealizado (¡oh, maravilla!), que si bastante harto, gordo, desanimado, abatido… y separado.
Con lo que, en fin de cuentas, parece más sencillo decir «au». Pero a la larga resulta más eficaz y gratificante pronunciar el «sí», con todas sus consecuencias… también las jurídicas y religiosas, si es este el caso.
a) ¿Amor o «papeles»?
Todo ello a pesar de la afirmación de que «lo importante» es quererse, ¡que sigue siendo verdad! O más bien, ¡ojalá quedara claro!, a causa de lo que implica esa afirmación.
El amor es efectivamente lo importante.
No hay que tener el menor miedo a esta realidad, capaz de regir toda una existencia.
Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin donación mutua y exclusiva, sin casarse.
Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante (o, al menos, lo más importante)… pero, en cuanto aceptación y confirmación externas de la mutua entrega, resultan imprescindibles.
¿Por qué?
Me pongo serio unos momentos.
Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras (más todavía con la llegada de los hijos): la familia es —¡debería ser!— la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad; es indispensable, por tanto, que quede constancia de que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y crear una nueva familia.
[Tan serio quiero ponerme, que me voy a permitir incluso citar a Benedicto XVI… ¡y por dos veces!
1) «En concreto, el “sí” personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este “sí” personal no puede por menos de ser un “sí” también responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad.
En efecto, ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de su ser su responsabilidad pública. Así pues, el matrimonio como institución no es una ingerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera en la realidad más privada de la vida, sino una exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana».
2) «Este planteamiento nos permite superar también una concepción encerrada en el amor meramente privado, que hoy está tan difundida. El auténtico amor se transforma en una luz que guía toda la vida hacia la plenitud, generando una sociedad humanizada para el hombre. La comunión de vida y de amor, que es el matrimonio, se conforma de este modo como un auténtico bien para la sociedad. Evitar la confusión con los demás tipos de uniones basadas en el amor débil constituye hoy algo especialmente urgente. Solo la roca del amor total e irrevocable entre el hombre y la mujer es capaz de fundamentar la construcción de una sociedad que se convierta en una casa para todos los hombres».]
Pero, volviendo al tono festivo y cercano, a lo que nos mueve hoy y ahora, cabe decir que la dimensión pública del matrimonio —ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y amigos, participaciones del acontecimiento, anuncios en los medios (¡superguay, si puede ser en la tele!), etc.— deriva sobre todo de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges.
Si eso va a cambiar radicalmente mi vida, a hacerla mejor, si me va a permitir realizar una auténtica y maravillosa aventura… me gustará que todos —o, al menos, los auténticos amigos— lo sepan: igual que pregono con bombo y platillo las restantes buenas noticias.
Igual, no.
Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse, nada capaz de modificar tan hondamente mi vida: me pone en una situación inigualable para crecer interiormente, para ser mejor persona y tremendamente feliz (el que no se lo crea… que haga la prueba en serio).
¿Cómo no difundir, entonces, mi alegría?
Lo expone con suma precisión J. Carreras, uno de los mejores especialistas en estas cuestiones:
«Un amor […] que no se perfecciona por la mutua entrega de los esposos, es un amor que no es participable por los demás componentes de la familia y de la sociedad. […] En las nupcias auténticas, los comensales se saben partícipes de la alegría de los esposos. No en vano es la alegría más alta que puede existir en esta tierra: amar de verdad y sentirse amado, con un amor fiel hasta la muerte. Es el júbilo que desborda el grito de Adán: “esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Esta alegría es tan intensa que no cabe en dos corazones solos y tiene que expandirse a la sociedad. Es el júbilo lo que es participable y, por eso, se inventan la música, los cantos y las danzas».
b) ¿Anticipar el futuro?
Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida, si no sé lo que esta me deparará?, ¿cómo puedo estar seguro de que elijo bien a mi pareja?
Se trata de una pregunta típica de los dos últimos siglos, en los que el afán de seguridad se ha desbordado más allá de lo propiamente humano (a veces con repercusiones psíquicas, incluso graves); algo que, a pesar de las proclamas teóricas a favor de la libertad, ha crecido de manera inversa al aprecio real por ella; pues toda acción libre… siempre lleva consigo algo de riesgo.
Y la única respuesta posible, la que doy siempre que me hacen públicamente esta pregunta es: «de ningún modo», «no hay ninguna manera de saberlo», «el futuro es… el futuro (por definición, indefinible… con el permiso de los “adivinadores de turno”, aunque son ya tantos que lo del turno es más bien utópico: se nos cuelan por todos lados y a todas horas)».
Como explica Alberoni, y aquí sí que hay materia para la reflexión, «…el enamoramiento es abrirse a una existencia diferente sin ninguna garantía realizable. Es un canto altísimo que nunca está seguro de tener respuesta. Su grandeza es desesperadamente humana porque ofrece instantes de felicidad y eternidad, crea su deseo apremiante pero no puede ofrecer certezas. Y cuando llega la respuesta del otro, del amado, aparece como algo inmerecido, un don maravilloso que nunca pensó que llegaría a tener, que viene totalmente del otro, del amado, por elección de él. Los teólogos han elaborado una expresión para indicar este don: gracia».
O como expone, con magnífico sentido del humor, una autora italiana, escribiendo a su hija: «En la época mítica en que tú me has situado había algo que está a años luz de los tiempos en que tu vives estas situaciones. Las personas estaban dotadas de un órgano misteriosamente desaparecido o atrofiado, que les permitía tomar decisiones incluso sin poseer todos los datos referentes al caso. Se trataba de un par de antenas colocadas en el corazón y en la cabeza y conectadas entre sí, de modo que hicieran posible la transmisión de impulsos de la esfera volitiva a la racional [...]. La idea de una prueba ni siquiera se nos ocurría, es más, era contraria a aquella idea de desafío, del todo por el todo, que se adaptaba al amor como un guante. El amor verdadero era otra cosa, era aquello que se ofrecía a la forja del tiempo, de todo el tiempo de una vida, en el momento de la decisión definitiva, el del matrimonio. Y con estas disposiciones, extremas y totales, acababa la prueba y nos lanzábamos a compartirlo todo».
A esto suelo añadir, antes de que desaparezca el auditorio, que para «asegurarse» está el noviazgo, una «institución» —por llamarlo de algún modo— muy desprestigiada y banalizada en nuestros días. Un período imprescindible, que ofrece la oportunidad de conocer a la otra persona y darme a conocer a ella, seriamente, de modo que sí puedo empezar a vislumbrar cómo será la vida en común.
Así lo expone Bonacci: «Ser capaz de mantener una relación o noviazgo y vivir la castidad significa emplear el tiempo con otras personas en cosas positivas, distintas de la unión sexual. Significa conocer cada vez mejor a esa persona, dialogar y pasárselo bien en mutua compañía, ver cómo reacciona ante diferentes situaciones y poder calibrar bien hasta qué punto es compatible el uno con el otro. La castidad, al retrasar la creación de un vínculo afectivo sólido, permite juzgar con claridad, con realismo. Eso no significa que no haya atracción sexual, por supuesto, sino que se domina esa atracción para no dejarse dominar por ella y “perder la cabeza”.
Si se consigue esto, hay dos opciones: una es que se pueda decir mirando a la cara y con lealtad “no eres lo que necesito, adiós”; y la otra, si la relación resulta adecuada, es que algo muy sutil empiece a desarrollarse. Hablo de un sentimiento, casi imperceptible al principio, pero que irá creciendo hasta que puedas decirle mientras le miras a los ojos: “te quiero, ahora ya lo sé de verdad, no porque el sexo se haya entrometido y me distorsione las cosas, sino porque mantengo la claridad de ideas y he descubierto que mi amor es auténtico”. Créeme si te digo que ese momento te dará más felicidad que todo el sexo que hubieras podido disfrutar hasta entonces y, encima, hará que el que tengas en el futuro también esté lleno de alegría.
Walter Trobisch dijo una vez que, para afinar una orquesta, no se empieza por los tambores y las trompetas, sino por las flautas y los violines, porque si no los primeros ahogarían el sonido de estos. Lo mismo sucede con el sexo y el amor. El amor es algo muy delicado que necesita tiempo para crecer, y la relación sexual prematura ahoga el amor en la intensidad de la pasión instintiva.
Ya sé que es fácil dejarse llevar por los instintos sexuales, sobre todo cuando estamos junto a alguien que nos atrae mucho. Pero hay que saber una verdad: el amor exige tiempo para crecer. Si nos dejamos llevar por los instintos destrozamos el amor. Merece la pena tener paciencia».
También lo aclara de maravilla, y con un toque de finísima ironía, Brancatisano: «Y el noviazgo era, a su vez, un período […] que debía permitir comprobar la autenticidad del sentimiento gracias a un conocimiento más profundo; comprender si se trataba de ese tipo de amor capaz de adaptarse a cualquier situación, de afrontar cualquier imprevisto. En definitiva, un amor para todas las estaciones, que hay que diferenciar de los amores veraniegos, es decir, de los que van ligados a la etapa más despreocupada y divertida del año».
Tras lo que repito, ya en tono más conciliador y animoso, que ningún ser humano, en ningún ámbito de su vida, puede saber lo que le deparará el futuro… ¡ni falta que le hace! Eso sería jugar al «superhombre», a ser «como dioses». Toda decisión respecto al porvenir implica un cierto peligro, que incrementa su carácter de aventura y que uno afronta con espíritu deportivo, audaz y un tanto osado… si es que tiene un mínimo de agallas. El ejemplo más claro son tal vez los buenos empresarios o, en otro ámbito, los deportistas de alto riesgo.
Y concluyo: después, si soy como debo, ya sé que, cuando me case, voy a poner cuanto esté de mi parte para amar a la otra persona y hacerla muy feliz. Y si ese propósito es sincero y medio conozco al otro —y si no, no estoy maduro para casarme—, provocaré en él o en ella una actitud semejante: el amor llama al amor. Y cuando hay amor auténtico, el matrimonio se mantiene a flote; como el buen vino, mejora al pasar el tiempo, siempre que se luche mínimamente para que crezca y se renueve.
[Hace unos días, paseaba con mi mujer, cogidos de la mano. Dos buenas amigas, algo mayores que nosotros, comentaron cariñosas y en voz alta, con el fin de que las oyéramos: «¡Míralos, como dos novios!».
A lo que, también en broma, pero queriendo expresar algo muy de fondo, les respondí: «¿Cómo que “¡como dos novios!”? ¡Eso es muy poco. Nosotros llevamos muchos años casados, y tiene que notarse: sabemos querernos mucho mejor y nos lo pasamos infinitamente más guay que cualquier pareja de recién enamorados!».]
En definitiva, y volviendo a la «seguridad»: la clave está siempre en uno mismo, en la disposición firme de amar sin componendas. Si es sincera y definitiva, suele contagiar al otro.
c) Observar y reflexionar
Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge.
¿Cuáles?
En primer término, por pura honradez, he de advertir que la viabilidad de un matrimonio nunca puede conocerse teniendo relaciones íntimas antes o en vez de la boda.
Como enseguida veremos, por más que choque contra la costumbre y las pretensiones generales, la situación que así se crea es tan artificial, tan abismalmente distinta de lo que sostendrá un matrimonio, que no existe modo peor de calibrar si debo o no casarme con aquella persona.
Y, además, la atracción del trato íntimo puede ser tan grande que, sobre todo cuando empeoren otros aspectos de la vida en común, toda nuestra atención se centrará «en la cama», con lo que habremos embocado el camino más difícil para conocer al otro o a la otra… excepto en su versión de «macho» o «hembra» (pido perdón por la crudeza, pero estimo que no sería honesto callarme, sino vocearlo desde los tejados).
Con palabras de Bonacci: «Un vinculo afectivo creado antes de tiempo lleva a un matrimonio sin futuro. Una vez que los afectos dominan, la cabeza ya no tiene nada que decir. Son los sentimientos los que mandan, dejando la lógica para otra ocasión. Y, déjame que te diga algo evidente: para una decisión tan importante como la de elegir el compañero o compañera de toda la vida, necesitamos toda la lógica del mundo».
Y agrega: «Si se ha tenido una relación sexual previa y ya existe un vínculo afectivo tan fuerte, es prácticamente imposible que el corazón esté dispuesto a escuchar a nadie, porque su pasión le lleva a querer mantener la relación a toda costa. Puede llegar incluso a encontrar razones que le parezcan lógicas, a quedarse ciego ante una buena parte de la evidencia, porque si no tendría que admitir la ruptura del vínculo, a lo que no está dispuesto de ninguna manera. Prefiere ignorar lo evidente y alimentar una falsa esperanza».
Los aspectos que deberían tenerse en cuenta son siempre otros:
i) Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con aquella persona… incluso cuando esté sin arreglar, ronque o le crezcan los michelines;
ii) también, y antes, cómo actúa en su trabajo y con sus colegas, cómo trata a su familia, a sus amigos;
iii) si sabe o no controlar su vanidad, su afán de aparecer y de someter a los demás, sus impulsos sexuales (porque, de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra)…;
iv) si «lo veo» como el padre o madre adecuado para mis hijos, como la persona a quien se los confiaría sin dudarlo lo más mínimo;
v) si me gustaría que mis hijos se parecieran a ella o a él (¡qué horror!), porque de hecho, lo quiera o no, se le van a parecer;
vi) si sabe estar pendiente de lo que realmente importa, o no ha madurado lo bastante y se «distrae» con cualquier banalidad o con el menor capricho…
Resumo, pues:
i) Debo estar seguro de que se trata de una buena persona o de que puede llegar a serlo; de que está dispuesta a luchar para conseguirlo… y comienza ese combate ya antes del matrimonio.
(Uno de los engaños más perniciosos a este respecto es la convicción, más frecuente tal vez en las mujeres, de que al casarse conmigo va —o lo voy— a «cambiar»).
ii) Y, también, de que efectivamente me ama: que va a colocar mi bien real y el bien real de nuestros hijos por encima de sus intereses y sus antojos. Y —no habría que decirlo— que yo estoy dispuesto o dispuesta a hacer otro tanto.
iii) ¡Y de que ambos nos gustamos, no faltaría más!
O, yendo más al grano, la única actitud inteligente consiste en:
i) No hacer el menor caso a lo que promete.
ii) Escuchar —con todo el romanticismo que desee, pero como quien oye llover— lo que me dice.
iii) Prestar mucha atención a lo que parece que es.
iv) Más todavía a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta.
v) Y conceder un peso absoluto a su manera de obrar… justo cuando no está conmigo,
¿Por qué esta última puntualización? Pues porque cuando nos vemos durante el noviazgo, los dos nos encontramos dispuestos naturalmente —sin la menor malicia— a agradar, ya que se trata del momento más esperado del día, en el que ambos podemos y queremos dar lo mejor de nosotros mismos.
(Por el contrario; si en su casa, con sus amigos, con sus compañeros de trabajo… se porta como un o una egoísta o como un o una déspota, si no tiene en cuenta los deseos y el bien real de quienes lo rodean, ¿quién puede asegurarme de que no va a acabar así… también en la cama?).
d) Relaciones anti-matrimoniales
Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir juntos durante un tiempo, con todo lo que esto implica?
Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara.
Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia previa al matrimonio nunca —¡nunca!— produce efectos beneficiosos.
Por ejemplo:
i) los divorcios son mucho más frecuentes —parece que el doble— entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio;
ii) como apunté, las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente y a ojos vista, desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados y gruñones… incluso más feos (¡más feas, no, que eso es ofender!).
La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sabe hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva. (¿Por qué no querremos entenderlo, cuando resulta tan claro?).
i) Pero, en las circunstancias que estamos considerando, esa total disponibilidad físico-personal resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar ex professo un compromiso de por vida.
Con palabras de una autora americana: «Pero hay un nivel de riesgo mucho más profundoen las relaciones sexuales. El cuerpo está hablando un lenguaje, en eso consisten, en una expresión corporal, a través de la cual el cuerpo está diciendo "permanente, comprometido, exclusivo", y eso es lo que el corazón entiende. Pero, fuera del matrimonio, no existe tal compromiso. El cuerpo está mintiendo. Está haciendo que se constituya una unión afectiva que la realidad no puede respaldar. Todo eso no puede significar que se quiera el bien de la otra persona».
ii) Surge así una ruptura interior en cada uno de los novios, manifestada psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad —¡aquí está de nuevo!—, cortejado de recelos, temores, suspicacias… que acaban por envenenar la vida en común.
iii) Por otro lado, como consecuencia de lo anterior, uno y otra empiezan a sentirse mal, y buscan de nuevo «estar juntos» como medio para evitarlo; el malestar se calma momentáneamente, mientras duran las relaciones, para luego crecer con más fuerza, «estar otra vez más juntos», aumentar la desazón persistente, en una especie de espiral fatídica que culmina casi siempre con la separación… ¡y peor si no es definitiva!
De ahí que, en contra del uso habitual, a este tipo de relaciones prefiera llamarlas «anti- o contra-matrimoniales».
En este sentido, apunta Bonacci: «Como ya he dicho antes, muchos piensan que la relación sexual es algo que uno puede hacer con su cuerpo, mientras la mente se queda en la habitación de al lado. Y no es verdad. La actividad sexual abarca todo nuestro ser, y tiene consecuencias muy profundas en nuestra afectividad»… y en el resto de nuestra persona.
e) Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la «capacidad sexual» de sus componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales, suman unos cuantos minutos a la semana… o al día, o unas horas por la mañana y otras por la tarde, ¿qué más da?!
E igualmente cándido es el intento de «averiguar» cómo «funciona y va a funcionar sexualmente» una persona acostándose con ella. Las relaciones íntimas ponen en juego múltiples y delicados aspectos de nuestra personalidad: desde el estado de salud, el sueño o el cansancio, pasando por el buen o mal humor y los sentimientos dominantes, hasta las ocupaciones y preocupaciones del momento, el éxito o el fracaso en la labor profesional… y la actitud más de fondo hacia la otra persona. Como consecuencia de tales variables, también lo es —¡en cada caso!— la «capacidad sexual» de un varón o de una mujer: lo que en estos instantes es «un prodigio de potencia», tal vez dentro de tres horas, por un simple cambio hormonal, se transforme en una especie de mamarracho, incapaz de saciar las ansias del varón o de la mujer menos exigentes.
Y todo ello sin tener cuenta hasta qué punto el acoplamiento de los esposos requiere normalmente de cierto tiempo, y es siempre fruto del amor que lleva a estar más pendiente del otro que de sí mismo y a intentar adaptar nuestras propias necesidades, deseos o caprichos al bien (y al bienestar) del otro cónyuge.
Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo en los demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan directamente con nosotros: reflexionar sobre el modo como se comporta en su hogar, trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos… y, añado ahora, con sus «enemigos», pues en algún momento de nuestro vida matrimonial seremos considerados como tales, etc.
Y si en esas circunstancias es generoso, afable, paciente, servicial, tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor al engaño, que a la larga esa será su actitud en la vida cotidiana y en las relaciones íntimas.
Mientras que la «comprobación directa», e incluso la forma de tratarnos, por responder a una situación claramente «excepcional» —el noviazgo siempre exultante y a veces un tanto «lanzado»—, no solo no proporciona datos fiables sobre su futuro, sino que en muchos casos más bien los enmascara.
Por eso, frente a una opinión muy difundida, cabría afirmar que «vivir (y acostarse) juntos» es la mejor manera de no saber en absoluto cómo va a actuar la otra persona —en el minuto a minuto y a lo largo de los años— durante el matrimonio.
Repito que no se trata de una mera ficción ni una suerte de «invento piadoso» para desaconsejar esa convivencia: como acabo de apuntar, resulta bastante fácil caer en la cuenta de que la situación que se crea en tales circunstancias es por completo artificial… y muy diversa de lo que será la vida en común, día a día —¡no solo noche a noche!—, cuando ambos estén casados.
A esa radical diferencia dedicaré todo lo que sigue.
II. ¿Antropología de la boda?: ¡no se ponga usted tan serio!
1. Casarse ¿es obligarse?
a) Fascinado
Recuerdo la fascinación que experimenté al oír explicar por vez primera que la grandeza del amor que se pone en juego en el momento de la boda deriva de su condición especialísima, realmente grandiosa, porque lleva consigo la osadía de los novios de decidir amarse mientras vivan y de hacer obligatorio el amor futuro.
Y sentenciaban: si antes de la boda los novios se amaban de forma radicalmente gratuita, sin compromiso alguno, y podían romper en cualquier instante, en el preciso momento del sí se aman tanto, con tal pasión y frenesí (esto suena a novela rosa: ¡que viejo soy!)… que son capaces de comprometerse a amarse de por vida.
¡Qué cosa tan seria!, pensaba.
Hoy, no es que esta afirmación me deje frío, porque sigo estimándola cierta y relevante, pero considero que se puede ir más allá… y divertirse un poco.
Pues, siendo verdad cuanto antecede, no lo es menos algo que con frecuencia ni tan siquiera se nombra… aunque yo me haya referido a ello ya más de una vez en este escrito.
A saber: que el sí matrimonial es capaz de originar la obligación gozosa de amarse para siempre, en las duras y en las maduras, porque simultáneamente hace posible esa entrega incondicionada e incondicionable: en las duras, en las más-duras… y en los gozos inefables de la vida conyugal y familiar.
Lo cual, si no me equivoco, transforma al matrimonio en una chifladura algo menos excéntrica y mucho más atractiva —«la más genial chifladura», la llamaba en el título— que cuando hablamos de la «grandeza de obligarse a amar»: incluso a sabiendas (lo sabemos muy pocos, no nos engañemos) de que ese «obligarse» es una magnífica manifestación de libertad, origen de nuevas libertades.
b) Una locura mesurada
La reflexión sobre los excesivos fracasos matrimoniales que observamos en la actualidad, y más todavía la mayor frecuencia con que rompen los lazos quienes se han unido en convivencia cuasi-matrimonial pero sin casarse, me ha llevado a advertir que: la pretensión de obligarse a amar de por vida a otra persona, con total independencia de las circunstancias por las que una y otra atraviesen, si no fuera acompañada de un robustecimiento de la recíproca capacidad de amar, resultaría, en el fondo, una sublime ingenuidad, casi una demencia.
En parte para atraer la atención de quienes me escuchan, y sobre todo porque estimo que el ejemplo es correcto, aunque atrevido, suelo ilustrar ese deber-capacitación con el mandamiento máximo y máximamente nuevo que Jesucristo impuso a sus discípulos en la Última Cena.
Y añado, con todo el respeto posible, que semejante pretensión sería una auténtica chifladura si el Señor, en el momento de establecer el precepto, no incrementara de manera casi infinita la capacidad de amar del cristiano… o previera los medios para fortificarla y hacerla crecer.
¿Cómo, si no, pedir a unos simples hombres —a usted y a mí— que quieran a los demás como el mismísimo Dios los ama: «Como Yo os he amado»?
Pues algo análogo —no idéntico, queda claro— sucede en la boda, también la que se sitúa en el ámbito natural.
Según anticipé:
En el mismo momento en que pronuncian el sí, y por pronunciarlo de manera libre y voluntaria, los nuevos cónyuges no solo se obligan, sino que sobre todo se tornan mutuamente capaces de (comenzar a) quererse con un amor situado a años luz por encima del que podían ofrecerse antes de esa donación total.
Por el contrario, sin ese «hacerse aptos», la pretensión de obligarse resultaría casi absurda.
Aunque no expone sus causas más profundas y lo sitúa en un horizonte más dilatado, Alberoni recoge en estas magníficas expresiones las dos caras de la cuestión: «El enamoramiento produce una transfiguración del mundo, una experiencia de lo sublime. Es locura, pero también descubrimiento de la propia verdad y del propio destino. Es hambre y anhelo pero, al mismo tiempo, impulso, heroísmo y olvido de sí mismo. “Te amo”, para nosotros, para nuestra tradición, no quiere decir solo “me gustas”, “te quiero”, "te deseo”, “te tengo cariño” o “siento afecto”, sino “tú eres para mí el único rostro entre los infinitos rostros del mundo, el único soñado, el único deseado, el único al que aspiro por encima de cualquier otra cosa y para siempre”. Como dice El cantar de los cantares: “Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas y muchísimas las doncellas, pero mi palomita virginal es una sola”».
c) Lo importante
Como ya dije, cuando mis amigos y mis «enemigos» afirman, con más o menos agresividad, que lo importante para llevar a buen puerto un matrimonio es el amor, les respondo sin titubear que por supuesto.
(Es más, considero sin el menor género de dudas que el haber centrado la clave de la vida conyugal en el amor mutuo, dejando de lado otras razones menos fundamentales, es una de las ganancias o conquistas teóricas más relevantes de los últimos tiempos respecto al matrimonio… por otra parte tan maltratado).
Pero inmediatamente añado lo que antes exponía: que, para poder amarse con un amor auténtico y del calibre que exige la vida en común día a día, es absolutamente imprescindible haberse habilitadopara ello; que semejante capacitación es del todo imposible al margen de la entrega radical que se realiza al casarse… y que pone el cimiento imprescindible para empezar a construir amor conyugal (a «hacer el amor», en el sentido más noble y certero de esta —hoy— un poco desgraciada expresión).
Con otras palabras: lo importante, desde el punto de vista antropológico, no son ni «los papeles» ni «la bendición del cura».
(Personalmente, considero una inaceptable usurpación y, por eso, me niego en rotundo a que me case ningún funcionario del Estado ni sacerdote alguno: me caso yo —y mi mujer— y justo y solo porque quiero y quiere ella; ningún otro está capacitado para hacerlo por mí; solo el libre consentimiento de los cónyuges realiza esa unión, con todos los efectos antropológicos que lleva aparejados.
Confirmo y completo esta convicción con una nueva cita de Carreras: «Los “matrimonios-luto” son todas aquellas uniones que no pueden ser celebradas por la sociedad, o porque constituyen fraudes legales o porque no pueden ser festejadas, en cuanto ilícitas e imposibles.
Tener en cuenta la dimensión festiva es un buen modo de acceder a la realidad matrimonial, superando los espejismos del matrimonio legal. La unión matrimonial la produce el consentimiento por el que el hombre y la mujer se dan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable. Donde falte este consentimiento no puede haber matrimonio y, por tanto, la celebración festiva resulta un sinsentido. Por otra parte, los impedimentos de voto, de orden, de consanguinidad, de rapto, de crimen, etc. impiden el matrimonio porque la vida conyugal en esas circunstancias no es conveniente; y porque no es conveniente no puede celebrarse festivamente. La fiesta nupcial resulta así un signo elocuente de la realidad conyugal»).
Sin embargo, repito que: para que lo importante —el amor— sea efectivamente viable, resulta del todo necesaria la acción de libre entrega por la que los cónyuges se dan el uno al otro en exclusiva y para siempre.
Estamos, lo digo especialmente para los conocedores de la filosofía, aunque todos podamos entenderlo, ante un caso muy particular del nacimiento de un há-bito bueno o virtud.
2. Más bien es capacitarse… y crecer
a) Virtud… ¡qué aburrimiento!
No quiero insistir en que el hábito tiene mucha menos relación con la repetición de actos —que a menudo conduce a la rutina o incluso a la manía— que con la potenciación o habilitación de la facultad o facultades que vigoriza.
Es decir, el hábito y la virtud, con independencia absoluta de su origen, nos tornan mejores y, de forma muy directa, nos modifican más o menos profundamente, y nos permiten obrar a un nivel muy superior que antes de poseerlos.
La cuestión resulta bastante fácil de ver en las habilidades de tipo intelectual, técnico o artístico (llamadas en filosofía hábitos dianoéticos —lo siento mucho, de veras—): solo quien ha aprendido durante años a dibujar, a proyectar edificios y jardines o a interpretar correctamente al piano —y el resultado de esos aprendizajes son distintos hábitos o capacitaciones o armonizaciones de un conjunto de facultades)—, es capaz de realizar tales actividades de la forma correcta y adecuada, con facilidad y gozo, y sin peligro próximo de equivocarse… a no ser que le dé la gana hacerlo mal (cosa no tan infrecuente y, en ocasiones, bastante divertida).
Algo similar sucede con las virtudes en sentido más estricto, que son las de orden ético:
Quien ha adquirido la virtud de la generosidad, pongo por caso, no solo se desprende fácilmente de aquello con lo que puede hacer más feliz a otro, sino que se siente inclinado a realizar ese tipo de acciones y, para más inri, disfruta como un enano al realizarlo.
Con ese inclinado del párrafo precedente se señala una de las diferencias más importantes entre las habilidades a que antes me refería —coser, bordar, construir aviones, montar en bici, etc.— y las virtudes en sentido estricto: las morales o éticas.
Quien dibuja a la perfección es también capaz de hacerlo del modo más horrible posible, simplemente porque le apetece o porque quiere gastar una broma…
Por el contrario, el poseedor de una virtud-virtud no puede libremente obrar contra ella haciendo uso de esa misma virtud; sino que, como decía, la virtud le impulsa a actuar de acuerdo con la perfección que implica y disfrutar a lo grande al hacerlo.
Por consiguiente, la persona comedida (con-medida) a quien una tarde se le va la mano con el vino o las chuletas o el jamón de pata negra, no lo hace propiamente porque quiere, sino más bien porque su templanza no es lo bastante fuerte para permitirle actuar como en realidad querría. Y de ahí que, antes o después, experimente el remordimiento de haberse dejado llevar… por la falta de virtud: no lo pasa bien, sino todo lo contrario.
Mucho mejor lo pasaría si poseyera una virtud más fuerte y arraigada. Por lo que cabe resumir que:
La vida éticamente bien vivida no es una especie de carrera de obstáculos tediosa y sin norte, un «más difícil todavía» carente de término; sino —justo gracias a las virtudes— una senda de disfrute crecientemente progresivo, en el que incluso el dolor y el sacrificio se tornan gozosos.
Y, en consecuencia, corrigiendo el título del epígrafe: «la virtud, ¡qué maravilla tan divertida!».
b) La génesis de las virtudes
Otra de las diferencias que se han señalado tradicionalmente entre hábitos dianoéticos (técnicas, artes, etc.) y éticos (o virtudes), es que algunos de los primeros pueden lograrse con un solo acto, al paso que las virtudes propiamente dichas requieren de una repetición de actos realizados cada vez con mayor amor.
[De nuevo un ejemplo, relativamente fácil.
A quienes «se les dan bien» las matemáticas o a quienes gozan de una especial capacidad de interpretación musical, les basta con frecuencia entender a fondo un teorema o escuchar con atención una pieza… para aprendérselos para siempre, en el primer supuesto, o ser capaces de interpretarla de inmediato, en el segundo.
En términos técnico-cursis se diría que, por ser hábitos dianoéticos, pueden obtenerse con un solo acto.
Sin embargo, es bastante difícil que la persona desordenada (¡desordenada, eh!) consiga en un solo día, o una semana, un año ¡o una vida!… adquirir la virtud del orden. Igual que el perezoso no vence su inclinación a la vagancia por esforzarse un par de tardes antes de un examen… y cada cual que añada lo que le parezca.
En tales circunstancias sí que es necesaria la famosa repetición de actos… realizados cada vez con más amor, como siempre añado.]
Con todo, sin entrar ahora en discusiones excesivamente hondas, me atrevo a proponer una leve corrección a esta doctrina: lo hago, fundamentalmente, apoyado en la experiencia vivida… y en algunos textos importantes de relevantes filósofos que apenas se tienen en cuenta.
Todos hemos observado en alguna ocasión que una persona adquiere el valor (o pierde el miedo) como resultado de una única acción, más o menos arriesgada: por ejemplo, lanzarse a la piscina después de meses de dudarlo o saltar en paracaídas por vez primera… y experimentar la emoción que inclina —ya sin miedo: con agrado— a volver y volver a saltar, incluso en caída libre.
Pues me parece que el acto de entrega matrimonial consciente y decidida tiene un efecto muy parecido: otorga a quienes se casan el vigor y la capacidad para poder comenzar a amarse de por vida a una altura y con una calidad… imposibles sin esa donación absoluta.
Un «resultado tan grandioso» no es difícil de comprender si recordamos que el fin de cualquier vida humana es el amor entregado de nuestra persona íntegra, (cuerpo y alma, materia y espíritu, con todo cuanto los acompaña), y que la ofrenda que se realiza en el matrimonio (igual que la que se hace a Dios de forma definitiva), encarna de manera privilegiada esa tendencia al amor… que no puede sino fortalecer la capacidad de amar, hasta el punto de situarla a una distancia casi infinita de la que los novios tenían antes de casarse.
¿Motivos más concretos?
i) Por un lado, en el momento de la boda, al entregarme por completo, doy todo lo que soy, lo que seré y, de una forma ciertamente distinta, pero no menos real, lo que he sido.
A lo que suelo añadir que al acoger a la persona íntegra del cónyuge y, con ella, su pasado, el sí recíproco posee una maravillosa capacidad: la de perdonarlo, en la acepción más fuerte de este término.
Es decir, la de eliminar cuanto de negativo el otro hubiera podido realizar en el pretérito… que ya conocemos, puesto que nos lo ha contado, y que de ningún modo se opone a la aceptación sin reservas por nuestra parte de la totalidad de su ser… también con esos déficits.
En un contexto más amplio, Alberoni apunta a ambos extremos: donación del pasado y perdón. «Todos los viejos traumas, los viejos dolores, los viejos amores son suprimidos, desvalorizados. Emergemos de ella [podríamos ahora decir: “de la boda”] nuevos, sin rencores ni ataduras. Este proceso los enamorados lo realizan juntos, contándose su vida. Se confían sus flaquezas y errores. Descubren también las huellas, los presagios del amor que hoy los une. A través del relato del amado, cada uno ve el mundo como él lo ha visto. De este modo ellos funden juntos no solo sus vidas presentes, sino también sus vidas pasadas. Las integran, las armonizan, hasta construir una historia común, tener una común identidad en el tiempo».
ii) Por otra parte, las consecuencias del sí matrimonial son enormes porque lo que en fin de cuentas damos en ese instante es lo más íntimo de nosotros mismos y lo que más radicalmente nos constituye como personas: nuestra capacidad de amar (correlativa al acto personal de ser, como alguna vez he explicado).
Al casarnos nos comprometemos justamente a amar de por vida al otro cónyuge, con independencia de las circunstancias en que ambos nos encontremos. Y como ese amor implica o envuelve cuanto somos, podemos, tenemos, anhelamos…, el alcance de la entrega y la intensidad del amor que la sustenta son difícilmente igualables por ningún otro acto amoroso que pueda realizarse en esta vida.
Por tanto, como apuntaba, también lo serán sus efectos y, en concreto, la intensificación de nuestra capacidad de querer.
En conclusión: la boda constituye la condición de posibilidad, el requisito ineludible, para que dos personas puedan (empezar a) quererse con la fuerza y la constancia que exige un amor como el matrimonial.
No se trata de una cuestión psicológica, como algunos me han preguntado, aunque también pueda reflejarse en esos dominios; sino de algo infinitamente más serio: de un cambio abismal, comparable por ejemplo a lo que en filosofía denominamos el primum cognitum, aquel hábito que permite —en un momento difícil de precisar pero sin duda existente: lo que llamamos «el uso de razón»—, conocer la realidad tal como es, con independencia de sus beneficios o desventajas para mí, y no solo, como los animales y los niños de muy poca edad, en lo que cada una supone para mi propia satisfacción o malestar.
De esta suerte, de manera análoga (¡no idéntica!) a como puede hablarse de un hábito primero en los dominios del conocimiento, que eleva la inteligencia y la lleva a conocer de un modo radicalmente superior al que se tiene antes de su formación (es lo que llamo primum cognitum o habitus entitatis), es legítimo referirse a un primum (relativo: no el primum absoluto) de la voluntad, que hace posible no tanto amar, sino llevarlo a cabo de una forma inédita y muy ennoblecida…
En el caso del matrimonio, el hábito o virtud creado gracias al «sí», permite a cada uno de los cónyuges, justo en el instante en que se casan y como producto de la entrega sin reservas, fundamentalmente:
i) fijar de manera definitiva el objeto de sus amores en aquel o aquella a quien se ha ofrendado,
ii) hacer crecer tal amor en la dirección emprendida, —lo que lleva consigo una mayor capacidad de amar también en otros ámbitos—
iii) y transformar el cuerpo sexuado en vehículo eficaz (de la culminación) de la entrega de la propia persona…
(Todo ello, absolutamente imposible al margen de la boda).
c) Habilitarse… más o menos
Me explico con un poco más de detalle, porque me parece que todo lo anterior está sonando un poco a chino.
A veces entendemos la responsabilidad como la cuenta que habremos de dar —¡si nos pillan!— por lo que hemos hecho mal o —nos encargamos nosotros de dejarlo claro— por lo bueno que hay en nuestra vida.
De nuevo es una visión correcta, pero muy pobretona, de andar por casa.
Ante cualquier acción que realizamos, nuestra persona responde de inmediato mejorando o empeorando, haciéndonos más capaces de obrar de nuevo, mejor y con más facilidad, en el mismo sentido… bueno o malo: quien se acostumbra a robar se va haciendo un ladrón; el que miente, un mentiroso; el que emprende grandes empresas en bien de los demás, una persona magnánima; quien se entrena siete horas en el gimnasio —si no perece en el intento— un auténtico «cachas», etc.
Esa respuesta, que nos marca queramos o no, es la verdadera responsabilidad: el modo como nuestro ser responde y se modifica en función de nuestras actuaciones.
Pongámonos en el supuesto de acciones buenas, que me parece que es donde hay que situar el matrimonio (corríjanme, a solas, quienes no estén de acuerdo).
Cada una de ellas nos mejora y nos hace más capaces de realizar fácilmente, sin apenas necesidad de deliberar, con gusto y sin equivocarnos el mismo tipo de operaciones.
Pero no todas nos capacitan con la misma intensidad.
Quien presta sus apuntes a un compañero, se hace un poco más generoso; quien dedica toda una tarde a explicarle lo que no comprende, bastante más; quien, sin que se note, está constantemente pendiente de que sus amigos —aunque a él le cueste sangre— hagan lo que deben, con gracia y sin hacérselo pesar… ¡es un tío grande, maestro en generosidad y en muchas otras virtudes (no digo «tía grande», no por pusilánime, sino porque ellas se llaman a sí mismas «tío»: viva la juventud y la no-juventud que quiere parecer joven)!
Pero todos estos ejemplos cuadrarían mejor con el incremento paulatino de la capacidad de amar que, cuando queremos bien, vamos generando en nosotros… poco a poco. Aquí si tiene vigencia lo de la necesaria repetición de actos.
Mas, como antes apunté, hay otros casos que se sitúan más cerca del que estamos considerando (aun sabiendo que un ejemplo es solo eso: algo que —si está bien escogido— ayuda a entender la realidad que pretendemos ilustrar, pero que no se identifica con ella).
Me refiero, por concretar, a la firme decisión que lleva, después de un tiempo de aprendizaje, a lanzarse por primera vez en caída libre desde un avión, gracias a un acto de valor que vence el miedo connatural a realizar ese salto; o, en una línea no muy lejana, a dar el paso definitivo para entrar a ejercer una profesión de alto riesgo en beneficio de los demás (pienso, entre otros, en los bomberos o los equipos de salvamento), pasando por encima del temor que suscita el poner la propia vida en peligro con relativa frecuencia.
En estas circunstancias y en otras similares, ese notable acto de virtud, al multiplicar el vigor de las facultades respectivas, coloca a quien lo realiza en un nivel superior que antes de llevarlo a cabo, y lo faculta para irse superando en el ejercicio cada vez más perfecto de las actividades… que ahora ya son posibles.
d) La mayor aventura
Y casi en el término de esa línea ascendente, y en lo que atañe al amor, se sitúa el «sí» de la boda.
Como apuntaba, varón y mujer son seres-para-el-amor; y la culminación y mayor expresión de todo amor es la entrega.
Cuando esa entrega es sincera, profunda, total y de por vida, ¿cómo no va a responder nuestra persona —¡a ese solo acto!— incrementando de una forma impensable su capacidad de querer?
¡Ahí se encuentra la razón antropológica más de fondo de la necesidad —qué mal suena— de casarse! El motivo más entusiasmante para decir un sí que nos permita iniciar la gran aventura del matrimonio: el camino que nos llevará hasta nuestra plenitud personal y nuestra felicidad… siempre que, día a día, minuto a minuto, sigamos alimentando ese modo superior de querer al otro.
Una última cita de Carreras, porque viene bastante al caso y, sobre todo, porque… me gusta: «Por muy extendida que esté la práctica del divorcio, lo cierto es que todavía sigue siendo lo normal que las parejas de casados sean fieles al pacto de amor contraído y que demuestren, de este modo, que es posible un amor que se mantiene en pie “en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad”. Esta fidelidad es justamente lo que se celebra en las nupcias, aunque los invitados e incluso los mismos esposos no sean plenamente conscientes de ello. Y ese sentido —la mutua entrega-aceptación de los esposos— sigue conservándose fielmente en la ceremonia litúrgica del sacramento del matrimonio. Eso es lo que se suele llamar una boda solemne: una fiesta litúrgica, en la que los adornos, las flores, los cantos e himnos nupciales, el decoro y el arreglo de los invitados, todo, tiende a ponerse a la altura del acto que van a realizar los esposos: “entregarse”, con toda la fuerza de la palabra; es decir, responder a la vocación a la que ha sido llamado todo hombre, porque en eso consiste ser persona humana: un ser que ha sido querido por sí mismo por Dios y que no se encontrará plenamente a sí mismo, sino es mediante el don sincero de sí. En el pacto conyugal no solo son coronados los esposos, sino que además recibe su coronación cada uno de ellos en cuanto persona».
¿Que todo esto resulta demasiado utópico? ¡Qué lástima! Da la impresión de que quién así opina ha echado a perder el espíritu aventurero: que ni siquiera sabe en qué consiste.
Pues lo más propio de una aventura es que: quienes la emprenden se ponen una meta alta, en apariencia inalcanzable, pero con clara conciencia de que vale la pena; no tienen ninguna seguridad, aunque sí plena confianza, en que van a lograr su objetivo (de lo contrario, ¿dónde queda la gracia de la aventura?); una vez que la inician, no permiten que las dificultades y los contratiempos, también los imprevistos, sofoquen la ilusión inicial ni les impidan recrearse en lo que ya han avanzado; la mirada fija en el fin, en el triunfo, hace que, a cada paso, renueven las energías —¡y las agallas!— para seguir adelante… y pongan los medios oportunos para lograrlo.
Si enfocamos de este modo el matrimonio, contando con las fuerzas que nos proporciona el habernos casado, sí será ciertamente un camino de rosas, en el que la apariencia y la fragancia de las flores logren que casi no advirtamos los pinchazos de las espinas (¡otra cursilada, pero como no lo ha leído mi mujer…!).
No lo será, sin embargo, si por ignorancia o dejadez o desprecio hemos decidido que la boda constituye un mero trámite y no nos hemos capacitado para querer con un amor relevante, aventurado y venturoso; más todavía y según apunté, con ese acto-omisión —contrario al que aumentaría nuestro vigor amoroso— nos vamos incapacitando paulatinamente para amar de la forma correcta… como a quien se deja vencer por la pereza a la hora de levantarse —¡o de acostarse, que eso sí que tiene mérito!— cada vez le resultará más complicado hacerlo del modo oportuno.
Al contrario, si justo por el hecho de contraer matrimonio, nos ponemos en condiciones de dedicarnos a lo efectivamente importante: el amor, no cabe la menor duda de que ¡vale la pena casarse!
Cuadran perfectamente en este punto, y sirven de excelente conclusión, las palabras de Alberoni que trascribo: «Puesto que nuestro viejo Yo, codicioso, inauténtico y falso, ha muerto, queremos ser auténticos y puros. Las personas enamoradas se dicen la verdad por necesidad interior. El verdadero enamorado es fresco, ligero y plástico. Ya no es codicioso, avaro y envidioso, porque solo le interesa su amor. El sentido de esta experiencia está encerrado en la frase religiosa: "Busca el reino de Dios y el resto te será dado por añadidura". Precisamente porque ha entrevisto la esencia de la vida, no teme a los obstáculos. Siente que podrá superar todas las dificultades, todas las incomprensiones y todos los odios. Esta sensación de invulnerabilidad no ofusca su razón. Es más, es paciente, atento e ingenioso».
Málaga, 8 de septiembre de 2006
*Tomás
Melendo Granados
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios universitarios sobre la Familia
Universidad de Málaga
tmelendo@masterenfamilias.com
Secretario y Asesor cultural de la Asociación Edufamilia
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