Si quieres romper con tu novia, acuéstate con ella
Pedro Trevijano ReL
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Entre las mujeres nacidas a finales de los años 60, se han separado en
los primeros cinco años de matrimonio, entre las que cohabitaron
previamente, una cuarta parte, y de las que se casaron
directamente, sin cohabitación previa, algo menos del cuatro por
ciento.
Cualquier persona que tenga un mínimo contacto con jóvenes sabe lo
enormemente extendidas que están las relaciones prematrimoniales plenas
entre los jóvenes. Las condiciones sociales, culturales y sobre todo
ambientales, resultan hoy poco propicias para la castidad prematrimonial. La
mayor parte de los jóvenes no han recibido una formación religiosa y moral
adecuada y su educación sexual se ha reducido a una mera instrucción sobre
cómo prevenir embarazos y enfermedades. Para mí no cabe la menor duda, y esa
es mi experiencia de confesor desde hace muchos años, que las consecuencias
de ello son sencillamente desastrosas.
En efecto desde el punto de vista religioso no hay que olvidar que “Dios es
Amor” (1 Jn 4,8 y 16), y como el pecado es lo contrario al amor, lo que es
pecado no favorece al amor ni lleva a la felicidad. Recordemos además que en
Moral algo no es bueno o malo porque se mande o prohíba, sino que se manda
porque es bueno y se prohíbe porque es malo. La Iglesia católica enseña que
el sitio de las relaciones sexuales y de la plena comunión sexual es el
matrimonio, pues “debe mantenerse en el cuadro del matrimonio todo acto
genital humano” (Declaración de la Congregación para la Doctrina de la fe
“Persona Humana”, nº 7). Además los novios “reservarán para el tiempo del
matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal”
(Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2350). Esta orientación moral parte
del supuesto de que la relación entre los sexos sólo puede dar buen
resultado cuando es veraz, cuando el lenguaje corporal es realmente
expresión de una donación personal sin reservas. “En consecuencia la
sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con
los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente
biológico, sino que afecta el núcleo íntimo de la persona en cuanto tal”
(Exhortación de san Juan Pablo II “Familiaris Consortio”, nº 11).
Desde un punto de vista humano, el quemar etapas no es conveniente. Estas
experiencias sexuales, especialmente entre los jóvenes, corren el peligro de
bloquear su desarrollo afectivo hacia la madurez. Al acostumbrarse a vivir
la sexualidad al simple nivel del placer, uno se va haciendo progresivamente
incapaz de experimentarla, incluso más tarde, como compromiso. Si el
encuentro sexual es tan solo una búsqueda egocéntrica, impulsiva, uno se
hace incapaz de sentirla como entrega y aceptación del otro, con lo que no
logra vivirla como un proyecto amoroso y de fidelidad a largo plazo. Hay que
hacer las cosas en su momento adecuado.
Las relaciones íntimas exigen un compromiso mutuo, porque cada persona
entrega mucho de sí. La relación sexual completa debe expresar la presencia
de un amor pleno, maduro, total y definitivo, y si no es así, no es correcta
éticamente, pues un acto que es la máxima expresión posible de amor, no debe
realizarse entre dos personas que, aunque estén unidas actualmente, todavía
no han dado el paso de la entrega exclusiva. En el noviazgo el acto físico
se realiza en el presente, mientras que la donación personal se llevará a
cabo en el futuro: “me casaré contigo”.
La entrega prematrimonial no es plena, sólo parcial, quedándose fácilmente
en simple satisfacción propia, por lo que no es raro que la amistad en la
pareja no sólo no salga fortalecida, sino que quede dañada. Aunque
aparentemente la convivencia previa parece que debería llevar a una mayor
estabilidad del matrimonio, al saber ambos lo que es su vida en común, nos
encontramos con que un estudio en España del Centro de Investigaciones
Sociológicas (el CIS) titulado Encuesta sobre fecundidad y familia de 1995,
confirmado por otros trabajos y estadísticas de Francia, Suecia y Estados
Unidos, señala que entre las mujeres nacidas a finales de los años 60, se
han separado en los primeros cinco años de matrimonio, entre las que
cohabitaron previamente, una cuarta parte, y de las que se casaron
directamente, sin cohabitación previa, algo menos del cuatro por ciento. Es
decir, la cohabitación previa, con sus correspondientes relaciones sexuales,
perjudica la estabilidad de la pareja y del futuro matrimonio.
Los motivos para ello son la inseguridad personal, el propio miedo al
fracaso y a la soledad, el desconocimiento del sentido profundo del amor, y
sobre todo una concepción discutible del matrimonio en la que está ausente
la dimensión religiosa. Es una relación falta de compromiso, decisión y
riesgo, que ignora o prescinde de la ayuda de la gracia, vicia
sustancialmente el amor interpersonal, y hace que ante la más mínima
dificultad, como no hay capacidad de sacrificio, se derrumbe la relación
amorosa. En todo caso, no es precisamente un amor incondicional. Y es que
“el amor humano no tolera la prueba. Exige un don total y definitivo de las
personas entre sí” (Catecismo…, nº 2391).
Lo peor de este tipo de relación es que los novios, tanto ellos como ellas,
tras haber tenido varias parejas con las que lo primero que han hecho es
irse a la cama, se encuentran con que están llegando a determinada edad, sin
pareja estable y ya sin posibilidades de formar una familia. A ese desastre
les ha conducido esa concepción de la sexualidad que dice que ésta está al
servicio del placer y no del amor, error que están pagando muy caro muchos
de nuestros jóvenes actuales.