ELOGIO DEL ELOGIO
ENSAYOS CRISTIANOS
Tal vez no quiera usted reconocerlo, señor/a, pero la verdad es que los
humanos somos poco dados al elogio. ¡Cómo nos cuesta decir a los demás
buenas palabras! No hablo de la adulación, bien claro está que no: ésa es
otra cosa; hablo, más bien, del elogio simple y puro.
Juan Jesús Priego,
Observador de la Actualidad 847
La adulación es una mentira, pero el elogio es un reconocimiento; aquélla va
casi siempre dirigida a los poderosos, y se expresa, poco más, poco menos,
en los siguientes términos: «¡Oh, como usted no hay dos en el planeta, y ya
quisiéramos todos nosotros, humildes siervos suyos, estar aunque sea por un
momento en sus zapatos! ¡Qué afortunado es usted! ¡Y qué bien lo ha tratado
la vida! Antes de que usted llegara a este puesto, a esta oficina, la vida
era un caos, un universo tenebroso; pero ahora que usted está aquí como
nuestro guía podemos finalmente ver la luz. ¡Qué dicha tenerlo como jefe y
superior!».
La adulación es denigrante, pues se vale de la comparación para hacer sentir
aún más superior al poderoso, mientras que el elogio es desinteresado y
sencillo. Objeto de un elogio puede ser cualquiera, ya sea grande o pequeño,
rico o pobre, siempre y cuando posea una virtud digna de ser reconocida y
alabada. Para decirlo ya, en tanto que la adulación es mentirosa, el elogio
–el elogio auténtico, el verdadero- es casi siempre veraz.
Fedor Dostoievski (1821-1881), en un relato que lleva por título Un hombre
ridículo, cuenta que, una vez, un individuo que se hallaba al borde del
suicidio fue llevado una noche, mientras soñaba, al Paraíso terrenal, es
decir, al amenísimo lugar en el que vivieron nuestros primeros padres antes
de la caída, y que allí pudo ver que la gente se pasaba la vida elogiando a
sus vecinos. Pero para que me crea, señor, permítame leerle lo que el
novelista ruso dice allí; escúcheme usted, si es que dispone de un poco de
tiempo para ello:
«Por la noche, antes de entregarse al sueño –recuerde usted que el famoso
escritor ruso está hablando de los habitantes del Paraíso, es decir, de los
bienaventurados- gustaban de oír coros perfectos. Con cantos traducían las
sensaciones que habían experimentado durante el día que se acababa y lo
bendecían al despedirse de él. Celebraban a la naturaleza, a la tierra, el
mar y los bosques. Disfrutaban componiéndose cantos los unos a los otros,
ensalzándose unos a otros, con cantos muy sencillos, pero que, como
provenían del corazón, llegaban a los corazones. Además, no era solamente
con cantos como procuraban complacerse los unos a los otros, sino en todas
las circunstancias de la vida».
¿Qué le parece a usted esta descripción, estimado señor, estimada señora? Estos hombres, por
decirlo así, ensalzaban al otro por lo que éste tenía de diferente, y como
la envidia aún no se apoderaba de sus almas ni de sus espíritus, dichos
elogios eran más bien cantos a la omnipotencia divina que había dotado a
cada hombre con cualidades distintas y a la vez encomiables. Bien, esto era
así en el Paraíso. Lo que uno poseía, no tenía necesariamente que empobrecer
a los demás, pues cada cual se sentía rico, tan rico que difícilmente le
hubiera pasado por la cabeza codiciar lo ajeno.
¡Ah, señor, si esos tiempos volvieran! ¡Si pudiéramos regresar al Paraíso!
Y ahora mire usted lo que escribió una vez el gran moralista Vauvenargues
(1715-1747) a propósito de los que nunca elogian a nadie: «C’est un grand
signe de médiocrité de louer toujours modérément». O, expresado en nuestro
idioma, para no parecer pedantes: «Es indicio seguro de mediocridad el
alabar siempre mediocremente».
Los hombres mediocres muestran muy poco entusiasmo a la hora de ensalzar
unos méritos que no sean los suyos; dicen, por ejemplo: «Oh, sí, debemos
reconocer que esa persona de la que hablan ustedes, señores, está muy bien
dotada. Sin embargo, y esto es lo que hay que lamentar, lo es sólo para
algunas cosas, pues en otras igualmente importantes es una verdadera
nulidad». ¿Qué les cuesta hablar de las virtudes dejando de lado por el
momento las imperfecciones? ¡Claro que el que es bueno para una cosa casi
siempre es malo, y muy malo, para casi todas las demás! Nadie puede ser
perfecto en todo. ¿Qué perderían estos señores con limitarse a aplaudir lo
mejor? Pero no, ellos no hacen nada de esto, sino que se limitan a añadir:
«Es verdad lo que dicen de este hombre, y seríamos muy injustos no
reconociéndolo, pero tampoco hay que decírselo tan abiertamente y a la cara,
no sea que se enorgullezca y acabemos por echarlo a perder. Recuerden,
amigos míos, que la soberbia es un pecado capital».
Hay, pues un método para detectar a los mediocres: obsérvelos como elogian,
y luego saque usted sus conclusiones.
Dios nos hizo diferentes. A cada uno dio ciertos dones que a los otros les
negó. ¿Por qué no celebrar honesta y humildemente lo que Dios ha dado a cada
uno? Y, sin embargo, hay ambientes en los que los elogios brillan por su
ausencia. Jamás una aprobación con la cabeza, una sonrisa, una palmada en el
hombro en signo sincero de estímulo y reconocimiento. En estos ambientes,
cuando alguien hace mal las cosas deberá esperarse una severa reprimenda,
pero si las hace bien no debe esperar nada: el jefe dirá que este hombre no
hacía más que cumplir con su deber. ¡Qué tristeza, qué desilusión!
«Pese a todo –dice el personaje de Dostoievski al final de la novela-, yo
predicaré el Paraíso». Bien, empecemos, pues yo también quiero predicarlo.
Comencemos componiéndonos cantos los unos a los otros, ensalzándonos los
unos a los otros, como hacen los niños, como hacen los bienaventurados en
aquellas regiones etéreas e inaccesibles, y entonces habremos dado el primer
paso. Es ésta una tarea necesaria, estimado señor. Una tarea verdaderamente
necesaria. Pues, sin la estimación de los demás, sencillamente no es posible
vivir.