El sacerdocio común
10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hebr.,
5,1-5), a su nuevo pueblo "lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su
Padre" (cf. Ap., 1,6; 5,9-10). Los bautizados son consagrados como casa
espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del
Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre
cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de
quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. 1 Pe., 2,4-10).
Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y
alabanza a Dios (cf. Act., 2,42.47), han de ofrecerse a sí mismos como
hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12,1), han de dar
testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere, han de dar
también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1 Pe.,
3,15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o
jerárquico se ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de
forma peculiar del sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no
solo gradual. Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada
potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el
sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo:
los fieles, en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan en la
oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el
testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante.
Ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos
11. La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad
sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes.
Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados
por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como
hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe
que recibieron de Dios por medio de la Iglesia.
Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la
Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y
de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la
fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo.
Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida
cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con
ella; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos
toman parte activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada
uno según su condición.
Pero una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada,
manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios aptamente
significada y maravillosamente producida por este augustísimo
sacramento.
Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de
la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Este, y al mismo tiempo se
reconcilian con la Iglesia, a la que,pecando, ofendieron, la cual, con
caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión.
La Iglesia entera encomienda al Señor, paciente y glorificado, a los que
sufren, con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los
presbíteros, para que los alivie y los salva (cf. Sant., 5,14-16); más
aún, los exhorta a que uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de
Cristo (Rom., 8,17; Col., 1 24; 2 Tim., 2,11-12; 1 Pe., 4,13),
contribuyan al bien del Pueblo de Dios.
Además, aquellos que entre los fieles se distinguen por el orden
sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la
Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios.
Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del
matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la
unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef., 5,32), se
ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación
y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado
de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1 Cor., 7,7).
Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos
ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo
quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el
Pueblo de Dios en el correr de los tiempos.
En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos
los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su
ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con
especial cuidado la vocación sagrada.
Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos
por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su
camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es
perfecto.