Catequesis del Papa Francisco sobre la Familia: Nazaret
17 diciembre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Sínodo de los Obispos sobre la Familia, apenas celebrado, ha sido la
primera etapa de un camino, que se concluirá el próximo octubre con la
celebración de otra Asamblea sobre el tema “Vocación y misión de la familia
en la Iglesia y en el mundo”. La oración y la reflexión que deben acompañar
este camino involucran a todo el Pueblo de Dios. Quisiera que también las
meditaciones habituales de las audiencias del miércoles se inserten en este
camino común.
Por esto, he decidido reflexionar con ustedes, en este año, precisamente
sobre la familia, sobre este gran don que el Señor hizo al mundo desde el
principio, cuando confirió a Adán y Eva la misión de multiplicarse y de
llenar la tierra (cfr Gen 1,28). Aquel don que Jesús ha confirmado y sellado
en su Evangelio.
Y la cercanía de la Navidad enciende sobre este misterio una gran luz. La
encarnación de Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal
del hombre y de la mujer. Y este nuevo inicio acaece en el seno de una
familia, en Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía venir
especularmente, o como un guerrero, un emperador…No, no. Viene como un hijo
de familia, en una familia. Esto es importante: mirar en el pesebre esta
escena tan bella.
Dios ha elegido nacer en una familia humana, que ha formado Él mismo. La ha
formado en un apartado pueblo de la periferia del Imperio Romano. No en
Roma, que es la ciudad capital del Imperio, no en una gran ciudad, sino en
una periferia casi invisible, o mejor dicho, más bien de mala fama. Lo
recuerdan también los Evangelios, casi como un modo de decir: “De Nazaret,
¿puede salir alguna vez algo bueno?” (Jn, 1,46). Quizás, en muchas partes
del mundo, nosotros mismos hablamos todavía así, cuando escuchamos el nombre
de algún lugar periférico de una grande ciudad. Pues bien, precisamente
desde allí, de aquella periferia del gran Imperio, ¡inició la historia más
santa y más buena, aquella de Jesús entre los hombres! Y allí estaba esta
familia.
Jesús permaneció en esa periferia por más de treinta años. El evangelista
Lucas resume este periodo así: “…vivía sujeto a ellos", es decir a María y
José. Pero uno dice: ¿pero este Dios que viene a salvarnos ha perdido
treinta años allí, en aquella periferia de mala fama? ¡Ha perdido treinta
años! Y Él ha querido esto. El camino de Jesús estaba en esa familia. "La
madre conservaba todas estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en
sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres”. (2,
51-52). No se habla de milagros o curaciones, de predicaciones – no hizo
ninguna en aquel tiempo – no se habla de predicaciones, de muchedumbres que
se aglomeran; en Nazaret todo parece suceder “normalmente”, según las
costumbres de una pía y trabajadora familia israelí: se trabajaba, la mamá
cocinaba, hacía todas las cosas de la casa, planchaba las camisas…todas
cosas de mamá. El papá, carpintero, trabajaba, enseñaba al hijo a trabajar.
Treinta años: “¡pero que desperdicio padre! Pero, nunca se sabe. Los caminos
de Dios son misteriosos. ¡Pero aquello era importante, allí estaba la
familia! ¡Y eso no era un desperdicio, eh! Eran grandes santos: María, la
mujer más santa, inmaculada, y José, el hombre más justo. La familia.
Ciertamente estaríamos enternecidos por el relato de cómo Jesús adolescente
afrontaba los encuentros de la comunidad religiosa y los deberes de la vida
social; en el conocer cómo, cuando era un joven obrero, trabajaba con José;
y luego su modo de participar en la escucha de las Escrituras, en la oración
de los salmos y en tantas otras costumbres de la vida cotidiana. Los
Evangelios, en su sobriedad, no refieren nada acerca de la adolescencia de
Jesús y dejan esta tarea a nuestra afectuosa meditación. El arte, la
literatura, la música han recorrido esta vía de la imaginación. Ciertamente,
¡no es difícil imaginar cuánto las mamás podrían aprender de los cuidados de
María por el hijo! ¡Y cuánto los papás podrían ganar del ejemplo de José,
hombre justo, que dedicó su vida a sostener y a defender al niño y a la
esposa – su familia – en los momentos difíciles! ¡Y no digamos cuánto los
jóvenes podrían ser alentados por Jesús adolescente a comprender la
necesidad y la belleza de cultivar su vocación más profunda y de soñar a la
grande! Y Jesús ha cultivado en aquellos treinta años su vocación por la
cual el Padre lo ha enviado, ¿no? El Padre Dios. Jesús jamás en aquel tiempo
se desalentó, sino que creció en coraje para seguir adelante con su misión.
Cada familia cristiana – como hicieron María y José - puede en primer lugar
acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer
con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en
nuestras jornadas al Señor. Así hicieron también María y José, y no fue
fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia
fingida, no era una familia irreal. La familia de Nazaret nos compromete a
redescubrir la vocación y la misión de la familia, de cada familia. Y como
sucedió en aquellos treinta años en Nazaret, así puede suceder también para
nosotros: hacer que se transforme en normal el amor y no el odio, hacer que
se convierta en común la mutua ayuda, no la indiferencia o la enemistad.
Entonces, no es casualidad, que Nazaret signifique “Aquella que custodia”,
como María, que – dice el Evangelio “… conservaba estas cosas y las meditaba
en su corazón.” (cfr Lc 2, 19-51)). Desde entonces, cada vez que hay una
familia que custodia este misterio, aunque esté en la periferia del mundo,
el misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a salvarnos,
está obrando. Y viene para salvar al mundo. Y ésta es la grande misión de la
familia: hacer lugar a Jesús que viene, recibir a Jesús en la familia, en la
persona de los hijos, del marido, de la esposa, de los abuelos, porque Jesús
está allí. Recibirlo allí, para que crezca espiritualmente en esa 0familia.
Que el Señor nos de esta gracia en estos últimos días antes de Navidad.
Gracias.