Catequesis del Papa Francisco sobre la Familia: La Oración en Familia
Ciudad del Vaticano,
26 de agosto de 2015
El Papa
Francisco indica que un corazón lleno de amor a Dios sabe transformar en
oración un pensamiento sin palabras
En la audiencia de este miércoles 26 de agosto el papa Francisco invitó a
reflexionar sobre la oración en familia. Recordó que el espíritu de la
oración se fundamenta en el gran mandamiento: «amaras al Señor, tu Dios, con
todo el corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» y que la oración
se alimenta del afecto por Dios. Al punto que un corazón lleno de amor a
Dios sabe transformar en oración un pensamiento sin palabras, una invocación
delante de una imagen sagrada, o un beso hacia la iglesia.
A pesar de lo complicado que es el tiempo en la familia, siempre ocupado,
con mil cosas que hacer, precisó que la oración nos permite encontrar la paz
para las cosas necesarias, y descubrir el gozo de los dones inesperados del
Señor, la belleza de la fiesta y la serenidad del trabajo.
Publicamos a continuación la catequesis del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber reflexionado sobre cómo la familia vive los tiempos de la
fiesta y del trabajo, consideramos ahora el tiempo de la oración. La queja
más frecuente de los cristianos tiene que ver precisamente con el tiempo:
“Debería rezar más…; quisiera hacerlo, pero a menudo me falta tiempo”.
Escuchamos esto continuamente. El disgusto es sincero, ciertamente, porque
el corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y no tiene
paz si no la encuentra. Pero para que se encuentre, es necesario cultivar en
el corazón un amor “cálido” por Dios, un amor afectivo.
Podemos hacernos una pregunta muy simple. Está bien creer en Dios con todo
el corazón, está bien esperar que nos ayude en las dificultades, está bien
sentir el deber de agradecerle. Todo bien. Pero, ¿lo queremos algo también
al Señor? ¿El pensamiento de Dios nos conmueve, nos asombra, nos enternece?
Pensemos a la formulación del gran mandamiento, que sostiene a todos los
demás: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todo tu espíritu”. La fórmula usa el lenguaje intenso del amor,
derramándolo sobre Dios. Entonces, el espíritu de oración vive
principalmente aquí. Y si vive aquí, vive todo el tiempo y no se va nunca.
¿Podemos pensar en Dios como la caricia que nos mantiene con vida, antes de
la cual no hay nada? ¿Una caricia de la cual nada, ni siguiera la muerte,
nos puede separar? ¿O lo pensamos solo como el gran Ser, el Todopoderoso que
ha creado todas las cosas, el Juez que controla cada acción? Todo es verdad,
naturalmente.
Pero solo cuando Dios es el afecto de todos nuestros afectos, el significado
de estas palabras se hace pleno. Entonces nos sentimos felices, y también un
poco confundidos, porque Él piensa en nosotros ¡y sobretodo nos ama! ¿No es
impresionante esto? ¿No es impresionante que Dios nos acaricie con amor de
padre? Es muy hermoso, muy hermoso. Podía simplemente darse a conocer como
el Ser supremo, dar sus mandamientos y esperar los resultados. En cambio
Dios ha hecho y hace infinitamente más que eso. Nos acompaña en el camino de
la vida, nos protege, nos ama.
Si el afecto por Dios no enciende el fuego, el espíritu de la oración no
calienta el tiempo. Podemos también multiplicar nuestras palabras, “como
hacen los paganos”, decía Jesús; o también mostrar nuestros ritos, “como
hacen los fariseos”. Un corazón habitado por el amor a Dios convierte en
oración incluso un pensamiento sin palabras, o una invocación delante de una
imagen sagrada, o un beso enviado hacia la iglesia.
Es hermoso cuando las madres enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a
Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en eso! En aquel momento el corazón
de los niños se transforma en lugar de oración. Y es un don del Espíritu
Santo. ¡No olvidemos nunca pedir este don para cada uno de nosotros! El
Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en nuestros corazones
“Abbà”, “Padre”, nos enseña a decir padre precisamente como lo decía Jesús,
un modo que no podremos nunca encontrar solos. Este don del Espíritu es en
familia donde se aprende a pedirlo y a apreciarlo. Si lo aprendes con la
misma espontaneidad con la que aprendes a decir “papá” y “mamá”, lo has
aprendido para siempre. Cuando esto sucede, el tiempo de la entera vida
familiar viene envuelto en el vientre del amor de Dios, y busca
espontáneamente el tiempo de la oración.
El tiempo de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo complicado y
concurrido, ocupado y preocupado. Siempre es poco, no basta nunca. Siempre
hay tantas cosas que hacer. Quien tiene una familia aprende pronto a
resolver una ecuación que ni siquiera los grandes matemáticos saben
resolver: ¡dentro de las veinticuatro horas consigue que haya el doble! Es
así ¿eh? ¡Existen mamás y papás que podrían ganar el Nobel por esto! ¿eh?
¡De 24 horas hacen 48! No sé cómo lo hacen, pero se mueven y hacen. Hay
tanto trabajo en la familia.
El espíritu de la oración restituye el tiempo a Dios, sale de la obsesión de
una vida a la que le falta siempre el tiempo, reencuentra la paz de las
cosas necesarias y descubre la alegría de los dones inesperados. Unas buenas
guías para esto son las dos hermanas Marta y María, de quienes habla el
Evangelio que hemos escuchado; ellas aprendieron de Dios la armonía de los
ritmos familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del trabajo, el
espíritu de oración. La visita de Jesús, a quien querían mucho, era su
fiesta. Un día, sin embargo, Marta aprendió que el trabajo de la
hospitalidad, si bien es importante, no lo es todo, sino que escuchar al
Señor, como hacía María, era la cosa verdaderamente esencial, la “parte
mejor” del tiempo.
Que la oración brote de la escucha de Jesús, de la lectura del Evangelio, no
olviden... cada día leer un pasaje del Evangelio. La oración brote de la
confianza con la Palabra de Dios. ¿Hay esta confianza en nuestra familia?
¿Tenemos en casa el Evangelio? ¿Lo abrimos alguna vez para leerlo juntos?
¿Lo meditamos rezando el Rosario? El Evangelio leído y meditado en familia
es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Y por la mañana y por la
noche, y cuando nos sentamos en la mesa, aprendamos a decir juntos una
oración, con mucha sencillez: es Jesús el que viene entre nosotros, como iba
en la familia de Marta, María y Lázaro.
Una cosa que tengo en el corazón, que he visto en las ciudades... ¡Hay niños
que no han aprendido a hacer la señal de la cruz! Tú, mamá, papá, enseña a
tu niño a rezar, a hacer la señal de la cruz. Esta es una tarea hermosa de
las mamás y de los papás.
En la oración de la familia, en sus momentos fuertes y en sus pasos
difíciles, somos confiados los unos a los otros, para que cada uno de
nosotros en la familia sea custodiado por el amor de Dios. Gracias.