Catequesis del Papa Francisco sobre la Familia: Promesas a los Hijos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy como las previsiones del tiempo eran un poco inseguras, se esperaba
lluvia, esta audiencia se realiza contemporáneamente en dos lugares,
nosotros en la plaza y 700 enfermos en el aula Pablo VI que siguen la
audiencia en las pantallas, todos estamos unidos, les saludamos con un
aplauso.
La palabra de Jesús es fuerte hoy ¡Ay del mundo a causa de los escándalos!
Jesús es realista y dice que es inevitable que vengan los escándalos pero
¡ay del hombre que causa el escándalo!
Yo quisiera antes de iniciar la catequesis, en nombre de la Iglesia,
pedirles perdón por los escándalos que en estos últimos tiempos han ocurrido
tanto en Roma como en el Vaticano ¡les pido perdón!
Hoy reflexionamos sobre un tema muy importante: las promesas que hacemos a
los niños. No hablo tanto de las promesas que hacemos aquí o allí, durante
el día, para que están contentos o para que sean buenos, (quizá con algún
truco inocente, te doy un caramelo, esas promesas…) para convencerles de que
se apliquen en el escuela o para disuadirles de algún capricho. Hablo de las
promesas más importantes, decisivas para lo que esperan de la vida, para su
confianza con los seres humanos, para su capacidad de concebir el nombre de
Dios como una bendición.
Nosotros, adultos, estamos listos para hablar de los niños como de una
promesa de vida. Y también nos conmovemos con facilidad, diciendo a los
jóvenes que son nuestro futuro. Es verdad. Pero a veces me pregunto si somos
serios sobre su futuro. Con el futuro de los niños, con el futuro de los
jóvenes. Una pregunta que debemos hacernos más a menudo es esta: ¿cuánto
somos leales con las promesas que hacemos a los niños, haciéndoles venir a
nuestro mundo? Nosotros los hacemos venir al mundo y ésto es una promesa.
¿Qué le prometemos a ellos?
Acogida y cuidado, cercanía y atención, confianza y esperanza, son muchas
otras promesas de base, que se pueden resumir en una sola: amor. Nosotros
prometemos amor, es decir, el amor que se expresa en la acogida, en el
cuidado, en la cercanía, en la atención, en la confianza, en la esperanza.
Pero la gran promesa es el amor.
Ésta es la forma más adecuada de acoger a un ser humano que viene al mundo,
y todos nosotros lo aprendemos, antes aún de ser conscientes. Me gusta mucho
cuando veo a los papás y mamás, cuando paso entre ustedes, y me traen a un
niño, a una niña pequeños. ¿Cuánto tiempo tiene?, tres semanas, cuatro
semanas, pero busco que el Señor lo bendiga, esto se llama amor también.
La promesa, el amor es una promesa que el hombre y la mujer hacen a cada
hijo: desde que es concebido en el pensamiento. Los niños vienen al mundo y
se espera tener confirmación de esta promesa: lo esperan de forma total,
confiada, indefensa. Basta con mirarles: en todas las razas, en todas las
culturas, en todas las condiciones de la vida.
Cuando sucede lo contrario, los niños son heridos por un escándalo
insoportable, aún más grave, en cuanto que no tienen medios para
descifrarlo. No pueden entender qué cosa sucede. Dios vigilia sobre esta
promesa, desde el primer instante. ¿Se recuerdan qué dice Jesús?, que los
ángeles de los niños reflejan la mirada de Dios, y Dios no pierda nunca de
vista a los niños (Mt 18,10)´. Ay de aquellos que traicionan su confianza,
ay de aquellos. Su confiado abandono a nuestra promesa, que nos compromete
desde el primer instante, nos juzga.
Y quisiera añadir otra cosa, con mucho respeto por todos, pero también con
mucha franqueza. Su espontánea confianza en Dios no debería nunca ser
herida, sobre todo cuando lo que sucede es motivo de una cierta presunción
(más o menos inconsciente) de sustituir a Dios. La tierna y misteriosa
relación de Dios con el alma de los niños no debería ser violado. Es una
relación real que Dios la quiere y Dios la cuida. El niño está preparado
desde el nacimiento para sentirse amado por Dios. Desde el principio es
capaz de sentir que es amado por sí mismo, un hijo siente también que hay un
Dios que ama a los niños.
Los niños, recién nacidos, comienzan a recibir como regalo, junto con el
alimento y los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales del
amor. Los actos de amor pueden pasan a través del don del nombre personal,
el compartir el lenguaje, las intenciones de las miradas, lo que iluminan
las sonrisas. Aprenden así que la belleza de la unión entre los seres
humanos se dirige hacia nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la
libertad del otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor.
Un segundo milagro, una segunda promesa: nosotros - padre y madre – ¡nos
donamos a ti, para que tú te dones a ti mismo! Y esto es amor, ¡que trae una
chispa de aquello de Dios! Pero ustedes, padres y madres tienen esta chispa
de Dios que dan a los niños, ustedes son instrumento del amor de Dios y esto
es bello, bello, bello.
Solo si miraramos a los niños con los ojos de Jesús, podríamos realmente
entender en qué sentido, defendiendo la familia, protegemos a la humanidad.
El punto de vista de los niños es el punto de vista del Hijo de Dios. La
Iglesia misma, en el Bautismo, hace grandes promesas a los niños, con las
que compromete a los padres y a la comunidad cristiana. La santa Madre de
Jesús --por medio de la cual el Hijo de Dios ha llegado a nosotros, amada y
generado como un niño-- haga a la Iglesia capaz de seguir el camino de
maternidad y de su fe. Y san José --hombre justo, que lo ha acogido y
protegido, honrando con valentía la bendición y la promesa de Dios --nos
haga dignos de hospedar a Jesús en cada niño que manda sobre la tierra.