Benedicto XVI: «El lenguaje de la fe se aprende en el hogar»
Ante miles de familias, el Papa Benedicto XVI pronunció estas palabras,
en una Vigilia de oración en la que destacó el papel de la familia como
transmisora de la fe en Cristo.
Amados hermanos y hermanas:
Siento un gran gozo al participar en este encuentro de oración, en el cual
se quiere celebrar con gran alegría el don divino de la familia. Me siento
muy cercano con la oración a todos los que han vivido recientemente el luto
en esta ciudad, y con la esperanza en Cristo resucitado, que da aliento y
luz aun en los momentos de mayor desgracia humana.
Aprender a dar y recibir amor
Unidos por la misma fe en Cristo, nos hemos congregado aquí, desde tantas
partes del mundo, como una comunidad que agradece y da testimonio con júbilo
de que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios para amar, y
que sólo se realiza plenamente a sí mismo cuando hace entrega sincera de sí
a los demás. La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende
a dar y recibir amor. Por eso, la Iglesia manifiesta constantemente su
solicitud pastoral por este espacio fundamental para la persona humana. Así
lo enseña en su magisterio, en el Catecismo: «Dios, que es amor y creó al
hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los
ha llamado en el matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre
ellos, de manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Compendio, 377).
Ésta es la verdad que la Iglesia proclama sin cesar al mundo. Mi querido
predecesor, Juan Pablo II, decía que «el hombre se ha convertido en imagen y
semejanza de Dios, no sólo a través de la propia humanidad, sino también a
través de la comunión de las personas que el varón y la mujer forman desde
el principio. Se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de la
soledad, cuanto en el momento de la comunión» (Catequesis, 14-XI-1979). Por
eso, he confirmado la convocatoria de este V Encuentro Mundial de las
Familias en España, y concretamente en Valencia, rica en sus tradiciones y
orgullosa de la fe cristiana que se vive y cultiva en tantas familias.
La familia es una institución intermedia entre el individuo y la sociedad, y
nada la puede suplir totalmente. Ella misma se apoya sobre todo en una
profunda relación interpersonal entre el esposo y la esposa, sostenida por
el afecto y comprensión mutua. Para ello, recibe la abundante ayuda de Dios
en el sacramento del Matrimonio, que comporta verdadera vocación a la
santidad. Ojalá que los hijos contemplen más los momentos de armonía y
afecto de los padres, que no los de discordia o distanciamiento, pues el
amor entre el padre y la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les
enseña la belleza del amor fiel y duradero.
La familia es un bien necesario para los pueblos, un fundamento
indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda
su vida. Es un bien insustituible para los hijos, que han de ser fruto del
amor, de la donación total y generosa de los padres. Proclamar la verdad
integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y
santuario de la vida, es una gran responsabilidad de todos.
El padre y la madre se han dicho un Sí total ante Dios, lo cual constituye
la base del sacramento que les une; asimismo, para que la relación interna
de la familia sea completa, es necesario que digan también un Sí de
aceptación a sus hijos, a los que han engendrado o adoptado y que tienen su
propia personalidad y carácter. Así, éstos irán creciendo en un clima de
aceptación y amor, y es de desear que, al alcanzar una madurez suficiente,
quieran dar a su vez un Sí a quienes les han dado la vida.
Compañía y alimento espiritual
Los desafíos de la sociedad actual, marcada por la dispersión que se genera
sobre todo en el ámbito urbano, hacen necesario garantizar que las familias
no estén solas. Un pequeño núcleo familiar puede encontrar obstáculos
difíciles de superar si se encuentra aislado del resto de sus parientes y
amistades. Por ello, la comunidad eclesial tiene la responsabilidad de
ofrecer acompañamiento, estímulo y alimento espiritual que fortalezca la
cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o momentos críticos. En este
sentido, es muy importante la labor de las parroquias, así como de las
diversas asociaciones eclesiales, llamadas a colaborar como redes de apoyo y
mano cercana de la Iglesia para el crecimiento de la familia en la fe.
Cristo ha revelado cuál es siempre la fuente suprema de la vida para todos
y, por tanto, también para la familia: «Éste es mi mandamiento: que os améis
unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que quien da la
vida por sus amigos». El amor de Dios mismo se ha derramado sobre nosotros
en el Bautismo. De ahí que las familias están llamadas a vivir esa calidad
de amor, pues el Señor es quien se hace garante de que eso sea posible para
nosotros a través del amor humano, sensible, afectuoso y misericordioso como
el de Cristo.
Junto con la transmisión de la fe y del amor del Señor, una de las tareas
más grandes de la familia es la de formar personas libres y responsables.
Por ello, los padres han de ir devolviendo a sus hijos la libertad, de la
cual durante algún tiempo son tutores. Si éstos ven que sus padres –y, en
general, los adultos que les rodean– viven la vida con alegría y entusiasmo,
incluso a pesar de las dificultades, crecerá en ellos más fácilmente ese
gozo profundo de vivir que les ayudará a superar con acierto los posibles
obstáculos y contrariedades que conlleva la vida humana. Además, cuando la
familia no se cierra en sí misma, los hijos van aprendiendo que toda persona
es digna de ser amada, y que hay una fraternidad fundamental universal entre
todos los seres humanos.
La madre que enseña a hablar
Este V Encuentro Mundial nos invita a reflexionar sobre un tema de
particular importancia y que comporta una gran responsabilidad para
nosotros: La transmisión de la fe en la familia. Lo expresa muy bien el
Catecismo de la Iglesia católica, que dice: «Como una madre que enseña a sus
hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia, nuestra
Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia
y la vida de la fe» (n.171).
Como se simboliza en la liturgia del Bautismo, con la entrega del cirio
encendido, los padres son asociados al misterio de la nueva vida como hijos
de Dios, que se recibe con las aguas bautismales.
Transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones
como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una
responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar
totalmente. «La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica, porque
manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en
cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el
sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de
gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del
primer anuncio de la fe a los hijos» (Catecismo. Compendio, 350). Y además:
«Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros
responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la
fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como
hijos de Dios... En especial, tienen la misión de educarlos en la fe
cristiana» (ibíd., 460).
La fe, a través de la familia
El lenguaje de la fe se aprende en los hogares donde esta fe crece y se
fortalece a través de la oración y de la práctica cristiana. En la lectura
del Deuteronomio, hemos escuchado la oración repetida constantemente por el
pueblo elegido, la Shema Israel, y que Jesús escucharía y repetiría en su
hogar de Nazaret. Él mismo la recordaría durante su vida pública, como nos
refiere el evangelio de Marcos (Mc 12,29). Ésta es la fe de la Iglesia que
viene del amor de Dios, por medio de vuestras familias. Vivir la integridad
de esta fe, en su maravillosa novedad, es un gran regalo. Pero en los
momentos en que parece que se oculta el rostro de Dios, creer es difícil y
cuesta un gran esfuerzo.
Este Encuentro da nuevo aliento para seguir anunciando el Evangelio de la
familia, reafirmar su vigencia e identidad basada en el matrimonio abierto
al don generoso de la vida, y donde se acompaña a los hijos en su
crecimiento corporal y espiritual. De este modo se contrarresta un hedonismo
muy difundido, que banaliza las relaciones humanas y las vacía de su genuino
valor y belleza. Promover los valores del matrimonio no impide gustar
plenamente la felicidad que el hombre y la mujer encuentran en su amor
mutuo. La fe y la ética cristiana, pues, no pretenden ahogar el amor, sino
hacerlo más sano, fuerte y realmente libre. Para ello, el amor humano
necesita ser purificado y madurar para ser plenamente humano y principio de
una alegría verdadera y duradera.
Invito, pues, a los gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien
evidente que los hogares en paz y en armonía aseguran al hombre, a la
familia, centro neurálgico de la sociedad, como recuerda la Santa Sede en la
Carta de los Derechos de la Familia. El objeto de las leyes es el bien
integral del hombre, la respuesta a sus necesidades y aspiraciones. Esto es
una ayuda notable a la sociedad, de la cual no se puede privar, y para los
pueblos es una salvaguarda y una purificación. Además, la familia es una
escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse
verdaderamente hombre. En este sentido, la experiencia de ser amados por los
padres lleva a los hijos a tener conciencia de su dignidad de hijos.
La criatura concebida ha de ser educada en la fe, amada y protegida. Los
hijos, con el fundamental derecho a nacer y a ser educados en la fe, tienen
derecho a un hogar que tenga como modelo el de Nazaret, y sean preservados
de toda clase de insidias y amenazas.
Deseo referirme ahora a los abuelos, tan importantes en las familias. Ellos
pueden ser –y son tantas veces– los garantes del afecto y la ternura que
todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a los pequeños la
perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las familias. Ojalá que,
bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que
no podemos arrebatarles a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan
testimonio de fe ante la cercanía de la muerte.
Quiero ahora recitar una parte de la oración que habéis rezado pidiendo por
el buen fruto de este Encuentro Mundial de las Familias: «Oh, Dios, que en
la Sagrada Familia nos dejaste un modelo perfecto de vida familiar vivida en
la fe y la obediencia a tu voluntad. Ayúdanos a ser ejemplo de fe y amor a
tus mandamientos. Socórrenos en nuestra misión de transmitir la fe a
nuestros hijos. Abre su corazón para que crezca en ellos la semilla de la fe
que recibieron en el Bautismo. Fortalece la fe de nuestros jóvenes, para que
crezcan en el conocimiento de Jesús. Aumenta el amor y la fidelidad en todos
los matrimonios, especialmente aquellos que pasan por momentos de
sufrimiento o dificultad. Unidos a José y María, te lo pedimos por
Jesucristo tu Hijo, nuestro Señor. Amén».