Carta a un futuro bautizando
¿Cómo presentar la identidad de los cristianos al mundo de hoy, dos mil años
después del nacimiento de Jesucristo? Las consideraciones siguientes abordan
esta cuestión bajo forma de carta abierta a un futuro bautizado. Tanto por
su estilo como por su contenido, se inspiran libremente en la Carta a
Diogneto, del siglo II y en los «Pensamientos para el día del bautismo» de
Dietrich Bonhoeffer. Esta carta fue publicada en la revista francesa
«Études» y recogida en «Omnis terra». Michel Fedou
El día está ya cercanísimo: ¡el domingo vas a recibir el bautismo! La
comunidad se encontrará allí para recibirte y tú proclamarás lo que crees, y
por tres veces el sacerdote derramará sobre tu cabeza esa agua bautismal
sobre la que implorará la bendición de Dios, y serás vestido con un vestido
nuevo, y te entregarán un cirio encendido, porque serás iluminado por la luz
de Cristo y porque deberás caminar en adelante como un hijo de la luz en
medio de este mundo. Ese día será, sin duda, para millones de hombres, un
día ordinario entre otros muchos del año. Pero no te inquietes si ellos
ignoran hoy tu secreto. Más tarde, quizás...
Te has preparado durante mucho tiempo para este día, por lo que no te
enseñaría nada si te explicara una vez más el sentido de tu bautismo. Pero
como este debe marcar de manera decisiva tu entrada en la comunidad
cristiana, quisiera decirte al menos algunas palabras sobre estos hombres y
mujeres a quienes acabas de unirte. Algunas palabras, sencillamente, sobre
su modo de vivir en este mundo y sobre los lazos que les unen; algunas
palabras sobre lo que son (o deberían ser), sobre la esperanza que mora en
ellos, sobre la fuente profunda de sus palabras y de sus actos...
Si tratas primero de encontrarlos entre las muchedumbres, verás que, con
mucha frecuencia, no se distinguen ni por el país, ni por la lengua, ni por
el modo de comer o de vestirse: siguen las costumbres locales para
alimentarse y vestirse, practican la lengua de la gente que vive con ellos,
cumplen sus deberes de ciudadanos en las naciones donde viven. Sin embargo,
atención: su misma proximidad con los otros hombres esconde un gran
secreto... Cada uno reside en su propio país, pero como extranjeros
domiciliados. Viven en un lugar determinado, pero el mundo entero constituye
su morada. Toda tierra extranjera es para ellos una patria, y toda patria
una tierra extranjera.
En efecto, por un lado, los cristianos están en el mundo y todos desean
tener su lugar. Tan noble es el puesto que Dios les ha asignado, que no les
es permitido desertar. No rechazan las responsabilidades de la vida familiar
y profesional; participan activamente en las tareas de educación que les
incumben; se comprometen incluso en asociaciones, sindicatos y partidos a
los que atribuyen un papel importante para su barrio o ciudad, para el país
o para el destino de las naciones. No sólo están en el mundo, sino que se
interesan por este mundo hacia el que dirigen una mirada en principio
benévola. Ciertamente, les ha sucedido que han sentido temor ante ciertos
progresos de la ciencia: por ejemplo, los que parecen poner en tela de
juicio las afirmaciones de las narraciones bíblicas de la creación. Pero
han aprendido a superar estos temores y tú sabes cómo ellos mismos han
contribuido al prodigioso impulso de la técnica y de las ciencias. Si, están
verdaderamente en el mundo; no permanecen pasivos ante él, sino que se
proponen trabajar con los demás en su transformación. Aman este mundo, aman
lo que tiene de bello, desde el esplendor de una puesta de sol o la infinita
dulzura de una noche estrellada, hasta las obras maestras del arte y las más
sublimes creaciones del espíritu...
Por tanto, están en el mundo, pero no son del mundo. Se dedican plenamente a
las tareas que les han sido confiadas, pero no están apegados a ellas porque
creen que la calidad de una existencia no depende principalmente del éxito
profesional, ni del crecimiento de las empresas más prósperas, ni de las
realizaciones cada vez más elevadas de la vida deportiva, ni de las más
bellas realizaciones de la ciencia y del arte.
No desprecian estas cosas; incluso saben apasionarse por ellas cada vez que
pueden, pero evitan poner toda su esperanza en ellas porque a sus ojos
existe algo de mucho más valor, de un valor incomparable... Están dispuestos
a respetar a quienes no comparten sus puntos de vista, pero también quieren
que sus convicciones sean respetadas.
Se alegran de las relaciones más estrechas que pueden establecerse entre la
Iglesia y la sociedad, pero son conscientes de que las hostilidades
permanecen, y vigilan para no quedar atados a situaciones en las que ya no
podrían hablar ni actuar siguiendo su conciencia. De ninguna manera intentan
imponer su fe, pero reivindican el derecho de proponerla libremente. Se
interesan por las culturas de diferentes pueblos; incluso aspiran a que su
Evangelio sea recibido de modo original en la inmensa diversidad de esas
culturas; apremian ardientemente al desarrollo de las lglesias que, de
América a Asia, asumirían los más altos valores de las tradiciones locales;
pero no quieren ser esclavos de esas tradiciones, porque saben que todas las
culturas, además de sus esplendores, encierran en su interior también
fuerzas de violencia y de muerte. Denuncian toda actitud de intolerancia
hacia otros creyentes; más bien, buscan el diálogo con ellos y saben
apreciar las riquezas de sus herencias multiseculares, pero no ceden al
relativismo ni a la atracción de una ilusoria fusión de todas las creencias
de la humanidad. Están en el mundo, pero no son del mundo.
Me dirás que preparo una mesa demasiado presuntuosa, y que la realidad es
diferente... Es verdad, en parte, y yo mismo lo repetiría: nosotros, los
cristianos, ¡no somos muy fieles a lo que creemos! Pero, ¿no es también
contemplando nuestro ideal como, con la ayuda de Dios, responderemos mejor a
nuestra vocación? Sea como fuere, los cristianos de hoy, como los de ayer,
saben inscribir en su vida las exigencias de su fe...+
¿Quieres conocer más aún la paradoja de su condición? Se sirven del dinero,
pero no lo convierten en un dios. Miran la televisión, utilizan el ordenador
e Internet, pero se niegan a sacrificarle todo. Como otros muchos, están
invadidos y apremiados por informaciones acerca de todo, pero no quieren
estar a merced de cualquier anuncio ni de la publicidad más seductora. ¿Son
desempleados? Reivindican el derecho a trabajar como los demás; pero si se
les pide trabajar cada vez más para producir más responden que no quieren
tampoco ser esclavos.
Aceptan ser alabados, pero vigilan para no ser prisioneros de su reputación;
y si se les critica injustamente se defienden como pueden, pero evitan
responder al odio con el odio y, llegado el momento, están dispuestos a
perdonar. Se les muestran cuerpos que adorar; ya no se trata, como en la
antigüedad, de estatuas de Apolo o de la diosa Afrodita, sino de imágenes de
hombres y mujeres que muestran su desnudez para satisfacción de los
sentidos; alejan su mirada, no porque desprecien el cuerpo sino, al
contrario, porque lo respetan. ¿Juzgan que su moral es demasiado exigente?
Pero ellos no desean condenar a quienes no comparten su ideal de vida.
¿Juzgan su moral demasiado conciliante? Recuerdan que no está permitido
todo, que tienen un alto ideal del matrimonio y piden que los esposos
cristianos se consagren uno al otro durante toda su vida, y algunos de ellos
entregan sus bienes, su cuerpo y su vida entera para la alabanza y el
servicio de Dios. No descuidan la vida del espíritu, el trabajo paciente de
los investigadores, el esfuerzo de los sabios y de los filósofos para
descubrir los enigmas de la existencia humana; hijos de Atenas y de
Jerusalén, participan ellos mismos en este trabajo, convencidos de que su fe
no es sin razón y de que tienen que rendir cuentas estrictas y razonadas de
su tiempo en el mundo. Pero se preocupan igualmente de los menos instruidos,
denuncian las situaciones que favorecen el analfabetismo y la incultura, se
comprometen ellos mismos en la educación de los más desfavorecidos, y velan
para que el mensaje de su fe pueda ser entendido y comprendido por el mayor
número de personas.
No hacen distinción de personas; saben estar cerca de los que han triunfado
en la vida, de quienes tienen más dinero o poder, de los que pueden ejercer
influjo en las sociedades, para que sean más humanas y justas; pero
denuncian la injusticia allí donde la encuentran, y defienden los derechos
de quienes son victimas de la desigualdad o de la opresión social. Quieren
que las mujeres sean tratadas como los hombres, protestan contra la
violencia ejercida sobre los niños o los ancianos, piden que todo ser humano
sea respetado en su dignidad, se preocupan especialmente de aquellos a
quienes la vida ha dejado sin recursos y que han perdido toda esperanza. Sin
duda has oído hablar de la madre Teresa, en la India; debes saber que
numerosos cristianos, solos o con otros creyentes, e incluso con personas
que se profesan no creyentes, consagran parte de su vida a asistir a los más
pobres y excluidos. Se preocupan de los más débiles en nuestras sociedades,
de los que corren el peligro de parecer inútiles o de los que son
despreciados como los últimos de todos. Unos asisten a los enfermos,
aliviando su prueba y los acompañan en su soledad. Otros visitan a los
encarcelados y saben intervenir a veces en su favor. Otros se preocupan de
los extranjeros y de su suerte, allí donde nuestras sociedades corren
siempre el riesgo de replegarse sobre si mismas y de cerrarse a las llamadas
que vienen de afuera. En suma, nada que sea humano les es indiferente, y lo
que es débil en este mundo es muy valioso a sus ojos. Si, ¡es admirable la
condición de los cristianos en el mundo!
Te han enseñado ya lo que les da la fuerza para vivir y perseverar en este
mundo. En primer lugar es esto: escuchan una Palabra que les ha sido
transmitida. Ya sea que la oigan el domingo durante sus asambleas de
oración, o que se unan a algunos para compartir los misterios, o que la
mediten en la soledad de una oficina, de una habitación o de un modesto
oratorio, se alimentan de ella como uno se alimenta con un pan; encuentran
en ella la fuente viva de su esperanza. Has comenzado a probarla tú mismo:
esta Palabra no consiste simplemente en palabras, entra verdaderamente en
ti, va a habitar en lo más profundo de tu corazón: es una presencia que te
hace vivir. Sé bien que, ciertos días, la encontrarás árida y que tendrás
ganas de alejarte de ella; pero es precisamente entonces cuando deberás
perseverar, y la Palabra volverá a ser para ti una luz en tu noche, un
huésped interior que te conforta, un fuego que te calienta y te abrasa.
Y, además, los cristianos están unidos entre si, forman una asamblea que no
tiene parangón en la vida social o política; viven una comunión que es a la
vez visible e invisible, corporal y espiritual, local y universal. Todos
pueden comprobarlo: celebran varias fiestas durante el año; suelen reunirse
especialmente un día a la semana que llaman el "día del Señor" y algunos se
reúnen incluso cada día, porque, para ellos, cada día debe ser un día del
Señor. Entonces escuchan la Palabra; luego ofrecen pan y vino, y quien
preside su asamblea repite las palabras que su Maestro pronunció un día, y
participan en esta comida de acción de gracias, y se conserva un poco de pan
para llevarlo a los enfermos que no pudieron participar.
Acogen con alegría a quienes, como tú mismo, se convierten en miembros de su
comunidad; bendicen matrimonios; perdonan a los pecadores que se
arrepienten; ungen con óleo a sus enfermos; rezan por los difuntos y asisten
a sus familias; respetan los cementerios donde descansan los cuerpos.
Algunos, entre ellos, reciben una misión particular al servicio de todos; la
ejercen en unión con quienes los enviaron y ellos mismos suceden hoy a los
primeros discípulos de su Maestro. Sus comunidades están presentes en todos
los continentes y, según los lugares, dan a sus celebraciones rostros con
frecuencia variados; están también unidos por un mismo vinculo, un vinculo
que atraviesa las fronteras más impermeables. Así también se encuentran a
través de algunos de sus miembros; sus responsables tienen a veces tareas
extraordinarias, y uno de ellos, responsable de la Iglesia un día fundada
por los apóstoles Pedro y Pablo, es reconocido por muchos como un padre que
preside la comunión de las lglesias ya extendidas por la faz de la tierra.
Me podrías objetar de nuevo que el cuadro es demasiado bello y que cierro
los ojos ante la realidad... Pero, como te he dicho, no pretendo afirmar que
estamos a la altura de nuestra vocación. No intento negar lo que, en nuestro
comportamiento de cristianos, queda todavía muy lejos de la perfección
esperada. Se hubiera podido creer que los bautizados no recaerían nunca en
los vicios del orgullo, de la avaricia o de la mentira; en lugar de ello,
muchos han recaído de nuevo; muchos han debido reconocer su complicidad con
el apóstol que, por tres veces, renegó a su Maestro; muchos hubieran caído
en la desesperación si un día u otro no hubieran oído la palabra inaudita
del perdón. Y ¡cuántas faltas cometidas en nombre de la verdadera religión,
cuántas violencias cometidas contra los infieles, cuántos odios acumulados
contra el pueblo judío! ¡Cómo no sentimos heridos por los desgarrones de la
lglesia misma, de esta lglesia cuya unidad proclamamos y que lleva la marca
tan dolorosa de sus divisiones y conflictos!
Por tanto, ama a esta Iglesia a la que te preparas a unirte. No la juzgues
desde fuera como si tú mismo fueras menos cómplice de sus fallos y faltas.
Ámala a pesar de sus oscuridades y del pecado de sus miembros. Ámala como
una madre que cada día te ayuda a vivir y crecer. Por otra parte, ¿no ves
que está bendecida hoy con la conciencia de sus propias faltas y que ha
comenzado incluso a pedir perdón? ¿No ves, asimismo, los signos de un
impulso nuevo hacia la comunión, que espero termine por unir a todos los
cristianos de la tierra? Incluso me atrevo a decir: aunque debes evitar la
tentación de alabarte a ti mismo; aunque tu orgullo esté definitivamente
vencido en ti, no deberías dejar de maravillarte de esta Iglesia que, desde
hace dos mil años, a pesar de sus debilidades y miserias, ha sabido ofrecer
al mundo rostros admirables de santidad.
Desde los mártires de los primeros siglos hasta los mártires de Uganda y del
Japón, desde Dietrich Bonhoeffer a Mons. Romero y a los siete monjes de
Tibhirine, algunos cristianos han llegado al culmen de su esperanza y lo han
pagado con su propia vida. Desde Benito hasta Teresita, desde el pobre de
Asís hasta el otro Francisco que se embarcó para las Indias, hombres y
mujeres lo han abandonado todo por amor a su Maestro y por servir a sus
hermanos.
Y además están todas esas santidades desconocidas, o que sólo han sido
conocidas por muy pocos, en las salas de los hospitales o en las regiones
arrasadas por el hambre o las inundaciones, en las trincheras de las guerras
o en los campos de muerte, pero también a través de la humilde fidelidad a
las tareas cotidianas y a través de la perseverancia en las pruebas hasta en
lo más ordinario de la vida diaria. Si, te debes maravillar de esta Iglesia.
Me dirás, quizás, que muchos, fuera del cristianismo, han sabido testimoniar
igualmente un amor sin límites. Dices bien, pero debes maravillarte también,
pues ellos deben de beber, misteriosamente, de la misma fuente de santidad.
No eres tú el juez; sólo Dios reconocerá a los suyos. Acuérdate simplemente
de que la llamada a la santidad no ha sido vana en la historia y de que,
como cristiano, deberás esforzarte más que los otros por responder a ella.
Se trata de la esperanza que habita en tí, de la esperanza que, después de
dos mil años, ha atravesado los siglos...
Era el primer día de la semana. La noticia, transmitida primero por las
mujeres que habían ido al sepulcro, se difundió inmediatamente entre los
discípulos del Maestro: ¡Jesús estaba vivo! Aquel a quien habían seguido por
los caminos de Palestina, aquel que les había desvelado los misterios del
Reino, aquel que había alimentado a las muchedumbres y aliviado tantas
penas, aquel que al final había sido traicionado, condenado y clavado en una
cruz, había despertado del sueño de la muerte y estaría con los suyos hasta
el fin del mundo.
El acontecimiento acababa de producirse. Y algunos preguntaban: ¿por qué tan
tarde? Pero tus padres en la fe comprendieron rápidamente que los siglos
precedentes habían sido ya visitados por la Palabra de Dios. Incluso antes
que Dios se encarnara un día del tiempo, se había comunicado ya a través de
los profetas y sabios de Israel; había llegado incluso a hombres y mujeres
de todas las naciones que obedecían a la voz de su conciencia más que a
leyes inhumanas e injustas. Estaba presente en la creación del mundo, porque
nosotros creemos que este mundo fue creado, no fabricado partiendo de una
materia preexistente, sino todo entero querido y modelado por Dios como obra
de sus manos (por eso no te debes fabricar otros dioses en la tierra). La
Palabra de Dios estaba presente en Dios mismo como su Hijo eternamente
engendrado en el soplo del espíritu: misteriosa unidad de un Dios que no es
absolutamente solitario; misteriosa comunión de tres que no son sino uno,
como la raíz que produce el árbol y el fruto, la fuente de la que procede el
arroyo y el río, el sol del que proceden el rayo y la luz que sale del
rayo...
Este Dios se ha acercado tanto a nuestro mundo, que su Hijo llegó incluso a
compartir en todo nuestra condición humana. ¿Cómo no han de amar los
cristianos esta tierra? ¿Cómo no han de respetar el cuerpo? ¿Cómo no se han
de preocupar del destino del mundo? Su Maestro mismo hizo la experiencia de
nacer y crecer, tuvo hambre y comió, tuvo sed y bebió, conoció la soledad
del desierto y la presión de las multitudes que corrían hacia él, reveló a
los suyos que eran la sal de la tierra y la luz del mundo, les enseñó la
verdadera justicia y el amor a los enemigos, les ordenó que rezaran para que
se cumpliera aquí abajo la voluntad del Padre, perdonó a los pecadores.
Liberó a los poseídos y curó a los enfermos, multiplicó los panes,
experimentó la alegría y la tristeza, lloró por su amigo Lázaro... Pero,
sumergido como estaba en las profundidades de nuestra humanidad, nunca fue
cómplice de la mentira y del odio, resistió a las tentaciones del poder, de
la vanidad y del orgullo, llamó bienaventurados a los pobres, a los
afligidos y a los perseguidos por la justicia; declaró a Pilato que su reino
no era de este mundo, y antes que responder a la violencia con la violencia,
se dejó conducir al suplicio de la cruz.
Vino a traer el fuego a la tierra, el fuego de un amor que llegó hasta el
extremo y que debe consumir a sus discípulos a lo largo de toda la historia.
Muchos creyeron que su muerte marcaría su fracaso definitivo, pero él había
anunciado anticipadamente que la verdadera vida consistía en donarse
completamente. Lavó los pies de sus discípulos; afirmó que el pan era su
cuerpo y el vino su sangre, y pidió que se hiciera eso en conmemoración
suya; explicó que nadie le quitaba la vida, sino que él mismo la entregaba.
Murió, pero ofreció su muerte precisamente por aquellos que se opusieron a
él..., por nosotros y por la multitud. Su muerte fue la expresión última de
su vida, plenamente entregada, enteramente consagrada, y este don mismo es
el que le dio la victoria sobre la muerte. Así la vida le fue devuelta
después del Calvario. Nosotros creemos que vive y que está con nosotros para
siempre; creemos que nuestra muerte nos abrirá a la vida que no tiene fin;
vivimos ya de esta vida si nos dejamos abrasar por el fuego que ha comenzado
a propagarse en la tierra.
El mundo continúa, con sus grandezas y con su corte de dramas y violencias,
pero no es el mismo desde que Jesucristo vino a habitar entre nosotros.
Vientos impetuosos agitan siempre la historia, pero el espíritu suscita
también hoy amigos de Dios y testigos de su Reino. Ojalá que nuestra Iglesia
sea el signo vivo. Ojalá que tú seas de esos discípulos que dan sabor a la
tierra y que iluminan el mundo. Ojalá que tú seas de esos vigilantes que
escuchan la voz del Esposo y le abren la puerta.
Tendría otras muchas cosas que decirte, pero las descubrirás más tarde.
No intentes saberlo todo desde ahora y, sobre todo, no te inquietes por lo
que será tu vida; ya conoces bastante para el día de tu bautismo. Ese día
parecerá un día como los demás, pero no será así. Ese día brotará de la
tierra un canto nuevo porque habrás respondido a la llamada de tu Señor.
será una gran fiesta tanto para ti como para todos los que te rodearán. Y te
lo digo: será una gran fiesta para Dios mismo.
Fuente: L'Observatore Romano