Cardenal Tarcisio Bertone: La familia es escuela de justicia y de paz
Intervención que pronunció el 16 de enero el cardenal Tarcisio Bertone,
legado pontificio, en el Congreso Teológico-Pastoral que precedió al VI
Encuentro Mundial de las Familias en la Ciudad de México.
Señores cardenales; queridos hermanos en el episcopado; apreciados hermanos
y hermanas en el Señor:
Me complace poder concluir este Congreso teológico-pastoral en el marco del
VI Encuentro mundial de las familias, en el cual se ha profundizado el lema
propuesto por el Santo Padre Benedicto XVI: "La familia, formadora de los
valores humanos y cristianos".
Saludo al señor cardenal Ennio Antonelli, presidente del Consejo pontificio
para la familia, al señor cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo de
ciudad de México, así como a los señores cardenales, obispos, sacerdotes,
religiosos y familias procedentes de distintas partes del mundo.
Como legado pontificio deseo hacerme portavoz del mensaje de esperanza y de
la buena noticia que es la familia para la sociedad y para la Iglesia. A
través de la familia discurre la historia del hombre, la historia de la
salvación de la humanidad. Entre los numerosos caminos que la Iglesia sigue
para salvar y servir al hombre, "la familia es el primero y el más
importante"[1]. La familia no sólo constituye el eje de la vida personal de
los hombres, sino también su ámbito social primario y el contexto adecuado
de su caminar por la existencia.
El objetivo de mi intervención es señalar cómo la familia es la institución
más adecuada para la transmisión de estos dos valores, justicia y paz, que
son particulares, porque en ellos se dan cita tanto la dimensión individual
como la social de la persona humana, desarrolladas ampliamente en las
jornadas anteriores.
Procederé del siguiente modo: tras un breve análisis de la situación actual,
intentaré mostrar cómo y por qué la familia es la realización primera de la
sociabilidad de la persona. En un segundo momento analizaré las relaciones
recíprocas entre sociedad y familia. Sucesivamente señalaré cómo sólo en
este marco adecuado es posible el dinamismo del valor de la justicia y de la
paz auténtica, para terminar afirmando que sólo la familia fundada en el
matrimonio monógamo e indisoluble está en condiciones de transmitir
fielmente estos valores.
1. Contexto histórico actual
¿Tiene algo que ofrecer la familia al comienzo del tercer milenio? ¿Se puede
prescindir de la familia o se trata más bien de una realidad permanente y
con un valor en sí misma? La historia asegura que es mucho y bueno lo que la
familia ha aportado a la sociedad y a la Iglesia. Hace posible la misma
existencia de la sociedad así como la encarnación del Cuerpo de Cristo a
través de los siglos. Históricamente hablando, cuando se lesiona a la
persona, al matrimonio o la familia, toda la realidad creada se resiente. La
particularidad de la actual coyuntura viene dada por la globalización de los
problemas que afectan de un modo u otro a todos los continentes. Asistimos a
numerosos conflictos bélicos que amenazan con desestabilizar a regiones
enteras. A ello se suma la reciente y profunda crisis económica que está
teniendo una fuerte repercusión en todo el mundo.
Si preocupa lo anteriormente dicho, más grave aún es el diagnóstico
individualista-nihilista, que se traduce en un pesimismo antropológico
exacerbado. Esto se percibe en grandes áreas del planeta donde el malestar y
la desconfianza difusos en la sociedad se concreta en numerosos datos. No se
puede ignorar el grave invierno demográfico que hace peligrar seriamente
sociedades enteras, la falta de sentido de la vida en tantos jóvenes
víctimas del alcohol y las drogas, o la extrema violencia y explotación a la
que hoy se ve sometida la mujer y los niños, el comercio de órganos y de
sexo que destruye a la persona humana, o el abandono de tantos enfermos y
ancianos que carecen de la más mínima ayuda asistencial para afrontar los
últimos años de vida.
También hay que hacer referencia a la crisis del sistema educativo en
bastantes naciones incapaces de transmitir el saber integral, o a la
inestabilidad político-económica que se cierne sobre muchos países en vías
de desarrollo.
En toda esta descripción hay un denominador común que es la injusticia, una
falta o ausencia de derechos. Son los derechos humanos, que derivan de la
propia naturaleza del ser personal -tanto en el aspecto individual como
social-, los que se han pisoteado, menoscabado o incluso eliminado. El
individualismo exasperado genera un eco de egoísmo que, como en la historia
de Vulcano, es capaz de devorar a sus propios hijos. Y es que el
relativismo, el hedonismo y el utilitarismo, en sus diversas variantes y
combinaciones, han generado entre otras cosas la comercialización de toda la
creación y de lo que es su culminación, es decir, la persona humana (cf.
Gaudium et spes, 12).
Con este panorama en el horizonte hay dos alternativas: o el agravamiento de
la situación en todo el planeta hasta límites desconocidos hasta el momento,
o su resolución aplicando el remedio oportuno. Este deberá construirse con
una sana antropología, que restablezca adecuadamente en todos los ámbitos
las relaciones deterioradas. Sólo la justicia impregnada por el amor será
capaz de devolver la dignidad a la persona y a toda la creación. De este
modo se podrá hacer realidad aquella civilización del amor que fue la gran
pasión del siervo de Dios el Papa Pablo VI. Pues bien, sólo la familia,
comunidad de vida y amor, está en condiciones de regenerar la sociedad a
través de la justicia y la paz, porque en ella todo está presidido por el
amor. La familia encuentra en el amor su origen y su fin. Y este amor en la
familia es el que mejor puede educar en los valores.
El amor es de suyo difusivo y, por tanto, la familia es como un vivero donde
se cultivan las semillas de justicia y de paz que, aunque con dificultades,
transformarán la masa de toda la creación. Por consiguiente, resulta claro
que la mejor inversión de los gobiernos será ayudar, proteger y sostener a
la familia, porque es la institución sin la cual la sociedad no puede
sobrevivir. Es también un motivo de esperanza ver cómo, a pesar de las
contrariedades existentes, son muchas las familias que responden con
fidelidad a la tarea que tienen confiada. Cada vez son más las instancias
que surgen en favor de la familia. Y, sobre todo, se debe recordar que la
fidelidad a su misión tiene un efecto multiplicador: la verdad cristiana
sobre la familia, anunciada y vivida, encuentra una resonancia continua en
el corazón del hombre. Por eso decimos una vez más a las familias, a cada
familia: "Familia, sé lo que eres"[2].
2. Familia y sociedad
La familia, como lugar y manifestación más acabada de la persona, no es
creación de ninguna época, sino patrimonio de todas las edades y
civilizaciones. La familia es mucho más que una unidad jurídica, social y
económica, ya que hablar de familia es hablar de vida, de transmisión de
valores, de educación, de solidaridad, de estabilidad, de futuro, en
definitiva, de amor[3]. La familia es una sabia institución del Creador
donde se actualiza la vocación originaria de la persona a la comunión
interpersonal, mediante la entrega sincera de sí mismo.
La familia es la célula primaria y original de la sociedad. En ella, el
hombre y la mujer viven con pleno sentido su diferenciación y
complementariedad, de la que brota la primera relación interpersonal. En
este sentido, el matrimonio es la sociedad natural primaria. Esta sociedad
primera está llamada a ser plena al engendrar los hijos: la comunión de los
cónyuges es el origen de la comunidad familiar.
La familia es la célula original de la sociedad, porque en ella la persona
es afirmada por primera vez como persona, por sí misma y de manera gratuita.
Está llamada a realizar en la sociedad una función parecida a la que la
célula realiza en el organismo. A la familia está ligada la calidad ética de
la sociedad. Esta se desarrolla éticamente en la medida en que se deja
moldear por todo lo que constituye el bien de la familia.
No todas las formas de convivencia sirven y contribuyen a realizar la
auténtica sociabilidad. Es imprescindible que la familia sea familia, es
decir, que su historia se desarrolle como una comunidad de vida y amor en la
que cada uno de los miembros sea valorado en su irrepetibilidad: como
esposo-esposa, padre-madre, hijo-hija, hermano-hermana. De esta forma, la
dignidad personal se verá respetada plenamente, ya que las relaciones
interpersonales se viven a partir de la gratuidad, es decir, a partir del
amor. Esto no se alcanza por el mero hecho de vivir juntos. Se requiere que
haya un hogar que sea "acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad
desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda"[4]. Así, la familia
se convierte en el recinto donde se puede formar el verdadero sentido de la
libertad, de la justicia y del amor. En libertad, porque sólo desde ella se
pueden forjar hombres responsables. Desde la justicia, porque sólo así se
respeta la dignidad de los demás. Desde el amor, porque el respeto a los
otros se perfecciona en último término cuando se ama a cada uno por sí
mismo.
Pero a la familia le corresponde una función social específica fuera del
ámbito familiar, que consiste en actuar y tomar parte en la vida social,
como familia y en cuanto familia. Pero para contribuir al bien del hombre
-humanización- y al bien de la sociedad, es necesario que la familia sea
respetuosa con el conjunto de valores que la hacen ser una comunidad de vida
y amor. ?A su vez, la sociedad debería tener entre sus tareas fundamentales
la consecución del bien común, que podría definirse así: "El bien común no
consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del
cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es
indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y
custodiarlo, también en vistas al futuro"[5].
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica, reproduciendo la
definición de Gaudium et Spes (n. 26), concreta el bien común en tres fines
o propiedades:
a) el bien común exige el respeto a la persona en cuanto tal, a sus derechos
fundamentales e inalienables para que pueda realizar su propia vocación, así
como las condiciones para el ejercicio de las libertades naturales.
b) el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo.
El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. La autoridad debe
decidir, en nombre del bien común, entre los diversos intereses
particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una
vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y
cultura.
c) el bien común implica finalmente la paz, la estabilidad y la seguridad de
un orden justo. La autoridad debe asegurar, por medios honestos, la
seguridad de la sociedad y la de cada uno de sus miembros[6].
3. El dinamismo de la justicia y de la paz
Hemos dicho anteriormente que la justicia y la paz son elementos
fundamentales del bien común que la sociedad debe procurar y que la familia
puede dar y construir. Porque en la familia es donde se da el don de la
justicia y de la paz y donde al mismo tiempo se "construye" como tarea
propia la justicia y la paz. Detengámonos un momento a considerar un poco
más de cerca ambos valores y la relación entre ellos[7].
La paz es uno de los valores transmitidos en ambos Testamentos. Es mucho más
que la ausencia de la guerra. La paz representa la plenitud de la vida (cf.
Ml 2, 5); es el efecto de la bendición de Dios sobre su pueblo (cf. Nm 6,
26); produce fecundidad, bienestar (cf. Is 48, 18-19) y alegría profunda
(cf. Pr 12, 20). Al mismo tiempo, la paz es la meta de la convivencia
social, como aparece de forma extraordinaria en la visión mesiánica de la
paz, descrita en el libro del profeta Isaías (cf. Is 2, 25). En el Nuevo
Testamento, Jesús afirma explícitamente: "Bienaventurados los pacíficos
porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Él no sólo rechazó la
violencia (cf. Mt 26, 52; Lc 9, 54-55), sino que fue más allá cuando dijo:
"Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los
que os maldicen y orad por los que os calumnian" (Lc 6, 27-28).
Junto a la luz que proviene de la Escritura, la historia del pensamiento nos
muestra que la cultura de la paz supone un orden. Precisamente, según la
definición de san Agustín y de Boecio, recogida por santo Tomás de Aquino,
la paz se define como la tranquilidad que brota del orden[8]. A su vez, el
orden supone la equidad. Santo Tomás define el orden como la disposición de
las cosas conforme a un punto de referencia. Pues bien, el "punto de
referencia" del orden del que brota la paz es la justicia.
3.1. La justicia, condición para la paz. La justicia es un valor fundamental
de la vida del hombre. Se trata además de una realidad imprescindible para
la convivencia humana. La justicia va ligada a la estructura de toda persona
independientemente del tiempo, de su edad o cultura. La justicia constituye,
junto al bien y a la verdad, la trilogía de los grandes valores y realidades
humanas. Por el contrario, la injusticia está relacionada con el mal y la
mentira. Por tanto, la plenitud del hombre y la mejora de la sociedad están
en relación al bien, a la verdad y a la justicia.
La convivencia social pierde su sentido si vence el mal, el error y la
injusticia. La justicia nos remite directamente al ius (derecho), y es que
sólo se puede hablar de justicia si existen derechos. Por ello, la justicia
consiste en dar a cada uno su derecho, lo que le es debido.
La triple distinción entre justicia conmutativa, legal y distributiva, cubre
todos los aspectos de la persona, pues aúnan por igual sus derechos y
deberes como individuo, a la vez que exigen y protegen sus deberes y
derechos que derivan de la sociabilidad radical, que es un constitutivo
esencial de su persona. En este sentido, la justicia ha sido el anhelo y la
tarea de todos los tiempos. Escribe Platón: "Engendrar justicia es
establecer entre las partes del alma una jerarquía que las subordine unas a
otras de acuerdo con su naturaleza; siendo, por el contrario, engendrar la
injusticia el establecer una jerarquía que somete unos a otros de modo
contrario al natural"[9].
Por su parte, la tradición cristiana sostiene la dimensión religiosa
innegable de los conceptos de justicia y justo respecto a la conducta del
hombre frente a Dios, y señala la relación de la justicia con el orden
social.
En este contexto, podemos preguntarnos: ¿hay una doctrina bíblica que
demande el valor de la justicia en la sociedad? La respuesta es sí. Abundan
los testimonios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento que inculcan el
precepto de cumplir los deberes de justicia en la convivencia social. El
mensaje de Jesús contempla diversos aspectos de la convivencia justa entre
los hombres, especialmente en los sinópticos. Como dice la Congregación para
la doctrina de la fe, en un documento suyo, "en el Antiguo Testamento, los
profetas no dejan de recordar, con particular vigor, las exigencias de la
justicia y la solidaridad y de hacer un juicio extremamente severo sobre los
ricos que oprimen al pobre (...). La fidelidad a la alianza no se concibe
sin la práctica de la justicia. La justicia con respecto a Dios y la
justicia con respecto a los hombres son inseparables. Esta doctrina está aún
más radicalizada en el Nuevo Testamento como lo demuestra el discurso sobre
las Bienaventuranzas"[10].
En nuestros días, la palabra "justicia" es uno de los términos más usados en
la vida socio-política. En muchos casos es la palabra "clave" o "comodín" de
declaraciones políticas, económicas y sociales en múltiples foros nacionales
e internacionales. Este uso continuo, y el abuso que se ha podido hacer de
él por parte de algunas ideologías, ha llevado a que el término "justicia"
reciba diversas acepciones.
A pesar de la claridad de la definición de justicia, "lo suyo" debe ser bien
interpretado y defendido en cada caso como objeto primario. Si no se hace
así, la realización de la justicia estará sometida a la arbitrariedad de los
poderosos del momento y puede ocurrir que la justicia, que debería ser
camino para alcanzar la paz, al perder su verdadero sentido, sea ocasión de
violencia incluso extrema.
De la injusticia brota siempre la violencia. En la actualidad, las
injusticias sociales, económicas y políticas generan numerosas guerras,
tensiones y conflictos. Frente a la guerra, se presenta la paz que es fruto
de la justicia y de la solidaridad. "Superando los imperialismos de todo
tipo y los propósitos por mantener la propia hegemonía, las naciones más
fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente responsables de las otras,
con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se base en la
igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas
diferencias. Los países económicamente más débiles, o que están en el límite
de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y por la comunidad
internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien común sus
tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para
siempre"[11].
Pero la paz se realiza también a base de cosas pequeñas, en la vida
ordinaria y en el pequeño entorno de cada uno. Los cristianos debemos
lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y
de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Ninguna otra realidad
como la familia es capaz de construir día a día con su perseverancia la paz
que es fruto de la manifestación del orden interior de las familias y
también de los pueblos.
4. Familia: encarnación paradigmática entre justicia y caridad
La familia no es para la persona humana una estructura externa y accesoria.
Por el contrario, es el ámbito privilegiado para el desarrollo y crecimiento
de su personalidad, conforme a las exigencias de la dimensión social
constitutiva de la persona. "La familia, fundada en el amor y vivificada por
él, es el lugar en donde cada persona está llamada a experimentar, hacer
propio y participar en el amor sin el cual el hombre no podría vivir y su
vida carecería de sentido"[12]. De ahí que el valor del amor, junto con el
de la libertad y de la justicia, ocupe el centro de la función de la familia
en la sociedad. En la propuesta cristiana, el primado lo detenta la caridad.
La caridad engloba y encarna todas las virtudes, pues consiste en participar
de la vida de Cristo, hombre perfecto.
Si es cierto que existen unas diferencias en cuanto a su finalidad
específica, caridad y justicia pueden y deben integrarse. Para alcanzar este
fin, y si se quiere que ambas virtudes se complementen para solucionar los
problemas sociales, hace falta que se cumplan las siguientes tesis:
a) No hay caridad sin justicia: la caridad tiene carácter "de fin", mientras
que la justicia cumple el cometido "de medio". Por tanto, así como no se
alcanza el fin sin el uso de medios, de modo análogo faltará la caridad en
la convivencia si la justicia (medio) está ausente de la vida social.
Observando tantas injusticias sociales, cabe concluir que se está aún lejos
de alcanzar la caridad.
b) No hay justicia si falta amor: por la misma doctrina de relaciones
"medios-fin" se confirma esta tesis, ya que no tiene sentido esforzarse en
poner unos medios (justicia) que no están orientados a fin alguno (caridad).
c) El cumplimiento de la justicia es una condición permanente de la caridad:
un estado de justicia facilita relaciones estables de caridad entre las
personas y, al contrario, la injusticia es fuente constante de conflictos.
Por tanto, es muy conveniente conjuntar el ejercicio de la justicia y la
caridad, que "son como las leyes supremas del orden social"[13]. A este
respecto, Juan Pablo II escribe: "La justicia por sí sola no es suficiente
(...). La experiencia histórica ha llevado a formular esta aserción: summum
ius, summa iniuria (el derecho sumo -estricto-, comporta la suma
injuria)"[14].
5. Familia: escuela de justicia, de amor y de paz
Diversos datos sociológicos indican que la familia, además de ser la
institución más valorada (84% - 97%)[15] y referencial para las personas, es
la que contribuye de manera decisiva a la cohesión social. En efecto, las
relaciones que se establecen dentro de las familias (relaciones
paterno-filiales, relaciones fraternales, relaciones
intergeneracionales)[16] fomentan la responsabilidad social del grupo
familiar.
¿Cómo procura la familia la cohesión social? Según distintos indicadores
sociológicos[17], la familia aporta la cohesión social a través de la
fecundidad, que es la que asegura la continuidad generacional y donde se
aprende la "identidad" (soy hijo porque tengo un padre, soy padre porque
tengo un hijo), que consolidan el "arraigo identitario" como elemento
configurador de la personalidad.
Por otra parte, la familia, debido a la gratuidad que impera en su
naturaleza y dinamismo, puede transmitir los valores morales y procurar una
asistencia integral, ya que la familia es uterus spirituale. En estas
condiciones, la familia está posibilitada para realizar lo que le es propio
(principio de subsidiariedad) y que consiste en su papel educador de las
nuevas generaciones. Otras instancias e instituciones no deben arrogarse
funciones que no le son propias. La familia, en cambio, debido a su vocación
de permanencia en el tiempo, es el recinto donde se desarrollan, forjan y
transmiten los valores sustanciales de la persona, que no son sólo los
técnicos, sino también y fundamentalmente los valores espirituales.
En efecto, la complementariedad de los padres y el compromiso estable de los
esposos posibilitan el papel de la educación integral que reclama
constancia, entrega y dedicación duradera. Nunca termina ese proceso
educativo, de tal forma que la referencia familiar es imprescindible para la
forja de una personalidad madura que aporte a la sociedad los valores que le
han sido transmitidos en el núcleo familiar. Como bellamente ha expresado
Margarita Dubois "los hijos no crecen bajo sus padres, sino a su lado. No
bajo su sombra sino a su luz".
La familia es escuela de justicia y de paz porque educa en y para la
verdad[18], en y para la libertad, en y para la vida social. La actividad
genuinamente educativa de la familia es "sentar las raíces de la verdad en
las alas de la libertad". En este círculo entre verdad y libertad es donde
se pueden transmitir original y creativamente los valores del diálogo, el
seguimiento, la responsabilidad, la exigencia, la disciplina, el respeto, el
sacrificio y el equilibrio. ¿Está convencida la sociedad de que estos y
otros valores hacen falta para construir entre todos una sociedad justa y
pacífica? He aquí, pues, la linfa oxigenada que la familia puede aportar a
la sociedad. El capital social que la familia aporta es de indudable valor,
ya que permite desplegar en plenitud las dimensiones individuales y sociales
que tiene todo ser humano. De aquí que el sentido común y la lógica apuesten
por robustecer cada día más la familia como verdadero manantial de justicia
y de paz.
Por encima de las amenazas y dificultades que hoy se presentan de tantas
formas contra la convivencia y las relaciones entre las personas y entre los
pueblos, la familia está llamada a ser protagonista de la paz. Es el lugar
en el que cada persona es ayudada a alcanzar su plena madurez que le permita
construir una sociedad de armonía, solidaridad y de paz[19].
En efecto, en una vida familiar sana se experimentan algunos elementos
esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la
función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a
los más débiles, a los ancianos y a los enfermos, la ayuda mutua en las
necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera
necesario, para perdonarlo. Por eso, la familia es la primera e
insustituible educadora de la paz[20]. La experiencia muestra
suficientemente que los valores cultivados en la familia son un elemento muy
significativo en el desarrollo moral de las relaciones sociales que
configuran el tejido de la sociedad. De la unidad, fidelidad y fecundidad de
la familia, como fundamento de la sociedad, dependen la estabilidad de los
pueblos.
Cuantos integran la familia han de ser conscientes de su protagonismo en la
causa de la paz mediante la educación en los valores humanos en su interior,
y hacia fuera con la participación de cada uno de sus miembros en la vida de
la sociedad. Y también ha de serlo el Estado que, reconociendo el derecho de
la familia a ser apoyada en esa función, debe procurar que las leyes estén
orientadas a promoverla, ayudándola en la realización de las tareas que le
corresponden. "Frente a la tendencia cada vez más difundida a legitimar,
como sucedáneos de la unión conyugal, formas de unión que por su naturaleza
intrínseca o por su intención transitoria no pueden expresar de ningún modo
el significado de la familia y garantizar su bien, es deber del Estado
reforzar y proteger la genuina institución familiar, respetando su
configuración natural y sus derechos innatos e inalienables.
Entre éstos, es fundamental el derecho de los padres a decidir libre y
responsablemente en base a sus convicciones morales y religiosas y a su
conciencia adecuadamente formada cuándo tener un hijo, para después educarlo
en conformidad con tales convicciones"[21]. Apoyar a la familia en los
diversos ámbitos en los que desarrolla su existencia es contribuir de manera
objetiva a la construcción de la paz. Y "quien obstaculiza la institución
familiar, aunque sea inconscientemente, hace que la paz de toda la
comunidad, nacional e internacional, sea frágil, porque debilita lo que, de
hecho, es la principal 'agencia' de paz"[22].
Si la quiebra de la familia es una amenaza para la paz y signo del
subdesarrollo moral y económico de la sociedad, su salud, en cambio, se mide
en gran medida por la importancia que se da a las condiciones que favorecen
la identidad y misión de las familias. No se puede ignorar que las ayudas a
la familia contribuyen a la armonía de la sociedad y de la nación, y eso
favorece la paz entre los hombres y en el mundo. Proteger y defender los
derechos de las familias como un tesoro es tarea que corresponde a todos. En
primer lugar, a las familias como protagonistas de su propia misión. Pero
también a otras instituciones, de manera particular a la Iglesia y al
Estado. El futuro de la sociedad, el futuro de la humanidad pasa por la
familia.
Conclusión
Ahora podemos responder sintéticamente a la pregunta inicial, ¿qué aporta la
familia a la sociedad?, de la siguiente forma:
1. La familia es garantía de futuro para la sociedad. En ella se transmite
el bien fundamental de la vida humana y se dan las condiciones idóneas para
la educación integral de los hijos. Ella es la que procura el tesoro de la
generación y la que contribuye decisivamente a que los hijos sean buenos
ciudadanos.
2. La familia es transmisora del patrimonio cultural. "Es en el seno de la
familia donde se trasmite la cultura como un modo específico del existir y
del ser del hombre"[23]. En la familia comienza a forjarse la integración de
cada individuo en su comunidad nacional -lengua, costumbres, tradiciones-,
asegurando la subsistencia del pueblo al que cada uno pertenece. En ella se
va conociendo la historia a través del diálogo con los padres y los abuelos,
un diálogo entre generaciones de singular importancia, que produce esa
memoria viviente que forja la identidad personal.
3. La familia aporta a la sociedad mucho más de lo que haría la suma de cada
uno de sus miembros porque en ella se cultiva el bien común. Por eso, sin la
familia, la sociedad no recibiría ese plus propio de la familia. Como hemos
señalado, el bien común familiar no consiste sólo en lo que es bueno para
cada uno de sus componentes, sino en lo que es bueno para su conjunto,
alimentando así el desarrollo y la cohesión social.
4. La familia, además de garantía de estabilidad, es ventajosa para las
administraciones. En efecto, la familia, además de proporcionar sujetos de
producción económica, es un factor de cohesión social que en muchas
ocasiones actúa como "colchón solidario" ante diversas coyunturas adversas.
En la actualidad, la familia se ha convertido en el núcleo de estabilidad
para los miembros con problemas de desempleo, enfermedad, dependencia o
marginación, aliviando los efectos dramáticos que dichos problemas
ocasionan. La familia es hoy el primer núcleo de solidaridad dentro de la
sociedad, que logra lo que las administraciones públicas difícilmente pueden
cubrir.
5. La familia es el primer promotor de los derechos del hombre, pues tanto
éstos como la misión de la familia tienen como destinatario último a la
persona.
6. La familia y la sociedad son interdependientes, por lo que todo lo que
afecte a la sociedad[24], tarde o temprano, afectará a la familia y
viceversa. Por este motivo se puede afirmar:
a) La familia personaliza la sociedad. En la familia se valora a las
personas por su propia dignidad, se establece el vínculo afectivo y se
favorece el desarrollo y la maduración personal de los hijos a través de la
presencia y la influencia de los modelos distintos y complementarios del
padre y la madre.
b) La familia socializa la persona. En ella se aprenden los criterios, los
valores y las normas de convivencia esenciales para el desarrollo y
bienestar de sus propios miembros y para la construcción de la sociedad:
libertad, respeto, sacrificio, generosidad, solidaridad.
En estos días pasados hemos contemplado a la Sagrada Familia en Belén y en
Nazaret. La Sagrada Familia está llamada a ser memoria y profecía para todas
las familias del mundo. En ella, el Verbo de Dios vivió y, a través de la
familia, nos transmitió gran parte de su vida, que es para todo hombre luz
para conocer la inmensidad a la que ha sido llamado: construir ya en esta
tierra "el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la
gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz"[25]. Desde el corazón de
México, éste es el don y la tarea a la que se convoca a todas las familias
del mundo. Que a ello nos ayude la materna intercesión de Nuestra Señora de
Guadalupe.
Muchas gracias.
Notas
[1] Juan Pablo II, carta a las familias
"Gratissimam sane", 2 de febrero de 1994, 2.
[2] Juan Pablo II, exh. ap. Familiaris consortio,
17.
[3] "La familia, en cuanto es y debe ser siempre
comunión y comunidad de personas, encuentra en el amor la fuente y el
estímulo incesante para acoger, respetar y promover a cada uno de sus
miembros en la altísima dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes
de Dios" (ib., 22).
[4] Ib., 43.
[5] Consejo pontificio "Justicia y paz",
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 164.
[6] Cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn.
1907-1909.
[7] Cf. Consejo pontificio "Justicia y paz",
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 489-493.
[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
II-II, q. 29, a. 1.
[9] Platón, República, IV, 18 44 d.
[10] Instrucción sobre algunos aspectos de la
teología de la liberación, Libertatis nuntius, 6 de agosto de 1994, nn.
6-10.
[11] Juan Pablo II, carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 39.
[12] Juan Pablo II, Discurso al Congreso
teológico-pastoral del II Encuentro mundial de las familias, Río de Janeiro,
3 de octubre de 1997, n. 3; cf. Familiaris consortio, 18.
[13] Juan XXIII, carta enc. Mater et Magistra, n.
39. Cf. santo Tomás de Aquino, Contra gentiles, 3, 130; Pío XI, carta enc.
Quadragesimo anno, n. 137; Juan Pablo II, carta enc. Dives in misericordia,
n. 12.
[14] "Por sí sola la justicia no basta. Más aún,
puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda
que es el amor" (Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada
mundial de la paz de 2004, n. 10).
[15] Cf. P. P. Donati (a cura di), Riconoscere la
famiglia: quale valore aggiunto per la persona e la società?, edizioni San
Paolo, Cinisello Balsamo 2007, pp. 63-173.
[16] Cf. Consejo pontificio para la familia,
XVIII Asamblea plenaria: "I nonni: la loro testimonianza e presenza nella
famiglia" Familia et Vita, Anno XIV, n. 4/2008.
[17] Cf. E. Herltfelter, I Congreso de educación
católica para el siglo XXI, ed. Instituto de política familiar, Valencia
2008.
[18] "Donde y cuando el hombre se deja iluminar
por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de
la paz" (Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de
la paz de 2006, n. 3).
[19] "...Respetando a la persona se promueve la
paz, y construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo
integral. Así es como se prepara el futuro sereno para las nuevas
generaciones" (Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la Jornada
mundial de la paz de 2007, n. 1).
[20] Cf. Benedicto XVI, Mensaje para la
celebración de la Jornada mundial de la paz de 2008, n. 3.
[21] Juan Pablo II, Mensaje para la celebración
de la Jornada mundial de la paz de 1993, n. 5.
[22] Benedicto XVI, Mensaje para la celebración
de la Jornada mundial de la paz de 2008, n. 5.
[23] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Unesco, 2
de junio de 1980, n. 6.
[24] "¿Cuál será el grado de moralidad pública
que asegure a la familia, y sobre todo a los padres, la autoridad moral
necesaria para este fin? ¿Qué tipo de instrucción? ¿Qué formas de
legislación sostienen esta autoridad o, al contrario, la debilitan o
destruyen? Las causas del éxito o del fracaso en la formación del hombre por
su familia se sitúan siempre a la vez en el interior mismo del núcleo
fundamentalmente creador de la cultura, que es la familia, y también a un
nivel superior, el de la competencia del Estado y de los órganos, de quienes
las familias dependen" (ib., n. 12).
[25] Misal romano, Prefacio de la misa de Nuestro
Señor Jesucristo, Rey del universo.