«La Fe no es una mera herencia cultural»: La Familia transmisora de la Fe.
Ante millón y medio de peregrinos congregados en Valencia, el Papa
Benedicto XVI presidió la Santa Misa con la que se clausuraba el V Encuentro
Mundial de las Familias. En la homilía, reiteró su mensaje de defensa de la
familia como transmisora de la fe.
Queridos hermanos y hermanas:
En esta Santa Misa que tengo la inmensa alegría de presidir, concelebrando
con numerosos hermanos en el episcopado y con un gran número de sacerdotes,
doy gracias al Señor por todas las amadas familias que os habéis congregado
aquí formando una multitud jubilosa, y también por tantas otras que, desde
lejanas tierras, seguís esta celebración a través de la radio y la
televisión. A todos deseo saludaros y expresaros mi gran afecto con un
abrazo de paz.
Los testimonios de Ester y Pablo, que hemos escuchado antes en las lecturas,
muestran cómo la familia está llamada a colaborar en la transmisión de la
fe. Ester confiesa: «Mi padre me ha contado que tú, Señor, escogiste a
Israel entre las naciones» (14,5). Pablo sigue la tradición de sus
antepasados judíos dando culto a Dios con conciencia pura. Alaba la fe
sincera de Timoteo y le recuerda «esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu
madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú» (2 Tim 1,5). En
estos testimonios bíblicos la familia comprende no sólo a padres e hijos,
sino también a los abuelos y antepasados. La familia se nos muestra así como
una comunidad de generaciones y garante de un patrimonio de tradiciones.
Ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo, ni ha adquirido por sí solo los
conocimientos elementales para la vida. Todos hemos recibido de otros la
vida y las verdades básicas para la misma, y estamos llamados a alcanzar la
perfección en relación y comunión amorosa con los demás. La familia, fundada
en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, expresa esta
dimensión relacional, filial y comunitaria, y es el ámbito donde el hombre
puede nacer con dignidad, crecer y desarrollarse de un modo integral.
El patrimonio de la tradición
Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar
parte de una tradición familiar, que tiene raíces aún más antiguas. Con el
don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. A este respecto,
los padres tienen el derecho y el deber inalienable de transmitirlo a los
hijos: educarlos en el descubrimiento de su identidad, iniciarlos en la vida
social, en el ejercicio responsable de su libertad moral y de su capacidad
de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el
encuentro con Dios. Los hijos crecen y maduran humanamente en la medida en
que acogen con confianza ese patrimonio y esa educación que van asumiendo
progresivamente. De este modo, son capaces de elaborar una síntesis personal
entre lo recibido y lo nuevo, y que cada uno y cada generación está llamado
a realizar.
En el origen de todo hombre y, por tanto, en toda paternidad y maternidad
humana está presente Dios Creador. Por eso los esposos deben acoger al niño
que les nace como hijo no sólo suyo, sino también de Dios, que lo ama por sí
mismo y lo llama a la filiación divina. Más aún: toda generación, toda
paternidad y maternidad, toda familia tiene su principio en Dios, que es
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
A Ester, su padre le había trasmitido, con la memoria de sus antepasados y
de su pueblo, la de un Dios del que todos proceden y al que todos están
llamados a responder. La memoria de Dios Padre que ha elegido a su pueblo y
que actúa en la Historia para nuestra salvación. La memoria de este Padre
ilumina la identidad más profunda de los hombres: de dónde venimos, quiénes
somos y cuán grande es nuestra dignidad. Venimos ciertamente de nuestros
padres y somos sus hijos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a
su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo
ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor de
Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre
perfecto. Él conocía de quién venía y de quién venimos todos: del amor de su
Padre y Padre nuestro.
Acción continua de la Gracia
La fe no es, pues, una mera herencia cultural, sino una acción continua de
la gracia de Dios que llama, y de la libertad humana que puede o no
adherirse a esa llamada. Aunque nadie responde por otro, sin embargo los
padres cristianos están llamados a dar un testimonio creíble de su fe y
esperanza cristiana. Han de procurar que la llamada de Dios y la Buena Nueva
de Cristo lleguen a sus hijos con la mayor claridad y autenticidad.
Con el pasar de los años, este don de Dios que los padres han contribuido a
poner ante los ojos de los pequeños necesitará también ser cultivado con
sabiduría y dulzura, haciendo crecer en ellos la capacidad de
discernimiento. De este modo, con el testimonio constante del amor conyugal
de los padres, vivido e impregnado de la fe, y con el acompañamiento
entrañable de la comunidad cristiana, se favorecerá que los hijos hagan suyo
el don mismo de la fe, descubran con ella el sentido profundo de la propia
existencia y se sientan gozosos y agradecidos por ello.
La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a
rezar y rezan con ellos; cuando los acercan a los sacramentos y los van
introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la
Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como
Padre.
En la cultura actual se exalta muy a menudo la libertad del individuo
concebido como sujeto autónomo, como si se hiciera él sólo y se bastara a sí
mismo, al margen de su relación con los demás y ajeno a su responsabilidad
ante ellos. Se intenta organizar la vida social sólo a partir de deseos
subjetivos y mudables, sin referencia alguna a una verdad objetiva previa,
como son la dignidad de cada ser humano y sus deberes y derechos
inalienables, a cuyo servicio debe ponerse todo grupo social.
La Iglesia no cesa de recordar que la verdadera libertad del ser humano
proviene de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, la
educación cristiana es educación de la libertad y para la libertad.
«Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de
otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la
responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien,
porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Ésta es la
libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos» (Homilía en
la Vigilia de Pentecostés, de 2006).
Jesucristo es el hombre perfecto, ejemplo de libertad filial, que nos enseña
a comunicar a los demás su mismo amor: «Como el Padre me ha amado, así os he
amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15,9). A este respecto enseña el
Concilio Vaticano II que «los esposos y padres cristianos, siguiendo su
propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo
largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores
evangélicos a sus hijos recibidos amorosamente de Dios. De esta manera
ofrecen a todos el ejemplo de un amor incansable y generoso, construyen la
fraternidad de amor y son testigos y colaboradores de la fecundidad de la
Madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo
amó a su esposa y se entregó por ella» (Lumen gentium, 41).
La alegría amorosa con la que nuestros padres nos acogieron y acompañaron en
los primeros pasos en este mundo es como un signo y prolongación sacramental
del amor benevolente de Dios, del que procedemos. La experiencia de ser
acogidos y amados por Dios y por nuestros padres es la base firme que
favorece siempre el crecimiento y desarrollo auténtico del hombre, que tanto
nos ayuda a madurar en el camino hacia la verdad y el amor, y a salir de
nosotros mismos para entrar en comunión con los demás y con Dios.
Para avanzar en ese camino de madurez humana, la Iglesia nos enseña a
respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre
un hombre y una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso,
reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se
pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los
hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la
dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana.
En este sentido, quiero destacar la importancia y el papel positivo que a
favor del matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones
familiares eclesiales. Por eso, «deseo invitar a todos los cristianos a
colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad,
que viven su responsabilidad al servicio de la familia» (Familiaris
consortio, 86), para que uniendo sus fuerzas y con una legítima pluralidad
de iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia
en la sociedad actual.
María, imagen de las madres
Volvamos por un momento a la primera lectura de esta Misa, tomada del libro
de Ester. La Iglesia orante ha visto en esta humilde reina, que intercede
con todo su ser por su pueblo que sufre, un prefiguración de María, que su
Hijo nos ha dado a todos nosotros como Madre; una prefiguración de la Madre,
que protege con su amor a la familia de Dios que peregrina en este mundo.
María es la imagen ejemplar de todas las madres, de su gran misión como
guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el arte de
amar.
La familia cristiana –padre, madre e hijos– está llamada, pues, a cumplir
los objetivos señalados no como algo impuesto desde fuera, sino como un don
de la gracia del sacramento del Matrimonio infundida en los esposos. Si
éstos permanecen abiertos al Espíritu y piden su ayuda, Él no dejará de
comunicarles el amor de Dios Padre manifestado y encarnado en Cristo. La
presencia del Espíritu ayudará a los esposos a no perder de vista la fuente
y medida de su amor y entrega, y a colaborar con él para reflejarlo y
encarnarlo en todas las dimensiones de su vida. El Espíritu suscitará
asimismo en ellos el anhelo del encuentro definitivo con Cristo en la casa
de su Padre y Padre nuestro.
Éste es el mensaje de esperanza que desde Valencia quiero lanzar a todas las
familias del mundo. Amén.
(A&O 507)