Encuentro de Benedicto XVI con los niños de primera comunión
Plaza de San Pedro
15 de octubre de 2005
Andrés: Querido Papa, ¿qué recuerdo tienes del día de tu primera Comunión?
Ante todo, quisiera dar las gracias por esta fiesta de fe que me ofrecéis,
por vuestra presencia y vuestra alegría. Saludo y agradezco el abrazo que
algunos de vosotros me han dado, un abrazo que simbólicamente vale para
todos vosotros, naturalmente. En cuanto a la pregunta, recuerdo bien el día
de mi primera Comunión. Fue un hermoso domingo de marzo de 1936; o sea, hace
69 años. Era un día de sol; era muy bella la iglesia y la música; eran
muchas las cosas hermosas y aún las recuerdo. Éramos unos treinta niños y
niñas de nuestra pequeña localidad, que apenas tenía 500 habitantes. Pero en
el centro de mis recuerdos alegres y hermosos, está este pensamiento -el
mismo que ha dicho ya vuestro portavoz-: comprendí que Jesús entraba en mi
corazón, que me visitaba precisamente a mí. Y, junto con Jesús, Dios mismo
estaba conmigo. Y que era un don de amor que realmente valía mucho más que
todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí realmente feliz,
porque Jesús había venido a mí. Y comprendí que entonces comenzaba una nueva
etapa de mi vida -tenía 9 años- y que era importante permanecer fiel a ese
encuentro, a esa Comunión. Prometí al Señor: "Quisiera estar siempre
contigo" en la medida de lo posible, y le pedí: "Pero, sobre todo, está tú
siempre conmigo". Y así he ido adelante por la vida. Gracias a Dios, el
Señor me ha llevado siempre de la mano y me ha guiado incluso en situaciones
difíciles. Así, esa alegría de la primera Comunión fue el inicio de un
camino recorrido juntos. Espero que, también para todos vosotros, la primera
Comunión, que habéis recibido en este Año de la Eucaristía, sea el inicio de
una amistad con Jesús para toda la vida. El inicio de un camino juntos,
porque yendo con Jesús vamos bien, y nuestra vida es buena.
Livia: Santo Padre, el día anterior a mi primera Comunión me confesé. Luego,
me he confesado otras veces. Pero quisiera preguntarte: ¿debo confesarme
todas las veces que recibo la Comunión? ¿Incluso cuando he cometido los
mismos pecados? Porque me doy cuenta de que son siempre los mismos.
Diría dos cosas: la primera, naturalmente, es que no debes confesarte
siempre antes de la Comunión, si no has cometido pecados tan graves que
necesiten confesión. Por tanto, no es necesario confesarse antes de cada
Comunión eucarística. Este es el primer punto. Sólo es necesario en el caso
de que hayas cometido un pecado realmente grave, cuando hayas ofendido
profundamente a Jesús, de modo que la amistad se haya roto y debas comenzar
de nuevo. Sólo en este caso, cuando se está en pecado "mortal", es decir,
grave, es necesario confesarse antes de la Comunión. Este es el primer
punto. El segundo: aunque, como he dicho, no sea necesario confesarse antes
de cada Comunión, es muy útil confesarse con cierta frecuencia. Es verdad
que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras
casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la
suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para
recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula.
Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso
nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo
y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo
avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la
Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y
así también a madurar espiritualmente y como persona humana. Resumiendo, dos
cosas: sólo es necesario confesarse en caso de pecado grave, pero es muy
útil confesarse regularmente para mantener la limpieza, la belleza del alma,
y madurar poco a poco en la vida.
Andrés: Mi catequista, al prepararme para el día de mi primera Comunión, me
dijo que Jesús está presente en la Eucaristía. Pero ¿cómo? Yo no lo veo.
Sí, no lo vemos, pero hay muchas cosas que no vemos y que existen y son
esenciales. Por ejemplo, no vemos nuestra razón; y, sin embargo, tenemos la
razón. No vemos nuestra inteligencia, y la tenemos. En una palabra, no vemos
nuestra alma y, sin embargo, existe y vemos sus efectos, porque podemos
hablar, pensar, decidir, etc. Así tampoco vemos, por ejemplo, la corriente
eléctrica y, sin embargo, vemos que existe, vemos cómo funciona este
micrófono; vemos las luces.
En una palabra, precisamente las cosas más profundas, que sostienen
realmente la vida y el mundo, no las vemos, pero podemos ver, sentir sus
efectos. No vemos la electricidad, la corriente, pero vemos la luz. Y así
sucesivamente. Del mismo modo, tampoco vemos con nuestros ojos al Señor
resucitado, pero vemos que donde está Jesús los hombres cambian, se hacen
mejores. Se crea mayor capacidad de paz, de reconciliación, etc. Por
consiguiente, no vemos al Señor mismo, pero vemos sus efectos: así podemos
comprender que Jesús está presente. Como he dicho, precisamente las cosas
invisibles son las más profundas e importantes. Por eso, vayamos al
encuentro de este Señor invisible, pero fuerte, que nos ayuda a vivir bien.
Julia: Santidad, todos nos dicen que es importante ir a misa el domingo.
Nosotros iríamos con mucho gusto, pero, a menudo, nuestros padres no nos
acompañan porque el domingo duermen. El papá y la mamá de un amigo mío
trabajan en un comercio, y nosotros vamos con frecuencia fuera de la ciudad
a visitar a nuestros abuelos. ¿Puedes decirles una palabra para que
entiendan que es importante que vayamos juntos a misa todos los domingos?
Creo que sí, naturalmente con gran amor, con gran respeto por los padres
que, ciertamente, tienen muchas cosas que hacer. Sin embargo, con el respeto
y el amor de una hija, se puede decir: querida mamá, querido papá, sería muy
importante para todos nosotros, también para ti, encontrarnos con Jesús.
Esto nos enriquece, trae un elemento importante a nuestra vida. Juntos
podemos encontrar un poco de tiempo, podemos encontrar una posibilidad.
Quizá también donde vive la abuela se pueda encontrar esta posibilidad. En
una palabra, con gran amor y respeto, a los padres les diría: "Comprended
que esto no sólo es importante para mí, que no lo dicen sólo los
catequistas; es importante para todos nosotros; y será una luz del domingo
para toda nuestra familia".
Alejandro: ¿Para qué sirve, en la vida de todos los días, ir a la santa misa
y recibir la Comunión?
Sirve para hallar el centro de la vida. La vivimos en medio de muchas cosas.
Y las personas que no van a la iglesia no saben que les falta precisamente
Jesús. Pero sienten que les falta algo en su vida. Si Dios está ausente en
mi vida, si Jesús está ausente en mi vida, me falta una orientación, me
falta una amistad esencial, me falta también una alegría que es importante
para la vida. Me falta también la fuerza para crecer como hombre, para
superar mis vicios y madurar humanamente. Por consiguiente, no vemos
enseguida el efecto de estar con Jesús cuando vamos a recibir la Comunión;
se ve con el tiempo. Del mismo modo que a lo largo de las semanas, de los
años, se siente cada vez más la ausencia de Dios, la ausencia de Jesús. Es
una laguna fundamental y destructora. Ahora podría hablar fácilmente de los
países donde el ateísmo ha gobernado durante muchos años; se han destruido
las almas, y también la tierra; y así podemos ver que es importante, más
aún, fundamental, alimentarse de Jesús en la Comunión. Es él quien nos da la
luz, quien nos orienta en nuestra vida, quien nos da la orientación que
necesitamos.
Ana: Querido Papa, ¿nos puedes explicar qué quería decir Jesús cuando dijo a
la gente que lo seguía: "Yo soy el pan de vida"?
En este caso, quizá debemos aclarar ante todo qué es el pan. Hoy nuestra
comida es refinada, con gran diversidad de alimentos, pero en las
situaciones más simples el pan es el fundamento de la alimentación, y si
Jesús se llama el pan de vida, el pan es, digamos, la sigla, un resumen de
todo el alimento. Y como necesitamos alimentar nuestro cuerpo para vivir,
así también nuestro espíritu, nuestra alma, nuestra voluntad necesita
alimentarse. Nosotros, como personas humanas, no sólo tenemos un cuerpo sino
también un alma; somos personas que pensamos, con una voluntad, una
inteligencia, y debemos alimentar también el espíritu, el alma, para que
pueda madurar, para que pueda llegar realmente a su plenitud. Así pues, si
Jesús dice "yo soy el pan de vida", quiere decir que Jesús mismo es este
alimento de nuestra alma, del hombre interior, que necesitamos, porque
también el alma debe alimentarse. Y no bastan las cosas técnicas, aunque
sean importantes.
Necesitamos precisamente esta amistad con Dios, que nos ayuda a tomar las
decisiones correctas. Necesitamos madurar humanamente. En otras palabras,
Jesús nos alimenta para llegar a ser realmente personas maduras y para que
nuestra vida sea buena.
Adriano: Santo Padre, nos han dicho que hoy haremos adoración eucarística.
¿Qué es? ¿Cómo se hace? ¿Puedes explicárnoslo? Gracias.
Bueno, ¿qué es la adoración eucarística?, ¿cómo se hace? Lo veremos
enseguida, porque todo está bien preparado: rezaremos oraciones, entonaremos
cantos, nos pondremos de rodillas, y así estaremos delante de Jesús. Pero,
naturalmente, tu pregunta exige una respuesta más profunda: no sólo cómo se
hace, sino también qué es la adoración. Diría que la adoración es reconocer
que Jesús es mi Señor, que Jesús me señala el camino que debo tomar, me hace
comprender que sólo vivo bien si conozco el camino indicado por él, sólo si
sigo el camino que él me señala. Así pues, adorar es decir: "Jesús, yo soy
tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás esta amistad, esta
comunión contigo". También podría decir que la adoración es, en su esencia,
un abrazo con Jesús, en el que le digo: "Yo soy tuyo y te pido que tú
también estés siempre conmigo".