UN CORAZÓN NUEVO Y UN ESPÍRITU NUEVO de E. J. Cuskelly MSC: Fidelidad, capítulo 8
CAPITULO OCHO
FIDELIDAD
Como respuesta a nuestra fe en un Amor fiel para siempre, estamos llamados
en nuestra vocación a seguir a Cristo por una fidelidad de toda nuestra
vida. Pero esta fidelidad no es tan sencilla y tan fácil como uno podría
creer. He oído decir a unos religiosos que era muy difícil disculpar de toda
infidelidad a los que han dejado la vida religiosa o el sacerdocio, mientras
podíamos decir, sin duda alguna, que los que han seguido en la vida
religiosa son fieles. La gracia de la fidelidad es un don de Dios, aunque
sea una realidad muy humana, pero nunca tan definida y sólida como nos
gustaría que fuese. Por eso nos resultará provechoso el considerar algunos
de los elementos incluidos en una fidelidad viva.
En primer lugar, afirmamos que la fidelidad no es fijeza. Hay religiosos que
creen que la fidelidad consiste en hacer lo que siempre han hecho, o en
tomar unas decisiones según un cierto modo de vida, sin cambiar nunca nada.
Sin embargo, en la biblia, existen por lo menos aspectos diferentes de la
fidelidad. Uno de ellos toca al pasado, en el sentido de que la fidelidad
consiste en un deber de guardar la palabra dada. Pero si uno se ciñe
demasiado a lo que se ha impuesto, puede caer en el legalismo o la
inquietud. Por ejemplo, la primera alianza con Dios había sido concluida en
el desierto en el tiempo en que los Hebreos eran unos nómadas; tuvieron toda
clase de dificultades para observar Pas prescripciones legales cuando se
estabilizaron, porque las condiciones de vida habían cambiado. Otra clase de
fidelidad se refiere al presente, fidelidad a lo que uno está haciendo
ahora. Así es, por ejemplo, la precisión en la observancia ritual. Si se
exagera, se somete el hombre al sábado de una manera que Cristo ha
condenado. En la biblia existe una tercera forma de fidelidad, la que toca
al futuro y pone el acento sobre la fidelidad real, la fidelidad de una
relación personal, hecha por elección y querida como una asociación
permanente de dos personas por toda la vida.
Se traduce por una disponibilidad en tomar unos riesgos para seguir al Dios
de Amor donde quiera que le lleve a uno. El apego al pasado no es la
fidelidad. Para que haya fidelidad habría que apegarse a algo del pasado,
pero como lo leemos en el Deutero—Isaías; así habla Yavé: "No se acuerden
más de otros tiempos, ni sueñen ya más en las cosas del pasado. Pues voy a
realizar una cosa nueva, que ya aparece. ¿No lo notan? " o también "Esto, lo
has visto, lo has oído. ¿No tienen que confesarlo? Ahora, te revelo cosas
nuevas y secretas que tu no conocías porque recién ahora acabo de decirlas.
Hasta el día de hoy nunca habías oído hablar de ellas, ni tampoco
puedes decir que las conocías" (Is. 43, 18-19; 48, 6-7).
La verdadera fidelidad consiste en estar listo para caminar por cualquier
camino que sea, allí donde Dios nos conduzca. No se trata de borrar la
fidelidad al pasado, tampoco la observancia del presente, sino de poner el
acento sobre el don de sí mismo —el abandono personal— en la confianza en un
Dios personal. Esto nos une a un aspecto de la pobreza de corazón que ya
hemos considerado. A propósito de esto, se ha escrito: "El verdadero
cristiano es aquel que sabe ponerse en tela de juicio, que está abierto a la
revisión de lo que es y de lo que hace, de su propia línea de acción. No se
trata con esto de rebajarse, tampoco dejarse llevar por la inseguridad, sino
de ser realista reconociendo la inanición del hombre, de sus ideales y de
sus esfuerzos. Ninguna estructura, ningún sistema, ningún conjunto de
valores pueden sustituir al Dios vivo". La fidelidad consiste en seguir al
Dios vivo allí donde quiera conducirnos.
Porque hemos permanecido en la congregación no podemos decir que somos
fieles. No podemos decir que somos automáticamente fieles porque no la hemos
dejado. Son fieles a su vocación los que la asumen y la hacen suya todos los
días; es en los duros oficios y en las continuas exigencias de olvido de sí
que esta vocación cuenta. Entre los que se quedan en la congregación, hay
también infieles. ¿No tenemos que confesar nuestras culpas y nuestras
infidelidades al inicio de cada misa? Son infieles los que se quedan y
buscan toda clase de compensación humana. Son infieles los que se quedan y
utilizan la congregación en la cual viven para alcanzar sus propios
objetivos. Son infieles los que se quedan y llevan una existencia totalmente
centrada en ellos mismos. En un sentido son infieles a toda vocación, los
que se han vuelto pesos muertos.
Una fidelidad viva se manifiesta por una reafirmación consciente día tras
día, a través de las dificultades de la vida, de nuestra pertenencia a Dios
y a los demás en el seno de la fraternidad de los Misioneros del Sagrado
Corazón. Cada uno de nosotros debe interrogarse: "en este sentido, ¿cómo soy
fiel?” y cada uno de nosotros debe orar para que le sea concedida una
fidelidad más generosa y más plenamente vivida, con la gracia de Dios.
En cuanto a los que nos dejan, debemos hacer una distinción entre una
fidelidad primera y una fidelidad segunda. La primera consiste en darse a
Cristo y en seguirle con la fe en que Él tiene las palabras de vida eterna
uniéndonos a su Persona.
Esta fidelidad a Cristo debe permanecer siempre si queremos vivir nuestra
vocación cristiana. Sin embargo, esta fidelidad primera a Cristo debe
expresarse en la fidelidad segunda. Para nosotros, se encarna en la
Congregación de los MSC, en nuestras relaciones con nuestros hermanos,
cumpliendo su misión específica. Pero es posible separarlas y dejar lo que
llamamos la fidelidad segunda siendo fiel a la primera, y es esto lo que a
veces sucede. Hoy día, hemos tenido ejemplos muy conocidos de personas que,
para vivir más plenamente su fidelidad primera a Cristo, han sido llamados a
retirar la expresión de su fidelidad segunda. Así, la Madre Teresa de
Calcuta ha dejado su Instituto de Loreto para seguir a Cristo poniéndose al
servicio de los más pobres de la India fundando una nueva congregación. En
Francia, un sacerdote muy conocido, el P. Loew, ha dejado a los Dominicos
para fundar la Sociedad de San Pedro y San Pablo, un grupo de sacerdotes
obreros.
Sin embargo, la situación normal para los religiosos y para los sacerdotes,
es vivir su primera fidelidad por toda la vida perseverando en su profesión.
Hoy es más fácil decir que, para seguir fielmente a Cristo, para ser más
eficiente y dedicado a la Iglesia, debería abandonar esta segunda expresión
de nuestra fidelidad a Dios. Muchos religiosos han dicho esto, pero ¿dónde
están hoy? El llamado normal a la fidelidad al seguimiento de Cristo exige
una fidelidad continua a un modo peculiar de vida.
No nos toca a nosotros juzgar si los que han abandonado son infieles, pero
muchos, creo, afirman muy fácilmente que son fieles a Cristo dejando la
Congregación bajo pretexto de servirle más eficazmente en otras partes.
Luego la historia de sus vidas no ha probado que era una llamada a seguir
más generosamente a Cristo. Sea lo que sea, tenemos que responder por
nosotros mismos, no por los otros.
Llamados a ser misioneros de un amor siempre fiel, nos toca ser testigos de
este amor siendo fieles a la profesión que hemos hecho. Es la fidelidad a
una alianza que tratamos de vivir, motivados por un amor personal a Cristo
"quién ha sido fiel, en calidad de Hijo, a la cabeza de la casa del Padre".
Para vivir esta vocación de fidelidad, no debemos pensar en ella como en un
contrato, Estamos también en guardia ante argumentos en favor de una
fidelidad a sí mismo que hace del individuo el centro de su propio universo.
Nuestra inspiración sale de la palabra de Dios. En el Antiguo Testamento
constatamos la libre elección de amor que se debe hacer y que debemos vivir
si queremos ser el pueblo de Dios y si Él debe ser nuestro Dios. Solamente
el Dios fiel es quien nos puede hacer fieles. Podemos ver en la Biblia que
la fidelidad de Dios es inagotable y que El es la fuente eterna del amor. Él
es la zarza ardiente que arde sin consumirse. Podemos pues apoyarnos en su
fidelidad, que es la roca y no la arena, es un apoyo sólido. Contemplamos a
Cristo quien cree en la presencia del Padre aún en las tinieblas. Le pedimos
la fuerza de seguirle, porque abemos que la fidelidad es un don de Dios.
La fidelidad a Cristo se vive en la Iglesia, y, para nosotros, en una
congregación religiosa. Ella es necesaria si la Iglesia debe ser el signo y
el sacramento del amor de Dios. Y es precisamente en esto donde se encuentra
la dificultad para algunos y donde existe una tensión para todos nosotros.
Esta tensión existe entre una respuesta muy personal a la llamada de Cristo
en la libertad individual y el elemento material y limitador de la Iglesia y
de la congregación. Las posibilidades del individuo para la existencia están
limitadas por sus elecciones —elección de ser miembro de la Iglesia,
elección de unirse a un grupo particular. No es raro que las personas que
rechazan a su sociedad religiosa, o hasta rechazan la Iglesia lo hacen por
la razón de que no encuentran en ellas el rostro de Cristo. Es por falta de
admitir la verdad y la pobreza de la Encamación. Es por la incapacidad de
aceptar los límites impuestos al individuo que tiene como misión el crear
una comunidad cristiana. Sin embargo, hay que reconocer que, si el peso y
las restricciones de una institución aplastan al individuo, o lo reducen a
un mero ejecutante, subordinado a unas reglas y a unas prescripciones,
entonces la verdadera fidelidad cristiana no está disminuida sino destruida.
La fidelidad es una realidad humana viva. Más aún, en el seno de la
comunidad ésta tiene necesidad de un "ambiente de vida" con unas
posibilidades de libre elección y de creatividad. Podemos recordar aquí
algunos puntos tratados en el Capítulo Primero.
Sin embargo, por muy sabios o iluminados que fueran los miembros de una
comunidad, la vocación religiosa es esencialmente para ellos una manera de
vivir su fe. En un sentido, se trata fundamentalmente de vivir la virtud
cristiana de la fidelidad considerada como una respuesta total a la palabra
de Dios. Es la respuesta del hombre a la fidelidad de Dios, un Dios de amor.
Para vivir esta respuesta, la oración es absolutamente necesaria: "Yo, Señor
confío en ti; me dijo: ¡Tú eres mi Dios! Mi destino está en tus manos:
líbrame del poder de mis perseguidores. ¡Haz que alumbre a tu siervo tu
semblante, sálvame por tu fidelidad! " (SI. 31, 15-17).
Es necesario buscar el rostro de Dios y el corazón de Dios si queremos vivir
en verdad la fidelidad a su ley y conservar la alegría de ser fieles. No
basta rezar en el último momento, en el momento en que se plantean las
preguntas sobre la vocación. Como dice un autor: Necesitamos una oración
personal, interior, prolongada, arrancada a nuestras preocupaciones diarias,
fielmente dada a Dios; una oración que es adoración, llamada a la luz; una
oración a una Persona, una oración que nos une a Ella en una relación de fe,
de esperanza y de caridad.