UN CORAZÓN NUEVO Y UN ESPÍRITU NUEVO de E. J. Cuskelly MSC: Un Amor que Libera, capítulo 15
CAPITULO QUINCE
UN AMOR QUE LIBERA
Dirigiéndose a un grupo de Superiores Generales, el P. Loew proponía a su
consideración la parábola siguiente:
"En la naturaleza, en la historia de la escalada de los seres hacia su
perfección, primero hubo los invertebrados. Es decir, los animales
desprovistos de vértebras. Eran seres bien organizados, pero necesitaban una
concha, un caparazón que los protegiera y sostuviera. No tenían columna
vertebral (por ejemplo, las ostras, mejillones, langostas, . .). Luego, con
la evolución de la naturaleza, llegamos a los vertebrados, seres provistos
de una columna vertebral y sin concha.
"Conocí tiempos en que vivíamos protegidos por conchas: clausura, hábitos,
reglamentos, etc. Pero la vida misma hizo que nos liberáramos de esas
conchas. Si no evolucionamos como la naturaleza, si no reemplazamos la
concha por una columna vertebral, estaremos a merced del primer pez que
quiera devorarnos. La secularización nos ofrece el baile de las conchas, y
el pez que nos devoraría puede llamarse Margarita o Karl Marx.
"Propondría, pues, dos preguntas:
1)
¿Cuál ha de ser hoy nuestra columna vertebral?
2)
¿Cuál ha de ser el contexto necesario para que pueda vivir su vida religiosa
entre los hombres?
Esta parábola está sujeta a múltiples aplicaciones. El contexto que ha de
discutirse se refiere evidentemente al estilo de comunidad que necesitamos
en el mundo de hoy.
Donde los religiosos estén cerrados a nuevas ideas o los conservadores
aferrados a costumbres antiguas, allí podrá dialogarse de apertura,
Nos proponemos darles alguna idea de la dureza de las conchas, si no de la
amplia concha donde puede hallarse encerrada la provincia, al menos de las
conchas individuales en las que cada uno de nosotros puede refugiarse.
Abordemos ya este tema al considerar los diferentes tipos de Mammón que se
crea uno. Escribe E. Vallacchi: “Jamás el pobre se erige en juez, sino que
vive en actitud de escucha y de acogida. Escucha, recibe, acoge bien a Dios,
a sus hermanos, al mundo entero". Posee lo que hemos convenido en llamar
"espíritu de acogida". "La acogida es la capacidad de recibir y escuchar, es
algo sagrado, porque en el huésped nos visita Dios. Con respecto a Dios
mismo, esta acogida se expresa en el hecho de que el pobre lo recibe
constante y humildemente en su palabra, en sus obras, en sus manifestaciones
sacramentales, en la oración, siempre con la misma disposición personal de
hacer su voluntad.
"La acogida se expresa también en la actitud para con nuestros hermanos. El
pobre considera a todos los hombres como hijos del mismo Padre, en quienes
la Sabiduría divina sembró algunos gérmenes de ciencia. Toda persona es una
idea divina lanzada en el tiempo, y que para el pobre constituye un mensaje
que ha de ser recibido, considerado, evaluado, retenido. Razón por la cual
el pobre jamás se opone hostilmente al otro: busca el diálogo, el contacto,
la amistad en relaciones interpersonales".
Sin esta actitud de pobreza de corazón, permaneceremos siempre encerrados en
nuestras conchas, levantando entre nosotros barreras, incapaces de progresar
como individuos, incapaces de hacer progresar la comunidad. Nosotros
deberíamos de ser capaces de estar a la escucha: del Espíritu, del Verbo,
del otro, del mundo. Deberíamos igualmente escuchar a los otros, con
respeto, para poder construir la comunidad. Si permanecemos en la de
escuchar al mundo, podremos responder a los signos de los tiempos y estar al
día. Si (y solamente si) podemos ponemos a la escucha del Espíritu del
Verbo, estaremos en condiciones de orar.
Debemos estar atentos no solamente a la de nuestra concha, sino también a la
fragilidad de nuestra columna vertebral, en el momento de pasar de la concha
a la vértebra. Hemos dejado atrás nuestras conchas en aquello que concierne
a la mayoría de nuestras reglas y de nuestras prácticas religiosas. Algunos
han sido devorados por su Margarita, mientras que en otras provincias hay
quienes han sido tragados por Karl Marx.
Nosotros hemos sido liberados; DE QUE, está claro, —POR QUE no es a menudo
algo tan evidente. Hemos sido liberados de reglas estrictas, de la
uniformidad, de la sotana, de la obediencia ciega, de la aceptación
incondicional de la autoridad. Pero en el fondo, ¿para qué hemos sido
liberados, y por qué? ¿Hemos logrado la verdadera libertad de los hijos de
Dios? Nosotros creemos en un amor que libera. "Ama a Dios y haz lo que
quieras". Aún estamos aquí en un terreno en donde las Escrituras nos proveen
de un amplio material de reflexión. Material que difiere considerablemente
de aquella clase de libertad que proponen Marcuse y los suyos. Remontémonos
al Antiguo Testamento y descubriremos que el acto inicial de Dios para
salvar a su pueblo fue también un acto de liberación. "Él ha liberado a su
pueblo": lo liberó de la esclavitud de Egipto, lo liberó para el culto del
Dios vivo, y para entrar en su Alianza y llegar a ser su Pueblo. La
invitación de Dios fue libre y voluntariamente aceptada: "Haremos todo
cuanto ha dicho el Señor" (Ex. 19, 8).
En la Biblia todo encuentro con el Dios Vivo conlleva una experiencia de
liberación. Sólo Dios podía liberar a su pueblo. Moisés no lo pudo lograr
sino cuando, por la fuerza de su brazo, el Señor vino en su auxilio. El
pueblo en el exilio no vio otra salida para su huida que la intervención del
Señor sirviéndose de Ciro como instrumento para conducirlos de Babilonia a
su patria. Nadie puede liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado,
si no es Dios por Jesucristo: es su Verdad la que nos libera.
Ahora abordamos una realidad que hemos de experimentar antes que ella pueda
transformarse en una realidad para nosotros. La fe en Jesucristo, la fe en
un Dios Vivo es para una
liberación. Permítanme hacerles una pregunta: si ustedes tuvieran que hacer
una oración sobre los mandamientos enrelación con su vida personal ¿cómo la
formularían? Piénsenlo. . .
Veamos ahora, ¿cuántos de entre ustedes han pedido la gracia de poder
guardar los mandamientos? Sobre este punto, la Iglesia tiene una bella
oración que decimos uno de los primeros domingos del año: “Señor, aumenta en
nosotros la esperanza, la fe y la caridad para que podamos conseguir aquello
que tú prometes y amar aquello que tú mandas".
No se discute el "guardar tus mandamientos" como si fueran reglas
impersonales que observar, sino el amar aquello que Tú (una persona) mandas.
Una es la oración del corazón que, por la fe, la esperanza y la caridad nos
llevan a la libertad. La otra no lo es. Creo que muchos cristianos tienen la
idea de que Cristo, vino para ayudarnos; es cierto, pero también para
obligarnos a cumplir algunos deberes que de lo contrario no habrían sido
necesarios. De hecho, El vino a mostrarnos lo que Era, plenamente humano, y
para liberarnos, por la fe, la esperanza y la caridad, de lo que hace al
hombre menos hombre. Vino para dar reposo a nuestras almas, para aliviar
(por el amor y el don del Espíritu Santo) la responsabilidad que significa
ser hombre y la necesidad de luchar contra el egoísmo y la apatía. Es la fe
en su amor lo que aligera nuestra carga y lo que nos da acceso a un mundo
donde los hombres son realmente libres.
En sus epístolas, San Pablo habla en numerosos pasajes del cristiano
liberado de la ley. Desde ahora no hay más que una ley: Amar a Dios y a su
prójimo. No hay más que un pecado: rechazar el don del Espíritu de Vida y de
Amor. No hay más que una muerte: la del rechazo de la Alianza y, por
consiguiente, el rechazo del Espíritu de Cristo. No hay más que un Salvador,
que puede derramar en nuestras almas el espíritu de la filiación. Pablo
insiste: en el Bautismo somos llamados a la libertad (Cf. Rm. 7, 1—14; Gal.
5, 1; 5, 13).
En el Evangelio leemos que se le pregunta a Cristo: “¿Debemos adorar en
Garizim o en Jerusalén? " Su respuesta fue: Adoren en el lugar que quieran,
a condición de que adoren "en Espíritu y en Verdad".
Y aún más: "¿Qué diremos de los jueces? " El Espíritu les dirá lo que tengan
que decir". Y en otro pasaje: " ¿Qué debemos hacer para tener la vida
eterna? " Miren al buen samaritano que estaba bien lejos de los escribas y
fariseos en todo lo referente a la observación de la ley. "Vete y haz tú lo
mismo", de pura gracia.
Entonces ¿la ley no tiene ningún sentido? Es necesario considerar con suma
atención la respuesta a esta pregunta, porque actualmente para los
religiosos tienen importantes aplicaciones. (Aplicaciones muy importantes
también para la formación). La ley es un pedagogo. Su papel es el de
enseñar, de formar, de disciplinar hasta que nosotros alcancemos la
verdadera libertad de hijos de Dios. Es necesario pasar por la fase de la
ley, pero el Espíritu de Cristo nos libera de la sujeción de esa ley en
tanto que es pedagogo y tutor. Nos compromete a seguir a Cristo con
solicitud y generosidad, amándolo y amando lo que el mismo manda.
El buen Samaritano cumplió con la Ley, pero él está por encima de la ley.
Zaqueo cumplió con la ley, pero la superó al compartir con los otros.
Jamás seremos liberados, no obstante, de nuestra naturaleza humana, y
durante esta vida no nos ve jamás completamente liberados de las
inclinaciones de nuestra naturaleza al pecado y a la búsqueda de sí mismo.
Aun cuando la ley haya llenado el papel de tutor y pedagogo, será todavía
necesario para aquellos que habitualmente la superan o viven fuera de ella.
En las autopistas de Alemania, en el borde de la ruta, hay una banda de
hormigón con una línea especial que emite una señal de alarma al contacto
con los neumáticos del auto. Es una señal para que los choferes descuidados,
adormilados o distraídos puedan darse cuenta de que se salieron de la ruta.
La ley hoy cumple para con nosotros esta función. Esta señal nos advierte
que hemos abandonado el Espíritu de Cristo y que no estamos en el camino que
nos ha señalado. Es un límite, una advertencia en la que hemos de ver
nuevamente a Cristo y su voluntad. Cada vez que estamos a punto de
transgredir gravemente la ley, es la señal de que no hemos estado atentos al
Espíritu de Cristo. Debemos buscar de nuevo. Cada vez que caigamos en las
categorías de "permitido y prohibido", estamos demostrando que no vivimos en
la libertad del Espíritu.
Aquel que ama a su prójimo en Jesucristo y como Cristo, con un amor
desinteresado, altruista, no se hace preguntas sobre lo que está permitido o
prohibido por los mandamientos. No existen mandamientos que defiendan el
robo, el homicidio o el adulterio. Pero cada vez que caigo bajo la ley, es
un signo de que he abandonado el Espíritu de Cristo. Esto se puede repetir
en muchos casos. " ¿Estoy obligado a ir a misa los domingos? " O para un
religioso, ¿Cuántas veces estoy obligado a ir a misa? " ¿Hasta dónde puedo
ir en mis amistades femeninas?
¿Estoy obligado a hablar a mis hermanos de comunidad? ¿Tengo el derecho de
decir a mis superiores que no tendré en cuenta sus directrices? " Aquellos
que se hagan estas preguntas no han logrado la libertad, no han
experimentado el amor que libera.
La ley aún existe; es el testigo vigilante que denuncia mi pecado, mi
infidelidad al espíritu. Su valor es el de ser el testigo vigilante de
nuestras situaciones existenciales de vida. La libertad que da Cristo no es
abolida por la ley. Ella nos libera de la ley como lastre si aceptamos el
don del espíritu. Pero cada vez que abandonamos el espíritu, cada vez que
nos dejamos dominar por el egoísmo, caemos de nuevo bajo la ley.
Como religiosos estamos llamados a vivir más íntimamente la gracia de la
filiación y el llamado a la libertad que todo cristiano recibe en el
bautismo. Estamos, pues, llamados a vivir con más intimidad y más evidencia
la verdad y el amor que nos harán libres. El P. Rondet escribió
recientemente un libro en el que sostiene la tesis de que la vida religiosa
es aquella que es y que manifiesta una manera particular de vivir esa
libertad. Hasta cierto punto, indudable esta tesis parece aceptable, y es
útil examinar con seriedad su aplicación:
La Castidad consagrada nos hace libres para amar a Dios y a los hombres, de
una manera especial, nos libera de la obsesión del sexo y de su esclavitud
que afecta a tanta gente en este mundo.
La pobreza nos libera de la desenfrenada carrera por la posesión de los
bienes del mundo, nos hace libres para servir. Por la obediencia somos
liberados de la necesidad de afirmarnos nosotros mismos y libres para la
misión al servicio del Evangelio.
Si queremos vivir libremente más allá de la ley, hemos de vivir
profundamente nuestro carisma. Hemos de ser gente acogedora del Espíritu,
que es un don del Corazón de Cristo, para imbuir nuestros corazones del
espíritu de amor, de servicio, de valor cuya fuente es ese Corazón. Hemos de
estar atentos al Espíritu para ser liberados del peso del institucionalismo
que, sin Él, podría agobiarnos grandemente. Un hermano protestante de Taizé
hace a este respecto una indicación pertinente. Dice que los jóvenes
confunden a menudo organización e institución. Como dice Saint Exupéry "El
orden no crea la vida, sino la vida el orden". Cada grupo de hombre (Iglesia
o sociedad) necesita una organización, pero esta puede volverse pesada y
transformarse hasta en institución, con leyes y estructuras que jueguen un
rol demasiado prominente. Este sucede cada vez que el Espíritu no sea ya el
motor de la organización. Nosotros hemos rechazado algunas leyes y nos hemos
desembarazado de ciertas estructuras. He aquí una pregunta razonable y
pertinente: ¿Hemos abolido simplemente algunas leyes, o hemos sido liberados
para vivir por encima de la ley? En nuestra vida religiosa, ¿hemos
progresado en el Espíritu de Cristo hasta la plena libertad de los hijos de
Dios? ¿Sería la respuesta afirmativa de un 100 por ciento para todos
nosotros?
Consideramos algunos casos particulares:
1)
Nos hemos desembarazado de un cierto número de estructuras y reglas
comunitarias, del control ejercido desde arriba. A nivel general y a nivel
provincial tenemos buena organización, buenas directrices, y sin la
obediencia incondicional. ¿Cuáles son los resultados: tenemos tan solo
grupos de individuos donde cada uno se preocupa únicamente de sí mismo? ¿O
poseemos un sentido profundo de pertenencia a nuestra familia religiosa por
caridad fraterna o por preferencia?
2)
Teníamos reglas que fijaban los tiempos y las formas de oración comunitarias
y personales. Muchas de dichas reglas han desaparecido. ¿Con qué resultado?
¿Una mejor oración en el Espíritu? Oímos decir a veces: "Si no hay una regla
obligatoria que me exija rezar, ¿quién, pues, me manda que debo rezar? Si el
Espíritu de Cristo que está en mí no me lo dice, significa que no he sabido
aprovechar el tiempo que estaba bajo la ley; y bajo ella no habré
progresado. No me ha servido, pues, ni de pedagogo ni de tutor.
3)
Antes éramos nombrados por obediencia a puestos casi sin consultarnos. Y
ahora ¿qué vemos? ¿Un buen número de religiosos inamovibles? ¿Una buena
cantidad de gente que hace cada uno lo que le place? En lugar de obediencia,
un buen número de religiosos han comenzado a emplear la palabra
corresponsabilidad. Ahí está la palabra, pero ¿dónde está la realidad? ¿Con
qué seriedad han asumido, dentro de la provincia, su parte de
responsabilidad de tal modo que superen su pequeño círculo y sus intereses
personales?
4)
Teníamos también reglas que se referían a las recreaciones ¿Con qué
finalidad? ¿Acaso han dado el paso a un estado de interés que atienda a las
necesidades personales de sus hermanos, de sus esperanzas y temores? Pienso
que en privado y en común sacábamos un gran provecho de la reflexión sobre
la aplicación de estos principios a todos los dominios de nuestra vida
religiosa, por ejemplo: la
pobreza, la castidad (especialmente en cuanto a lecturas y películas), etc.
¿Qué progreso hemos hecho en el Espíritu para vivir plenamente como
cristianos en la libertad y el amor?
No podemos volver a las leyes de antaño. Muy pocos de nosotros lo querrían.
Nuestra única seguridad en el futuro consiste en la fidelidad al Espíritu de
Cristo y en nuestra propia respuesta. Precisamente aquí viene la palabra
responsabilidad: respuesta a una visión. Nuestra liberación total tendrá
lugar cuando estemos enteramente poseídos por el amor del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo. Vistos los límites de nuestra naturaleza humana,
rodeados de un mundo que nos sirva de pedagogo y de señal de alarma para
volvernos a Cristo, cuando nos hayamos alejado de su Espíritu, ¿Cuál será
esta ley?
Debemos encontrar la respuesta a esta pregunta en una búsqueda común. Como
habíamos dicho, nuestra parábola nos proponía dos preguntas: una
concerniente a la columna vertebral y la otra al contexto.
El contexto que necesitamos es la comunidad. ¿Cómo construimos una comunidad
de hermanos comprensivos y atentos a las necesidades humanas?; ¿atentos a
las exigencias de la caridad, de la fidelidad y de la corresponsabilidad?
Una comunidad donde se sienta la vivencia de una comunión de fe en Cristo.
¿Cómo hacer de la comunidad un lugar de encuentro en donde nos esforcemos
por cumplir nuestros compromisos con nuestros hermanos en Cristo, con gran
respeto por las personas? He aquí el tiempo de contexto que necesitamos.
¿Cuál es la columna vertebral? Cómo no hace mucho tiempo que salimos de
nuestras conchas, propongo una columna vertebral muy primitiva, compuesta
solamente de cuatro elementos. Descubriremos otros a medida que progresemos
en la libertad.
Primeramente, uno de los elementos necesarios es nuestro carisma
interiorizado, querido y vivido, con el fin de ser sacramentos de un amor
fiel y no simplemente de un amor sentimental. Un amor compasivo sí, pero
también un amor que se esfuerza por ser sacramento del amor de Dios que es
siempre fiel.
El segundo elemento es la oración. Si no rezamos por necesidad, entonces no
hemos aprendido a creer en el amor de Cristo. Nos incumbe como individuos y
como comunidad fijar cuanto necesitarnos orar.
Un tercer elemento es la osadía, porque, como lo ha dicho el P. Chevalier,
"el coraje es una virtud del corazón de Cristo". Tenemos necesidad de ser
gente osada de creer que podemos dar mayor sentido a nuestra vida. Ninguno
de nosotros hace cosas espectaculares. Pero si cada uno, decididamente, hace
lo que puede, es probable que los resultados no sean espectaculares, perp
tendrán su valor.
Finalmente, la devoción al Espíritu Santo, vivida con mayor plenitud de lo
que lo hemos hecho hasta ahora, es un elemento de la nueva columna
vertebral. A cada uno de nosotros corresponde apreciar mucho más el rol del
Espíritu de Cristo en nuestra vida. Al escribir hoy día sobre el corazón de
Jesús insiste en el elemento bíblico tradicional, que enseña que el Espíritu
que se nos da viene del Corazón de Cristo.
Antiguamente, debido a la importancia que se daba a la autoridad de la
Iglesia, muchos de nosotros no habían desarrollado el hábito de recurrir al
Espíritu para obtener luz y orientación. Si los católicos tenían una duda o
un problema, buscaban lo que el Papa había dicho o lo que habían enseñado
los concilios sobre el tema. Estamos de acuerdo que hay que hacerlo, pero se
necesita también cierta confianza que descanse en la palabra de Cristo que
nos invita a pedirle, en medio de nuestras dificultades, el Espíritu que
dará a nuestra inteligencia las luces necesarias.